JUAN CRUZ
Periodista
La primera vez que alguien me intentó vender un libro éste era Javier Mariño, una de las primeras novelas de Gonzalo Torrente Ballester. Era un volumen sobrio, elegante, forrado de azul claro. Toqué las hojas, vi las primeras líneas, creció ante mi la ansiedad de tenerlo, y esa ansiedad chocó con las circunstancias de entonces, y con el precio. Así que lo dejé de nuevo en la estantería, y seguí mirando libros. Pero jamás olvidé que ese, Javier Mariño, fue el primer libro que tuve en las manos con el propósito frustrado de comprarlo.
Esa anécdota adolescente se la conté al propio Gonzalo Torrente Ballester un mediodía de un diciembre diáfano pero frío de Salamanca, en cuya Gran Vía vivía rodeado de calor, de hijos, y arropado por su segunda mujer, Fernanda Sánchez-Guisande; la casa de Torrente era una casa confortable y tranquila, modesta y grande en el centro de Salamanca. El ya anciano escritor estaba muy debilitado por el tiempo y por la enfermedad; le había ido a ver como cumpliendo una tradición, de afecto y de admiración, y ese día su aire era el de una despedida. Era diciembre de 1998.
Cuando le conté la anécdota llamó a Fernanda, le pidió que trajera una edición de Javier Mariño y me la regaló con una dedicatoria. A pesar de que el cansancio y la enfermedad nublaban su deseo de estar en una conversación larga, hablamos de lo que viniera, pues él era un gran tertuliano. Ya no dictaba, pues en los últimos tiempos dictó todos sus libros, y Fernanda los tomó con la fidelidad y la dedicación que sólo se explica por el amor y, también, por la admiración. Así que fue una conversación sincopada pero fértil, de la que me fui con la convicción de que había asistido al magisterio de Torrente quizá por última vez.
"Felipe Criado lo retrató en 1991 como un hombre duplicado: un Torrente inquisitivo contempla cómo un Torrente meditabundo se toma un café en un bar de Salamanca. Ante ese retrato, José Saramago me dijo un día que un Gonzalo le estaba diciendo al otro: '¿Qué haces ahí, tomando café, en lugar de estar trabajando en casa?'"
Le empecé a leer a finales de los años 60 del pasado siglo, en el suplemento literario de Informaciones, que entonces dirigía Rafael Conte. Eran sus dietarios, titulados Cuadernos de la Romana. Eran textos detenidos y suculentos, en los que dominaba una ensoñación literaria, una capacidad de fabulación, que está, por otra parte, marcando el ritmo de toda la literatura de Torrente. Le escribí una carta, incluso, para expresarle mi admiración, y no recibí respuesta, como era previsible. Pero ahí había un cordón umbilical que siempre me ligó al gran autor de Javier Mariño, mi primera compra frustrada.
Cuando se produjo en mi vida la eclosión de Torrente Ballester fue a principios de los 80. Eso le sucedió a muchísima gente en este país. Torrente siempre contaba, como Borges, que de Los gozos y las sombras, la trilogía que marcó su mayor éxito, se vendieron, en su primera edición, algo así como 33 ejemplares. Borges, que fue amigo de Torrente, dijo algo similar acerca del fracaso con que fue acogida su primera aparición en los escenarios de las librerías.
Pero Los gozos y las sombras cambió el destino comercial (por decirlo así) de los libros de Gonzalo Torrente Ballester gracias a la televisión; la serie que produjo Televisión Española, y en la que Charo López, salmantina, y Torrente fue medio gallego y medio salmantino, tuvo un papel extraordinario, catapultó a Torrente a una fama que jamás tuvo otro escritor español de su tiempo hasta entonces. Y tuvo esa serie, además, la virtud de haber convertido a Galicia en una región distinta; hasta entonces Galicia proyectaba la imagen de una tierra volcada en la emigración, en ella alentaba aun una pobreza ancestral, y por un feudalismo inacabable. Y aunque de todo eso había en la obra de Torrente (y en la serie), también había grandes palacios o pazos, extraordinarias comidas, muebles espléndidos…, una Galicia distinta que las imágenes lograban acercarnos con una galanura que era propia, también, de la prosa de Torrente Ballester.
Esa serie cambió, verdaderamente, el destino de Torrente. Esa casa en la que le estuve viendo en Salamanca era consecuencia de las ganancias de la serie y de la literatura, pues él siempre fue un modesto profesor de Instituto de provincias, o eso decía él, y de derechos de autor entonces (y ahora) sólo vivían unos cuantos, y quizá ninguno en España. Él decía que escribía para que sus hijos tuvieran cosas; por ejemplo, dijo que se presentó al Planeta, que ganó, para comprarle un piano a su hijo Álvaro, que es un gran músico. Y así sucesivamente.
Tenía una gran ironía; era, como me dijo un día su amigo Darío Villanueva, un géminis en estado puro; eso le hizo a la vez cervantino y ferrolano, arraigado en su tierra, pero capaz del vuelo literario que le dio el aprendizaje de Cervantes y de otros clásicos. Un pintor amigo suyo, Felipe Criado, lo retrató en 1991 como un hombre duplicado, en el que un Torrente inquisitivo contempla cómo un Torrente meditabundo se toma un café en un bar de Salamanca. Ante ese retrato, que está en la fundación gallega que rinde homenaje a Torrente, José Saramago me dijo un día que un Gonzalo le estaba diciendo al otro: “¿Qué haces ahí, tomando café, en lugar de estar trabajando en casa?” Y Villanueva agregó: “Un Torrente le estará diciendo al otro: ´¿Qué haces que no estás escribiendo la segunda parte de La saga/fuga?´”
"Los gozos y las sombras cambió el destino comercial de los libros de Torrente Ballester gracias a la serie que produjo TVE, en la que Charo López tuvo un papel extraordinario, catapultó a Torrente a una fama que jamás tuvo otro escritor español de su tiempo hasta entonces"
El de verdad, no el pintado, el de carne y hueso, no decía nada de eso, en realidad; hablaba de cualquier cosa, y muy poco de sí mismo o de su obra. Tenía ironía también para él, se tachaba para salir rejuvenecido de la ausencia de vanidad. Esa ironía afilada se convertía en ternura en contacto con los amigos y con las tertulias; le vi muchas veces reír y sonreír y escuchar incansablemente en aquellos festines de palabras que se daba con Carlos Casares en Bayona, y le vi reír con ganas de la fatuidad de grandes escritores que en realidad le parecieron petimetres.
Pero ese día de Salamanca, cuando le pidió a Fernanda, esa generosa, inolvidable presencia, que me trajera una edición de Javier Mariño, para aliviar mi carencia de otro tiempo, ya Torrente hablaba y reía muy poco. Me fui de allí, de aquella casa cálida y grande, con la sensación de que poco tiempo iba a durar aquella inteligencia en la tierra. Murió unas semanas más tarde, ya en enero 1999, a los 89 años. La pálida, inexpugnable noticia de la muerte fue una herida que apartó de este mundo a uno de los escritores más fecundos y felices del siglo XX español.