ENSXXI Nº 17
ENERO - FEBRERO 2008
JUAN CRUZ
Periodista
Domingo Pérez Minik fue el hombre que no paró de leer. Nació en Tenerife en 1903, y murió también en la isla en 1989, su vida cruzó esos años del siglo en Canarias como un ejemplo de ciudadano preocupado por el porvenir de su época; atravesó las guerras, y siempre encontró la explicación de la mirada de los hombres en los libros que leyó. Su biblioteca fue el símbolo de un tiempo, y se conserva en la isla, aún dispersa en cajas, pero al menos sólida, disponible para que en el futuro él siga siendo ejemplo de lo que la cultura puede contra el silencio. Por eso lo traigo a estos perfiles, porque no es justo que se olviden figuras así, que tanto hicieron para que los demás supieran más.
Él fue el centro de la conjunción de tres generaciones, la de la República, la de la posguerra, y la de la democracia, en las islas. Esa conjunción produjo, en los setenta insulares, un encuentro cultural, una esperanza, de la que nos beneficiamos muchos, en la literatura, en el arte, en la discusión cultural.
Don Domingo fue autodidacta, aprendió francés por su cuenta, se hizo anglófilo, apoyó la creación de una gran revista moderna en Tenerife, Gaceta de arte, en la época del surrealismo, trabajó con su amigo el crítico Eduardo Westerdahl para organizar en Santa Cruz, con Andre Breton, la primera exposición internacional de los surrealistas en el mundo, luego sufrió cárcel en los prolegómenos de la guerra civil, y finalmente fue sometido a un exilio interior que él sobrellevó con una dignidad emocionante.
Domingo Pérez Minik. Sus discípulos le seguimos llamando don Domingo. No ejerció un magisterio literario, y su docencia se limitó, para sobrevivir en la penuria de la posguerra, a las clases de francés, que dio siempre con una gran fidelidad al país que inventó (¡parecía que para que él la cantara!) La marsellesa; su magisterio era vital, nunca le dijo a ninguno de nosotros, que éramos entonces muy jóvenes, qué debíamos leer, disponía en su casa libros y libros, los que recibía de las editoriales que le enviaban novedades, para que nosotros escogiéramos; lo único que quería era que leyéramos, ya tendríamos noción de qué era bueno y de qué era malo.
"Odió siempre a los seminaristas de la cultura, los que no pueden compaginar la buena vida con el trabajo intelectual. Era un hombre divertido y feliz, trabajaba hasta el mediodía con sus folios papel de cebolla, y luego abría su casa a sus amigos, escuchaba música, iba a los conciertos"
Sobrevivió enseñando, y trabajando de empleado en una gasolinera, pero tuvo dos empleos estratoféricos con los que cumplió como un forzado, en la revista Ínsula, para la que escribía artículos sobre la novela extranjera que se publicaba en España, y ahí descubrió a Samuel Beckett, a Gunter Grass, a los ingleses airados, a Frederick Dürrenmatt… Se carteó con Beckett y con Dürrenmatt, pero entre sus afectos el principal fue el de la amistad con todos, fue como Kim de la India, yo se lo decía, era como Kim de la India, el amigo del todo el mundo.
Escribía también, por recomendación de su amigo Guillermo de Torre, para La Nación de Buenos Aires. En ese periódico, al que debía gratitud porque había facilitado su supervivvencia, escribía sobre la actualidad literaria española, que seguía con una intensa atención desde Tenerife; compraba libros, los recibía de las editoriales, estaba atento a los medios de comunicación, compraba prensa peninsular, pero sobre todo nutría su información al día gracias a su suscripción a Le Monde.
Fue amigo y frecuentó a grandes novelistas de su tiempo, Camilo José Cela, Ignacio Aldecoa, y era amigo íntimo, un colega, de dramaturgos como Alfonso Sastre, Antonio Buero Vallejo o Carlos Muñiz. Los personajes del teatro que pasaban por Tenerife, como Nuria Espert o como el propio Sastre, tenían que ir a su casa, a recepciones que él organizaba con su acendrado gusto anglosajón. Eran encuentros en los que él disfrutaba como si el tiempo fuera eterno: nunca hubo un horario para cerrar su casa, su casa era la casa de sus amigos.
Era anglófilo de devoción, y francófilo de cultura; creía que el mejor sistema político (porque era un gran teórico de la política, la política era su pasión) era el inglés, con sus cámaras bien delimitadas e independientes, pero los propósitos de la vida tenían que estar animados por los supuestos sobre los que se edificó la Revolución Francesa. La dictadura supueso un golpe terrible para las ilsuiones de su tiempo, que se basaban en la cultura y en el progreso, en la democracia y en la discusón; el silencio que impuso el franquismo fue peor que el miedo. No sintió miedo, sintió asco, eso fue lo que sintió.
Su generación fue diezmada, y aunque él no albergaba el odio como consecuencia de su tristeza, se refería tan solo con desdén a la dictadura. Franco no era una palabra que saliera por su boca, su repugnancia era la única expresión de su desprecio.
En una sola ocasión vi que aquel hombre educado y olvidadizo de las ofensas le daba la espalda a un hombre corpulento y calvo, casi blanco de tan pálido, que avanzaba hacia él con la mano propicia al saludo; él le negó el saludo. Le dije: ¿Cómo, don Domingo, si usted nunca había hecho eso? “Ese hombre fue el fiscal que mandó a la muerte a mis amigos”. Y ya no dijo más.
Escribió muchos libros, sobre la literatura extranjera, sobre el teatro español, sobre la gente que conoció. Estaba muy orgulloso de su encuentro, antes de la guerra, con Bertrand Russell, en un hotel inglés del Puerto de la Cruz, en el norte de la isla. Incluyó esa conversación, en la que repasaron las perspectivas de la paz que tan pronto se truncaría, en un libro que tituló Entrada y salida de viajeros. Para él, Bertrand Russell representaba lo que debe ser un intelectual comprometido con la cultura, con la política y con la vida.
Odió siempre a los seminaristas de la cultura, los que no pueden compaginar la buena vida con la vida del pensamiento y el trabajo intelectual. Era un hombre divertido y feliz, trabajaba hasta el mediodía, con sus libros incesantes y con sus folios papel de cebolla, y luego abría su casa a sus amigos, los convidaba a whisky o a vino, escuchaba música, iba a los conciertos, viajaba una vez al año para airearse un poco, en España, en Europa… Hasta los últimos años de su vida hizo esos viajes como quien hace gimnasia. Años después de su muerte, casi veinte años después, los que le tratamos echamos de menos el aliento divertido y abierto con los que nos abrió a lo que dicen los libros y a lo que dice el silencio.