ENSXXI Nº 1
MAYO - JUNIO 2005
Rodrigo Tena Arregui
Notario de Madrid
Afirma Nietzsche en una de sus primeras obras que "jamás hombre alguno ha hecho algo que fuese exclusivamente en beneficio de los demás y sin algún móvil personal; mejor aún, ¿cómo podría? (...) ¿cómo el ego podría obrar sin ego?"1. Aunque íntimamente pueda violentarnos semejante aserto, hay que reconocer que la vida de las empresas familiares parece confirmarlo.
En su infancia, la empresa familiar se beneficia precisamente de la perspectiva inicial del fundador, que ve tanto a la empresa como a la familia como prolongaciones de su personalidad. Al fin y al cabo, él es el creador de ambas realidades. Esta circunstancia resulta altamente beneficiosa desde el punto de vista de la pura eficiencia económica, pues coadyuva a la reducción de costes de transacción. Crea un ambiente de confianza mutua, de cooperación espontánea, de incentivo al trabajo y de apuesta por el largo plazo que resulta muy provechoso. Quizá esto explique el éxito inicial de muchas empresas familiares y su absoluto predominio entre la pequeña empresa (entre el 80 y el 90%).
Sin embargo, el 70% de las empresas familiares mueren con su fundador. Sólo entre un 5 y un 15% continúan siendo familiares en la tercera generación. Y ya no es sólo que sean vendidas, lo que no sería tan grave, es que muchas desaparecen: quiebran o se disuelven. Podría pensarse que esto sólo afecta a pequeñas empresas, con frecuencia inviables, sostenidas únicamente gracias al hercúleo tesón de su creador. Pero lo cierto es que no es así. La empresa de la familia Fairfax, una de las dinastías empresariales más antiguas y ricas de Australia, después de 147 años de exitosa andadura, se destruyó en apenas un año exclusivamente por motivos de odio familiar. Dhirubhai Ambani, fundador de Reliance (la empresa nº 1 de la India, valorada aproximadamente en unos 17.000 millones de dólares y con unos 80.000 empleados) falleció en 2002 sin testamento. Hoy la empresa se encuentra amenazada de crisis por las divergencias surgidas entre los dos hijos motivadas por la determinación de la mujer de uno de ellos de asegurar la futura sucesión a favor de sus vástagos. Y es que, efectivamente, a medida que la familia aumenta con el tiempo, los egos se multiplican, y allí donde había eficiencia surge súbitamente la ineficiencia, generándose con ello una vorágine de creación y destrucción incesante que haría las delicias de Zaratustra, el profeta del eterno retorno.
"Necesitamos una legislación que levante barreras que reconozca su mayoría de edad al ciudadano. Los prejuicios paternalistas se hallan especialmente poco justificados, pues el notario está en perfectas condiciones de desarrollar una función cautelar y preventiva idónea"
El único remedio a semejante situación, tan perjudicial para el tejido empresarial y para el empleo de cualquier país, es la previsión jurídica, idea, por lo que parece, un tanto alejada de las diarias preocupaciones de los fundadores. Sólo el 4% de las empresas españolas tienen un consejo de familia y únicamente un 10% disponen de un protocolo familiar. Además, el 30% de estas empresas desconocen lo que significan ambos conceptos2. La explicación es lógica: presidida la empresa en sus primeros momentos por los valores propios de la familia nuclear ya enunciados (cooperación y confianza) el fundador ve el Derecho como algo extraño e innecesario. El problema es que, cuando lo necesite, puede ser demasiado tarde si no ha habido una mínima previsión.
La preocupación por la necesidad de una regulación jurídica adecuada que facilite el salto generacional ha llevado a los estudiosos a plantear la conveniencia de adoptar medidas legislativas que irían, dependiendo de la propuesta, desde pequeñas intervenciones puntuales hasta incluso la regulación completa del protocolo familiar. Sin embargo, antes de proceder a dictar normas es necesario reflexionar de una manera profunda sobre su necesidad y orientación. Es decir, como proponía Savigny, antes de la legislación (y no sólo después) debe venir la Jurisprudencia, la Ciencia del Derecho.
Pues bien, el jurisprudente que proceda a estudiar no sólo la legislación implicada, sino la mayor parte de la doctrina que la comenta y la jurisprudencia que la aplica, llegará rápidamente a una conclusión un tanto desoladora: si hubiera que calificarlas de algún modo, los únicos títulos que cuadrarían son los de paternalista, intervencionista y restrictiva; y ello en los tres ámbitos afectados: el mercantil, el sucesorio y el familiar.
El mercantil es especialmente preocupante, pues se encuentra dominado por un prejuicio tecnocrático, vigorosamente denunciado por Paz-Ares, que ignora que las partes conocen mucho mejor que las presuntas elites sus circunstancias y sus preferencias y que, además, en la medida en que internalizan los costes de sus decisiones, tienen buenos motivos para buscar las reglas adecuadas. Este prejuicio es fuente de excesivas restricciones a la autonomía de la voluntad. Por ejemplo, cualquier cláusula estatutaria que se aleje de la regla del valor razonable (en transmisión, separación o exclusión) se calificará de anatema, sin entender que esa y otras semejantes pueden tener una importancia fundamental a la hora de generar incentivos ex ante, especialmente importantes en la empresa familiar, en cuanto facilitan alcanzar ciertos objetivos perfectamente legítimos. Es curioso que la Ley de Nueva Empresa, tan positiva en muchos aspectos, sea fiel reflejo de este planteamiento radicalmente erróneo, imponiendo infinidad de limitaciones deficientemente fundadas, que tienen más relación con facilitar la calificación registral que con cualquier otra cosa. Ello hace que la Nueva Empresa sea muy poco adecuada para acoger en su seno a la empresa familiar, ni siquiera en su fase inicial, lo que está en el origen de su relativo fracaso. Por otra parte, el excesivo rigor de la calificación del Registro Mercantil, incentivado por su organización monopolística, penaliza la innovación jurídica ("tranquilo, estos estatutos ya los tengo inscritos") y fomenta la estandarización, algo especialmente grave en el ámbito de las empresas familiares, tan necesitadas de un tratamiento adaptado a sus concretas particularidades.
En el ámbito sucesorio la situación no es muy diferente, especialmente en el Derecho Común. Pese a la relativa flexibilización introducida por la Leyes 7/2003 y 41/2003, la reforma en profundidad de las legítimas continua siendo imprescindible, no sólo por la extensión de los llamados, sino fundamentalmente por su naturaleza y efectos, hoy en día claramente desproporcionados. Su conversión por un simple derecho de alimentos restringido a ciertas personas es inaplazable. Pero aun peor, al menos para el tema que tratamos, es la prohibición del pacto sucesorio. Es esta una limitación especialmente grave a la hora de redactar un protocolo familiar que no quede en una mera enunciación programática de principios y que aspire a convertirse en una auténtica herramienta jurídica. Pensemos, por ejemplo, en las obligaciones de testar de una determinada manera o a favor de ciertas personas. Se echa de menos un esfuerzo doctrinal tendente a dulcificar en la medida de lo posible el alcance de esa limitación, admitiendo, al menos, ciertas cláusulas que penalicen de alguna forma su incumplimiento.
Por lo que se refiere al ámbito familiar, las inercias doctrinales de tipo restrictivo resultan todavía más inexplicables, como si las profundas reformas en el último cuarto del siglo pasado (y ojo con las que se avecinan) no se hubieran producido. Así, a la hora de enjuiciar la obligación impuesta en el protocolo familiar de otorgar capitulaciones, normalmente para pactar el régimen de separación, debemos emanciparnos de una vez por todas de la consideración expansiva y sacrosanta del estado civil matrimonial, tan dominante todavía hoy, como si el artículo 1814 del CC no hubiese que interpretarlo a la luz de las nuevas realidades.
"En el esfuerzo por abrir campos de libertad a la empresa familiar puede estar la clave que permita prolongar su esperanza de vida en este siglo que comienza"
La empresa familiar necesita legislación, pero la que necesita no va en la dirección de más intervención y regulación, sino precisamente en la contraria. Necesitamos una legislación que levante barreras y que reconozca su mayoría de edad al ciudadano del siglo XXI. Además, en un sistema como el nuestro, en el que se exige forma pública para la mayor parte de los negocios jurídicos de los que venimos hablando, los prejuicios paternalistas se hallan especialmente poco justificados, pues el notario está en perfectas condiciones de desarrollar una función cautelar y preventiva idónea para eliminar los posibles inconvenientes.
Pero también necesita Jurisprudencia, orientada a denunciar la falta de fundamento actual de muchas trabas y limitaciones, a interpretarlas mientras subsistan conforme a la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas (tal como exige el artículo 3.1 de nuestro Código Civil) y, por último, a extraer de las nuevas innovaciones legislativas todas sus posibilidades de autorregulación. En el esfuerzo por abrir campos de libertad a la empresa familiar puede estar la clave que permita prolongar su esperanza de vida en este siglo que comienza. Al fin y al cabo, el reconocimiento de que el ego no puede obrar sin ego no hace sino resaltar la íntima vinculación entre libertad y Derecho.
1 Humano, demasiado humano, III, 133.
2 J. Trigo y J.M. Amat; "Problemática de la empresa familiar y globalización"; FAES nº 61.