ENSXXI Nº 11
ENERO - FEBRERO 2007
CONFERENCIA DE D. JAVIER GOMÁ
Ejemplaridad y fe pública
Quiero empezar diciendo que me encuentro como en casa. Y no es sólo una frase amable, aunque desde luego pretendo ser amable para responder a la cálida hospitalidad de la invitación y recepción por parte de la Academia Matritense del Notariado y del Decano, y por lo muy honrado que me siento de poder hablar en esta importante cátedra y ante tan distinguida audiencia.
Digo que me encuentro como en mi casa porque cuando vivía con mis padres y hermanos mi casa era como una academia matritense del notariado: mi padre Notario de Madrid in patria y mis dos hermanos Notarios in via. Imborrable, aunque no necesariamente por su amenidad, es para mí el recuerdo de las conservaciones interminables sobre la naturaleza del derecho de opción o la hipoteca de máximo, entre otras sutilezas, que se mantenían a todas horas, desayunos, comidas, meriendas y cenas, continuadas en largas sobremesas, conversaciones en las que a duras penas me dejaban tomar parte, pues, estudiante de filología clásica, mi opinión era poco estimada, en temas jurídicos en particular pero se comprende que, faltándome la ciencia jurídica, la escasa estima por mis opiniones se extendiera fácilmente a cualquier otro tema. Cuando el Decano me invitó a participar en este ciclo, pensé que sería una oportunidad de desquitarme y de obligar a mi familia a oírme, en esta academia que es como una extensión de mi propia casa, pese a no haber alcanzado nunca el supremo estatus de notario, reservado según ellos a naturalezas más selectas. Luego me corregí parcialmente y empecé a estudiar Derecho, pero mis primeros pasos fueron vacilantes. El verano anterior al primer curso de licenciatura, leí, para abrir boca, el libro de Francesci sobre la historia del Derecho Romano y recuerdo la confusión que sentía al leer constantes referencias a los derechos reales en un capítulo dedicado a la época republicana, muchos años después de la caída de la monarquía, lo que debía -entendía yo- excluir esa clase de derechos reales. Lo consulté y mi descrédito familiar tocó fondo. Luego entré en el Cuerpo de Letrados del Consejo de Estado, pero mis hermanos sostienen que lo hice por el resentimiento de no llegar a Notario. El gran filósofo Max Scheler definió el resentimiento como la envidia de lo que es bueno precisamente porque es percibido como bueno por el resentido. El resentimiento encierra una forma de homenaje porque, a su manera, proclama lo que es valioso. Yo no soy un resentido porque deseo de corazón al notariado lo mejor, pero sí quiero que se entienda esta conferencia que he preparado para Vds como una forma de homenaje a este cuerpo tan admirado por mí, tan respetado y tan querido.
Unas aclaraciones preliminares por mi parte son necesarias para que la digna audiencia no pueda reprocharme que no ha recibido lo que yo no tenía pensamiento ni capacidad de dar. En primer lugar, no me propongo ofrecer ninguna idea nueva sobre la función notarial ni sobre la fe pública ni sobre el Derecho que regula a una y otra. Aunque no excluyo que la perspectiva que adopto pueda contribuir a contemplar la institución notarial bajo una nueva luz, esta no es, de hecho, la conferencia de un jurista y honestamente no creo haber sido invitado en calidad de tal, aunque me haga la ilusión de pensar que la Academia quizá no comparta el desdén familiar por vivir extramuros del reino notarial. Pertenece esta conferencia más bien al tipo de las disertaciones filosóficas. Pero debo añadir a continuación que ni siquiera discurre por el amplio cauce del pensamiento filosófico hoy dominante, el producido con alto nivel de rigor y competencia en nuestras Universidades y otros centros de investigación académica, que creo onocer bien y del que tanto he podido aprender por medio de un trato frecuente y directo con sus mejores representantes. Yo sólo me siento llamado a cultivar la reflexión filosófica de orientación existencial, inspirada en una peculiar emoción hacia la vida en su conjunto, una emoción, eso sí, omniabarcadora, envolvente y de una vibrante intensidad. “Prefiero sentir la compunción a saber definirla”, decía Tomás de Kempis. Yo suscribiría esa frase con verdadera convicción, punto por punto, siempre que no se siga de ella una renuncia a definir. En mi caso, la emoción existencial precede a todo, pero toda mi empresa intelectual, por modesta que sea, se ordena precisamente al trabajo de definir esa peculiar emoción y el objeto que la produce, el mundo, con la mayor exactitud posible y tan extensamente como sea necesario.
En este momento, mi plan comprende cuatro títulos, dos de ellos ya entregados: Imitación y experiencia, publicado en 2003, y Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal, que aparecerá en el próximo mes de marzo. Me encuentro actualmente escribiendo el tercero, Ejemplaridad pública, y tengo trazadas las líneas del último, titulado Necesario pero imposible, que completará la tetralogía proyectada. La “ejemplaridad”, lo mismo que el concepto de “experiencia de la vida”, es una constante en todas las partes de la tetralogía desde mi primer libro, donde ya se enunciaban los principios generales básicos y algunas de las intuiciones decisivas. Pero en seguida comprendí que merecía un estudio específico la traslación de esos principios e intuiciones desde su enunciación general al terreno de la esfera pública. Esta por hacer una teoría política basada en la idea de la ejemplaridad y ese es el propósito de mi ensayo Ejemplaridad pública. Ahora bien, antes, en Aquiles en el gineceo, he tratado de demostrar el carácter esencialmente político de la mortalidad humana, la cuestión filosóficamente máxima y acaso la única. De ahí que el ensayo sobre la ejemplaridad pública buscará aproximarse a la teoría política desde la perspectiva del imperativo de ser mortal.
Bien sé que esta sucesión de afirmaciones carecen todavía de significado. El propósito de esta conferencia es convertirlas en significativas dando las explicaciones pertinentes. Se expondrá primero qué se entiende por mortalidad política y en qué consiste el poder configurador de la polis; el desarrollo de la modernidad ha afectado profundamente las relaciones entre el sujeto y la polis, y se analizará la difícil situación en que ahora se encuentra la polis como consecuencia de ello; se propondrán dos salidas a esa situación, la kelseniana y la teoría de la ejemplaridad; y por último, se harán algunas consideraciones sobre la función y la figura del notario en el amplio horizonte antes esbozado.
2.- MORTALIDAD POLÍTICA
He mencionado la afinidad de mi propia postura intelectual con la filosofía existencial, hoy tan olvidada, en cuanto que también sitúo como problema filosófico central la cuestión de la existencia del hombre, su finitud y su mortalidad. Sin embargo, una discrepancia fundamental separa la tesis que defiendo de la de los más distinguidos representantes de ese modo de hacer filosofía, de Kierkegaard y su Post-scriptum, de Heidegger y Ser y tiempo, y de ensayos de Ortega y Gasset, como El hombre y la gente.
2.1.- Dónde se experimenta la finitud.
Un hombre alcanza la forma de su individualidad, la posibilidad de un ser originario y de una existencia auténtica –dicho usando la jerga existencialista- sólo y exclusivamente en cuanto asume consciente y voluntariamente su propia condición finita y mortal. En este punto todo el pensamiento existencialista es unánime. La discrepancia surge al responder a esta pregunta ¿Dónde tiene lugar la experiencia de la propia mortalidad?
Todos estarían de acuerdo en que la infancia y la adolescencia es una época de autodivinización, de vivencia en la eternidad del cosmos y de autoexaltación ilimitada del yo, elevado a absoluto, y que en consecuencia son etapas de la vida del hombre previas a la experiencia en sentido lato y cerradas a la experiencia radical del hombre, que es su propia finitud. La experiencia de la mortalidad pertenece a la edad madura, una época en que uno ha podido conocer las “resistencias” al propio yo, los obstáculos opuestos de mil formas al propio deseo y en general la negatividad estructural de la realidad.
Pero, dentro de la edad madura, ¿dónde tiene lugar esa experiencia fundamental?
Estos pensadores citados hacen residir la posibilidad de un ser originario y auténtico, aquél que acepta resueltamente la finitud humana, en el ensimismamiento solitario, en el individuo aislado y sin referentes, siendo por contraste la polis el lugar de la caída, la alteración inauténtica, la “publicidad” y la ilusoria apariencia de eternidad. Yo propongo la tesis contraria: toda mortalidad es política; es en la polis, conscientemente asumida, donde el sujeto descubre su verdadero destino finito.
Para explicar esta afirmación querría hablar someramente de “la paradoja de la virtud”.
2.2.- Paradoja de la virtud.
Llamo virtud a la decisión –ética pero de consecuencias sobre el propio ser- que todo hombre adopta en algún momento de renunciar al absolutismo de su yo y a favor de la integración productiva en la polis; el acto, en fin, de incorporación desde esa “ociosidad subvencionada” de la infancia-adolescencia a lo que Hegel llama “eticidad”, cuyas instituciones fundamentales son el trabajo y la familia (con toda la pluralidad de formas que hoy asumen ambas).
Cuando un sujeto, en determinada época de su vida, realiza ese acto de virtud, suceden en él dos hechos simultáneos y en realidad idénticos, pero en dos direcciones distintas, lo que justifica que pueda hablarse de “paradoja de la virtud”:
a) generalización. Mediante el acto de virtud antes descrito (esa transición, en el desarrollo de la personalidad, de la centralidad del yo a la aceptación de los fines superiores de la polis), el hombre se constituye en ciudadano y puede declarar, con Aristóteles, que “la polis es, por naturaleza, anterior a la casa y a cada uno de nosotros”. Por medio de la virtud el hombre asume los deberes que establece la ciudad para sus miembros y ese deber reclama normalmente la inhibición de la espontaneidad del yo, el cual aprender a adoptar el punto de vista de la totalidad social y admite ser instrumento de los fines superiores de ésta.
b) especialización. La paradoja de la virtud antes enunciada consiste en que la generalización del yo supone para éste en la práctica un deber de espacialismo, como argumentó Durkheim en su magistral La división del trabajo social. El mérito del sociólogo frances estriba en trascender el mero hecho sociológico de la especialización y acertar a ver en ésta un fenómeno básicamente ético y aun el mandato supremo de la moralidad, que admite ser formulado a guisa de imperativo kantiano:
"El imperativo categórico de la conciencia moral está en vías de tomar la forma siguiente: ponte en estado de llenar útilmente una función determinada”.
2.3.- Virtud y mortalidad.
En la generalización-especialización de la integración del yo en la polis, el sujeto adquiere la experiencia esencial de su no necesidad, de su contingencia. Esta contingencia política del ciudadano es hija de la expresada paradoja de la virtud. El hombre generalizado, competente y productivo a la manera de Durkheim, precisamente por especializarse en una función determinada, se torna dependiente de las demás funciones y de los demás hombres y, en ese sentido, viene a ser una entidad parcial, incompleta y menesterosa que necesita de todos los demás entes para mantenerse y subsistir; el estado de precariedad en que quedan los entes especializados, insuficientes y parciales en su especialización, se compensa con la mutua solidaridad orgánica y cooperativa entre ellos.
El hombre que se incorpora a la economía de la polis –economía en el sentido de uso sistemático de sus recursos- acepta hacer lo que todo el mundo hace y como todo el mundo lo hace. Y los hombres que hacen esto, se asimilan entre sí y se hacen intercambiables, indistinguibles, y descubren su indigencia ontológica.
Es en la polis donde el yo, que tiende a hacer de sí mismo una entidad absoluta, experimenta su esencial relativismo, porque, desarrollando una función, comprende que es esencialmente sustituible, como esas cosas fungibles de las que habla el Código Civil. Y no sólo es sustituible y fungible, sino que tiene la certeza de que será algún día sustituido. Esta es la experiencia de la propia mortalidad que, como se observa, tiene un carácter político.
La comprensión de su propia mortalidad es una experiencia moral previa y más profunda que la muerte física o corporal, que sólo sobreviene como corroboración o verificación de la primera.
Por todo lo cual cabe afirmar: eticidad y mortalidad son coextensivos, se pertenecen mutuamente. Ser-para-la-polis y ser-de-vida-corta en último término coinciden.
2.4.- Mortalidad e individualidad. Breve nota sobre el “poder configurador de la polis”.
No voy a argumentar ahora, porque nos desviaría demasiado, por qué la subsunción del yo en el todo social, la generalización y especialización del yo, la pérdida del yo en la función social y en las instituciones de la eticidad, proporciona, sin embargo, a ese mismo yo la única posibilidad real de ser un individuo, la única posibilidad de ser auténticamente individual, razón por la cual la polis tiene el monopolio de la individualidad y conserva un exclusivo poder configurador.
Sólo diré que la causa de ello está íntimamente ligada, precisamente, al hecho de que en la eticidad el hombre se experimenta a sí mismo como mortal y la mortalidad es, como dice Simmel, el privilegio de lo individual. En efecto, hay seres cuya existencia reside en su especie, una mesa, un árbol, y de alguna manera son por ello inmortales, porque al extinguirse su vida individual, lo esencial y sustantivo de ellos, la especie, sigue existiendo. Pero hay otros seres cuya esencia reside en su forma individual y cuya extinción constituye un objetivo empobrecimiento del mundo. En propiedad, sólo estos entes individuales mueren, mientras que los entes promedio no mueren nunca sino que sólo cesa la vida en ellos.
La evolución de la vida en el mundo ha ido en la dirección de una creciente mortalidad. Dice Simmel: “La complicación y diferenciación de los seres señala el camino del desarrollo en que, desde la inmortalidad de principio de los unicelulares, llegan a la muerte; como dice un biólogo, la muerte es el precio que tenemos que pagar por llegar a la altura del desarrollo diferencial”. Por ello la muerte es el atributo del autoconsciente y verdaderamente individual: "Teniendo presente la inmortalidad de los seres más bajos de la escala orgánica, es preciso decir que el poder morir es el sello de la existencia superior".
2.6.- El tránsito a la eticidad. Ritos iniciáticos y Bildung.
El tránsito a la eticidad de la polis se operaba en las sociedades primitivas mediante unas solemnidades especiales que son conocidas como ritos de paso. Cada hombre debía nacer dos veces, la primera al mundo natural con el doloroso parto de su madre y la segunda al mundo socio-político mediante la superación durante la pubertad de unos ritos iniciáticos y la aceptación por la sociedad de los mayores.
Estas ceremonias arcaicas muestran una profunda sabiduría vital porque prestan la necesaria solemnidad al momento más trascendental y decisivo de la vida del hombre: el momento de la emancipación del sujeto respecto de sí mismo y su conversión en ciudadano de una comunidad, regida por tradiciones sagradas y por costumbres venerables de inmemorial antigüedad. Con la observancia de esas formalidades sacramentales, la comunidad confirma la santidad del deber que el yo, en su transición hacia la eticidad de la polis, acepta y asume.
A medida que las civilizaciones históricas fueron perdiendo contacto con la naturaleza y con sus ciclos y ritmos periódicos, también fue disminuyendo la vigencia social de los ritos de paso. La sociedad moderna, que prescinde de lo sagrado así como de los símbolos y ritos que lo dotan de fuerza y significado, y que sustituye la magia mítica por la razón instrumental, se ve privada de medios simbólicos para destacar la seriedad de ese tránsito.
Porque en medio de nuestro mundo extremadamente secularizado, mundo desencantado, post-ideológico, sigue, sin embargo, confirmándose en la biografía de cada hombre el tránsito desde el estado de naturaleza al estado civil.
Sigue siendo cierto hoy como ayer, como proclamaban los ritos de paso, que el hombre nace dos veces y que para el segundo nacimiento –su vida en la polis y su conversión en ciudadano- se requiere el aprendizaje más crítico y capital de todos, pues en el ingreso al estado civil están en juego una metamorfosis en el estatuto ontológico del sujeto y la subsistencia y cohesión del orden social en el que se integra.
Cada hombre en vía de ser ciudadano tiene pendiente la formidable tarea de aprender a ser mortal. Aunque nuestra época ha banalizado las solemnidades de las sociedades arcaicas que ritualizaban este trance de la determinación temporal, en él se encierra, hoy como ayer, la posibilidad de la auténtica experiencia del hombre. Cuando elegimos una profesión en la organización social o concebimos por otro yo un amor ético que funda una casa, en esa misma hora el sujeto se está jugando su propio ser. Aunque resulte extraño, la finitud debe elegirse y ser objeto de personal apropiación, no es algo que ya esté dado o pueda uno disponer de ello sin esfuerzo ni aprendizaje. Más aún, es la tarea de toda una vida que no termina nunca de completarse. Durante nuestra infancia somos niños griegos que presuponemos sin cuestionarla la eternidad del cosmos y durante nuestra adolescencia, con el descubrimiento de la intimidad, tendemos a autodivinizarnos. El resto de nuestra vida es una interminable novela de educación o Bildungsroman en la que se narra cómo se va formando en el yo el temple necesario para adoptar aquella decisión heroica sobre la propia mortalidad.
2.6.- Heroicidad del ser-para-la-polis.
Ahora quisiera argumentar brevemente por qué la virtud del yo ético que, por mandato de la polis, se especializa, puede calificarse, en propiedad, de heroica.
Ser ciudadano no es sólo una cuestión sociológica ni siquiera ética sino ontológica porque está en juego el ser del yo como ser-finito y mortal, como ser-de-corta-vida. De ahí se deduce la profundidad y la grave solemnidad, de naturaleza heroica, que encierra la sencilla, cotidiana, general y normal decisión de incorporarse a la sociedad que todos los hombres del mundo entero aoptan a lo largo de sus vidas.
Cada sujeto, cada yo cotidiano que nace, trabaja, funda una casa y muere, con mayor o menor conciencia, pero siempre con idéntica efectividad, personifica la tragedia de ser-de-corta-vida. Por ello, todo hombre, manteniéndose en los límites de la estricta cotidianeidad, es ya un prototipo épico, pues también él arriesga su vida en el altar de la normalidad y finalmente la sacrifica. Sin duda, cada yo cotidiano encierra una decisión heroica y una tragedia, aunque esta realidad quede en la mayor parte de los casos velada por el sereno cumplimiento del deber y la ausencia de emoción inherente a la normalidad ética. Pero es precisamente esta discreción y esta ausencia de manierismo con la que se opera para la mayoría la tragedia humana lo que confiere grandeza al destino del yo cotidiano. En la figura “vulgar” del simple hombre ético que envejece, se ha de admirar, en justicia, la misma magnanimidad del mejor del héroe griego quien, dice Aristóteles, afronta grandes peligros y cuando arriesga no regatea su vida.
Por eso es tan injusto el desprestigio de la normalidad ética que se ha impuesto desde que el romanticismo moderno la menospreciara como expresión de filisteísmo y falta de autenticidad. Por el contrario, de los razonamientos desarrollados anteriormente se sigue que hay una nobleza en ese elevarse éticamente por cima de sí mismo hasta la responsabilidad por el todo, en perder el propio yo para encontrarlo transformado en sus obras, en vivir en nombre de todos más que en nombre propio.
La doctrina romántica del genio nos ha dejado ciegos para percibir la noble sencillez y serena grandeza de la normalidad. Participar en la polis y continuar su obra pública es extremadamente duro porque exige al yo la renuncia de sus prerrogativas juveniles y aceptar para sí mismo la estricta regla general así como observar los patrones de comportamientos tipificados por la comunidad. Para los que, pese a todas las dificultades, persisten y perseveran en la construcción, dentro de sí mismos y en la polis, del reino de la eticidad, es desalentadora la pretensión de aquellos otros que se reclaman para sí mismos el estatuto de genio o el de artistas de la vida, de los que consideran que su yo es ya de por sí de interés general y por eso desestiman la necesidad de ganarse la vida o lo hacen sólo con repugnancia y forzado por las circunstancias.
Pues la empresa humana fundamental consiste en merecer y merecerse esta normalidad. Lejos de no estar a la altura del hombre, no existe en el mundo otra empresa mayor y más digna de él. Lo que está hoy y estará siempre por hacer es la educación del eros que da alas al yo estético y su conversión en función social dentro de la economía de la polis: primero hay que comprender el sentido y sentir el hondo pathos de esta nueva objetividad conquistada a un alto precio, y luego tratar de sostenerse y mantenerse en la dura y esforzada virtud. No es algo que pueda conseguirse completamente alguna vez, pues nadie se acostumbra del todo a su propia muerte; se trata más bien de estadios en un camino cuya meta muchas veces se vislumbra pero que, como el horizonte, se aleja a medida que uno avanza.
2.7.- Poder integrador de la normalidad. Recapitulación.
Recapitulando, ser ético significa por tanto: renunciar a la totalidad individual del yo, donde uno es inmortal, para trabajar al servicio de las instituciones finitas de la eticidad. Esta necesaria y fecunda alienación ética confiere al yo la posibilidad de ser real y efectivamente individual como entidad finita, y a la polis la posibilidad de subsistir y hacer progresar la causa de la civilización.
En efecto, la decisión heroica del yo virtuoso a favor de su integración en la polis está relacionada con lo que Norbert Elias llamó el “proceso de la civilización”, ese progreso civilizatorio que va haciendo lentamente el hombre, que consiste en construir una humanidad sobre la base del control de las pulsiones individuales (pulsiones de espontaneidad, de autoafirmación, de destrucción de cuanto inhibe el propio deseo); sobre la base del sometimiento y socialización de los impulsos y la violencia íntima al yo. Lo que normalmente no se percibe y el propio Elias no destaca, es que en realidad el control de las pulsiones, los instintos y los impulsos, así como la construcción colectiva de la polis, todo lo que ha estudiado la sociología y la psicología, depende todo ello de una decisión previa y fundamental: la decisión de ser mortal, que nos otorga el estatus de ciudadano.
3.-APORÍAS DE LA MODERNIDAD
3.1.-El proceso civilizatorio en la modernidad.
Naturalmente, el proceso civilizatorio entendido como aprender a ser mortal estará siempre vigente y mientras alienten hombres sobre la tierra no dejará de plantearse. Pero como en ese proceso intervienen dos polos, el yo y la sociedad, la evolución histórica de los dos polos a lo largo de las diversas épocas culturales condiciona la relación entre ellos y consecuentemente también la posibilidad misma del proceso civilizatorio.
La tesis que ahora se va a exponer sugiere que dos nuevos fenómenos culturales están condicionando este proceso: 1) el dualismo moderno; 2) el desencantamiento del mundo.
3.2.- Primer fenómeno: individualismo y colectivismo, típicamente modernos
No ha sido destacada suficientemente la coincidencia en los mismos orígenes de la Modernidad de dos fenómenos de signo contrario que, en su oposición frontal, prestan a esta época su configuración espiritual característica.
a) subjetivismo. Es un hecho suficientemente conocido cómo en el siglo XVIII el subjetivismo, que se había ido preparando en los siglos anteriores, adoptó su configuración clásica y típica. Algunas de sus manifestaciones son: la filosofía de la conciencia; la moral del corazón y sentimientos morales; la doctrina del gusto y la del genio; la imaginación y libertad románticas; la autonomía de la voluntad; declaraciones políticas de derechos humanos (americana y francesa). Los legítimos derechos del sujeto se convierten en absolutos y se propende al subjetivismo; en lugar del privilegio de la individualidad, el peligro del individualismo.
El yo no se concibe ya como una parte ni, a la manera de Pico della Mirándola, como el centro de un cosmos ordenado y luminoso que le preexiste, modelo de toda normatividad científica, moral, jurídica, estética y religiosa; ahora un nuevo subjetivismo encuentra en el propio yo la fuente de toda esa normatividad y también su única referencia. En este giro subjetivo, cada hombre toma conciencia de su unicidad irreductible. Todo yo en su interioridad es una creación nueva, cualitativamente diferente de los demás, que no admite una medida exterior. He aquí el fundamento metafísico del nuevo ideal de autenticidad, pues si cada yo, como en la teología medieval se decía de los ángeles, tiene una forma única y exclusiva, el primer mandato moral será inventarse una personalidad que sea imagen fiel de esa originalidad irrepetible.
b) colectivismo. Lo más sorprendente es que, junto a este subjetivismo de nuevo cuño, es igualmente peculiar de la Modernidad, en el otro extremo, la apoteosis de un colectivismo que nunca en siglos anteriores se había desarrollado en una proporción siquiera remotamente similar.
La emigración generalizada del campo a la ciudad y la urbanización del mundo; la concentración urbana de ingentes cantidades de mano de obra absorbida por la nueva industrialización; la imparable nivelación social, la democratización del poder, la igualación de todos los ciudadanos, la extinción de todos los privilegios; la burocratización y mundialización de la vida; los totalitarismos políticos, las manifestaciones o, en el terreno lúdico, las grandes superficies o los grandes festivales; la fisonomía del nuevo hombre-masa: todos estos son fenómenos del colectivismo social y moral tan típicamente modernos como el anterior subjetivismo, y que conspiran para hacer sentir crudamente al yo moderno su propia y radical insignificancia. El yo urbano, desprendido de la gran cadena del ser, sin árbol genealógico, sin mitología, experimenta a cada paso su irrelevancia en el anonimato mundial. La administración de las actuales sociedades complejas necesita convertir al individuo en res extensa susceptible de cuantificación, en un número de afiliación registrado entre millones de millones en archivos pautados, en un número fiscal de contribuyente, en un voto emitido en los sufragios periódicos destinado a amontonarse en una urna. Cualquiera que sea el sistema político vigente en el presente colectivismo, democrático o autoritario, lo cualitativamente singular de la totalidad individual es siempre ignorado o despreciado en la nueva totalidad social. Esta segunda totalidad, que hace al individuo invisible, lo convierte en nada y lo aboca a una experiencia nihilista.
3.2.- El yo moderno, un ser escindido
He aquí la nueva situación del yo moderno: “Infinito para sí mismo, cero para el todo social” (Koestler). El yo moderno, que es consciente por primera vez de ser fin en sí mismo y nunca medio y que lleva esa orgullosa autoconsciencia hasta sus últimas consecuencias, observa con perplejidad que desde fuera sólo es uno más en un mundo lleno, superpoblado de otros como él, y se abisma ante su aplastante vaciedad político-social.
Porque ese yo tan autoconsciente de su valor y tan persuadido de su propia importancia y de sus derechos (en la descripción que Ortega hace del hombre-masa), muy difícilmente consentirá en integrarse en una mera función social donde su propio valor es relativizado y es usado como instrumento para el fin superior del interés general. Un sujeto subjetivista como hemos descrito rechaza como extraña y peligrosa el requerimiento de una alienación ética.
Pero ese rechazo se acentúa todavía más si, como ha sucedido en esta época, la polis ha perdido su capacidad de configurar individualidades al ceder al colectivismo. Colectivismo es aquel todo social que ha perdido su virtud de configurar individuos y ya sólo administra masas. Ante ese espectáculo de masas administradas por el todo social, el sujeto en lugar de alienarse al servicio de la polis, tiende a replegarse hacia sí mismo, permaneciendo en alguna manera en una interminable adolescencia, en una falsa primavera eterna. La exigencia de la polis de generalización y especialización, con su consecuencia de necesaria alienación, la percibe el yo moderno no como requisito para ganar su individualidad sino como una amenaza para su propio destino. La masificación moderna, extendida por todos los rincones de la polis, ha transformado la necesaria renuncia ética del yo en una anulación total de la subjetividad. Elegirse a sí mismo sin virtud es para este yo moderno una tentación demasiado grande.
La aporía que para el yo supone este dualismo extremo –subjetivismo y colectivismo paralelos- hace muy difícil la cohesión social, basada en el ejercicio de la suprema virtud de la autorrenuncia. El yo moderno se halla escindido, en desacuerdo consigo mismo. El ennui o spleen, que Hegel llama “conciencia desgraciada”, es el estado de ánimo del yo escindido, cuya descripción realiza Schiller en la sexta de sus Cartas sobre la educación estética del hombre, en la que afirma que el sujeto moderno es un “fragmento aislado sin posible combinación”; rehén de fuerzas contrapuestas que desgarran su unidad interna.
3.3.- Segundo fenómeno: el desencantamiento del mundo.
A este primer problema –el dualismo subjetivismo-colectivismo- se añade un segundo: no sólo un yo escindido pierde los estímulos de integración en la polis, además la polis ya no puede, por el signo de los tiempos, contar con la vigencia de los tradicionales relatos legitimadores que durante siglos han alentado el ejercicio de la virtud.
Se ha repetido mil veces la historia del desencantamiento del mundo. Para la mentalidad premoderna el mundo es un cosmos ordenado en el que cada ente forma parte de un único todo armonioso, racional, universal, luminoso. Lo visible y tangible del mundo participa de lo invisible y superior del mundo con lo que enlaza por medio de la “gran cadena del ser” (Lovejoy): lo superior invisible –las esferas musicales, las almas, las ideas eternas, los números- baña con su luz lo inferior terrestre y lo dota de simbolismo abriéndolo a la ideal trascendente.
En la modernidad, el nuevo subjetivismo desplaza la centralidad anterior de la idea omnicomprensiva del cosmos: el yo moderno es autónomo y autosuficiente. Cada yo es un mundo espiritual entero, por lo que, en la polis, se impone la coexistencia de mundos distintos y la compatibilidad de contrapuestas ideologías: esto sólo se asegura mediante alguna forma de pluralismo axiológico y relativismo tolerante. Y por otro lado el desarrollo de las ciencias naturales y de la experimentación aleja de la naturaleza secularizada todo simbolismo y trascendencia, y el mundo es ahora una extensión de materia, finita y cuantificable, susceptible de conocimiento empírico y de dominación.
La cosmovisión moderna, subjetivista, pluralista, relativista, secularizada, materialista, no acepta los antiguos cuentos (logoi) legitimadores: los relatos mágicos, míticos o religiosos que explicaban el origen y fundación del mundo y de la polis generalmente mediante alguna lucha primigenia. Estos mitos constitutivos, pese a ser meras fabulaciones, tenían la indudable ventaja de poner el sacrificio del yo y su alienación ética en un contexto grandioso, cósmico y heroico, y de encender el corazón y movilizar el deseo del hombre a ser virtuoso, demostrando con ello tener una inmensa fuerza cohesionadora e integradora de la sociedad, que ha sido comprobada mil veces en los largos siglos de la historia.
Nuestra sociedad ha prescindido de esos relatos legitimadores antes de disponer de instrumentos eficaces que los sustituyan con análoga fuerza cohesionadora. La entrega a la economía de la polis, la identificación con las instituciones de la eticidad, ya no es retribuida con una recompensa trascendente. Nuestra época post-mítica y post-metafísica, que trata de erigirse sobre bases exclusivamente finitas, desvela a los ojos de todos la verdadera naturaleza de la alienación ética. Hemos de ser ciudadanos sin la expectativa de una gratificación que suavice tan dura y grave determinación, sin pensar en recuperar por la puerta de atrás esa inmortalidad que es objeto de la renuncia. Las motivaciones para dicha renuncia habrán de ser exclusivamente, crudamente, sobriamente, de naturaleza cívica: la asunción del deber por convicción propia, plenamente asumida, y la asunción de la propia finitud renunciando a expectativas espurias o anacrónicas.
3.4.- La gran tarea pendiente en nuestra época estriba en encontrar el modo de edificar las antiguas instituciones de la eticidad sobre bases exclusivamente finitas. ¿Cómo construir una nueva objetividad ética sobre bases relativistas, plurales, postideológicas (postmitológicas) incluso, en un sentido positivo, nihilistas, que devuelva a la polis su potestad de señalar el deber? ¿Cómo una teoría de la polis que, en esta época de libertad consumada, ensalce no tanto el derecho y la libertad del sujeto, ya garantizados ad nauseam en el sistema, como las formas de su ejercicio virtuoso?
Pueden adivinarse fácilmente las grandes dificultades de ese mencionado edificar la eticidad sobre estas bases.
Está por ver que unas promesas desprovistas de todo revestimiento mítico o simbólico puedan movilizar en el ciudadano –en los millones de millones de ellos- las energías necesarias para sofocar los deseos de una subjetividad consentida durante siglos y acostumbrada a no reprimirse.
Está por ver que el hombre sea capaz de fundar una civilización sobre los cimientos de su propia humanidad contingente, sin recurrir a una legitimación superior, instancia divina o religiosa, o a ideas en sí mismas no religiosas pero susceptibles de divinización, como la Razón o el Progreso, que han sido desechadas por anacrónicas antes de haberse asegurado algo que lo sustituya capaz de cumplir la misma función.
Será interesante observar si puede sostenerse mucho tiempo o si incluso es una conquista perdurable este proceso civilizatorio de base secular y finita. Se trata de una experiencia rigurosamente novedosa, como lo es el proceso de secularización del mundo occidental, de inciertos resultados todavía. En Los hermanos Karamazov se lee aquello de: “Si Dios no existe, entonces todo está permitido”. El mundo occidental, el único verdaderamente secularizado, está haciendo el experimento de refutar definitivamente este presupuesto y fundar una civilización basada en el axioma de Grocio, que en su libro De Iure Belli ac Pacis libri tres quiere erigir un nuevo Derecho natural etsi Deus non daretur, como si Dios no existiera, esto es, sin fundamento trascendente. a) puede suceder que, en efecto, el experimento tenga éxito, y madure una innovadora forma de organizarnos política y simbólicamente los hombres, legitimados en nosotros mismos aun sabiendo que somos falibles, sin admitir ninguna instancia de valor absoluto, pero b) puede suceder también que el hombre, en el fondo, sea una máquina de mitologizar y que, asfixiado entre tanto relativismo, acabe creándose una nueva mitología por la puerta de atrás o se invente nuevas “religiones artificiales”.
4.-EL DEBER: COACCIÓN vs PERSUASIÓN
4.1.- El deber: dos postulados
Recapitulando brevemente, se ha dicho hasta ahora que el ciudadano debe insertarse en las instituciones de la eticidad, aunque ello represente la asimilación de su condición de ser-para-la-polis y ser-de-corta-vida.
El yo se integra en la polis cuando adquiere la virtud de generalizarse y especializarse; esa alienación del yo era más fácil en una época mítica o metafísica, porque los grandes relatos que los fundaban proporcionaban al yo un contexto esplendoroso para su sacrificio.
Pero en nuestra sociedad, plenamente secularizada y desprovista de relatos míticos convincentes, y al mismo tiempo poblada de subjetividades exageradamente autoconscientes, el cumplimiento de este deber es mucho más problemático. Sin embargo, es absolutamente necesario para la cohesión de la polis, en definitiva para la gran causa de la civilización, que debe encontrar alguna fórmula para reconducir las pulsiones individualistas de los ciudadanos.
La pregunta capital es cómo enseñar a los ciudadanos a sentir el deber, una educación sentimental que va más allá de la memorización de ciertos contenidos.
Se presentan ahora dos modelos contrapuestos: la coacción de las normas positivas, que esas subjetividades soportan difícilmente, y la persuasión de los ejemplos positivos, y es esta segunda línea de investigación la que promueve mi ensayo Ejemplaridad pública.
4.2.- Teoría pura del Derecho (1934, 1960) de Kelsen:
Una teoría social del siglo XX basada en la coacción se halla en la Teoría pura del Derecho de Kelsen. Es pura porque es formal y se desentiende del contenido, de las diversas ideologías, las creencias, de la moral y de la religión, lo que en principio la haría apta para una época postideológica y multicultural como la nuestra.
Se centra en la validez procedimental de las normas. No dice qué contenido ha de tener la norma sino que describe su estructura: el presupuesto de hecho y una consecuencia jurídica anudada al presupuesto. Lo distintivo de la teoría es cómo concibe la estructura: el presupuesto de hecho de la norma es un incumplimiento, la consecuencia jurídica una sanción.
El Derecho, dice Kelsen, es un “orden normativo que procura dar lugar a un determinado comportamiento asociando a su incumplimiento un acto de fuerza social organizada”.
El Derecho quiere tener un efecto social, “dar lugar a un determinado comportamiento”, que no puede ser otro que la generalización del deber por parte de los ciudadanos. El instrumento para conseguir la generalización del deber es la amenaza del uso de la fuerza para supuestos de incumplimiento, de ilícito. El Derecho se cumple porque quien lo vulnera se arriesga a sufrir coacción. No hay la vis directiva que destaca Federico De Castro en su tratado, rescatándola de Suárez: eficacia general de las normas, que enuncia un deber general-moral de cumplimiento con independencia de la sanción. No hay un deber siquiera ético de las personas privadas o de las personas publicas. Para Kelsen, ante una norma el ciudadano tiene dos opciones, las dos igualmente lícitas: cumplirla o incumplir y admitir el riesgo de una sanción: esto es lo único que distingue a la conducta jurídica de la antijurídica. El incumplimiento no es reprochable sino sólo una opción cuye coste quizá pueda ser asumido.
Cabe preguntarse si para el objetivo que persigue el Derecho, orientar la conducta social hacia una normalidad –generalizar el cumplimiento normal de las leyes-, una teoría que hace descansar toda la educación del deber en la coacción es o no eficaz.
Doy la palabra por un momento de unos de los protaonistas de la novela El Doctor Zhivago, de Boris Pasternak:
“Creo que si la fiera que duerme en el hombre se pudiese contener con la amenaza de un castigo, no importa cuál, o con la recompensa de ultratumba, el emblema supremo de la humanidad sería un domador de circo con la fusta en la mano, y no un profeta que se ha sacrificado a sí mismo. Pero la cuestión reside en que, durante siglos, no el palo sino la música ha colocado al hombre por encima de la bestia y lo ha elevado: una música, la irresistible fuerza de la verdad desarmada, el poder de atracción del ejemplo.”
Esta cita indica el camino que voy a seguir: de la coacción a la persuasión del ejemplo.
4.3.- Teoría de la ejemplaridad.
No voy a intentar ahora ni siquiera resumir en esquema la teoría sobre la ejemplaridad pública que estoy preparando con destino a mi ensayo del mismo título en fase de redacción, Ejemplaridad pública, y que he adelantado parcialmente en algunas conferencias en los últimos meses. Sería desviarnos demasiado de la exposición “de línea clara” que trato seguir y cargar esta conferencia de una carga argumental inoportuna.
Con todo, me parece imprescindible no explicar pero al menos sí enunciar el principio de facticidad que es imprescindible para fundamentar adecuadamente una teoría sobre la ejemplaridad. Ese principio, que está sistemáticamente tratado en Imitación y experiencia, muestra que todo yo se encuentra, siempre y en todo lugar, de hecho, en una red de influencias mutuas. De donde se sigue que el individuo, antes de ser sujeto, con una prioridad no sólo temporal sino también en el orden del ser, se encuentra arrojado en un mundo poblado de modelos. Vive, se mueve y existe, sin poder evitarlo, en un horizonte de modelos que constituyen su personalidad, la moldean, la redondean. Todos imitamos en todo momento, no sólo en nuestra infancia sino también en la vida adulta. Incluso cuando decidimos ser originales, lo somos imitando a alguien que lo fue antes. Incluso cuando queremos ser furiosamente individuales, lo hacemos en alguna forma ensayada por otro antes. Incluso al morir, en ese acto de suprema soledad, actualizamos un modelo anterior.
He aquí el inmenso poder del ejemplo. El ejemplo nos invita a reiterarlo porque, por un lado, muestra que el comportamiento del que es ejemplo, es posible, se puede realizar, pues de hecho ya ha sido realizado; y de otro, con su evidencia tangible y próxima, despliega una extraña persuasión, una llamada instintiva a la reiteración: esa irresistible fuerza o atracción del ejemplo al que se refería Pasternak, un deseo espontáneo sin necesidad de coacción alguna.
Pienso que este planteamiento es una descripción realista de cómo de verdad se moldea el comportamiento humano. No se dice que –esto conviene subrayarlo porque la palabra “ejemplo” suele confundirse con “ejemplar”- que todo ejemplo es ejemplar, que todo ejemplo es positivo. Hay ejemplos positivos y negativos, o contrajemplos, y unos y otros son los que despliegan toda su capacidad de influencia y persuasión sobre los sujetos morales. Creo que es realista destacar que todos nos hallamos en una red de influencias mutuas, a la que es imposible escapar: somos modelos para los demás, los demás son modelos para nosotros y nos condicionan. El comportamiento virtuoso de los demás nos condena, el comportamiento defectivo o reprochable nos absuelve. No hay zonas neutras o exentas de influencia. Todo yo interpela a los demás y es un desafío a su conciencia, todo yo es interpelado por los demás.
Esto es lo que realmente sucede. Y si esto es cierto en la realidad, como sostengo, tiene una consecuencia moral fundamental. Si todos somos ejemplos para los demás, somos responsables de la influencia que tenemos en los otros. Por ello, de la realidad inevitable de nuestra influencia moral nace el imperativo primero y fundamental de toda moralidad: ser ejemplares. No digo que seamos ejemplares, sino que debemos serlo si somos agentes morales. Somos ejemplo, y eso es una necesidad, es un hecho positivo, es un dato, del que hay que partir; el que seamos ejemplares es una exigencia, un mandato, un imperativo moral, que es universal en la medida en que todos somos ejemplos. Y ser ejemplar significa: elegir bien el modelo que me influye, que me moldea; elegir racionalmente, autónomamente, mi dependencia, mi aprendizaje.
Todo esto parece obvio, pero no existe ninguna teoría que haya tratado de exponerlo de forma sistemática y haya sacado sus conclusiones. El porqué no existe una tal teoría es en sí mismo interesante, digno de reflexión, y he tratado de explicarlo en otra parte, pero pienso que ahora nos desviaría de nuestro tema.
El principio de facticidad es especialmente cierto en la esfera pública. Los ejemplos públicos tienen, de hecho (nos guste o no), una influencia social reforzada. La ejemplaridad privada de un particular ejerce su influencia en el ámbito limitado-parcial de sus relaciones. En cambio, la ejemplaridad de las personas públicas tiene un efecto general: da el tono a la sociedad, crea pautas de comportamiento, define intuitivamente el dominio de lo permitido y no permitido, crea costumbres morales y cívicas.
Una moral que tenga en cuenta la realidad de los ejemplos debe rechazar como poco realistas aquellas pretensiones –típicamente modernas, ej Rawls- de distinguir entre la esfera privada y pública, una pública donde reina una cierta moralidad mínima-formal y otra privada libertaria. No existen las personas privadas: todos somos personas públicas, porque todos ejercemos una influencia pública y todos estamos expuestos a esa influencia pública.
Pero es indudable que determinados ejemplos que pueblan la esfera pública tienen una influencia reduplicada, amplificada, general. Luego si antes hemos dicho que todo ejemplo es fuente de moralidad, en el caso de las personas públicas, ejemplos dotados de poder y prestigio y exaltados por los medios de comunicación, esa capacidad de influencia moral se multiplica exponencialmente: llegan a la ciudadanía a través de una presencia constante de los medios de comunicación y crean modelos sociales con una inmensa fuerza de persuasión social y psicológica que modela y pauta las costumbres generales de la comunidad. Como dijo Burke: “Example is the only argument of effect in civil life”.
Los ejemplos públicos tienen la capacidad de generar “buenas costumbres”. Son importantísimos en la generalización de la virtud y del sentido del deber, que se interioriza en los ciudadanos espontáneamente con la persuasión de lo evidente y de lo normal. Las personas públicas gobiernan la sociedad de dos maneras. a) Tienen poder o autoridad pública, y así los políticos aprueban leyes reguladoras del funcionamiento de la comunidad, que pueden afectar nuestra vida, nuestra libertad, nuestra hacienda y derechos; b) Son ejemplos: si el ejemplo es la fuente de moralidad, el ejemplo público es fuente de moralidad pública. Las personas públicas son modelos sociales y con su ejemplo generan hábitos sociales y costumbres.
Y ambas cosas, leyes y buenas costumbres –costumbres cívicas, en una palabra, virtud- se condicionan mutuamente. Como dijo Maquiavelo: “Así como las buenas costumbres, para conservarse, tienen necesidad de las leyes, del mismo modo, las leyes, para ser observadas, necesitan buenas costumbres” (Discursos sobre la primera década de Tito Livio, libro I, 18). De modo que, incluso para el estricto cumplimiento de las leyes, la capacidad de las personas públicas de generar buenas costumbres es imprescindible. Se ha llegado a afirmar que si todas las personas públicas fueran ejemplares, no serían necesarias las leyes, su ejemplo bastaría; y que sólo cuando empezaron a escasear hombres ejemplares en la esfera pública, se hizo necesario registrar por escrito las grandes leyes políticas y constitucionales.
Si todo este argumento es correcto, la consecuencia es obvia: la peculiar responsabilidad del ejemplo público y su apremiante imperativo de ser ejemplar. Si todo ejemplo acarrea una responsabilidad, la responsabilidad del ejemplo público se intensifica y también el imperativo de ser ejemplar. Las personas públicas tienen el deber de ser ejemplares: tienen el deber de encarnar el uso virtuoso de los derechos, el uso público de los derechos, capaces de la generalización de hábitos integradores.
Todo ciudadano, al ser ejemplo, debe ser ejemplar. Pero a las personas particulares no se les pueden exigir, es una obligación o deber consigo mismo. En cambio, a las personas públicas sí les es exigible, es un deber con la ciudadanía. A diferencia de los demás ciudadanos, que pueden hacer todo lo que sea lícito y no esté prohibido por las leyes, a estas personas públicas, en mayor o menor medida, se les pide algo más: que expresen con su conducta aquellos valores que la comunidad estima como básicos para la convivencia.
La esfera en que actúan, la esfera pública, la polis, es el escenario genuino de la ejemplaridad, está toda ella edificada sobre cimientos de ejemplaridad. La ciudad propone constantemente ejemplos positivos, la conducta, la vida o los hechos ejemplares de virtud, que despierten el ciudadano el deseo de integrarse, de ser útil, de no vivir para sí mismo, de ser productivo, socialmente rentable.
Una sociedad de personas públicas ejemplares es una sociedad mejor cohesionada. En esta sociedad nuestra secularizada y post-ideológica, el principal motor de socialización y vertebración de la ciudadanía es la tendencia, la inercia, la ley de la gravedad (Ortega) que emana el ejemplo de las personas públicas.
La posición que ocupan estas personas en la esfera pública es vicaria, lo ocupan porque, de una forma u otra, los ciudadanos se lo confían, tienen o merecen su confianza. La confianza es el presupuesto fundamental del poder y de la autoridad. Y cabe preguntar ¿en quién confiamos? La confianza no se construye de forma previsible, dominable, técnica; es un juicio genérico sobre la persona, sobre su vida, su fiabilidad, su “honestum” y “decorum”. La confianza no se fabrica, no se impone, sino, como con precisión dice la lengua castellana, se inspira. Y es precisamente la virtud, la ejemplaridad total de una vida, lo único capaz de inspirarla. Tiene ese hálito inasible, incontrolable, pero realísimo y diariamente comprobable.
Para que pueda legítimamente disponer de la máquina del poder es necesario que sea una persona digna de confianza, es decir, fiable. Y para juzgar si es fiable no basta que sea un buen “profesional” (buen político, gestor, buen parlamentario, buen orador), sino que se juzga a la persona en su conjunto y sus relaciones con las instituciones de la eticidad, qué clase de persona es en general, si se aproxima más o menos al ideal de ejemplaridad que tenemos en mente, buen padre, buen ciudadano, buen vecino, lo que en Derecho a veces se denomina sus buenas costumbres.
5.-EJEMPLARIDAD Y FE PÚBLICA
5.1.- La consonancia del notariado con una teoría de la ejemplaridad basada en la persuasión
Siguiendo el esquema anterior, se advierte la perfecta consonancia del notariado con una teoría de la ejemplaridad basada en la persuasión más que en la coacción, en el cumplimiento normal y voluntario del deber más que en las conductas desviadas y merecedoras de castigo.
Pertenece su función a la esfera, más saludable y también más general, del cumplimiento del Derecho. Y eso tanto en calidad de funcionarios que dan fe como de profesionales del Derecho que asisten a los ciudadanos en sus actos y negocios. A) En la concepción del Notario como institución de la seguridad cautelar o preventiva -“notaria abierta, juzgado cerrado”, en la conocida frase-, colabora a la paz social, fin último del Derecho; y B) En la concepción del Notario no como institución de la seguridad preventiva sino como colaborador en el ejercicio de la libertad individual de los ciudadanos “que reclaman su ministerio”, como experto que asegura la auscultatio y specificatio de la voluntad individual de los particulares, el Notario asiste al que acude a su oficina para un buen uso de su derecho, un uso socialmente admisible, irreprochable legalmente y esto quiere decir ayuda de alguna forma al ejercicio socialmente aceptado de los derechos individuales.
Ese particular solicita los servicios del Notario libremente y sin coacción. Acuden por el valor de los bienes que produce, las escrituras y documentos notariales. Sobre ese carácter voluntario, rogado, de la función notarial, insisten las normas, en particular el vigente Reglamento: el notariado, como órgano de jurisdicción voluntaria, dice el artículo 3, “no podrá actuar nunca sin previa rogación del sujeto interesado”. Y no actúa en las situaciones de conflicto o contienda o contraposición sino en situaciones pacíficas. Así, dice el artículo 2 del Reglamento “al notariado corresponde íntegra y plenamente el ejercicio de la fe pública en cuantas relaciones de Derecho privado traten de establecerse o declararse sin contienda judicial”. Lo cual se ratifica en el artículo 1 del proyecto de Ley de jurisdicción voluntaria, actualmente en tramitación parlamentaria, que define la jurisdicción voluntaria como aquellos expedientes en los que se solicita la intervención de, entre otros, el Notario para la administración y tutela de cuestiones de derecho civil o mercantil “en los que no exista contraposición entre los interesados”.
Estas afirmaciones sitúan al notariado entre las instituciones de colaboración de los ciudadanos y de la sociedad, que ejercen su autoridad por vía persuasiva en situaciones pacíficas.
5.2.- Ejemplaridad específica o profesional: en el desempeño de su función
Podría hablar de la ejemplaridad especial de los notarios, referida a aquellos atributos o cualidades que han de reunir como profesionales. Es el tema de la “deontología”. Otros con más competencia han estudiado este tema y con frecuencia han inducido el contenido de esta ejemplaridad, por vía negativa, de la tipificación de los delitos: la ausencia de estas cualidades (imparcialidad, dedicación, objetividad, honradez, independencia) constituye infracción, por lo que, a contrario, en esa infracción se enuncia un deber para el notario.
Así por ejemplo, el apartado dos del artículo 43.2 de la Ley 14/2000 regula como falta grave: “Las conductas que impidan prestar con imparcialidad, dedicación y objetividad las obligaciones de asistencia, asesoramiento y control de legalidad que la vigente legislación atribuye a los Notarios o que pongan en peligro los deberes de honradez e independencia necesarios para el ejercicio público de su función.”
5.3.- Modulación notarial de la ejemplaridad general cívica: la figura del Notario
Toda mi exposición anterior no iba dirigida a esbozar una deontología notarial sino más bien a introducir alguna reflexión sobre la ejemplaridad general del notariado, sobre la modulación que en la figura de los notarios encuentra el deber general de los ejemplos públicos de ser ejemplares, de ser educadores del deber.
Se habla mucho de la función notarial, lo que responde a una concepción de la sociedad que puso de moda la sociología funcionalista de hace medio siglo. Las personas nos asimilamos a nuestra función social y nos confundimos con nuestra contribución y nuestro rendimiento social.
Pero demasiadas veces se olvida, en el plano teórico, la importancia de la figura personal además de la de su función. No sólo función sino también figura del notario. La ley no habla tanto de la “función notarial” como del “notariado”. Uno puede ser ejemplar como función, en el desempeño de su profesión, objetiva, competente, experta, informada, solícita. Pero ello no agota toda la ejemplaridad del notario. Hay, además de la función notarial revestida de autoridad, ejemplaridad de su figura como ciudadano. El notario es también un ciudadano por sus relaciones con las instituciones de la eticidad y para él ser es la forma concreta en que en él se realiza el deber general de generalización y especialización.
Se suele distinguir en el Notario entre el funcionario y el profesional del Derecho (artículo 1 del Reglamento). Pero yo añadiría un tercer costado: como ejemplo público-privado que ejerce su autoridad y disfruta de prestigio y confianza. El poder indiscutible de su ejemplo, y las consecuencias para la cohesión y estructuración de la sociedad, genera en el notariado una elevada responsabilidad: la de ser ejemplar. Son ejemplo, luego deben ser ejemplares, según ordena un imperativo moral apremiante. No describo un hecho, señalo una misión.
La ejemplaridad descansa en la confianza, en la fe en esas personas ejemplares, y la ejemplaridad pública demanda también alguna forma de confianza o fe pública. Al notario, lo he citado antes, corresponde íntegra y plenamente el ejercicio de la fe pública. Ahora se puede añadir: para dar fe, primero hay que recibirla, inspirarla. Da fe autorizando documentos porque antes la ciudadanía tiene fe en el notariado y confianza en su figura, confianza que se inspira por la rectitud de una conducta ejemplar.
Merecer fe para dar fe, podría ser otro lema del notariado. Ahora bien, existe una confianza en el profesional y una confianza en la persona. La primera es una confianza parcial, en un aspecto de la persona, su capacidad como especialista; la segunda es la confianza general que a uno le puede merecer toda la persona, no sólo por su capacidad y experiencia acrisoladas, sino por su rectitud, seriedad, honestidad, dedicación y virtud. Son confianzas distintas, pero no incomunicadas. Por muy extraordinarias que sean las cualidades profesionales de jurista, la confianza que merece el profesional se proyecta sobre el fondo de una confianza general en la persona, en que es una persona “de fiar” o “fiable”. Si esto es cierto para toda persona, lo es más todavía en el notario como profesional al servicio de la libertad y de la paz, y como funcionario público dotado de autoridad para dar fe.
5.4.- Una indagación de la ejemplaridad general del Notario en el Derecho vigente.
Y todo lo anterior no son pías palabras y buenos deseos, de esos que según dicen pavimentan el infierno. Para los que piensen que se lleva el viento todo discurso sin apoyo positivo en textos normativos, terminaré mi conferencia con un somero rastreo por el derecho regulador del notariado para hallar, implícita, al tornasol, una teoría de la ejemplaridad general o ciudadana.
1) La venerable Ley del Notariado de 1862 tiene un artículo 10 que estuvo vigente hasta la entrada en vigor de la Ley 24/2001, de 27 de diciembre. Decía: “Para ser notario se requiere: ser español y de estado seglar, hacer cumplido veinticinco años, ser de buenas costumbres y haber cursado los estudios y cumplido los demás requisitos que prevengan las leyes y reglamentos, o ser abogado”.
Por lo menos hasta el 1 de enero de 2002 para ser notario no era requisito imprescindible ser abogado pero sí lo era ser de buenas costumbres. Es natural: quien ha de ser ejemplo público, ha de ser ejemplar, es decir, de buenas costumbres. El artículo ha sido derogado pero me pregunto si alguien osaría pensar que su contenido también lo está, si ser de buenas costumbres ya no es requisito constitutivo del Notario. Otra cosa es qué contenido tiene ese concepto de ser de buenas costumbres y admitir su natural mutación a lo largo de los años y siglos.
Esta claro que no se refiere a las “buenas costumbres” notariales, a ser buen profesional conocedor y observante de la lex artis notarial. Se refiere a algo más general. A esas mismas “buenas costumbres” a las que alude el artículo 145 del Reglamento Notarial, de naturaleza claramente extrapositiva, cuando dice que el Notario debe excusar su ministerio “cuando el acto o el contrato en todo o en parte sean contrarios, además de a las leyes, a la moral o a las buenas costumbres”
Es interesante y muy significativa esa insistencia del Reglamento en calificar la función del Notario como “ministerio”, con la idea de “servicio en la esfera pública”, en la que tanto el mismo “ministro” como el acto que éste “administra” deben ser conforme a esas buenas costumbres. ¿Qué son las buenas costumbres? Ahora sería el momento oportuno para aplicar a esta materia lo que antes me he esforzado por analizar con carácter general. Ha sido observado, por ejemplo, que en su definición de virtud, contenida en su Libro II de la Ética a Nicómaco, Aristóteles hace depender su contenido del juicio del hombre prudente en cada caso; en otras palabras, el contenido de la virtud depende de lo que haría el hombre virtuoso, lo cual no puede predeterminarse a priori sino que viene dado en cada época por lo que hacen y se espera que hagan determinadas personas, el patrón de las personas honestas en cada momento.¿Qué significa buenas costumbres? Las costumbres del hombre recto, sin poder avanzar mucho más en abstracto, lo cual no quiere decir que no sea un principio plenamente operante in concreto, muchas veces en su formulación negativa: “esto no lo haría un buen ciudadano”, o “esto no lo aceptaría un hombre honesto”.
2) artículo 43 de la misma Ley del Notariado: “Por faltas de disciplina y otras que puedan afectar al decoro de la profesión, podrán las Juntas directivas de los Colegios” adoptar algunas medidas disciplinarias, como amonestar, reprender, etc.
Es cierto que la Ley 14/2000 en su artículo 43.2 regula el régimen disciplinario de los Notarios y que ese artículo ya no se aplica, pero sigue vigente y con valor jurídico al menos a efectos interpretativos.
Me interesa destacar el concepto de “decoro”. Hoy “decoro” suena a ornamental, a “decorado”, estimable pero superfluo. Ahora bien, en su origen romano el decorum es el concepto latino para, precisamente, la ejemplaridad, y está claro que esa es la intención del legislador.
En la teoría clásica de Cicerón (De los deberes Libro I), son dignos de confianza los políticos virtuosos, el hombre “honesto” (honestum), que tienen las virtudes clásicas –que luego la teología convertiría, con debidos ajustes, en las virtudes cardinales- como sabiduría, magnanimidad, justicia y decoro.
Las dos últimas son las más importantes:
a) justicia: quien es justo, dice Cicerón, cumple sus promesas y por ello es digno de confianza (requisito imprescindible de la ejemplaridad, como se vio).
b) decoro o decorum: entiende por decorum una actitud en el conjunto de la vida, un género de vida, una diposición o un estado general en la vida (el conjunto de las esferas de la vida combinado con el conjunto de las etapas de la vida), que sea conforme a la propia naturaleza propia y en la que uno ha de mantenerse para ser constante en ella. En determinado momento, lo define así: “Si es algo el decoro, no es otra cosa que la uniformidad de toda la vida y de cada uno de los actos” (I,31).
3) artículo 348 del Reglamento tipifica las faltas muy graves del notariado, y la del apartado 5 dice así: es falta muy grave en el Notario “la conducta que dé lugar al desmerecimiento en el concepto público”.
Estoy tentado de pedir la ayuda de los asistentes para desentrañar esta sugerente y hasta enigmática proposición, para mí nueva en el Derecho, y de hermosísimas resonancias: “desmerecimiento en el concepto público”.
“Concepto público” es expresión equivalente a “juicio público”. Este enunciado del Reglamento presupone la existencia de un juicio público. Es público en dos sentidos: a) es un juicio que responde al sensus communis tal como la entiende Kant en su tercera crítica al estudiar el gusto, es decir, es el juicio compartido por la mayoría, juicio común de la polis, el juicio que cada uno hace adoptando la posición y perspectiva del todo y de todos; b) es un juicio sobre lo público, sobre los valores y comportamientos de las personas públicas.
El Notario, según el precepto citado, debe estar a la altura de ese juicio o concepto: debe aprobar el juicio de la mayoría, del sensus communis. Y debe hacerlo por practicar los valores que ese juicio asigna a las personas públicas. Si no lo hace, “desmerece el concepto público” y puede ser sancionado. No se refiere al estricto cumplimiento de sus obligaciones profesionales, contempladas en otras infracciones del mismo artículo, sino algo que excede de ellas. Ese exceso de deber notarial emparenta con aquellas “buenas costumbres” del artículo 10 de la Ley, con el “decorum” del Notario, con la uniformidad de su vida, todo ello resumido en la noción de ejemplaridad.
Esto es todo lo que tenía que decir. Muchas gracias por su atención.
Jueves, 11 de enero de 2007