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REVISTA110

ENSXXI Nº 116
JULIO - AGOSTO 2024

Por: RICARDO CABANAS TREJO
Notario de Fuenlabrada (Madrid)


CONFERENCIA DICTADA EN EL COLEGIO NOTARIAL DE MADRID, SALÓN ACADÉMICO, EL 18 DE ABRIL DE 2024

La Ley 16/2022, de trasposición de Directiva europea, que antepone el principio de conservación de la empresa al de su liquidación, llega a atribuir a los acreedores “no residuales” decisiones que correspondían a los socios. Ricardo Cabanas, en su Conferencia en la Academia Matritense titulada “La caída de las murallas chinas (la irrupción del derecho concursal en el societario)”, hace una profunda reflexión global sobre los cambios que la ley citada introduce en las relaciones entre el derecho concursal/preconcursal y el societario, y entre las facultades de la administración societaria y la concursal.

El impacto del derecho concursal en el societario es una consecuencia propia del procedimiento, pues el deudor ha de verse privado de la libre administración y disposición de sus bienes. No obstante, del conjunto de la regulación era deducible en el pasado un principio de invasión limitada o de mínima injerencia en aquél. Pero la situación ha ido evolucionando según se impuso una cultura de la insolvencia más centrada en la conservación de la empresa, que en su liquidación. No solo por la conveniencia de facilitar la solución reestructuradora en el convenio concursal, también por hacerla posible antes y en lugar del concurso de acreedores. En ese contexto el arreglo deseado quedaba en ocasiones bloqueado por una decisión que competía a los socios, como dueños de la sociedad. El ejemplo más característico es claramente la conversión de crédito en capital.
El Real Decreto-ley 4/2014, de 7 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes en materia de refinanciación y reestructuración de deuda empresarial quiso facilitarlo por la vía indirecta del establecimiento de una presunción de culpabilidad en la sección de calificación cuando los socios se negaran sin causa razonable a ejecutar un acuerdo de recapitalización. Pero el cambio fundamental, y en ese sentido se explica la hipóstasis de una irrupción del derecho concursal en el societario, se ha producido con la Ley 16/2022 para la transposición de la Directiva sobre reestructuración e insolvencia, que realmente cambia el paradigma al permitir el arrastre de los socios en determinadas circunstancias. Quiebra con ello el dogma patrimonialista, o por lo menos una forma muy jurídica de entender la propiedad de la sociedad, dando paso a un concepto más económico, donde la capacidad de decidir, en ocasiones, realmente se atribuye a sus acreedores “no residuales”.

“La situación ha ido evolucionando según se impuso una cultura de la insolvencia más centrada en la conservación de la empresa que en su liquidación”

Con la perspectiva de esta importante novedad se acomete una reflexión global de las relaciones entre el derecho concursal/preconcursal, el societario y un tercer invitado que tampoco cabe desconocer, el registral, todo ello según resulta de las reformas de los últimos años, pero centrada en los aspectos orgánicos y competenciales. Y no es precisamente una tarea fácil, pues no siempre al legislar sobre una materia, se han tenido en cuenta las consecuencias en la otra, generándose desajustes que se interfieren recíprocamente.
De entrada, está claro que en el concurso la sociedad mantiene sus órganos, sin perjuicio de los efectos que sobre su funcionamiento produzca la intervención/suspensión. Por tanto, aunque el órgano de administración/liquidación suspendido quede sustituido por la administración concursal en el ejercicio de las facultades patrimoniales, como órgano permanece, muy singularmente en el ámbito interno, pues no es reemplazado por aquella y, además, lo hace durante todo el procedimiento, también en la fase de liquidación, donde funge su papel con total autonomía, a pesar de su cese. Un buen ejemplo es la convocatoria de los órganos colegiados. Muy excepcionalmente se contempla que la administración concursal convoque una junta general para el nombramiento de quienes hayan de cubrir las vacantes de los administradores inhabilitados por la firmeza de la sentencia de calificación. Pero, fuera de este caso, no está previsto que convoque a los órganos colegiados de la concursada. No obstante, por tener derecho de asistencia/voz en las sesiones de esos órganos, sí que debe ser convocada, del mismo modo que la reunión no podrá constituirse con el carácter de universal, sin su presencia. Cuando considere necesaria una reunión lo máximo que puede hacer es instarla de quien tiene la capacidad de convocatoria, pero, ante su negativa, no está habilitada para acudir directamente al letrado de la administración de justicia o el registro mercantil. Solo le queda instar el auxilio del juez para que conmine a aquél a hacerlo y, por su rebeldía ante el mandato judicial, entonces -quizá- admitir una habilitación directa para que excepcionalmente convoque, o para que inste la convocatoria según el régimen societario.
Sin embargo, llegada la liquidación concursal, no solo procede la declaración por parte del juez de la disolución de la sociedad, sino el cese, en todo caso, de los administradores o liquidadores, “que serán sustituidos a todos los efectos por la administración concursal”, aunque es una sustitución que opera, “sin perjuicio de continuar aquellos en representación de la concursada en el procedimiento … y en los incidentes en los que sea parte” (art. 413.2 TRLC). Surge entonces la duda de si esa sustitución “a todos los efectos” se extiende ahora al plano interno, en cuyo caso la respuesta afirmativa no solo atribuiría a la administración concursal la facultad de convocatoria de la junta general, también otras funciones que tienen poco interés para el concurso, como, por ejemplo, la llevanza del libro registro de socios o de acciones nominativas, con la consiguiente verificación de la regularidad de la transmisión de las acciones/participaciones de la concursada, a cuyo fin se le debería comunicar cualquier cambio en la persona de los socios. Cuestión de indudable relevancia, y potencialmente conflictiva, aunque ceñida al ámbito puramente intra-societario. Pero no parece que estos cometidos incumban a la administración concursal, a la que no se debe sobrecargar con tareas y responsabilidades que le resultan extrañas, y por completo inútiles para su propósito liquidador.

“El Real Decreto-ley 4/2014 quiso facilitar la conversión de crédito en capital por la vía del establecimiento de una presunción de culpabilidad cuando los socios se negaran sin causa razonable a ejecutar un acuerdo de recapitalización”

Si pasamos a las competencias propiamente patrimoniales, por lo normal de proyección externa, aquí ya podemos hablar de clara intromisión o interferencia, aunque todo depende del régimen dispuesto sobre las facultades patrimoniales del concursado (es decir, intervención/suspensión) y de la fase en que se encuentre aquél. Obsérvese que si el régimen es de intervención la iniciativa gestora corresponde al órgano societario, pues la administración concursal autoriza o deniega, pero no hace por sí misma. Pero ahora interesa más la cuestión en el otro sentido, por la posibilidad de que sea la junta general quien impida determinadas operaciones, por su competencia en materia de activos esenciales, siempre que la sociedad no se encuentre disuelta. La duda es si la disposición de esos activos esenciales, suponiendo que el juez diese su autorización, debe quedar a expensas de un acuerdo de la junta adoptado según las reglas societarias.
Los hay que entienden que en la fase común estas reglas siguen siendo aplicables, aunque rija el régimen de suspensión, pues la administración concursal sustituye a la societaria en el ejercicio de sus competencias, pero de las suyas, no con “más” competencias, mientras que otros estiman fuera de lugar su aplicación durante el concurso, si finalmente el juez lo considera de interés para aquél, no faltando quien lo limita al supuesto de intervención, por ser entonces necesario el consentimiento del deudor, el cual consiente en función de su esquema de competencias orgánicas, pero no en la suspensión, donde la opinión del deudor no cuenta. Quizá la primera postura quede un poco desacompasada con una nueva realidad legal tan poco proclive al secuestro por los socios, pero la segunda también va demasiado lejos, y puede que demasiado pronto, en la preterición del derecho societario. Por eso, la más coherente parece la tercera y última, aunque con el complemento que siempre representa el posible paso de la intervención a la suspensión, caso de convertirse la negativa de la junta en un inconveniente extremo.
En tal caso, y al margen de que el régimen sea de intervención/suspensión, la duda es si la aprobación por la junta es necesaria, bien para que el administrador pueda presentar una propuesta de convenio con ese contenido, bien para aceptar la propuesta de los acreedores en términos similares. La respuesta pasa por diferir esa cuestión a la fase de cumplimiento del convenio. Es decir, el administrador podrá actuar con autonomía a la hora de hacer o de aceptar la propuesta, sin que la ausencia de acuerdo de la junta sea un obstáculo. Ahora bien, el cumplimiento del convenio, cuando suponga la realización de actos de disposición sobre los activos sociales, una vez recuperado el normal funcionamiento de sus órganos, habrá de ajustarse al régimen societario de asignación de competencias, con el consiguiente riesgo de incumplimiento y de apertura de la liquidación.
Sin embargo, la amenaza de la liquidación flaquea cuando la conservación de la empresa pasa a primer plano, sin perjuicio de que aquella también propicie una venta en conjunto, pero en un momento quizá algo tardío. Por eso, en el concurso la cuestión clave es hay arrastre por el convenio, claramente nunca del deudor, pero no tan obvio respecto de los socios. Se hace esta matización, porque en el convenio que hubiera previsto la conversión de créditos concursales en acciones/participaciones, aparentemente sí que es posible el arrastre de los socios, pues quedan autorizados los administradores de la sociedad para aumentar el capital social en la medida necesaria para la conversión, sin necesidad de acuerdo de la junta.

“La Ley 16/2022 para la transposición de la Directiva sobre reestructuración e insolvencia realmente cambia el paradigma al permitir el arrastre de los socios en determinadas circunstancias”

Si pasamos al preconcurso, de la regulación legal se desprende una clara regla de competencia a favor de los socios cuando el plan de restructuración afecte a sus derechos. Esta afectación se debe entender en un sentido amplio, por el mero hecho de ser competente la junta para alguna de las medidas propuestas, aunque propiamente no incida sobre la posición individual de los socios, ni demande una modificación de los estatutos (p. ej., disposición de activos esenciales). Dándose esta atribución de competencia, el plan ha de ser necesariamente consensual para el deudor en situación de insolvencia meramente probable o de régimen especial, y ese consenso se hace visible en la mayoría de los socios votando favorablemente el plan. Por el contrario, si la junta no es competente según las directrices del derecho societario (quita/espera, venta de otros activos no esenciales), el administrador podrá negociar y consentir el plan, sin necesidad de consulta previa a los socios y aunque éstos se hubieran manifestado en contra.
Sin embargo, en los casos de insolvencia actual/inminente de una sociedad de capital que no esté en el régimen especial, aunque el plan no sea consensual por no contar con el beneplácito de los socios, cuando les competa su aprobación, aquél sigue siendo ejecutable si el juez lo homologa, aunque implante medidas que, en la regulación societaria, solo serían posibles con el acuerdo de la junta. En ese sentido, los socios no integran una “clase”, pero desde el punto de vista “material” sí que lo acaban siendo, pues, como colectivo, puede verse compelido igual que las distintas clases de los acreedores. Pero solo para lo malo, para ser arrastrados, no para lo bueno, para poder arrastrar, precisamente porque no son una clase, aunque estén en el dinero, por quedar un hipotético remanente tras una valoración de la deudora como empresa en funcionamiento. El plan no depende de ese pronunciamiento, solo la deriva posterior que pueda tomar la homologación y la impugnación del auto, pero el plan podrá seguir adelante sin o contra la decisión de la junta.
Por otro lado, excepto por las especialidades respecto de la formación de la voluntad social, “cualquier operación societaria que prevea el plan deberá ajustarse a la legislación societaria aplicable” (art. 631 TRLC). Pero esas especialidades solo se aplican al plan sujeto a homologación, cualquiera que sea la razón por la cual se solicite, que no ha de ser necesariamente el arrastre de los socios, pues éste no tiene lugar cuando la junta aprueba el plan por mayoría. En ese caso el arrastre es societario, no precisa de la homologación. Pero sí para la aplicación de esas reglas especiales. No será necesaria para obligar al disidente, pero sí para que se obligue de esa manera. Homologado el plan, y ante el riesgo de que la actitud obstruccionista de los socios lleve a que no se adopten los acuerdos instrumentales necesarios para su ejecución, el administrador de la sociedad y, si no lo hiciere, quien designe el juez a propuesta de cualquier acreedor legitimado, tendrá las facultades precisas para llevar a cabo los actos necesarios para su ejecución. Aunque solo se menciona expresamente a las modificaciones estatutarias, entiendo que ahora la regla también podrá aplicarse a las modificaciones estructurales.
El arrollamiento de la normativa societaria alcanza su punto cimero con el arrastre de los socios, así que, a partir de aquí, toca descender a temas menos vistosos donde simplemente se entrecruzan ambas normativas por solapamiento de los supuestos de hecho, como ocurre, sobre todo, con ocasión de la disolución/liquidación de la sociedad. La disolución no es alternativa al concurso, pero cabe plantear la cuestión al revés, es decir, si puede suponer, hasta cierto punto, un cumplimento por equivalencia del otro deber de disolver la sociedad, al menos para desactivar ciertas consecuencias asociadas a un incumplimiento del deber formal de conseguir la declaración de aquélla. Esa equivalencia se ha querido por el legislador y está abierta a todas las formas de insolvencia relevantes, así actual, como inminente o meramente probable, pues el administrador no estará obligado a convocar la junta en el plazo de dos meses desde la concurrencia de la causa de disolución, si dentro de ese plazo hubiera solicitado en debida forma la declaración de concurso o comunicado al juez la existencia de negociaciones con los acreedores para alcanzar un plan de reestructuración.

“Con la perspectiva de esta importante novedad se acomete una reflexión global de las relaciones entre el derecho concursal/preconcursal, el societario y el registral, centrada en los aspectos orgánicos y competenciales”

En cuanto a la exigencia de que lo sea en debida forma plantea otra vez el tema de la competencia del administrador para acometer cualquiera de esas iniciativas, por sí solo o con el respaldo de un acuerdo de la junta. No parece necesario, y así se confirma con la reforma en 2022 de la LSC, pues la redacción anterior contemplaba que el administrador sometiera a la decisión de la junta la solicitud de concurso, como alternativa al acuerdo de disolución, circunstancia que hizo pensar a algunos que era necesario aquel acuerdo, al menos cuando la insolvencia solo fuera inminente. Pero en su nueva versión esos preceptos ya no mencionan aquellas alternativas como contenido del posible acuerdo de la junta.
Pero conviene discriminar las distintas obligaciones involucradas. El incumplimiento del deber de solicitar la declaración de concurso asocia consecuencias negativas, especialmente en relación con la calificación del concurso como culpable y la posible responsabilidad de los administradores por el déficit concursal. Pero en la LSC los incumplimientos vinculan otra responsabilidad especial y distinta. Para la LSC el deber es el de convocar una junta o instar subsidiariamente la disolución judicial, sin perjuicio de que el concurso sea una forma de cumplimiento alternativo de los mandatos de la ley societaria, pero solo si se hace en el plazo de ésta, no en el concursal. No existe un deber de solicitar el concurso con las consecuencias sancionadoras previstas en la LSC, y mucho menos como supuesto autónomo de la disolución. Un cumplimiento tardío de la obligación societaria, o de su equivalente concursal/preconcursal, no libera totalmente al administrador de responsabilidad, sin perjuicio de que, durante la tramitación del concurso, quede en suspenso esa reclamación, pero susceptible de reactivación tan pronto concluya. Esa latencia de una responsabilidad por deudas, que simplemente permanece acechante a la espera de que el concurso concluya, ni siquiera se vería afectada por la falta de iniciativa del acreedor interesado que, en un supuesto de declaración de concurso sin masa, dejara pasar la oportunidad de pedir el nombramiento de una administración concursal para que presente informe sobre la existencia de indicios suficientes para el ejercicio de la acción social de responsabilidad, pues la responsabilidad por deudas no es un supuesto de acción social. Nadie le puede reprochar que vaya contra sus propios actos.
Por último, hay que referirse a lo que podríamos llamar la venganza del derecho societario, por la necesidad de regresar a él, no por el agotamiento del concurso, sino por su fracaso. Es el llamado “cierre en falso del concurso”, es decir, un concurso que ha fracasado, porque concluye sin haber completado la realización de todos los activos, y no lo ha hecho porque su monetización tampoco permitiría satisfacer los créditos contra la masa. En el ámbito judicial y registral se ha consolidado una nutrida doctrina al respecto, claramente alineada con la tesis de la llamada personalidad residual y la necesidad de llevar a cabo una liquidación societaria post-concursal, que hasta se considera susceptible de reflejo registral. Pero la reforma por la Ley de 2022 aparentemente ha cambiado los términos en que se planteaba el problema. Para los supuestos de conclusión del concurso por finalización de la liquidación o por insuficiencia de la masa activa, el juez ya no ordena la extinción de la persona jurídica, ni siquiera una cancelación inmediata, sino que decreta un cierre de la hoja registral en dos actos, primero un cierre provisional, después, transcurrido un año sin que se haya producido la reapertura del concurso, un cierre definitivo que ya supone su cancelación.

“El arrollamiento de la normativa societaria alcanza su punto cimero con el arrastre de los socios, así que, a partir de aquí, toca descender a temas menos vistosos donde simplemente se entrecruzan ambas normativas por solapamiento”

La primera duda es cómo sale la sociedad del concurso, cuando no se hubiera llegado a la fase de liquidación (supuesto típico de concurso sin masa). Por analogía con lo previsto para la apertura de la liquidación, la conclusión del concurso habría de activar entonces una causa de disolución que opere de pleno derecho. De hecho, solo porque la sociedad ya ha quedado disuelta tiene sentido que se decrete un cierre del registro mercantil. Si saliera del concurso como sociedad activa, simplemente sujeta al elenco de posibles causas legales de disolución, carecería de todo sentido la clausura tabular. Pero para esto ya no necesitamos hablar de una personalidad jurídica residual, pues su personalidad será la propia de cualquier sociedad en liquidación, ya que no se ha declarado extinta por la ley.
La segunda duda se desdobla a su vez en dos. Si durante un año el cierre es provisional ¿son posibles algunos asientos, además de la reapertura del concurso? La respuesta ha de ser afirmativa, lógicamente no los asientos propios de una sociedad activa, pues está disuelta, pero sí los correspondientes a una liquidación societaria. Por otro lado, si pasado el año el registro se cierra definitivamente y la sociedad es cancelada ¿ya no son posibles nuevos asientos? Pues tampoco, de acuerdo con la doctrina registral que permite asientos posteriores a la cancelación, que sean compatibles con la situación de liquidación, la cual -quizá- no se haya podido completar en el plazo de un año. La paradoja final es que entonces los asientos admisibles antes y después del cierre definitivo en esencia serán los mismos, solo que en la segunda fase la sociedad ya habrá quedado cancelada, causando baja en la sección de denominaciones. Se hace más incómoda la liquidación, pero en absoluto imposible, ni se le priva de reflejo registral.
Pero el fracaso del concurso no admite paliativos. Justo cuando la insolvencia se revela más extrema, el derecho concursal retrocede y deja el campo al derecho societario, es decir, hay que aplicar los instrumentos previstos para liquidar sociedades solventes. Como se ha destacado con cierta gracia, no es que sea un fenómeno paralegal, casi es un fenómeno paranormal. Sobre cómo articular esa liquidación tan singular, dependerá mucho de cómo salga la sociedad del concurso, especialmente si se llegó o no a la fase de liquidación, por el cese del administrador/liquidador. En función de esto se habrá de construir/reconstruir el órgano de liquidación siguiendo las reglas ordinarias, aunque tampoco se han de excluir otras soluciones más flexibles que no siempre hagan necesario nombrar un liquidador, incluso cuando se pretenda la inscripción del acto de liquidación en el registro de la propiedad, siempre dependiendo de las circunstancias del caso concreto.

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