ENSXXI Nº 12
MARZO - ABRIL 2007
JUERGEN B. DONGES
Catedrático de Economía en la Universidad de Köln
Los grandes retos.
La economía europea tiene que asumir el reto de la competitividad en un entorno que está cambiando fundamentalmente en cuatro frentes. En primer lugar, tenemos el despliegue imparable de las tecnologías de la información y comunicación (TIC). Estas tecnologías son de corte transversal y penetran prácticamente todo el tejido productivo de las economías europeas, desde el sector primario al terciario. Han causado un descenso espectacular y nunca visto de los costes de transacción económica.
Las consecuencias ya se aprecian en forma de nuevos métodos de gestión, producción y organización del trabajo en las empresas (descentralización), nuevos caminos para el comercio interior y exterior (intercambios vía Internet) o nuevas formas de especialización espacial, tanto en la producción (fragmentando internacionalmente la cadena de valor) como para las actividades de innovación y desarrollo. Este proceso es irreversible. Es toda una fuente de oportunidades para emprender nuevas actividades, crear más empleo y generar riqueza en la sociedad.
En segundo lugar, son notorios los avances de grandes países emergentes (China, India, Brasil) como exportadores de bienes y servicios, más Rusia como proveedor de energía. Los llamados países BRICs ya contribuyen casi tanto al crecimiento del producto global como Estados Unidos. Estos avances traen consigo una división internacional del trabajo más profunda, con sol y sombra para Europa. Por un lado, Europa se beneficia en todas aquellas áreas en los que está dotada con ventajas comparativas derivadas de la disponibilidad de capital humano y capacidad de innovación tecnológica (bienes de equipo sofisticados, tecnología medioambiental exigente, automóviles de alta calidad, productos químicos, farmacéuticos de punta, servicios financieros suficientemente diferenciados, etc.).
"El quid de las políticas tecnológicas está en que ningún organismo público dispone de una sabiduría especial para detectar proyectos con futuro. Decía Von Hayek que el futuro es incierto, que el proceso económico y tecnológico está en contínua evolución debido a las decisiones de millones de individuos"
El acceso de sus empresas a mercados grandes y dinámicos constituye un importante soporte al crecimiento y el empleo en la Unión. Por otro lado, las producciones europeas intensivas en mano de obra (textiles y similares) pierden cuota de mercado, tanto en el interior como en el exterior, y la presión sobre los salarios domésticos y la viabilidad de los empleos es enorme, particularmente en el sector de la mano de obra menos cualificada. Así como están las cosas, concretamente los diferenciales respecto de la oferta de trabajo y los costes laborales, Europa no puede competir con China en este ámbito, aunque China apreciara el tipo de cambio de su moneda, que de un tiempo a esta parte está muy infravalorada (lo que casaría con los criterios de la asignación eficiente de los recursos), y aunque ese país renunciara a toda esa piratería de productos que descaradamente exhibe (como está mandado por las reglas de la OMC).
En tercer lugar, la preservación y mejora del ambiente natural es percibida por los europeos como ingredientes clave para una buena calidad de vida, además de ser indispensables para un desarrollo económico sostenible a largo plazo. Por ello, los gobiernos nacionales y la Comisión Europea homologan, bajo criterios medioambientales, sus diversos planteamientos de política económica. El caso que más atención pública acapara es el Protocolo de Kioto, que entró en vigor en 2005; este acuerdo internacional tiene por objeto limitar las emisiones a la atmósfera de dióxido de carbono y otros gases contaminantes con el fin de frenar el proceso de recalentamiento global. La UE ya se había comprometido a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 8% hasta 2012 y ayer el Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno han acordado una reducción adicional del 12% hasta 2020 (todo sobre la cuantía de 1990).
Este y otros objetivos ecológicos acarrean, claro está, un coste que es de doble naturaleza: el coste financiero (para los usuarios de bienes medioambientales como son el agua o la energía), por un lado, y el coste económico (resultado de la necesaria asignación de recursos para el cumplimiento de los objetivos), por el otro. El crecimiento económico no es incompatible con la protección medioambiental, como algunos afirman, pero una cierta merma de productividad es inevitable, debido a la ley económica de la escasez de los recursos. Este efecto se podrá reducir en la medida en la que los países europeos consigan optimizar el uso del medio ambiente.
En el sector eléctrico, que es básico para la actividad económica, esto significa incrementar, mediante tecnologías adecuadas, la eficiencia energética en la agricultura, la industria, los transportes y los consumidores finales; en ello tendrán una incidencia significativa las llamadas tecnologías de producción limpias, como la eólica, la solar, la de bio-carburantes, la nuclear y la hidráulica, tanto en las operadoras en el sector eléctrico como en las empresas de gran consumo de energía.
"Si en la economía del euro existiera un grado de felixibilidad como el que se da en la economía norteamericana, la senda del crecimiento mostraría una curva ascendente mucho más acusada. El insatisfactorio perfil económico de la Eurozona nada tiene que ver con la política monetaria del BCE"
En cuarto lugar, los países europeos están inmersos en el cambio demográfico. La población nativa disminuye y envejece. Hasta el año 2050 la población activa europea podría disminuir en casi 50 millones de personas. Este reto demográfico amenaza directamente la sostenibilidad futura de la Seguridad Social de las pensiones contributivas y de la sanidad pública dentro del sistema de reparto vigente; por cada persona jubilada habría sólo dos personas activas (hoy son cuatro). Además, el potencial de crecimiento económico podría reducirse sensiblemente; según estimaciones recientes del Instituto de Demografía de la Academia Austriaca de las Ciencias, en un estudio realizado por encargo de la Comisión Europea, la tasa de variación de la producción podría alinearse a largo plazo con la tasa con la que crecerá la población en la UE-27 (el 1% anual), si no reaccionamos de forma adecuada, es decir, incrementando la productividad de los factores en las economías.
Las dos caras de la competitividad.
Evidentemente, la mejor forma para poder adecuarse con flexibilidad y eficacia a estos cambios es siendo internacionalmente competitivo. Tienen que tener las empresas capacidad de competir frente al resto las empresas y tienen que tener competitividad las economías en su conjunto. Por consiguiente, el concepto de la competitividad incorpora dos significados y dos implicaciones para las políticas económicas.
Por un lado, nos referimos a la competitividad precio de los bienes y servicios ofrecidos. Entonces el análisis se centra ex ante en la evolución de los diferenciales de los precios de producción, los costes laborales unitarios y el tipo de cambio real. El resultado se refleja ex post en las cuotas de mercado de las exportaciones y en el saldo de la balanza comercial (habida cuenta de que sobre este saldo pueden influir también otros factores que no tienen que ver con la competitividad empresarial, como lo son unas variaciones notables del precio de petróleo o las fluctuaciones de la demanda exterior e interior).
La competitividad precio es el concepto que más se utiliza, puesto que aparte de que se puede medir razonablemente bien permite ilustrar cómo empresas con precios de venta comparativamente elevados pueden ser competitivas en los mercados mundiales si, a su vez, son innovadoras con productos de calidad, alto contenido tecnológico y buenos atributos medioambientales.
Ahora bien, el que en los estudios y debates correspondientes haya una tendencia a concentrarse en este concepto no es bueno. Pues se simplifica demasiado la naturaleza actual de la concurrencia en la economía europea y mundial. Y es que, por otro lado, tenemos la competitividad no precio de una economía nacional, la llamada competitividad locacional.
"Puede coexistir la competitividad precio del sector empresarial con la falta de competitividad locacional de la economía. A la larga, las empresas no son inmunes a las caracterísiticas locacionales del país en el que están asentadas. Las estrategías empresariales serán otras cuando hay competitividad locacional"
La globalización y las TIC han intensificado la pugna entre los distintos países de la UE y el resto del mundo por captar los factores de producción que son internacionalmente móviles, en particular, capitales (ahorros) y personal cualificado (cerebros) -tanto los factores propios como los foráneos-. La clave está en la capacidad de competir como economía nacional en el mercado de los factores productivos, que es otra cosa que la de competir como empresa en los mercados de bienes y servicios. Ahora el protagonismo le corresponde a los gobiernos.
El análisis se centra en los determinantes de las ventajas locacionales de una país para la inversión en capital fijo, la producción, el trabajo y la investigación en comparación con las que reinan en otros países (se trata, en principio, de un fenómeno muy similar al que se da dentro de un país a modo de la competencia interregional por atraer empresas). Entre los principales determinantes ex ante hay que destacar los siguientes: un marco regulatorio abierto para que puedan proliferar las iniciativas privadas y la creación de nuevas empresas, una suficiente flexibilidad de la normativa laboral en el mercado de trabajo, un nivel efectivo de la imposición tributaria sobre los rendimientos de capital acorde con los estándares internacionales, instituciones financieras eficientes, la dotación adecuada de infraestructuras (de transporte, telecomunicaciones, energía, suministro de agua) con efectos positivos sobre la rentabilidad del capital privado, un sistema educativo propicio para la generación de capital humano (desde la enseñanza escolar hasta las universidades), unas instituciones administrativas y judiciales que actúan con eficacia, y el marco de confianza y credibilidad de la política en general.
Estos determinantes están interrelacionados entre sí, no se pueden sustituir unos por otros. De ahí que el análisis empírico se convierta en una tarea muy compleja, máxime cuando las variables correspondientes son difícilmente cuantificables (a diferencia del concepto de la competitividad precio, mencionado arriba). Por ello, es conveniente buscar una aproximación a estos determinantes a partir del potencial de crecimiento de la producción y de la capacidad de crear empleo de forma sostenible. Cuanto mejores sean las características locacionales, tanto mayor será en el país correspondiente el dinamismo económico a medio plazo -con unas rentas per cápita comparativamente altas y unos niveles de paro laboral relativamente bajos-.
La competitividad locacional, siempre a examen comparado.
Cada economía nacional se tiene que comparar respecto de los determinantes locacionales con las demás economías que también buscan los factores productivos móviles (en jerga inglesa: system competition). El entender este aspecto de comparación es muy importante, tanto para no caer en la ilusión de que todo marcha bien, porque las exportaciones aumentan mucho (casos Alemania o Francia), como para no cejar en los esfuerzos por incentivar los procesos de ahorro, inversión, asunción de riesgo, innovación tecnológica y trabajo que necesita el progreso económico y social (casos Finlandia o Irlanda).
Un país puede perder competitividad internacional en los mercados de los factores productivos aunque el propio sistema locacional no haya empeorado en el tiempo, si es que otros países han mejorado el suyo; e incluso acciones gubernamentales por adecuar el sistema locacional a los nuevos retos del entorno, como el acometer las famosas reformas estructurales tan debatidas en la actualidad en muchos países europeos, no tienen por qué conducir a una ganancia de competitividad, si en otros países los procesos son más contundentes y coherentes y despliegan un mayor atractivo para los factores productivos móviles.
Es como en el deporte: para ganar en una competición (mundial de fútbol o de balonmano, pruebas de atletismo o natación, saltos de esquí, el Rally París-Dakar) no sirve el haber mantenido la forma de cuando se consiguió la última victoria, sino hubo que entrenarse lo suficiente como para marcar diferencias frente a los rivales (antiguos y nuevos). Esto es tan obvio que sorprende el sesgo unilateral con el que se aborda en los debates políticos y en los medios de información el tema de la competitividad.
En Alemania, por ejemplo, es habitual para muchos políticos de primera fila el congratularse ante la opinión pública por los éxitos que se obtienen en la exportación de productos. Como es sabido, las exportaciones alemanas vienen creciendo en los últimos tiempos a un ritmo notable en términos reales (al 6,5% anual en el período 2000-05). La cuota de mercado mundial es la más elevada entre los países industriales (cerca del 10%). Las principales aportaciones provienen de la industria del automóvil, la de bienes de equipo, la electrónica y la químico-farmacéutica. La balanza de pagos por cuenta corriente registra un superávit en el orden del 4%.
"Alemania acumula pérdidas de competitividad locacional. Desde hace años, el crecimiento del potencial de producción es muy lento (el más bajo de Europa) y la tasa de paro es persistentemente alta, afectando a más de cuatro millones de personas sin empleo regular"
Para caracterizar este comportamiento, a primera vista tan benigno, los responsables políticos alemanes han acuñado el término de “campeón mundial de la exportación”, en vista de lo cual les parece un despropósito que los economistas digamos que el país estaba acumulando pérdidas de competitividad locacional. Las señales son inequívocas: desde hace años, el crecimiento del potencial de producción es muy lento (apenas supera el 1% anual, el más bajo de Europa) y la tasa de paro laboral es persistentemente alta (aproximadamente el 10%, afectando a más de cuatro millones de personas sin empleo regular, de los cuales casi un 40% está expulsado del mercado laboral un año o más).
¿Estamos ante una paradoja? Pienso que no si interpretamos el concepto de la competitividad en la manera adecuada, es decir, con el enfoque analíticamente amplio expresado arriba. Entonces nos encontramos con el diagnóstico, revelado en numerosos estudios, de que las empresas alemanas han hecho lo que tenían que hacer para ser competitivas en los mercados mundiales, mientras que los sucesivos gobiernos federales (ya en la época de Kohl) más bien han sido reacios a adoptar las medidas necesarias para crear y afianzar ventajas locacionales para el país frente a sus más directos competidores.
Muchas empresas alemanas han puesto en marcha amplios programas de reestructuración interna para consolidar balances, han reducido plantillas para ahorrar en costes laborales y han trasladado parte de la producción a otros países (Este europeo, Asia) para hacer más eficiente la cadena de valor. Hoy en día, las exportaciones alemanas tienen un contenido de inputs importados considerable (un 40% en promedio; en el Porsche Cayenne es el 80%). Es verdad que con ello las empresas han “exportado” puestos de trabajo (los que ya no eran rentables); pero también es verdad que se ha “importado” competitividad (lo que mejora las perspectivas generales de empleo en el país).
Además, las numerosas empresas han intensificado sus actividades de investigación y desarrollo para innovar en productos y procesos. Todo ello ha ayudado a defender y mejorar posiciones de mercado, máxime en un contexto de una economía mundial boyante, como la que vivimos desde un tiempo a esta parte, y gracias a la habitualmente baja tasa de inflación en Alemania (alrededor del 1,5% anual desde 2000) que ha supuesto una devaluación implícita del euro en términos reales frente a países, como España, con tasas de inflación más elevadas.
En contraposición a lo ocurrido con el sector exportador de mercancías, los movimientos de capital en inversiones directas arrojan un saldo negativo. Esto se debe a que existe una brecha de inversión en Alemania en el sentido de que no se realizan todos los proyectos que en principio parecen oportunos, por ejemplo para crear varios millones de nuevos empleos, relanzar la convergencia real de la parte oriental del país con la occidental, arreglar y modernizar infraestructuras o avanzar en la protección medioambiental. Las familias alemanas, que tradicionalmente son muy propensas al ahorro (con una tasa anual en torno al 10% de la renta disponible), llevan una parte de sus ahorros al extranjero, donde la rentabilidad les parece más elevada, por ejemplo a Estados Unidos.
Los norteamericanos adquieren de este modo un mayor poder adquisitivo, lo que traducen en importaciones de bienes adicionales, entre ellas también de productos alemanes (nuestras exportaciones). Como ya explicaba el célebre economista austríaco, Egon von Böhm-Bawerk, hace casi un siglo, la balanza de capitales gobierna la balanza comercial (y no al revés, como piensan todos aquellos que dicen de un país con déficit en la balanza corriente que éste “tiene que financiar” ese déficit mediante la importación de capitales). Primero tienen lugar -a nivel microeconómico- las decisiones de millones de ciudadanos y empresas sobre cuánto ahorrar y dónde, y posteriormente los perceptores de ahorros foráneos deciden qué hacer con estos ahorros, destinarlos al consumo de bienes y servicios internos o al de productos importados.
Dicho de otra manera: Puede coexistir la competitividad precio del sector empresarial con la falta de competitividad locacional de la economía. A la larga, claro está, las empresas no son inmunes a las características locacionales del país en el que están asentadas. Ante una fortaleza locacional, las estrategias empresariales serán otras que las que se configuran cuando persisten deficiencias locacionales. En el primer caso, las estrategias serán más de tipo schumpeteriano que en el segundo, en el que dominarán los comportamientos keynesianos; en el primer caso, las empresas se acomodarán mejor a la competencia en los mercados que en el segundo, en el que buscarán protección y ayudas estatales; en el primer caso, la internacionalización de la empresa es el resultado de una visión positiva sobre el futuro e implica una mejora de la eficiencia en la asignación del factor capital, mientras que en el segundo caso el comportamiento empresarial es defensivo y la utilización de los recursos ni es óptima.
El retraso competitivo europeo.
Sabemos que la Unión Europea, y la Zona Euro, no constituye una área de competitividad homogénea, ni en lo positivo, ni en lo negativo. En el ranking de competitividad que elabora el World Economic Forum (evaluando a 125 países), las diferencias entre los países europeos son significativas. Según el reciente Informe 2006-2007, los países más competitivos son Finlandia, Suecia y Dinamarca (en este orden) que incluso van por delante de Estados Unidos. Las posiciones de cola las ocupan Italia, Grecia y Polonia (España figura en el lugar número 13 entre los países de la UE-27 y en el número 10 dentro de la unión monetaria). En este ránking se refleja, en buena parte, la eficacia comparativa de las políticas económicas nacionales a la hora de proveer y afianzar un sistema de características locacionales que apoya el desarrollo de las empresas y el progreso tecnológico en el país – o de no hacerlo.
Constatada la divergencia intracomunitaria, surge un cierto desasosiego con respecto a la Eurozona, al registrar su incapacidad de ponerse al nivel de la dinámica económica que exhibe Estados Unidos. Los indicadores más representativos indican que (i) el potencial de crecimiento económico en la Zona Euro es modesto (alrededor del 2% anual) en comparación con Estados Unidos (3,5%), (ii) la tasa natural o persistente de desempleo (NAIRU) es relativamente alta (7,5% frente a un 4,5%), (iii) la tasa de actividad de las personas en el mercado de trabajo es más baja (en total se sitúa en el 70% frente al 75%, para los jóvenes menores de 25 años es del 44% frente al 61%), y (iv) el nivel de productividad es bastante inferior (en torno al 25%, medido a través del PIB per cápita, o en el orden del 10%, respecto de la productividad aparente del factor trabajo).
Todo esto no tendría porqué ser así, puesto que la Eurozona no contrasta negativamente con Estados Unidos en cuanto a la dotación con empresarios, trabajadores, infraestructuras y centros de investigación se refiere, aparte de disponer también de un orden judicial eficaz y de un sistema político estable. Pero el marco regulatorio es en nuestras latitudes comparativamente rígido y poco favorable al desarrollo de la actividad económica. Demasiados intervencionismos públicos entorpecen y distorsionan la competencia, generan costes innecesarios y desincentivan la toma de riesgos por parte de los agentes privados. La rigidez de los mercados laborales impide que crezcan la productividad y el empleo a la vez; además, obstruye el mecanismo de ajuste ante perturbaciones asimétricas, por lo que la Eurozona no acaba de convertirse en una área monetaria óptima.
Si en la economía del euro existiera un grado de flexibilidad como el que se da en la economía norteamericana, la senda del crecimiento mostraría una curva ascendente mucho más acusada, como revelan estudios empíricos. Es evidente, pues, que el insatisfactorio perfil económico de la Eurozona nada tiene que ver, ni con la política monetaria del Banco Central Europeo, ni con las reglas fiscales del Pacto europeo de Estabilidad, por mucho que algunos dirigentes políticos afirmen lo contrario. Tópicos keynesianos, como el que habría que impulsar a la economía europea mediante tipos de interés bajos y un gasto público expansivo, son populares, pero con ellos no se resuelve ni un sólo problema en el ámbito de la competitividad.
“La globalización y las TIC han intensificado pugna por captar los factores de producción que son internacionalmente móviles, en particular, capitales y personal cualificado. La clave está en la capacidad de competir como economía nacional en el mercado de los factores productivos”
En el año 2005, el Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno se ha comprometido a relanzar la célebre “Estrategia de Lisboa de reformas económicas y estructurales” (de marzo de 2000), tras tener que admitir que no se habían respetado los compromisos contraídos; el “Informe Kok”, de noviembre de 2004, fue todo una condena por negligencia. Por lo tanto, era laudable el propósito de contrarrestar estas tendencias y de dinamizar de una vez la economía europea: haciendo crecer en cada uno de los países miembros el PIB en un 3% al año (en términos reales), incrementando de modo sostenible la productividad de los factores y al mismo tiempo creando anualmente seis millones de empleos en el conjunto de las economías.
Todo ello debe basarse en un buen uso de las TIC. La dotación de recursos privados y públicos a las actividades de investigación, desarrollo e innovación (I+D+i) está proyectada a alcanzar al 3% del PIB comunitario hasta 2010 (actualmente, la media de la UE apenas llega al 2%, en España ni al 1%, mientras que los países nórdicos superan ya hoy el objetivo perseguido). Era bueno que se reconociera que ese objetivo sólo se podría lograr si en cada uno de los países miembros los gobiernos emprendieran las reformas estructurales pertinentes en el ámbito de su economía, sin excluir de antemano ninguno de los temas relevantes. Había que embarcarse en políticas de oferta.
Pero la realidad es otra. En numerosos países, los gobiernos o no profundizan suficientemente en las reformas estructurales, o avanzan sólo a paso de tortuga, o toman un camino que no promete ser exitoso. Lo que más lastra la competitividad en la Zona Euro es el exceso de regulación en el mercado laboral, la plétora de incentivos al ocio frente al trabajo, incluidas las muchas prejubilaciones y la elevada fiscalidad efectiva sobre la inversión empresarial, el ahorro y las rentas del trabajo.
Además, no son compatibles con los objetivos trazados por renovada Estrategia de Lisboa las nuevas formas de proteccionismo nacional a que son proclives diferentes gobiernos y que infringen el principio del mercado único. Los ejemplos más llamativos son: las restricciones a la libre circulación de trabajadores procedentes de los países de la ampliación (a instancia de Alemania y Austria), las limitaciones a la libertad de prestación de servicios profesionales en toda Europa (acordadas recientemente por el Parlamento Europeo) y las trabas al libre movimiento de capitales cuando afecta a sectores o empresas considerados “estratégicos” (en España, Francia e Italia el llamado patriotismo nacional tiene muchos partidarios, no sólo en el gobierno).
Política tecnológica, con prudencia.
En determinados países europeos, y en particular en Francia, se vende ahora la visión de abordar el reto de la competitividad a través de la promoción tecnológica y el fomento de industrias-punta por parte del Estado– los llamados “campeones” nacionales o europeos. Proclamas en pro de “campeones” les suenan bien al ciudadano de a pie. Si es aficionado al fútbol piensa en el entusiasmo que despierta la Champions League. Pero el análisis económico aconseja un máximo de prudencia. La experiencia demuestra que la política industrial, más que generar grandes proyectos con perspectivas de rentabilidad en el mercado, lo que ha hecho es despilfarrar recursos financieros y distorsionar la competencia.
El caso del Airbus, desde sus inicios en 1974, siempre les sirvió a los abogados de los champions de contraargumento, positivo; al fin y al cabo, la cuota de mercado mundial ha saltado de la nada al 50% actualmente. Los economistas éramos más escépticos, porque no estaba nada claro que las voluminosas subvenciones al fabricante aeronáutico europeo suponían el uso más eficiente de los impuestos recaudados. Y tampoco estaba seguro que el apoyo público garantizaría el buen desarrollo de la compañía, como estamos viendo desde que se lanzara el avión gigante A380 en abril de 2005. Es más, han reaparecido los proteccionismos nacionales, acompañados de serias desavenencias entre Francia y Alemania, cuyos gobiernos se oponían a que las medidas inevitables de reestructuración y saneamiento (del llamado plan “Power 8”) afectaran demasiado a las plantas de producción y a los empleos domésticos.
El quid de la cuestión de las políticas tecnológicas está en que ni la Comisión Europea, ni cualquier otro organismo de la administración pública europea o nacional disponen de una sabiduría especial para poder detectar proyectos con futuro. Ya lo decía el gran economista austriaco, Friedrich August von Hayek, Premio Nóbel de Economía en 1974, que el futuro siempre es incierto, que el proceso económico y tecnológico está en continua evolución debido a las decisiones de millones de individuos, y que pecaría de “arrogancia científica” quien pretenda desde las esferas estatales definir las industrias del futuro. Esto lo tienen que hacer las propias empresas mediante inversiones e innovaciones, asumiendo los riesgos, que son inevitables, y ponderándolos con los beneficios esperados, que pueden ser holgados.
Si los gobiernos quieren apoyar las actividades empresariales en I+D+i deberían actuar con arreglo a unos criterios claros. Los criterios indispensables son la eficiencia en la asignación de los factores productivos, la eficacia en cuanto al logro de los objetivos establecidos, la capacidad financiera en los presupuestos del Estado, y la limitación de los apoyos a un plazo señalado de antemano.
“El crecimiento económico no es incompatible con la protección medioambiental, pero una cierta merma de productividad es inevitable, debido a la ley económica de la escasez de los recursos. Este efecto se podrá reducir en la medida en la que los países europeos consigan optimizar el uso del medio ambiente”
Es conveniente darle prioridad a un apoyo público que sea ‘”indirecto” en vez de “directo”. Es decir, que esté orientado hacia la actividad empresarial en I+D+i en general y no vinculado a proyectos de innovación concretos.
Los políticos son proclives a la promoción directa porque quieren que la opinión pública les atribuya en su momento el éxito (en caso de un fracaso, claro está, prefieren que nadie se acuerde de su intervención). Pero la promoción directa adolece del grave problema de la información, al que se hizo referencia antes. Además, suele estar sesgada a favor de las grandes empresas que no son necesariamente las que tienen la mayor capacidad innovadora. A lo que hay que añadir que la promoción directa normalmente se hace en base de criterios técnicos, no económicos, con la consecuencia de que los ingenieros y técnicos pueden olvidarse de los costes y el Estado tiene que aportar más dinero de los contribuyentes de lo que estaba previsto, máxime cuando proyectos que salen fallidos no se abandonan enseguida por consideraciones de prestigio político. No nos llevemos a engaño: los anhelados champions tecnológico-industriales no van a nacer simplemente porque los políticos lo invoquen.
La promoción indirecta, por el contrario, le otorga a la empresa innovadora una ayuda financiera general (por ejemplo en forma de desgravaciones fiscales, amortizaciones aceleradas, subsidios parciales a la contratación del personal investigador), sin inmiscuirse en la actividad de I+D como tal. La ventaja de este enfoque es que es la iniciativa y la responsabilidad empresarial la que decide sobre las pautas innovadoras a emprender. Queda a cargo de cada empresa el decidir en qué medida quiere desarrollar ella sola un nuevo producto, o si quiere suplirse también de fuentes exteriores (licencias) o cooperar con otras compañías investigadoras (alianzas estratégicas en la fase precompetitiva) y con universidades (intercambio de conocimientos). De este modo, el coste presupuestario para el Estado puede mantenerse en una magnitud razonable. La competencia entre las empresas dedicadas a I+D funciona como un “proceso de descubrimiento” en el sentido hayekiano, lo que resuelve el problema de la información, y además pone en marcha un “proceso de destrucción productiva” (Schumpeter) y un “proceso de innovación continua” (Baumol), lo cual acelera la creación, difusión y aplicación de nuevos conocimientos tecnológicos en la economía.
Toda política de apoyo a la innovación tecnológica debe de ir acompañada de una política educativa que eleve de forma sostenida el nivel formativo de los ciudadanos. La buena calidad del capital humano es lo que, a la postre, contribuye esencialmente a sentar unas bases sólidas para encarrilar las actividades en I+D+i, propiciar el progreso tecnológico, permitir mejoras duraderas de la productividad total de los factores junto con un nivel alto de empleo y para fortalecer la competitividad internacional de las empresas y de las economías. Como explica la moderna teoría endógena del crecimiento económico, entre los factores productivos el capital humano es el de mayor relevancia a medio plazo. No quiero extenderme en este punto por falta de tiempo.
Pero sí he de subrayar que diversos países de la Unión Europea no han hecho todo el esfuerzo necesario en la formación adecuada de capital humano, como han relevado los diferentes estudios PISA de la OCDE. Nuestras universidades no ofrecen las posibilidades para la investigación como lo hacen las estadounidenses de elite. Por lo tanto, la reforma estructural del sistema educativo (desde la enseñanza escolar hasta las universidades, incluyendo el aprendizaje y la formación profesional permanente) ha de emprenderse con determinación y esmero, no sólo por la importancia del capital humano en el proceso de innovación, sino también porque los propios avances tecnológicos someten al sistema productivo a continuos cambios y plantean nuevas necesidades de cualificación profesional de las personas. Cuanto mejor preparada esté la población, sobre todo los jóvenes, tanto mayores serán su disposición y habilidad para reciclar sus conocimientos y adaptarlos a esas nuevas necesidades. La economía acusará mayores niveles de empleo y de productividad.