ENSXXI Nº 14
JULIO - AGOSTO 2007
JUAN CRUZ
Periodista
Cada vez que fui a ver a Guillermo Cabrera Infante y a Miriam Gómez, su mujer, en su casa del número 53 de Gloucester Road, en Londres, fue como si fuera a ver el mundo.
Ellos habían creado allí el mundo; un mundo autosuficiente, conformado por los libros y las películas, por la imaginación y por la realidad. En los primeros tiempos, cuando el escritor de Tres tristes tigres todavía sufría las consecuencias de un nervous breakdown, Guillermo recibía en un salón que tenían habilitado al fondo, junto a una ventana pineal que a él le hacía mucha gracia, y que era capaz de describir como si esa ventana también fuera el mundo.
En esa primera visita que le hice al santuario que constituía su casa Guillermo me recibió en ese salón, a las cuatro de la tarde; recuerdo del sitio la penumbra en la que estuvimos, y el silencio, roto alguna vez por Miriam, que venía, nerviosa y solícita, con un café para mí en la mano. Yo no les conocía hasta ese instante; les había llamado en el verano de 1972, y Miriam me dijo que era imposible, que Guillermo no me podría recibir. Yo era un chico canario, le dije, había quedado fascinado por Tres tristes tigres, y lo quería conocer. Imposible. Guillermo había estado llevando a un guión de cine la obra extraordinaria de Malcolm Lowry, Bajo el volcán, para John Huston.
Ese esfuerzo y el trauma que había sufrido desde que salió al exilio, en 1965, habían causado en Guillermo una crisis nerviosa de la que sólo se podía recuperar con electroshocks que le dejaron literalmente baldado.
"Tres tristes tigres había entrado en mi vida, y en la de muchos compañeros de mi generación, con una fuerza enorme y generosa; nos redescubrió el humor como materia de la novela, le dio curso a nuestro amor por el juego de palabras y abrió las compuertas de la narrativa en español para introducir por ellas el lenguaje cubano"
Dos años después, en 1974, cuando ya fui a instalarme a Londres por un año, les volví a llamar, y la insistencia debió conmover a Miriam, que me dio una cita para una tarde, a las cuatro de la tarde. Muchas veces paseé antes por el barrio de Guillermo, me bajé en el metro, compré periódicos en la zona, entré en librerías y en tiendas, con el propósito habitual de los aficionados a un escritor o a un cantante o aun músico: simplemente para verlo.
Luego ellos se reirían mucho de esa pasión con la que perseguí a Guillermo porque, por ejemplo, su claustrofobia le impedía ir en metro. Así que ese día que Miriam me dijo que fuera compré una botella de Tía María (¡él lo detestaba!) y me presenté, con media hora de adelanto, a la cita tan ansiada; deambulé media hora por los alrededores de la casa, hasta que se hizo el momento de tocar el timbre. Acudió Miriam, bellísima, sensual, locuaz y nerviosa; Guillermo no estaba aún en plena forma, pero ella ya consideraba que era capaz de sostener un encuentro más o menos informal con uno que lo quería. Y yo lo quería, claro que sí; Tres tristes tigres había entrado en mi vida, y en la de muchos compañeros de mi generación, con una fuerza enorme y generosa; nos redescubrió el humor como materia de la novela, le dio curso a nuestro amor por el juego de palabras, introdujo la música como capital necesario de la literatura, y abrió las compuertas de la narrativa en español para introducir por ellas el lenguaje cubano, que era una manera superior del castellano, era el castellano que incorporaba, por decirlo así, el canario y todos los idiomas que no eran exactamente el español de la Península.
Así que estar con Guillermo, allí, sentado en aquella sala casi insonorizada del Londres que ya no era el swinging London que él había ayudado a inventar, era un acontecimiento único en la historia aun casi adolescente del visitante.
Guillermo no se había recuperado aun; corría la leyenda de que, en ese estado, había recibido a un poeta andaluz, y le había pedido permiso para ir a vomitar. No sé si eso ocurrió alguna vez, pero lo cierto es que durante la hora en que estuvimos juntos casi no dijo nada, y yo me fui de aquella casa con un estado que mezclaba la excitación de haber estado con el escritor que más quería y la ansiedad de no saber si a él le pareció una lata tenerme allí hablando sin descanso de mi admiración y de lo que ésta se rodea cuando se expresa.
Fue la primera visita; luego nos escribimos con cierta frecuencia, y de vez en cuando volví a verle, hasta que ya nuestra amistad (la mía y la de mi familia) se hizo abierta y franca, y muy generosa por parte de ellos; comimos en su casa, salimos a comer, en algún momento me convertí en su editor, y siempre quise ser y fui su amigo.
"En algún momento de estos treinta años de encuentros, y de largas llamadas telefónicas, y de risas, y de bromas por su parte y por la mía, Guillermo y Miriam habilitaron el verdadero salón de la casa, al lado del paseo de Gloucester, casi abierto a la calle, lleno de grandes plantas verdes, y repleto de libros"
En algún momento de estos treinta años de encuentros, y de largas llamadas telefónicas, y de risas, y de bromas por su parte y por la mía, Guillermo y Miriam habilitaron el verdadero salón de la casa, al lado del paseo de Gloucester, casi abierto a la calle, lleno de grandes plantas verdes, y repleto de libros. Un día le preguntó su amigo Andy García:
--Maestro, ¿has leído todos esos libros?
Y el maestro le respondió:
--Sí, pero una sola vez.
Guillermo y Miriam eran dos fantásticos anfitriones; en aquella casa, en la que Miriam sigue siendo una presencia fabulosa, se respiraba literatura, humor y café; todo era posible, la imaginación y la realidad, en aquel ámbito. La información fluía, y el rumor también; y la felicidad. Creo que ese lugar, cuando ya Guillermo superó aquella enfermedad nerviosa que tanto dañó le causó mientras la tuvo, fue el sitio donde ellos dos, Miriam y Guillermo, crearon un mundo propio, en el que no importaban tanto el exilio o la lejanía, porque ellos fueron capaces de sentirse como si el mundo, el que querían, fuera con ellos.
Ahora que recuerdo ese sitio lo concibo como el mundo entero, y sumerjo mi memoria en él para sentirme feliz de poder recordarlo porque ellos nos ayudaron a vivirlo. Como si loestuviéramos leyendo.