ENSXXI Nº 12
MARZO - ABRIL 2007
RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid
Los ciudadanos y las grandes empresas de servicios
Rey, señor y vasallo, constituyeron durante largos periodos de nuestra historia una relación triangular de indiscutible estabilidad, sin merma, por supuesto, de sus lógicas e inevitables tensiones internas. La base del triangulo siempre era la misma: la constituida por la relación señor-vasallo. El primero, reivindicando permanentemente su poder, y el segundo, luchando por zafarse de él. El rey, preocupado sólo por el propio, en unas ocasiones se apoyaba en los nobles y dejaba hacer, y en otras, cuando el contrapeso era necesario o conveniente, en los campesinos y en los incipientes burgueses.
Al que le sorprenda leer el título de este artículo, que presupone -nada menos- que una de las características fundamentales del Antiguo Régimen pervive todavía entre nosotros, habría que recomendarle la lectura del clásico de nuestro compañero Joaquín Costa (Oligarquía y Caciquismo como forma actual de gobierno en España), obra imprescindible para entender la España del siglo XX, e implacable destructor de ese mito de que la Constitución política de un pueblo está escrita en sus leyes con independencia de la verdadera, la que vive en sus relaciones económicas y sociales. Hoy en día, rey, señor y vasallo, han sido sustituidos por políticos en el gobierno, grandes empresas de servicios y consumidores, pero el triángulo se mantiene con sorprendente vitalidad, a la espera de un nuevo Sieyès que remede la frasecita de turno: los consumidores lo son todo, pero aunque en realidad no son nada, quisieran ser simplemente algo.
Si bien el mal es universal, nuestro país constituye un ejemplo perfecto de cómo se desenvuelve esta relación en la actualidad y del elevado precio que por ello paga el consumidor. Es, además, un fenómeno absolutamente impermeable a la supuesta ideología que manifieste defender el político de turno porque, con absoluta prioridad al establecimiento de una sociedad “justa” (cualquiera que sea la forma en que esa justicia se entienda) está la conservación del poder y la defensa de los propios intereses.
"El poder público bastante ocupado se encuentra en ver quién manda por fin en las grandes empresas y en mantener su red de influencias como para andar preocupándose por los consumidores"
Al PP le cupo el privilegio de estar en el Gobierno cuando algunas de las más importantes empresas públicas, tanto por exigencias de la Unión Europea como por la propia racionalidad del sistema, fueron forzadas a iniciar el camino de la privatización. Los “amigos de González” fueron convenientemente sustituidos por “los amigos de Aznar” (o de Rato). Era, hasta cierto punto, algo completamente previsible. Incluso algunos de ellos (otros manifiestamente no) se revelaron como buenos gestores, dignos de la confianza que en ellos se depositó. Pero, y con ello entramos en el meollo del asunto, un buen gestor de una empresa privada es el que hace ganar dinero a su compañía, por encima de cualquier otra consideración, y si se trata de la privatización de una empresa en posición monopolística (como era la regla) sin previa adaptación del correspondiente sector a una competencia real, se produce la extraña paradoja para una economía liberal de que cuanto mejor es el gestor más roba a los consumidores.
La frase anterior justifica por si sola que en este artículo no se mencione por su nombre a ninguna gran empresa de servicios, entendiendo que el lector sabrá completar la ausencia sin ninguna dificultad basándose en sus penosas experiencias personales (lo que, por cierto, le convertirá en el único responsable en caso de reclamación por daños al “honor” o, incluso, de una posible imputación penal). Y no es ninguna broma, porque la gran empresa sabe hacer sentir su poder, como han sabido hacer los señores desde siempre. El señor disponía de esbirros a su servicio, dispuestos a “informar” al vasallo del coste que para él podía suponer defender su derecho. Los nuevos señores disponen de importantes despachos de abogados, para los cuales conservar “la cuenta” del señor es objetivo prioritario. El consumidor, si quiere luchar por el derecho, debe invertir tiempo y dinero, cosa que normalmente no tiene (puede tener tiempo o tener dinero, pero si tiene las dos cosas es rentista o una gran empresa “ex” monopolio). Los señores saben utilizar los entresijos del sistema en su beneficio. Si algún inocente consumidor se ilusiona con su blanca armadura y se lanza al campo del honor (hoy los Tribunales) el señor sabe como esperarle. Luchará fieramente en primera instancia y si pese a su corte de abogados la injusticia es tan manifiesta que los jueces le desautorizan, no recurrirá –para evitar la publicidad que implica perder en la Audiencia o en el Supremo- pero impugnará los honorarios del abogado del demandante hasta el final, para desincentivar a futuros ilusos.
"Es un fenómeno impermeable a la ideología que manifieste defender el político de turno porque, con absoluta prioridad al establecimiento de una sociedad “justa” está la conservación del poder y la defensa de los propios intereses"
Pero esto es sólo un detalle. Aunque cada sector tiene sus peculiaridades, lo relevante es que las grandes empresas de servicios han ido recuperando poco a poco prerrogativas del poder público ya desparecidas por incompatibles con la democracia liberal. El famoso solve et repete -paga y después reclama- por ejemplo. El sufrido consumidor puede recurrir la factura abusiva, faltaría más, pero por el momento lo mejor es que la pague, so pena de quedarse sin suministro y verse obligado a comunicarse con tam tam o bañar a los niños con agua fría. O la muerte civil, interdicción o incluso destierro, pues pobre aquel que por adeudar unos pocos euros a una gran empresa de servicios, normalmente a consecuencia de abusos tales como la obligación de darse de baja “administrativamente” en determinados plazos, es “calificado” como moroso e incorporado a unas oscuras listas cuya normativa desconoce y donde permanecerá para siempre privado de sus más elementales derechos de consumidor y usuario. Mas le valía haber muerto, pues nada puede ser peor que vagar por la ciudad sin crédito, sin tarjetas, eternamente vinculado a sus proveedores actuales -sin ni siquiera contar con la posibilidad de ese humilde derecho al pataleo que es el cambio de señor- abandonado a la caridad de los usureros profesionales.
"El señor tenía esbirros dispuestos a “informar” al vasallo del coste que para él podía suponer defender su derecho. Los nuevos señores disponen de importantes despachos de abogados. El consumidor, si quiere luchar por el derecho, debe invertir tiempo y dinero, que normalmente no tiene"
Quizá -podría pensar algún súbdito todavía no desengañado- sería posible recurrir al poder público. Pues bien, perded toda esperanza, porque el poder público no está para eso. Bastante ocupado se encuentra en ver quién manda por fin en las grandes empresas y en mantener su red de influencias como para andar preocupándose por los consumidores. Es verdad que exige un mínimo decoro, que las empresas normalmente cumplen en forma de oficinas de atención al cliente, alguna de las cuales por su carácter surrealista merecería un artículo aparte. El poder se aprovecha, por supuesto, de nuestra ingenuidad e ignorancia, intentando convencernos de que una empresa catalana tratará a los consumidores mejor que una alemana, aunque a la postre parece que el que sea italiana tampoco es tan malo. Desengañémonos, las restricciones políticas a las adquisiciones transfronterizas no tienen nada que ver con los intereses de los vasallos, sino con la capacidad de influencia sobre los señores de los gobernantes de cada país, en su beneficio, naturalmente. Como es sabido, cuanto más lejos se encuentre el señor menos influenciable se vuelve. Y si tiene otro rey, ni te cuento.
La situación de impunidad es tal, que el abuso se expande como el gas. Cada vez mayor número de grandes empresas –y no solo las recientemente privatizadas- ratifican como verdadero el aserto de Adam Smith: “cuando se reúnen dos o más empresarios, estad seguros que conspiran para subir los precios en perjuicio de los consumidores”. Cada vez en más sectores, de distintas maneras y en perjuicio no sólo de los consumidores sino también de sus pequeños accionistas. Las ingentes cantidades de dinero obtenidas de esta irregular manera se utilizan para diseñar y ejecutar operaciones bursátiles, frecuentemente especulativas, a la manera de justas reservadas para señores, mientras que el servicio a los consumidores se subcontrata a empresas que subcontratan a su vez, en una espiral de márgenes crecientes y servicio miserable.
El problema se agrava cuando comprobamos que la peste es de tal calibre que ha llegado a afectar hasta a quien menos debería, como a alguna pretendida asociación de defensa de los derechos de los consumidores -que en la práctica funciona como banda mafiosa en beneficio de sus dirigentes (una suerte de Robin Hood que roba a los ricos pero sin dar el dinero a los pobres)- e incluso a servicios públicos puros que deberían ser gestionados por funcionarios públicos puros pero que en realidad lo son por eficaces manos privadas.
La solución no es sencilla. El recurso a las barricadas parece –por el momento- prematuro. Pero debemos convencernos de que cualquier posible solución pasa por nosotros mismos, por no permitir los abusos, por reclamar, recurrir, protestar, boicotear si hace falta. Como en la Edad Media, la revuelta de los vasallos contra los señores será la única forma de que el rey les llame a capítulo.