Estado de Derecho y responsabilidad: un círculo virtuoso en tensión
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Notario de Madrid
CONFERENCIA DICTADA EN EL COLEGIO NOTARIAL DE MADRID, SALÓN ACADÉMICO, EL 14 DE NOVIEMBRE DE 2024
Solo un Estado de Derecho da lugar a personas responsables. Pero solo con personas responsables, existirá un Estado de Derecho.
Rodrigo Tena, en su conferencia de la Academia Matritense del Notariado, tras exponer las tensiones, contradicciones y desafíos que plantea esta relación clave en las democracias modernas, esclareció brillantemente esta paradoja esencial del Estado de Derecho: su propia existencia depende que lo integren ciudadanos responsables, pero solo bajo su amparo es posible forjar esa responsabilidad.
El Estado de Derecho es una creación humana fruto de experiencias políticas muy variadas. Es natural que presente tensiones internas, contradicciones (como las que resultan de su convivencia histórica con la discriminación racial, social y sexual) e incluso paradojas. Hoy vamos a estudiar una de ellas, que podemos formular como sigue: “Solo el Estado de Derecho da lugar a personas responsables, pero solo si las personas son responsables existirá un Estado de Derecho”. Si los rasgos configuradores de un Estado de Derecho son la fuente primordial de la responsabilidad personal, la simple existencia del sistema garantizaría su propia conservación. Pero si para garantizar esto último se necesita una responsabilidad especial, entonces el sistema no es el que la genera. Pues bien, para analizar nuestra paradoja es necesario examinar por separado las dos afirmaciones que la integran.
Solo el Estado de Derecho da lugar a personas responsables
Justificar esta afirmación exige precisar qué es un Estado de Derecho, cosa nada fácil. Hoy en día existen dos grandes corrientes de pensamiento al respecto: la delgada y la gruesa. La delgada adopta una perspectiva formal, sin involucrar en la definición a la democracia, los derechos humanos y la justicia material. El Estado de Derecho se concretaría básicamente en ciertas características formales de las normas y de su aplicación que podemos resumir de la siguiente manera: las normas deben ser generales; estar publicadas con la suficiente antelación; ser prospectivas y no retroactivas; estables, claras y no contradictorias; no deben exigir lo imposible; y debe existir una congruencia entre el Derecho promulgado y el aplicado.
“Solo el Estado de Derecho da lugar a personas responsables, pero solo si las personas son responsables existirá un Estado de Derecho”
Si todo esto concurre estaríamos ante un Estado de Derecho. Vemos que este enfoque parece muy formal y, por ello, un tanto insuficiente. En primer lugar, porque resulta bastante evidente que para lograr ese ideal de Derecho es necesario apoyarse en determinados requerimientos institucionales. Para demostrarlo Platón utilizaba la imagen del telar, en el que podemos distinguir dos tipos de hilos: los hilos base -la urdimbre- que se colocan verticalmente y que constituyen el esqueleto del tejido, y que por ello deben ser estables y de la máxima calidad; y los hilos horizontales -la trama- que cruzados y enlazados con los anteriores forman la tela. Platón identifica la urdimbre con las leyes que fijan la estructura política fundamental del Estado, y la trama sería el cuerpo de leyes con arreglo al cual luego han de gobernar los cargos públicos. Y lo que pretende transmitir la analogía es que, al igual que gracias a una buena urdimbre la trama puede configurar un tejido de calidad, gracias a un buen soporte institucional -que hoy lógicamente debe responder a las características típicas de una democracia liberal, con su proceso deliberativo, sus declaraciones de derechos y su división de poderes- es posible cumplir con los requisitos de la versión delgada; y no solo eso, sino que es posible presuponer que los valores materiales que encarne esa legislación van a ser los más cercanos a la justicia posible.
Ahora bien, todo esto formulado, podemos preguntarnos por qué interesa que el tejido del Estado se articule de esta manera. Que la respuesta no es evidente resulta de esas encuestas que reflejan que la valoración de la democracia liberal está perdiendo enteros frente a la alternativa iliberal o incluso autoritaria a una velocidad pasmosa. Ello puede obedecer a que muchas de las respuestas que se manejan parten de enfoques de tipo utilitario, cuando, en realidad, lo que está en juego es el valor fundamental que constituye el núcleo mismo de nuestra civilización. Un Estado de Derecho interesa porque solamente en este tipo de Estado se reconoce al ciudadano su dignidad como ser responsable. Un gobierno de leyes propiamente formuladas y aplicadas, y no un gobierno de personas por muy benevolentes e inteligentes que sean, implica comprometerse con la visión de que el ser humano es un agente responsable capaz de planificar su vida al amparo de un marco legislativo que puede entender y, en consecuencia, susceptible de responder por sus incumplimientos y por sus fracasos. Cualquier desviación de esos requerimientos anteriormente enunciados es una afrenta a la dignidad del ciudadano, un desprecio a sus capacidades de autodeterminación.
El verdadero Derecho, a diferencia de la gestión, no busca dirigir a las personas reconduciendo su conducta para conseguir determinados objetivos fijados por la autoridad, sino establecer un marco fundamentado, previsible, inteligible y estable que facilite la interacción en libertad y, por tanto, donde haya verdadera posibilidad de actuación moral. Solo el Estado de Derecho crea un ámbito en el que cabe desarrollar las virtudes y, en definitiva, donde sea posible la responsabilidad entendida también desde este punto de vista de vinculación con lo que pasa en el mundo.
“El verdadero Derecho no busca dirigir a las personas, sino establecer un marco fundamentado, previsible, inteligible y estable que facilite la interacción en libertad”
Por supuesto esta autonomía formal debe ser acompañada por las condiciones materiales que la hagan posible, pero lo cierto es que nada puede compensar la ausencia de garantía legal. Porque el verdadero Derecho no solo se define por su efecto de permitir el libre juego de la autonomía personal, sino por hacerlo por la vía de limitar el poder. Por eso no solo importa la trama, como parece sugerir la versión delgada, sino también la urdimbre democrática, que evita la incertidumbre derivada de estar sujeto al arbitrio o dominación de otro, lo que resulta tan nocivo para la verdadera autonomía como la interferencia efectiva.
Pensemos, además, que la autonomía, para ser propiamente tal, debe tener también una dimensión política, vinculada a la participación en la toma de decisiones colectivas, lo que nos conecta de vuelta con el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona (intimidad, expresión, manifestación, asociación, etc.) y, a la postre, con la democracia. El Estado de Derecho genera así un círculo virtuoso, en el que la democracia y el reconocimiento de los derechos fundamentales se constituyen en base a una determinada urdimbre institucional; esa urdimbre tiene como principal efecto crear una trama de calidad que responde a las características de la versión delgada; esa trama a su vez garantiza la autonomía personal, el desarrollo de una auténtica vida moral e incentiva la responsabilidad de los ciudadanos; una de cuyas manifestaciones más relevantes es la participación y el compromiso público, lo que nos conduce a una democracia de mejor calidad.
Así pues, la existencia del círculo virtuoso del Estado de Derecho confirma nuestra primera afirmación, pero parece contradecir la segunda, de la que pasamos ahora a ocuparnos.
Solo si las personas son responsables existirá un Estado de Derecho
La tesis del círculo virtuoso parece acoger una visión determinista de progreso necesario -basada en la convicción de que una buena urdimbre institucional es la clave que pone en marcha el mecanismo- que ha sido acogida por la Modernidad con rara unanimidad.
Anteriormente se había discutido cuál era el factor más relevante para la prosperidad de las sociedades: la virtud o las instituciones. El mundo clásico se había decantado por la virtud porque, en definitiva, el principal papel de las instituciones consistía en promover el compromiso cívico y la honestidad entendida como servicio al bien común. El debate vuelve a renacer con enorme fuerza con el resurgir de las ciudades a partir del siglo XIII. Frente a la postura de los bartolistas, los retores y humanistas insisten en que la vida política depende mucho más del espíritu público que del perfeccionamiento de la maquinaria del gobierno. Pero a finales del Renacimiento la confianza en la potencialidad de la virtud empieza a decaer, y a partir de Hobbes la cuestión está ya decidida totalmente a favor del diseño institucional.
“El Estado de Derecho interesa porque solamente en este tipo de Estado se reconoce al ciudadano su dignidad como ser responsable”
Si hay una convicción que la Modernidad nos ha legado es que el diseño institucional es superior a la virtud porque opera sobre dos sentimientos innatos -el interés y el miedo a la sanción- que nos vienen dados de fábrica (a diferencia de la virtud). Con la particularidad de que el factor del interés, sabiamente manejado, termina produciendo grandes beneficios colectivos. La consecuencia de todo ello es que la virtud desaparece de la ecuación. Como afirmaba Kant, el problema del Estado tiene solución aun en un país de demonios, con tal de que tengan sentido común. Porque lo esperable es que dejen pronto de ser demonios, sin aspirar por ello a que se conviertan en ángeles. Es decir, un régimen institucional que fomente la autonomía desencadenará una mínima dosis de virtud, la suficiente para mantener el sistema. Porque la autonomía, si es verdaderamente tal, disciplina por sí sola, en cuanto obliga a responder a los requerimientos más inmediatos que plantea la realidad. Este es el presupuesto básico de la modernidad: que la autonomía obliga a ser responsable a la fuerza, quiérase o no.
Este planteamiento da lugar a una concepción de la responsabilidad muy diferente a la que dominaba cuando surge el gobierno republicano por primera vez, o cuando busca recuperarse en la Italia renacentista o en los albores de la revolución americana. De hecho, podríamos resumirla en los siguientes cuatro mandamientos de la responsabilidad moderna:
1.- Cumple la ley positiva, principalmente para evitar las desagradables consecuencias de no hacerlo.
2.- Cumple tus compromisos formales, que has aceptado voluntariamente porque te interesaba.
3.- Sé ético, básicamente con la familia, amigos y compañeros, y cumple los códigos éticos de tu comunidad.
4.- Y una vez respetado todo lo anterior persigue tu propio interés.
No existe nada al margen de estos postulados. Así que la cuestión clave a dilucidar es si el peculiar sistema del Estado de Derecho resulta compatible con semejante concepción de la responsabilidad, hoy dominante a todos los niveles.
Es verdad que en los sistemas políticos actuales observamos todo tipo de actitudes irresponsables -rechazo a reconocer la derrota electoral, interpretación ventajista de las reglas, captura de las instituciones de control, mentira sistemática, etc. Pero lo que se nos dice es que los problemas derivan de un diseño institucional desfasado que no genera los incentivos adecuados, proponiendo a tal fin las reformas que se consideran convenientes. Respuesta difícilmente falsable, aunque solo sea porque nunca se hacen las reformas que permitirían comprobar su acierto. Porque el problema es que para realizarlas -afirma Ignatieff- se necesitarían “líderes de larga visión capaces de colocar al sistema por encima de sus propios intereses”, cosa no solo nada frecuente, sino que resulta un tanto contradictorio con los postulados de la Modernidad.
"La democracia liberal no puede garantizarse a sí misma”
En cualquier caso, lo que resulta innegable es que toda reforma tiene un límite intrínseco, más allá del cual no puede llegar. Uno de los problemas clave que plantea el Estado de Derecho es que la norma bajo amenaza de sanción (segundo instrumento disciplinario preferido después del interés) tiene aquí un juego limitado, porque es imposible garantizar la supervivencia del sistema solo a través de normas imperativas que forman parte del mismo sistema. Es lo que se conoce como el dilema Böckenförde: “El Estado liberal, secular, depende de condiciones que él mismo no puede garantizar”. Porque, si trata de garantizarlas de manera efectiva, dejaría de ser liberal. Pero si no lo hace, puede no sobrevivir. En definitiva, la democracia liberal no puede garantizarse a sí misma. Como afirma Yascha Mounk, “la supervivencia de las democracias estables siempre ha dependido de la disposición de los protagonistas políticos de jugar conforme a las reglas básicas del juego”, porque no se les puede obligar a ello. Pero el inconveniente es que tal cosa contradice los postulados de la responsabilidad moderna, porque, ¿cómo uno va a jugar voluntariamente conforme a las reglas del juego si para maximizar el interés individual conviene no hacerlo?
Que el planteamiento moderno pone en grave peligro la democracia liberal lo demostró ya hace décadas Juan Linz. El análisis empírico le llevó a defender que la supervivencia del sistema exige muchas veces sacrificar no solo los propios intereses particulares del líder o de su partido, sino a veces los propios intereses ideológicos que se representan. A Linz le preocupaba especialmente la actitud de determinados partidos -en teoría fieles al sistema- pero que paulatinamente se convertían en partidos semileales por su voluntad de pactar con otros desleales que, a cambio de ciertas prebendas (normalmente la exoneración de la ley), le garantizaban mantener el poder. Esta semilealtad terminaba siendo más peligrosa para el sistema que la propia deslealtad, porque la dinámica de suma cero les llevaba a compartir más cosas con los extremistas en lo que hace a la visión del Estado de Derecho que con los partidos leales que le disputaban el poder. Lo que a su vez origina una espiral polarizadora -en la medida en que la oposición tiende también a radicalizarse- que inexorablemente va minando y deslegitimando el sistema hasta llegar a la crisis final.
En conclusión, la concepción moderna de la responsabilidad no solo no garantiza, sino que amenaza la subsistencia del Estado de Derecho. Por un lado, es imposible que las normas que constituyen la urdimbre puedan preverlo todo, y por otro, la idea básica que sostiene la construcción está en contradicción con cualquier planteamiento que base la motivación de sus actores exclusivamente en el propio interés. De esta manera justificamos también la segunda afirmación. La cuestión es si es posible conciliar la paradoja.
“La concepción moderna de la responsabilidad no solo no garantiza sino que amenaza la subsistencia del Estado de Derecho”
Conciliar la paradoja
Concluir que el Estado de Derecho necesita un plus de responsabilidad nos exige dotar de contenido a ese algo más, lo que plantea ciertas dificultades. No vamos a encontrar la solución en las habituales invocaciones a la honestidad o a los intereses generales. Sería improcedente afirmar que nos gobierna una mayoría de deshonestos simplemente porque entienden su responsabilidad de la manera limitada que es tan característica de la modernidad en todos sus sectores. En cuanto al interés general, hay que reconocer que con arreglo a los principios de la Modernidad no tiene un sentido claro separado de los intereses individuales de cada uno.
Se ha invocado como solución la movilización ciudadana en defensa de sus intereses frente a los excesos del Estado y de sus élites. Sin embargo, pocas sociedades han estado más movilizadas que la Alemania de Weimar o la de Chile de principios de los setenta, y ya sabemos cómo terminaron, porque la movilización no atenuó, sino que galvanizó la polarización social. El problema de esta respuesta, como el de todas las anteriores, es que sigue anclada en el paradigma de los intereses, tan típico de la Modernidad. Y el Estado de Derecho no se puede descifrar desde el valor “interés”, sino desde el valor “justicia”.
Si entendemos el Derecho como un mero producto del poder democrático, entonces la política de los intereses debe anteponerse siempre al sistema del Estado de Derecho. Pero es que su historia es precisamente la lucha por demostrar que el Derecho debe entenderse como justicia y que por eso está antes del poder. En consecuencia, para valorar el sistema es necesario creer en la justicia y, además, creer que esta no consiste solo en el sentimiento de la mayoría o en otro dogma prestablecido, sino que la única vía posible para acceder a ella pasa por someterse a las reglas y valores del Estado de Derecho. Sin esta creencia es muy difícil aceptar de buena fe las reglas del juego y no apreciarlas como un estorbo para hacer avanzar los propios intereses o implementar la voluntad de poder.
Pero si partimos de esa convicción, entonces tenemos que llegar a la conclusión de que el apoyo al Estado de Derecho es algo distinto al apoyo a una concepción particular del orden social, cualesquiera que esta sea. Y que bien vale sacrificar puntualmente la última antes que poner en riesgo el primero. Este es el verdadero contenido de la responsabilidad a defender, en las antípodas de la opinión actualmente dominante, que antepone siempre las políticas al sistema. Aunque, si reflexionamos, veremos que ni siquiera las políticas (más bien las emociones o la voluntad de poder) porque al subordinar la urdimbre a la política social se introduce un hilo completamente ajeno a la misma que amenaza destruir la tela en su conjunto: la urdimbre, desde luego, pero también la trama. Lo que salga de allí no podrá ser nunca bueno, sin siquiera desde el punto de vista de la política social supuestamente defendida, como hemos visto en los últimos tiempos en España infinidad de ocasiones con leyes que aspiraban a una cosa y luego han conseguido la contraria.
“Sin la creencia en la justicia es muy difícil aceptar de buena fe las reglas del juego y no verlas como un estorbo para los propios intereses”
Tradicionalmente se ha responsabilizado de esta deriva iliberal a las élites políticas. Pero lo que hoy es indudable es que tan responsable como ellas son esos grandes sectores de la población que, manifestando una teórica adhesión al sistema democrático, han apoyado esa deriva elección tras elección, a cambio de la creencia de que aquellos defendían mejor sus intereses particulares. Y no se trata de un tema de educación o de verse excluido por la globalización, porque desde los años sesenta los estudios al respecto han demostrado que los electores más educados y mejor posicionados están todavía más dispuestos a sacrificar elementos clave del Estado de Derecho a cambio de ganancias materiales o meramente ideológicas.
Por eso no podemos terminar sin analizar cómo debería reaccionar un jurista de manera responsable cuando los políticos ponen en peligro el Estado de Derecho. Los juristas deberíamos ser los primeros en tener claro el hilo con el que hay que tejer, ofreciendo resistencia, sin duda, pero la que el hilo exige, ni más ni menos. La cuestión es especialmente relevante para aquellos integrados en el funcionariado, a los que estatutariamente se les reconoce un ámbito de poder significativo. La tentación de frenar el abuso de poder con un correlativo abuso que intente neutralizar el primero es algo psicológicamente muy normal, pero de efectos muy nocivos para el sistema. Porque entonces no solo tendremos dos rupturas donde antes había solo una, sino que iniciaríamos esa espiral destructiva de reacciones y contra reacciones ya comentada.
En definitiva, la vinculación entre las cuestiones formales y materiales es tan íntima en un Estado de Derecho, que lo material -la justicia- solo se desvela si respetamos rigurosamente lo formal. Y esa constante aspiración de acceder a lo material a través de lo formal es lo que explica el indudable triunfo del Estado de Derecho a la hora de ir superando sus contradicciones internas -racistas, clasistas y sexistas- y también, ojalá, sus paradojas. La que hemos analizado está pendiente de superación, sin duda alguna. Ser ya consciente de ella es un primer paso, pero mientras esa conciencia no pase de la cabeza al corazón, no habrá mucha esperanza. Pero eso ya es tema de otra ocasión y de otras personas.