ENSXXI Nº 118
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2024
De deseos y derechos
Cierta felicitación política navideña nos deseaba este año “que todos vuestros buenos deseos se conviertan en derechos” y esta frase da pie a Pablo de Lora para una interesantísima Tribuna en este número de la revista que se titula “Del estado de los Derechos y de la legislación santimonia”. Esa felicitación es, sin duda, una declaración política y vital muy significativa porque refleja con bastante exactitud una forma de ver el mundo que no es en absoluto exclusiva del partido que la expresó, sino que está generalizada en la mente de buena parte de la sociedad contemporánea.
Don Federico de Castro definía el derecho subjetivo como “la situación de poder concreto concedido a la persona como miembro activo de la comunidad jurídica a cuyo arbitrio se confía su ejercicio y defensa”, destacando como elementos esenciales la existencia de un sujeto, un objeto y un contenido reflejado gráficamente como un haz de facultades que implican una superioridad que otorga, en palabras de De Castro “una potestad moral”, que se atribuye al titular por algo y que tiene el reflejo pasivo en el deber de los demás de respetarlo.
“Cierta felicitación política navideña nos deseaba este año ‘que todos vuestros buenos deseos se conviertan en derechos’”
Esta tradicional definición de derecho subjetivo ya pone en entredicho esos votos navideños de convertir todos los deseos en derechos porque, obviamente, confrontaría Derecho y Economía en un dilema insoluble: si todos queremos ciertos recursos y no hay para todos -pues son escasos por definición, como nos dice la Economía- pero nuestras pretensiones son exigibles, la confrontación de derechos es inevitable. Seguro que la pretensión de la felicitación no era esa, y de hecho se preocupa de limitarse a los “buenos deseos”, es de suponer que para reflejar que hay determinadas necesidades que son tan perentorias que es necesario articularlos como pretensiones legítimamente exigibles. Pero esa forma de ver las cosas tiene un peligro: la ingenuidad de pensar que se puede resolver todo por un acto de voluntad satisfaciendo libremente por medio de derechos los deseos del pueblo: recordemos a Eva Perón y su conocido lema “donde hay una necesidad, nace un derecho”, que se ha transformado en lema del peronismo.
Obviamente, el avance de los países en el aspecto social ha sido en buena parte jurídico. El reconocimiento de la función social de la propiedad, de los derechos laborales y sociales y tantos otros ha supuesto un enorme avance en las condiciones de vida de mucha gente. Pero, sin duda, esos avances en el desarrollo del individuo han propiciado el advenimiento del posmodernismo en las sociedades democráticas avanzadas, lo que ha producido, en palabras de Gilles Lipovetski, una ruptura con la fase inaugural de las sociedades modernas, democráticas disciplinarias, universalistas rigoristas, ideológicas coercitivas, al punto que conducía a la elaboración de una sociedad flexible basada en la información y en la estimulación de las necesidades, el sexo y la asunción de factores humanos, en el culto a lo natural, a la cordialidad.
“Pero esa forma de ver las cosas tiene un peligro: la ingenuidad de pensar que se puede resolver todo por un acto de voluntad satisfaciendo libremente por medio de derechos los deseos del pueblo: recordemos a Eva Perón y su conocido lema ‘donde hay una necesidad, nace un derecho’, que se ha transformado en lema del peronismo”
En este nuevo paradigma se diluye el anterior de las sociedades modernas consistente en eliminar en lo posible las formas de preferencia y las expresiones singulares, en ahogar las particularidades idiosincrásicas en una ley universal, sea la “voluntad general”, las convenciones sociales, el imperativo moral, las reglas fijas y estandarizadas. Ahora, en el nuevo paradigma, desaparece la imagen rigorista dando paso a nuevos valores que apuntan al libre despliegue de la personalidad íntima, la legitimación del placer, el reconocimiento de las peticiones singulares, los “derechos” pero también la devaluación de la ley -paradigma del rigorismo- como su forma de expresión, conduciéndonos a un mundo líquido, que diría Bauman, en el que todo está al alcance, pero la flexibilidad del entorno impide que las conquistas sean firmes. Así es: esa licuefacción de los conceptos produce, como señala Pablo de Lora en la Tribuna, una hipertrofia y multiplicación de derechos de todo tipo, incluso con el nivel de “derechos humanos”, que se convierten en una especie de comodín paralizador de todo tipo de discusión acerca del contenido de la pretensión, aunque en el fondo su generalización degrada su fuerza porque se disminuyen los rasgos que, como derechos subjetivos, les caracterizaban: su universalidad, absolutidad e inalienabilidad.
Además, la falta del rigor de la extinta modernidad se exacerba en otros aspectos como el del sujeto, que ya no es necesariamente la persona sino entes inanimados (como el Mar Menor) o el de su contenido, que no es tampoco un haz de facultades sino un deseo estético o de confort (el “derecho al paisaje” o “al medioambiente”), olvidando que, desgraciadamente para conseguir los fines hay que articular medios jurídicos concretos y efectivos que, como decía De Castro otorguen potestades concretas y bien definidas y que los demás deben reconocer. Consagrar el derecho a la vivienda como aspiración política y mandato al gobierno es correcto y así aparece en la Constitución; pensar que eso es un derecho subjetivo es algo posiblemente irrealizable. Hacer lo mismo con la autodeterminación de género sin prever las consecuencias respecto a otros colectivos implicados es, como mínimo, una decisión controvertida.
“Esa licuefacción de los conceptos produce una hipertrofia y multiplicación de derechos de todo tipo, incluso con el nivel de “derechos humanos”, que se convierten en una especie de comodín paralizador de todo tipo de discusión acerca del contenido de la pretensión, aunque en el fondo su generalización degrada su fuerza porque se disminuyen los rasgos que, como derechos subjetivos, les caracterizaban: su universalidad, absolutidad e inalienabilidad”
Pero es que paralelamente se devalúa el instrumento rigorista para la atribución de derechos, la ley, que resulta precedida, a veces con más extensión que su texto normativo, de Exposiciones de Motivos que parecen más bien alocuciones morales que explicaciones jurídicas; y cuyos textos articulados a su vez contienen más recomendaciones o propósitos que mandatos normativos; normas que, por otro lado, se canalizan a través de Decretos-Leyes que tienen tan poca urgente necesidad que incluyen largas vacatio legis y un contenido variado y amorfo que, por otro lado, debe ser aprobado como un todo sin discusión.
Son los nuevos tiempos y no conviene quejarse demasiado de ellos porque, entre otras cosas, son inevitables. Pero sí se pueden templar sus efectos, reconociendo que el sistema, la precisión, el orden, la consulta previa, el rigor, el realismo, la eficiencia, son también valores importantes: atribuyamos derechos, porque eso nos hace progresar, pero que sean aquellos que puedan realmente hacerse efectivos, aquellos razonablemente los demás deban respetar, que no sean simple voluntarismo exhibicionista que acalla conciencias pero no soluciona problemas reales.