ENSXXI Nº 11
ENERO - FEBRERO 2007
HORACIO OLIVA GARCÍA
Catedrático de Derecho penal y Abogado
Como bien es sabido, la falsedad en documento público cometida por autoridad o funcionario público se contiene, fundamentalmente, en los artículos 390 y 391 del Código penal español. Dicha regulación vino a reordenar y simplificar la antigua formulación del artículo 302 del Código penal de 1973. Así, en líneas generales, se establecen cuatro supuestos básicos – alterar elementos esenciales del documento, simularlo total o parcialmente, suponer la intervención de personas o sus manifestaciones y, en fin, faltar a la verdad en la narración de los hechos – y se especifica, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 12 del texto punitivo español, la modalidad imprudente. Por lo tanto, la falsedad documental cometida por funcionario público puede ser cometida tanto a título de dolo – artículo 390 CP – como de imprudencia – artículo 391 CP –.
A la hora de escoger una característica de especial relevancia para el «Notario del Siglo XXI», ésta sería, sin duda, la modalidad imprudente de la falsedad en documento público cometida por funcionario público. Y ello, fundamentalmente, tanto por la inexistencia de esta figura en países de nuestro entorno europeo, como por el reciente incremento de los deberes de comprobación que se viene imponiendo a los Notarios en estos últimos años. En este sentido, las reformas en curso y las que acaban de finalizar se adentran cada vez más en la obligación, por parte del Notario, de comprobar la veracidad de las manifestaciones realizadas por los particulares. En definitiva, al igual que ha ocurrido en el ámbito de la prevención del blanqueo de capitales, los deberes de los notarios parece que caminan inexorablemente a la comprobación de la «verdad en la narración de los hechos» que relatan los particulares.
Así, tanto la reciente aprobación del Real Decreto 45/2007, de 19 de enero, que modifica el Reglamento sobre la organización y régimen del Notariado, como la prevista reforma de la Ley del Notariado motivada por la ambiciosa Ley de Jurisdicción Voluntaria para facilitar y agilizar la tutela y garantía de los derechos de la persona y en materia civil y mercantil – actualmente en tramitación parlamentaria y cuya promulgación modificaría directamente el artículo 1 de la Ley del Notariado – no constituyen sino ejemplos de un reforzamiento de estos deberes notariales. En este sentido, por ejemplo, en un futuro no muy lejano, para declararse propietario de un inmueble ya no será suficiente la mera presentación de una Nota Simple Registral, sino que el Notario deberá llevar a cabo una comprobación mucho más minuciosa de dicha titularidad.
Ante esta situación, cabe indicar, de entrada, que existe una importante discusión doctrinal respecto de cuál es el bien jurídico protegido en los delitos de falsedad documental. Por un lado, se apela a la propia seguridad en el tráfico jurídico o en la fe pública; por otro, de manera más específica, a las funciones de los documentos que, resulta casi obvio recordarlo, son la función de perpetuación, la función de garantía y la función probatoria. Siguiendo a la doctrina más moderna, se puede indicar que estos delitos consisten en la infracción del deber de veracidad que incumbe a funcionarios públicos o autoridades, y que constituye el correlativo sinalagma del derecho a no ser inducido a error que se reconoce a quienes participan en el tráfico jurídico. En definitiva, se viene a tutelar el derecho que tienen los ciudadanos a confiar en determinados datos procedentes de terceros.
"Cuatro supuestos básicos –alterar elementos esenciales del documento, simularlo total o parcialmente, suponer la intervención de personas o sus manifestaciones y, en fin, faltar a la verdad en la narración de los hechos– y se especifica, la modalidad imprudente"
La Jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo también incorpora en cierta medida esta concepción cuando, precisamente a raíz de los deberes de veracidad que, en el ámbito de la falsedad imprudente, competen al cuerpo de Notarios, señala que «la fe pública notarial es el más acreditado contraste de veracidad que existe en las relaciones jurídicas entre las personas físicas y jurídicas (...) por ello, la intervención del Notario en cualquier negocio jurídico es sinónimo de lo ante él expresado y por ello cuando quiebra tal presunción de veracidad, sufre y se quiebra la seguridad jurídica y la autenticidad del tráfico jurídico por este solo hecho» (STS de 3 de abril de 2002. Ponente: Giménez García).
De conformidad con este planteamiento, la conducta del notario, para ser penalmente típica, debe constituir un riesgo relevante de afectación a la confianza de los ciudadanos en las funciones del documento. En este sentido, si no es idónea para producir esa perturbación, la conducta debería ser atípica (falsedad inocua), como, por ejemplo, reconoce expresamente el Tribunal Supremo en sus sentencias de 16 de noviembre de 2006 (Ponente: Berdugo y Gómez de la Torre) [«se excluyen de la consideración de delito los mutamientos de verdad inocuos o intranscendentes para la finalidad del documento»] o de 24 de septiembre de 2002 (Ponente: Ramos Gancedo) [«no se comete el delito de falsificación documental cuando se aprecie en la conducta del agente (..) una finalidad que resulte ser inocua o de nula potencialidad lesiva»]. Ahora bien, pese a la congruencia de este planteamiento, puede afirmarse que la jurisprudencia sigue teniendo una concepción extremadamente formalista sobre los delitos de falsedad, de tal manera que el círculo de las falsedades que pueden considerarse inocuas es sumamente restringido. Si ha ello se le añade la tendencia ya apuntada a reforzar tanto la importancia como los deberes del Notario, lo cierto es que el ámbito de las falsedades notariales inocuas se reduce aún más.
Los motivos por los cuales en nuestro ordenamiento, a diferencia de lo que ocurre en otros países, se sanciona penalmente la falsedad imprudente cometida por Notario, pueden considerarse fundamentalmente dos: uno de carácter teórico y otro de índole político-criminal. Por lo que hace al primero, el antiguo Código penal contenía una cláusula abierta de la imprudencia – artículo 565 CP – de tal manera que, a priori, todos los delitos admitían, al menos teóricamente, la modalidad imprudente y, en consecuencia, el nuevo Código penal sólo vino a codificar lo ya existente. En lo que al segundo hace, cuando a raíz del Código penal de 1995, se destipifica la falsedad ideológica cometida por particulares, la única posibilidad de sancionar penal al particular es como partícipe – a título de extraneus ya que, precisamente, no ostenta la condición de funcionario público – en la falsedad imprudente del funcionario público ex artículo 391. Por lo tanto, sin perjuicio de que ciertas modalidades de las falsedades ideológicas cometidas por particulares se están intentando reconducir en la jurisprudencia al apartado 2º del artículo 390.1 CP por medio del concepto de «simulación parcial» [discutido ampliamente en el Acuerdo del Pleno del Tribunal Supremo de 26 de febrero de 1999 y consolidado en la jurisprudencia posterior], lo cierto es que el reforzamiento de los deberes notariales de comprobación de la veracidad de los hechos relatados por los particulares, parece abogar por la posibilidad que brinda el artículo 391 CP.
"Las reformas en curso y las que acaban de finalizar se adentran cada vez más en la obligación, por parte del Notario, de comprobar la veracidad de las manifestaciones realizadas por los particulares"
En este ámbito, lo relevante es si el error del Notario – documentar públicamente como verdadero algo que es falso – resulta vencible o invencible, toda vez que sólo en el caso del error vencible – a tenor de la regulación del artículo 14.1 del Código penal –podrá imputarse un delito imprudente de falsedad documental al Notario. En este sentido, señala la Audiencia Provincial de Barcelona que «la conducta típica requiere, en contraposición a la modalidad dolosa, que la autoridad o el funcionario público haya creado un riesgo previsible para el bien jurídico protegido que debería haber conocido si hubiera actuado con la debida diligencia, que esté fuera del riesgo permitido y que además le sea objetivamente imputable en cuanto ha tenido su concreción y realización en la conducta realizada» (AAP de Barcelona de 13 de marzo de 2006. Ponente: Esmeralda Ríos). Es por ello que existe una abundante jurisprudencia en la cual se constata cómo los particulares han inducido a los Notarios al error y los medios empleados para ello han convertido en inevitable el error del fedatario público que, aun empleando la diligencia debida, no han conseguido atisbar la mendacidad de las manifestaciones vertidas por los particulares [véase, a título de ejemplo las STS de 20 de abril de 2004 (Ponente: Enrique Abad)].
Obvia casi señalar que cuando, como resultado de emplear la diligencia debida, advierten dicha mendacidad y no otorgan la escritura, los particulares son considerados reos, como mínimo, del delito de falsedad documental (en grado de tentativa) y, posiblemente, del delito (también en el mismo grado) para el cual utilizaban la falsedad – generalmente el delito de estafa –. Es decir, el cumplimiento de la diligencia debida notarial, se produce cuando el Notario, por ejemplo, ante la duda sobre la identidad de los particulares que están efectuando las manifestaciones, opta por no autorizar la escritura pública y proceder a una comprobación de la misma más exhaustiva, como se observa en el caso dilucidado por la Audiencia Provincial de Madrid el 28 de enero de 2004, que conllevó que se condenara a los particulares por un delito de falsedad documental en grado de tentativa en concurso medial con un delito de tentativa de estafa, también en grado de tentativa.
Sin embargo, los parámetros de la vencibilidad del error se están ampliando notablemente en virtud de los mayores deberes de comprobación de los que están siendo destinatarios los Notarios. En resumidas cuentas: se aprecia una tendencia a considerar que los Notarios pueden y deben vencer, cada vez en mayor medida, el error al que les inducen los particulares cuando realizan manifestaciones mendaces. En este sentido, resulta significativa la Sentencia de la Audiencia Nacional de 20 de septiembre de 2000, en la cual se absolvió al Notario del delito de imprudencia por recoger en escritura pública de las manifestaciones vertidas por los particulares sobre el valor dado a los bienes hipotecados para que sirviese de tipo en caso de subasta o sobre cargas. Así, el Tribunal razonó que «en orden a las manifestaciones sobre cargas, el Notario hizo siempre a los otorgantes las advertencias oportunas, excluyentes de la imprudencia, puesto que el Notario no estaba obligado a realizar ninguna comprobación adicional (…) Y en cuanto al valor de las fincas a efectos de servir de tipo para la subasta, ya se ha dicho que el Notario no da fe de la realidad del valor y que no tiene obligación alguna de comprobación. La determinación por otros de un determinado valor, a efectos de subasta, aunque no sea coincidente con el valor del mercado, no afecta para nada a las funciones de perpetuación, prueba y garantía de la escritura pública (garantía en el sentido de que la escritura permite identificar al autor de la declaración de voluntad), por lo que no puede hablarse de una falsedad cometida por otros a la que el Notario, por imprudencia, haya dado lugar».
"En un futuro no muy lejano, para declararse propietario de un inmueble ya no será suficiente la mera presentación de una Nota Simple Registral, sino que el Notario deberá llevar a cabo una comprobación mucho más minuciosa de dicha titularidad"
Pues bien, da la impresión de que las reformas consumadas y en ciernes respecto de la regulación de la función notarial pudieran ir encaminadas, precisamente, a institucionalizar esos deberes de comprobación de la veracidad de las manifestaciones vertidas por los particulares, y, en consecuencia, a cambiar la filosofía subyacente en la Sentencia que acaba de mencionarse. No en vano, dicha ampliación de deberes va aparejada de una correlativa ampliación de las herramientas telemáticas a disposición de los Notarios para acceder a determinadas fuentes de información, lo cual posibilita el cumplimiento de dichas obligaciones. Precisamente por ello, casos como el comentado en el párrafo anterior puede que tengan una resolución diferente en el futuro al aumentar considerablemente los deberes y facultades de comprobación atribuidos a los Notarios.
En definitiva, el dolo falsario ha dejado de constituir un elemento clásico de la falsedad documental – que junto a una mutatio veritatis relevante sobre elementos esenciales del documento [véase la ya mentada STS de 16 de noviembre de 2006 (Ponente: Berdugo y Gómez de la Torre)] – para dejar paso a una concepción de la función notarial como garante de la veracidad de las manifestaciones de los particulares, al menos en determinados ámbitos especialmente relevantes de la vida social. Por supuesto, que el tipo de imprudencia requerido es grave y, por tanto, un mero descuido en el cumplimiento de determinados deberes no puede adquirir, per se, relevancia jurídico-penal. Pero no conviene olvidar que razones de política criminal pueden favorecer que, a la luz de una determinada coyuntura económica, se considere que ciertas imprudencias inocuas, en principio, en época de bonanza, sean consideradas graves en momentos de crisis.