ENSXXI Nº 11
ENERO - FEBRERO 2007
JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
Decano del Colegio Notarial de Madrid
La gravedad de los crímenes cometidos por las bandas terroristas en las últimas décadas han obligado a los gobernantes a responder con medidas excepcionales que en ocasiones pueden poner en peligro algunas de las conquistas más elaboradas de nuestro sistema de convivencia. No hace falta ser muy perspicaz para advertir que, por mor de algunas de estas prevenciones excepcionales aunque necesarias de los políticos, una serie de derechos e instituciones que la sociedad había ido depurando durante generaciones, empiezan a deslizarse en una dirección que no corresponde a las demandas sociales que dieron lugar a su nacimiento ni a las expectativas de futuro que en ellas había puesto la sociedad civil.
La cultura occidental, que había sentado su fábrica en el trípode de los poderes separados, fue durante décadas depurando una serie de instituciones y resortes para equilibrar y compensar sus excesos y desviaciones. Asociaciones, colegios profesionales, parroquias, prensa, sindicatos y otras creaciones de la sociedad civil eran instrumentos que moderaban la rigidez de los poderes públicos. También el Notariado nació como un mecanismo intermedio de seguridad entre los tres poderes al que podrían recurrir tanto los ciudadanos como las autoridades para preconstituir pruebas tanto frente a los demás ciudadanos como frente a los poderes públicos, y bajo los principios de legalidad, autenticidad y desde luego de la más absoluta confidencialidad, obtener certeza y salvaguarda de sus pactos y actuaciones. Hoy sin embargo se están encomendando al Notariado unas cometidos que chocan frontalmente con alguno de esos atributos que definieron su función original, concretamente con el principio de confidencialidad. Y precisamente la quiebra de este principio, que se traduce en el secreto riguroso del protocolo, tiene lugar cuando mayor es el amparo que la Constitución y la Ley de Protección de Datos que la desarrolla dan al derecho al honor y a la intimidad personal, que para nuestro tribunal Constitucional constituyen derechos fundamentales que los ciudadanos ostentan incluso frente al Estado.
No se trata de colocar la confidencialidad en el vértice de los principios constitucionales. De sobra es sabido que nadie puede encubrir delitos, por lo que el principio de confidencialidad no excusa al notario del deber de poner en conocimiento del Ministerio fiscal como cualquier otro ciudadano los delitos flagrantes o presuntos que conozca o detecte. Tampoco le excusa de expedir las copias que le sean ordenadas por las autoridades judiciales. Ni de proporcionar, a efectos exclusivamente tributarios y en la medida precisa, la información que le demanden las autoridades fiscales, ni de prestar cuantas formas de colaboración especial en casos de excepción le puedan ser demandadas por la sociedad, pues en el desarrollo de la pirámide de la jerarquía de valores, todas estas excepciones guardan perfecta coherencia con la naturaleza de la institución y con las reglas de un estado de derecho.
Nos estamos refiriendo en otro orden de cosas a las obligaciones que al notario se le imponen en virtud de la transposición de las Directivas sobre blanqueo de capitales, que le abocan a estar alerta para sospechar si, tras la aparentemente inocua operación que ante él se formaliza, pudiera esconderse disfrazada alguna operación ilícita de blanqueo, lo que –aparte su natural dificultad incluso para los detectives profesionales– es ya de más difícil encaje con la función natural de unos profesionales a quienes, como ocurre con los notarios españoles y a diferencia de los de otros países como los franceses por ejemplo, no corresponden funciones de inversión o intermediación financiera. En Suiza, país de alto riesgo, están concernidos directamente por la LBA (Loi contre le blanchissement d’argent) los intermediarios financieros, y todos aquellos que por razon de su profesión actúen en el campo que la ley define sobre cuatro verbos: “aceptar, guardar en depósito, ayudar a colocar o a transferir valores patrimoniales de terceros”. En España, sin embargo, la transposición de directivas va mucho más allá obligando al notario a estar alerta para sospechar en cualquier caso, es decir a estar ojo avizor o en vigilia permanente sobre la posible panoplia subyacente en cualquier acto, y ello a pesar de que aquí el notario nunca recibe encargos de intermediación financiera.
"La independencia y confianza generó en los protocolos notariales un rico venero de secretos, razones e intimidades confiadas al sigilo notarial bajo sus coordenadas naturales de confidencialidad y reserva que está bajo la protección de los derechos fundamentales a la intimidad y al honor"
Este deber de presentir supone sin duda un significativo deslizamiento de la función notarial desde su posición inicial de depositario de confidencias a una posición más estatalizada de inquisidor o sabueso que necesariamente conlleva cierta desnaturalización de la función notarial según la entienden los ciudadanos. Pero esto a pesar de todo podría estar justificado a regañadientes por la necesidad de colaborar en la lucha contra los odiosos crímenes que esas masas monetarias que se pretenden blanquear financian. Sería una más de las amargas consecuencias que en la civilización occidental están produciendo las mafias organizadas y el terrorismo, singularmente desde la masacre del 11-S. La Patriot Act supuso, como dijo gráficamente Alain Touraine, el ataque más virulento contra las reglas de la civilización de Occidente. La cárcel de Guantánamo ha sido el escaparate de esa aberración, denunciada por Gunther Jacobs como Derecho Penal del enemigo, que pretendió instalarse en una frontera imposible donde no rigen ni las normas del Derecho Penal ni las convenciones del derecho de gentes.
En todos los países de occidente, los gobiernos, presos de ansiedad pánica, han acrecentado la capacidad invasora del Estado como forma de satisfacer el derecho a la seguridad de los ciudadanos conforme a la regla de Hobbes “finis obedientiae est protectio”. Y en esta misma dirección se alinea en España la anunciada Ley de Retención de Datos de las comunicaciones telefónicas y por Internet que también obligará a identificar a los propietarios de las tarjetas prepago de los teléfonos móviles que alcanza a veinte millones al año. En el fondo los derechos y libertades decaen en la misma proporción en que crece este sobrevenido intervencionismo arrastrando a veces en su caída a algunos de los mecanismos del estado de derecho.
No cabe duda de que la lucha contra estos fenómenos apocalípticos de nuestra era exige de los ciudadanos sacrificios dolorosos y renuncia a derechos y libertades que se creían consolidados, y obliga perentoriamente a las instituciones a forzar su estructura para colaborar en el esfuerzo común para evitar o en su caso superar o paliar los efectos de estas catástrofes. Pero es preciso poner bien marcada a este plus de renuncias y sacrificios la nota de la “excepcionalidad” como antaño en los casos de guerras convencionales explícitas se declaraba el «estado de excepción», siempre accidental y provisorio, y se adaptaban las fábricas para producir pertrechos bélicos, pero cuidando siempre de no violentar su estructura mas allá de lo necesario, a fin de que terminado el ciclo bélico pudieran recuperar su estructura y destino naturales.
Tal vez para contener tanto delirio criminal Occidente deba pagar como tributo la renuncia a una parte sustancial de su derecho a la intimidad. Pero también este tributo debe pagarse dentro del marco jurídico, es decir como límite impuesto por otros derechos prioritarios, en esencia el derecho a la vida. Y sin que por ello los derechos sacrificados, aun refrenados, pierdan su fuerza expansiva y dejen de presionar como limitadores de esas limitaciones, que por naturaleza están sujetas al test restrictivo de sospecha de legalidad. Así lo confirma la posición firme y enérgica de nuestro Tribunal Constitucional claramente manifestada en sentencias tajantes como la de 23 de Octubre de 2003 en el caso Ollero. Por eso y aunque todas las instituciones deban colaborar sin reservas, aun a costa de forzar su estructura, para detectar células terroristas o bandas de la delincuencia organizada, la lógica aconseja respetar su armazón para que no queden desbaratadas para siempre..
No son sin embargo esos vientos alisios de la prudencia y la sofrosine los que soplan ahora sobre Europa y menos aún sobre nuestro país, sino otros de signo intervencionista que pretenden que un portillo que pudo abrirse provisionalmente y como excepción para una emergencia contra el terrorismo o el blanqueo quede definitivamente abierto para que puedan pasar libremente por él todas las autoridades fiscales --estatales, autonómicas o locales– de cualquier grado y jurisdicción, y en el futuro y sin excesiva dificultad quizá lo pretenda y lo consiga cualquier otra nomenclatura, aunque no exhiba otro crédito que la mera alegación de actuar en razón de su oficio, pensando sin duda que el notario forma parte del organigrama del Estado, los protocolos son un archivo público, y el notario, según el nuevo art. 17 de la Ley del Notariado, está estatutariamente subordinado a cualquier otra autoridad, sea del grado que sea, sin otro límite o condición que el de actuar en razón de su oficio (faltaría más, bueno estaría que también estuviera subordinado aunque actúe fuera de sus funciones ordinarias). Pero esto supone una mutación profunda de la función notarial.
Quizás sea ahora el momento de recordar que el oficio de notario no nació como una creación del poder, que sin embargo sí nombraba los funcionarios y oficiales que le servían, sino como una exigencia de las instituciones y luego de los propios ciudadanos cuando necesitaron dar seguridad a sus transacciones comerciales que empezaron a desarrollarse en la Italia medieval. Y que la función fue moldeándose, más que por iniciativas legislativas, tardas y escasas en general, a golpe de las demandas sociales que –siempre bajo las pautas de confidencialidad y seguridad-- son las que en realidad perfilaron la institución notarial. Bien es cierto que su independencia de los poderes públicos, sobre todo en la época de enajenación generalizada de los oficios, hizo caer a la institución en vicios y corruptelas que aconsejaron que su organización y control fuera asumida exclusivamente por el Estado y que el notario, por esa dependencia orgánica, fuese considerado funcionario público, pero nunca salvo en las dictaduras el notario pasó a engrosar la nómina del Estado, cosa lógica porque nunca le sirvió en exclusiva, ni el Estado consideró oportuno interferir en los aspectos esenciales de su función que seguía en esencia moldeándose a tenor de las demandas ciudadanas de seguridad y confianza.
"Tal vez Occidente deba pagar como tributo contra el crimen la renuncia a una parte de su derecho a la intimidad. Pero este tributo debe pagarse dentro del marco jurídico, y sin que los derechos sacrificados, aun refrenados, pierdan su fuerza expansiva y dejen de presionar como limitadoresde esas limitaciones"
Se consolidó así en toda Europa esa figura híbrida de funcionario y profesional del Derecho que, en síntesis inescindible magistralmente expuesta por Rodríguez Adrados, conforma la esencia de la función notarial. El notario, dependiente en lo orgánico e independiente en lo funcional (véase STC 251/2006), es en el estado liberal un resorte de seguridad, una de las claves a cuyo través la sociedad civil consigue una dispersión efectiva del poder, una garantía para el libre ejercicio de los derechos individuales de los particulares, y en el fondo un garante de esa parcela de su libertad. En este sentido el notario pasó a ser signo de democracia y libertad ciudadana, y solo cuando éstas se suprimían solía ser estatalizado. El notario había quedado configurado como un mecanismo de justicia preventiva y religiosa confianza (Las Casas) al que la ciudadanía pudiera recurrir como punto independiente de apoyo y defensa incluso frente a los abusos de los poderes públicos. Porque el notario, éste fue lema de algún Notariado, es funcionario público pero no es agente del Estado.
Fruto de esa independencia y confianza se generó en los protocolos notariales un rico venero de derechos, pero también de secretos, razones e intimidades confiadas al sigilo notarial bajo sus coordenadas naturales de confidencialidad y reserva que si ahora se traspasaran se traicionaría al mismo tiempo la causa de su formulación. Y ese venero está bajo la protección de los derechos fundamentales a la intimidad y al honor que la Constitución reconoce a los ciudadanos y protege incluso frente al Estado.
Está por ello desenfocada esa tendencia, cada vez más extendida y frecuente, a hacer indagaciones apenas justificadas en datos protocolares reservados, como si el protocolo fuera de dominio público y el notario otro agente estatal. Y lo está más aun la petición genérica por algunos cuerpos de la mismísima llave general de acceso a los protocolos sin más, petición que además roza riesgos de inconstitucionalidad ya que conforme a la STC 89/2006 la protección de la intimidad incluye el derecho del tutelado a conocer cuándo y en qué medida ha habido una ingerencia en su intimidad, lo que el notario salva con las notas de expedición de copia para juzgados u otros funcionarios, y esto en una intromisión generalizada es imposible. El desenfoque adquiere derivas alarmantes cuando los funcionarios requieren u ordenan sin mayor justificación a los notarios una comunicación de documentos o cuando presionan para que se les sugiera que en cuanto funcionarios están obligados a favorecer la recaudación fiscal, por lo que no deben informar a los ciudadanos de la existencia de plazos de prescripción de los impuestos, lo que supone desmantelar del cometido notarial, no solo la confidencialidad, sino también la función asesora que dentro de la más estricta legalidad constituye un atributo de su función.
Todo esto es recesión. Esta progresiva conversión del notario en un funcionario estatalizado no constituye ningún avance social. Primero porque supone cierta adulteración del Notariado, y aunque nada hay imprescindible, no parece lo más acertado. Dice Habermas que para juzgar si las instituciones tienen o no racionalidad apenas tenemos conceptos que vayan más allá de la pura y simple estabilidad, criterio del que el notariado puede presumir sobradamente. Además, aunque la institución notarial sea despojada del emblema de la confidencialidad no por ello los ciudadanos dejarán de satisfacer sus anhelos de privacidad y reserva, y lo harán en archivos paralelos o ante otro órgano de inferior control, que ejercerá clandestinamente las funciones que ahora se suprimen, quedando el protocolo notarial reducido a un elenco de impresos oficializados.
Y ello seria de lamentar. Porque el Notariado, en su función originaria que es la que la sociedad demanda, es una de esas instituciones de la civilización humanista dotadas de racionalidad y fácil recuperación regenerativa que denotan una concepción muy sutil de las reglas de la convivencia y que se cohonestan de forma muy natural con el ejercicio equilibrado de los valores constitucionales, especialmente la libertad y la seguridad. Y la forma en que el Notariado logra una efectiva dispersión efectiva de poder responde a una concepción política muy superior a la implícita en las sociedades sujetas a dirigismo piramidal o regidas por principios intervencionistas.
Seguridad y libertad: he ahí los dos polos de la ansiedad del hombre. Cierto que en tesituras críticas el hombre siempre optará por la seguridad aun a costa de la libertad y la privacidad, pero la historia demuestra que, pasada la crisis, el hombre recupera automáticamente y con ansiedad las zonas de libertad perdida, pero las instituciones sacrificadas en el camino quedan dañadas para siempre.