ENSXXI Nº 10
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2006
El mercado de créditos hipotecarios ha venido siendo en los últimos años uno de los sectores más dinámicos del mercado financiero en España y de nuestra vida económica en general. Se trata de un fenómeno ligado de forma directa al boom del sector inmobiliario que también hemos vivido estos años, al que se suele atribuir el papel de motor de la prosperidad económica en nuestro país. Los bajos tipo de interés y la prolongación del plazo de duración de los préstamos hipotecarios han permitido, mediante este tipo de financiación, el acceso a la propiedad de su vivienda a una masa enorme de población, aunque, eso sí, con la carga de tener que destinar durante mucho tiempo, en algunos casos casi de por vida, una parte muy importante de los ingresos familiares a la atención de las correspondientes cuotas mensuales del préstamo.
Este enorme volumen de endeudamiento hipotecario en que se encuentra actualmente inmersa gran parte de la población española hace que todo aquello que atañe al régimen y vicisitudes de las hipotecas se haya convertido casi en una cuestión de Estado, algo con incidencia tanto en la vida cotidiana de muchos ciudadanos como en el ámbito macroeconómico.
A mediados de los años noventa, la cuestión de política jurídica que suscitaba este mercado de los créditos hipotecarios consistía en cómo -en un contexto de paulatina y acusada bajada de los intereses de mercado- permitir a los deudores ya existentes imponer a las entidades acreedoras una renegociación de las condiciones de sus préstamos para lograr que toda esa masa de deudores anteriores pudieran también beneficiarse de esa situación mucho más favorable. La solución vino de la mano de una medida legislativa no exenta de polémica pero que demostró ser muy eficiente para el logro de la finalidad propuesta: la famosa Ley 2/94, de subrogación y modificación de préstamos hipotecarios. Esta ley, al facilitar la posibilidad de que el deudor subrogase en la misma hipoteca ya existente a la nueva entidad que le prestaba el dinero en mejores condiciones, dio lugar a una verdadera “guerra de las hipotecas” entre las entidades de crédito españolas, y tuvo como resultado un mercado crediticio en continua competencia en beneficio evidente de los deudores.
Hoy el problema de política jurídica que plantea el crédito hipotecario es distinto. Ya no estamos en un contexto de bajada de los tipos de interés, sino más bien en la situación contraria. Los tipos de interés de mercado poco a poco van subiendo, y ello no afecta sólo a las personas que solicitan ahora un préstamo, sino también a la práctica totalidad de los prestatarios existentes, precisamente porque en el momento de euforia bajista todos los deudores optaron por tipos de interés variable. En este nuevo contexto, la cuestión que se suscita es la de qué va a pasar con todos aquellos deudores que se pueden encontrar con dificultades o simplemente con la imposibilidad de seguir haciendo frente a esa cuota creciente de su préstamo hipotecario.
Esta cuestión se ve condicionada por otra importante novedad sobre la que quizá no se ha llamado suficientemente la atención: de forma sutil se está produciendo un cambio en la propia función económica de la financiación hipotecaria. Hasta hace poco, la hipoteca, en concreto, la hipoteca de la propia vivienda, era un mecanismo para conseguir financiar precisamente la adquisición de esa vivienda. Se trataba, por tanto, de una financiación de inversión, de la inversión normalmente más importante que afrontan casi todas las familias durante su vida. Sin embargo, recientemente se ha empezado a difundir la idea y la práctica de utilizar esa garantía hipotecaria sobre la propia vivienda como instrumento para financiar no ya la adquisición de la vivienda hipotecada o una reforma importante de la misma que puede incrementar su valor, sino más bien operaciones de simple consumo, como puede ser la adquisición de un automóvil –que es un bien que pierde valor de forma muy rápida-, o incluso un viaje, o una celebración familiar.
La brecha al respecto la abrieron las cajas de ahorro catalanas a principios de los años noventa con figuras como el “crédito abierto” o la “hipoteca abierta”, que en cierto sentido funcionan como una póliza de crédito con garantía hipotecaria, en la medida en que el “acreditado” a medida que amortiza la cantidad inicialmente dispuesta (casi siempre para pagar el precio de adquisición de la vivienda) puede volver a disponer de todo o parte de la cantidad amortizada, todo ello en el marco de la misma garantía hipotecaria inicialmente constituida y con las mismas ventajas de largo plazo e interés reducido que son propias de la financiación hipotecaria.
"Este volumen de endeudamiento hipotecario en que se encuentra inmersa gran parte de la población hace que todo aquello que atañe al régimen y vicisitudes de las hipotecas se haya convertido en una cuestión de Estado, con incidencia en la vida cotidiana de muchos ciudadanos y en el ámbito macroeconómico"
En una primera aproximación, una figura como la indicada sólo parece tener ventajas para todos los interesados: la entidad de crédito fideliza a su cliente, porque si éste necesita más dinero, no va a ir a la competencia a pedirlo, y el cliente se ahorra los costes de formalización y garantía de esos nuevos créditos que recibe, en cuanto que están cubiertos por la garantía ya existente. Sin embargo, sin entrar a plantear cuestiones más complejas relacionadas con el derecho de concurrencia y prelación de créditos, la generalización de este tipo de créditos hipotecarios tiene consecuencias que pueden suscitar preocupación: por una parte, en un contexto de tendencia inflacionista, la disponibilidad de dinero barato no es algo que favorezca la contención de la inflación sino más bien todo lo contrario, en cuanto que fomenta el consumo; y en relación con ello, lleva consigo el efecto de que se están financiando operaciones de consumo con la garantía hipotecaria de la propia vivienda, es decir, con una forma de financiación que puede comprometer la conservación de esa vivienda y que difiere en el tiempo el coste real de ese consumo y su percepción por el consumidor. Si una medida de prudencia económica elemental es cubrir los gastos corrientes con ingresos corrientes, esta forma de financiación puede suponer que los gastos corrientes se están sufragando a costa del capital patrimonial. No hace falta insistir en el peligro que para la economía familiar puede suponer semejante incentivo para el consumo si coincide con tipos variables y éstos comienzan a subir.
Pero este aludido cambio de función de la garantía hipotecaria no sólo tiene lugar por la proliferación de este tipo de créditos hipotecarios, sino muy especialmente como consecuencia de las operaciones de refinanciación hipotecaria.
Hace muy poco tiempo que nuestra sociedad se ve inundada por una infinidad de mensajes publicitarios que nos llegan por toda clase de medios (incluso por televisión) y que nos proponen una “unificación de deudas” o una “refinanciación” de nuestras deudas. Toda una variopinta turbamulta de agencias e intermediarios con nombres tan elocuentes como “Hipotecagratis” o “Tengocrédito” nos vienen a ofrecer rotundamente la posibilidad de reducir en un 50 % la cuota mensual que venimos soportando por nuestras deudas anteriores.
La publicitada unificación consiste en obtener un nuevo préstamo hipotecario al más largo plazo posible con cuyo importe pagar todas las deudas que se han ido acumulando (el saldo todavía pendiente de un préstamo hipotecario anterior, las letras por la compra de un automóvil, el préstamo personal que hubo que solicitar para cubrir una determinada necesidad, el descubierto acumulado de la tarjeta de crédito, etc.). Todas esas deudas anteriores quedan saldadas y a cambio se contrae una nueva y única deuda con la entidad de crédito que concede ese nuevo préstamo. Es decir, se pide crédito para pagar las deudas anteriores. Y la rebaja de cuota mensual se consigue precisamente porque las deudas por préstamos personales o por descubiertos siempre generan unos intereses mucho más elevados que los que son propios de un préstamo hipotecario y porque la cuota mensual se reduce en la medida en que se alarga el plazo de devolución.
Las agencias o intermediarios aludidos operan como brokers financieros que buscan a su cliente, ese deudor agobiado con sus pagos, aquel banco o caja de ahorros que va a entrar en la operación como refinanciador. Por su parte, los bancos o cajas encuentran en estos operadores un canal alternativo para la comercialización de sus créditos hipotecarios en este submercado de la refinanciación.
"La cuestión que se suscita es la de qué va a pasar con todos aquellos deudores que se pueden encontrar con dificultades o simplemente con la imposibilidad de seguir haciendo frente a esa cuota creciente de su préstamo hipotecario"
La proliferación de este tipo de agencias suscita, primero, sorpresa, y luego, una cierta preocupación. En primer lugar, porque si este negocio florece, es que quizá las cosas no vayan tan bien en nuestra economía como se suele decir, ya que tanto deudor empieza a encontrarse apurado. Y segundo, porque no se sabe muy bien qué tipo de reglas de juego están observando o no estos operadores, que se mueven en un terreno tan sensible y tan propenso a los abusos. En concreto, son dos las cuestiones que pueden suscitar especial preocupación en relación con estas empresas (y la inquietud al respecto cada vez está teniendo más presencia mediática): por un lado, la cuestión de si están o deben estar sujetas a algún tipo de control administrativo; y por otro lado, la cuestión de si las técnicas de marketing tan agresivas que emplean no pueden llevar consigo una confusión para el consumidor, al que se le está vendiendo algo que quizá no se corresponda con la realidad. Así, apenas se alude al tema de que la refinanciación implica un coste elevado (hay que cancelar anticipadamente deudas, lo que puede implicar el pago de comisiones y gastos de cancelación, se incurre necesariamente en gastos de constitución de la nueva hipoteca, y además el intermediario va a cobrar una comisión), pero que se disimula en la medida en que se financia también con el nuevo préstamo. Y sobre todo, el deudor no se “ahorra”, como se le dice en esta publicidad, la mitad de lo que pagaba al mes, sino que simplemente se difiere el pago de lo que ya se debía con el coste de ese mayor tiempo de pago de intereses que supone todo aplazamiento.
Pero, con independencia de que haya mayor o menor transparencia en este submercado de la refinanciación, lo que verdaderamente debería llevarnos a la reflexión es que estas operaciones de refinanciación hipotecaria suponen en muchos casos una refinanciación de un anterior consumo desaforado a costa de comprometer la conservación de la propia vivienda. Si alguien está viviendo por encima de sus posibilidades, gastando más de lo que ingresa, el sistema financiero no le dice: pare usted un poco la máquina, reconsidere su estructura de gastos e ingresos, modere su consumo, sino que, en definitiva, se le da una nueva facilidad para que siga consumiendo. Se trata de un ¡más madera!, para que la locomotora siga tirando en una especie de huida hacia delante.
"Se ha empezado a difundir la idea y la práctica de utilizar esa garantía hipotecaria sobre la propia vivienda como instrumento para financiar no ya la adquisición de la vivienda hipotecada o una reforma importante de la misma que puede incrementar su valor, sino para operaciones de simple consumo"
En esta situación en que ahora nos encontramos en que las familias empiezan a notar una mayor presión de sus préstamos hipotecarios y la palabra refinanciación entra en el léxico coloquial, se anuncian novedades legislativas para la normativa que rige los préstamos hipotecarios. Las anunciadas reformas, todavía en fase de anteproyecto de ley, inciden básicamente en dos cuestiones: se pretenden reducir aquellos costes que controla el Estado ligados a la formalización de determinadas operaciones hipotecarias (reducción de aranceles notariales y registrales en subrogaciones, modificaciones y cancelaciones, la base imponible del IAJD se reduce al principal de la deuda, se suprime el impuesto en la distribución de hipoteca); y se quiere introducir un factor de flexibilidad en el régimen legal de la hipoteca, para permitir una especie de generalización de la idea que inspira los ya aludidos créditos o hipotecas abiertas: la posibilidad de ampliaciones de préstamo que aprovechen la cobertura hipotecaria que ha ido dejando libre la amortización parcial ya realizada del préstamo inicialmente concedido, sin tener que realizar, como hasta ahora, una ampliación de hipoteca, que tanto a efectos de costes como de eficacia jurídica funciona como una nueva hipoteca. Se trata de lo que ya se está anunciando como la “hipoteca recargable”; novedad que supone, evidentemente, que el propio legislador opta por fomentar ese cambio de función económica de la hipoteca a que nos estamos refiriendo. Como también supone una novedad –de indudable interés-, que responde a la misma tendencia, la nueva figura de la “hipoteca inversa” o “hipoteca pensión”. Mediante esta hipoteca se va a poder utilizar la garantía hipotecaria de la propia vivienda para obtener no un préstamo, sino una pensión vitalicia, que garantice un determinado nivel de vida al hipotecante en la última etapa de su vida.
No hace falta resaltar la importancia que para el conjunto de la sociedad española tiene la temática que aquí nos hemos limitado a apuntar. Precisamente por ello, para el próximo número de esta revista anunciamos un dossier especial en el que estudiaremos con cierto detenimiento las anunciadas reformas de la normativa hipotecaria así como este novedoso fenómeno de la refinanciación hipotecaria. No obstante, en este número que el lector tiene entre sus manos encontrará ya una información que la vocación de servicio a la sociedad que inspira esta publicación nos ha obligado a anticipar. Y es que en este río revuelto de la refinanciación hipotecaria no sólo podemos encontrarnos con peces de colores engañosos, que susciten ilusiones no muy bien fundadas, sino también verdaderas pirañas dispuestas a hacer negocios muy lucrativos a costa de la desgracia ajena.
Pero lo extraordinariamente llamativo de la información que publicamos no es simplemente que, aprovechando situaciones de necesidad, reaparezcan prácticas usurarias que parecían olvidadas, sino la idea de captar recursos del público en general, de otros particulares, para hacerles participar en estas prácticas, ofreciendo este tipo de préstamos usurarios como un posible activo financiero en el que invertir los ahorros. La inclusión de este nuevo factor hace que semejante actividad no sólo afecte a los intereses de esos consumidores que son los deudores en apuros, sino también a esos otros consumidores que son los inversores que, atraídos por el señuelo de unas altas rentabilidades, caen en las redes de este género de operadores.
Ahora bien, si leen la información que sobre su propia operativa suministran sin ningún recato las empresas implicadas en sus webs públicas y que aquí reproducimos, no es difícil que, además de reflexionar sobre una posible vulneración de la venerable Ley Azcárate sobre represión de la usura, de la normativa de consumo sobre cláusulas abusivas y publicidad engañosa, de la normativa bancaria, de la normativa del mercado de valores y de la propia normativa fiscal sobre rendimientos implícitos y retenciones, lleguen ustedes a pensar que los inversores en cuestión no sólo son unos incautos, como los compradores de sellos, sino unos verdaderos desaprensivos.