ENSXXI Nº 17
ENERO - FEBRERO 2008
PANORAMA/Los Libros por José Aristónico García
Han de pasar varias décadas para que Europa pueda asimilar la barbarie que supuso la 2ª guerra mundial librada en su territorio. Y han de pasar varias generaciones hasta que se encuentre la razón de que Alemania, el país más culto de la tierra, cayera en la abyección a que le condujo el gobierno de los nazis y la pasividad de casi todos los demás.
No dejan de editarse nuevos libros, muchos excelentes, desde biografías sobre los protagonistas, sobre Hitler, véase por todas la de Ian Kershaw, sobre Churchill, véase la de Roy Jenkins, o sobre Stalin, valga la de J. Jacques Marie; libros-documento como los de Beevor, memorias pasmosas como las de Leni Riefensthal o las de Albert Speers, realidades insospechadas como las que constatan los papeles del III Reich o los Archivos soviéticos recién abiertos; o los testimonios desgarrados de escritores centroeuropeos que sufrieron en sus carnes la barbarie, o los insuperables diarios de Victor Klemperer… Nada es suficiente. Por más que se hurgue, nada satisface la curiosidad y el asombro del mundo entero que sigue sin encontrar una explicación medianamente coherente a la furia desatada a mediados del siglo pasado sobre Europa que produjo la mayor convulsión, no exenta para mayor vergüenza de cierta dosis de idealismo estomagante y cultura desenfocada, de todos los tiempos.
"Ambos autores, Grossman y Littell, coinciden en lo esencial: la defensa de la libertad y los valores del hombre. Uno de forma explícita y el otro por exclusión indubitable. El fascismo y el hombre no pueden coexistir: la máquina totalitaria, el Estado de Partido, sea nazi, sea soviético, aniquila al individuo"
Hoy, al interminable catálogo de obras que tratan de explicarlo, hay que agregar dos nuevas obras, ambas excelentes, y que en muchos aspectos superan de tal modo a todas las anteriores que a pesar de su profusión nadie se atrevería a motejarlas con el deja vu.
“Vida y destino” está escrita por un ruso de ascendencia judía que actuó como corresponsal de guerra del Ejército soviético durante la 2ª guerra mundial. Presenció y vivió la batalla de Stalingrado y sobre las crónicas de esta sanguinaria acción bélica –más de seis millones de muertos-- ha creado una monumental obra escrita sobre pentagramas dramáticos que no alcanza, a pesar de lo que se ha dicho, niveles de epopeya porque el autor, mentalmente disidente y crítico del sistema, no quiere hacer épica con cantos a la victoria del ejército rojo, ni siquiera pretende poetizar a lo Tolstoi la idea de guerra del pueblo, ni ensalza como héroes a los que vencieron en aquella sórdida carnicería.
Lo que enhebra es una sarta de cantos dramáticos a la libertad y al individuo frente al yugo del totalitarismo y la opresión asfixiante del Estado-máquina, que le valió prohibiciones, persecuciones sin cuento y la condena al ostracismo desde que Kruschev lo descubrió. Los originales de estas crónicas, sagaces y espeluznantes a un tiempo, milagrosamente conservados durante décadas, produjeron un sombrío estremecimiento en toda la Europa literaria cuando fueron publicadas en el último cuarto del siglo pasado. La reciente edición de Galaxia–Gutenberg, cuidada y de traducción excelente, es una oportunidad inigualable para recrearse en la lectura de una obra grandiosa que, al tiempo que narra los atroces episodios de la batalla más feroz de la II Guerra mundial, deja entrever la pasión del autor por el humanismo de las gentes sencillas que poco pueden perder más que las cadenas, y que participan, solo en razón de un destino inexorable, en esta atroz catástrofe.
Tampoco es épico sino taimadamente provocador y transido de un obsceno sarcasmo el mensaje que se lee en los intersticios de otra excelente novela “Les bienveillantes”, “las benévolas” o benevolentes en castellano, escrita por el escritor norteamericano residente en Barcelona y en un francés al parecer excelente, Jonathan Littell, Premio Goncourt y Gran Premio de Novela de la Academia Francesa de 2006. Es la ópera prima del autor, y fue un best-seller absoluto durante año y medio en Francia, aunque en España no ha alcanzado los niveles de venta del país vecino ni tampoco los de “Vida y destino”. Trazada sobre una concepción más culterana, utiliza los tiempos musicales del concierto barroco, tocata, courante, minueto, giga etc., para marcar el tono de la acción, y se vale de la mitología para dar a la obra un título de timbre universal, tomado de la última tragedia de la Orestiada, las Euménides o Bondadosas, diosas a las que el autor se encomienda bajo esta advocación zalamera seguramente para aplacar la terrible cólera que, bajo la advocación de Erinias que los romanos llamaron Furias, esconden aquellas diosas violentas y que, en la evocación del autor, fue la que desataron sobre Europa durante aquel quinquenio sangriento que comentamos.
Ya la introducción, que despierta el aroma de Camus, cautiva al lector de forma definitiva. El narrador--actor, hijo de alsaciana y padre alemán, que optó decididamente por ser alemán y por azar tras una sórdida redada entró en las SS donde llega a ser teniente coronel, es la quintaesencia destilada de todas las perversiones que la literatura universal ha imputado al nazismo: cruel, sádico en sus manifestaciones más aberrantes hasta la coprofagia, sanguinario y culto, refinadamente depravado, incestuoso y hermafrodita, es capaz de narrarnos con un descaro desvergonzado, en ese ambiente de sexo, sangre y lujo que desde Visconti y Passolini simboliza al nazismo, todo el espanto y la perfidia de los horrores nazis hasta espeluznar al lector más curtido.
"Lenin creyó que creaba una Internacional y lo que generó fue el gran nacionalismo del S. XX, que cuando creyó necesario privar a los campesinos de sus tierras no vaciló, y Stalin los liquidó por millones. De modo similar Hitler advirtió que para el nacionalismo alemán le estorbaban y liquidó a millones de judíos "
Más de lo que parece tienen en común estas dos obras, dignas de figurar en la biblioteca de todo humanista. Si admirable es la recreación literaria que hace Littell del personaje central, refinado y sensible hasta la morbosidad para desde una atalaya artificial de cinismo y displicencia ante la moral, poder contar sin despeinarse los horrores y hazañas de aquellos monstruos nazis, no menos encomiable es la maestría de Grossman para trasmitirnos su aversión a los soviets a través de la integridad del físico Víctor Shtrum a quien quieren obligar a arrepentirse de tener razón, a través de las torturas que jalonan la persecución del comisario Krimov pionero de la revolución luego caído en desgracia, o en la mera descripción de las reacciones de esos personajes frágiles y esos sucesos nimios que paradójicamente jalonan la mayor tragedia bélica de todos los tiempos.
Ni uno ni otro participan de la épica heroica ni ello en este siglo sería posible. Grossman ha escrito un drama ominoso. Littell una tragedia sarcástica. Ambos dejan al descubierto las miserias y la carroña del régimen nazi y del aparato soviético. Max Aue, el procaz histrión de “Las Benévolas”, alardea impúdicamente de su amoralidad, de su insensibilidad ante la culpa, es capaz de funcionarizar la perfidia y “burocratizar” los crímenes más horrendos, y en su cinismo está empeñado en convencer al lector de que es como él, que él actuó así por el destino y que el lector en su caso hubiera hecho lo que hizo él. Pero su desfachatez es tan descarada que no puede hacer prosélitos, sino contrarios. Su historia es tenebrosa pero también edificante, dice él mismo, es un cuento moral.
Grossman utiliza una vía de mayor grandeza. En sus memorables cantos a la libertad, la amistad o el bien, se tortura con su desesperanza buscando el bien o la moral y sospechando que tal vez soviets y nazis cometieron en nombre del Bien Grande y amenazador aquellos crímenes sin precedentes, pero el bien no esta ahí, solo las personas corrientes llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive. Grossman, que inicialmente había creído en los lemas de igualdad y libertad de la revolución rusa decepcionándose tras comprobar la ciega crueldad de Stalin, advirtió sagazmente las coincidencias entre ambos regímenes: ambos apelan al nacionalismo y al socialismo, el nacionalismo era la fuerza más poderosa del Siglo XX, si, era el alma de la época, pero el socialismo en un solo país no es socialismo, es la expresión suprema del nacionalismo, y tanto Stalin como Hitler crearon un socialismo nacional de Estado. Lenin creyó que creaba una Internacional y lo que generó fue el gran nacionalismo del S. XX, que cuando creyó necesario privar a los campesinos de sus tierras no vaciló, y Stalin los liquidó por millones. De modo similar Hitler advirtió que para el nacionalismo alemán le estorbaban y liquidó a millones de judíos.
Ambos autores, Grossman y Littell, coinciden en lo esencial: la defensa de la libertad y los valores del hombre. Uno de forma explícita y el otro por exclusión indubitable. El fascismo y el hombre no pueden coexistir: la máquina totalitaria, el Estado de Partido, sea nazi, sea soviético, aniquila al individuo. Hice el trabajo que tenia que hacer, y ya está, dice Aue, para quien el asesinato parece un acto administrativo, en el genocidio y en la guerra total el ejecutante esta alienado respecto al producto de su acción. Pero no es así y él lo sabe. La inmutabilidad de la tendencia de todo hombre a la libertad, dice Grossman, es la condena del estado totalitario, y por eso en su obra siempre ondea la lucha de los que se obstinaban en defender su derecho a ser hombres.
"El narrador es la quintaesencia de todas las perversiones que la literatura universal ha imputado al nazismo: cruel, sádico en sus manifestaciones más aberrantes, sanguinario y culto, refinadamente depravado, incestuoso y hermafrodita, en ese ambiente de sexo, sangre y lujo que desde Visconti y Passolini simboliza al nazismo"
¿Cuál es la razón por la que rusos y alemanes se enfrentaban en Stalingrado hasta despedazarse? No había abismos entre ellos, los han inventado. La anécdota que aparece en el recuadro es toda una lección para la historia.
“Cuando tras una violenta explosión Klimov se puso en pié vio a un soldado alemán que yacía a su lado, un alemán de pies a cabeza. Se miraron. Ambos habían sido abatidos por la misma fuerza y ninguno de los dos se sentía capaz de luchar contra ella; parecía que esa fuerza no protegía a ninguno de los dos sino que constituía una terrible amenaza para ambos. Se examinaban en silencio los dos habitantes de la guerra. El automatismo perfecto e infalible, el instinto de matar, que tanto uno como otro poseían, no había funcionado. La vida era terrible. Era como si cada uno pudiese leer en los ojos del otro que la fuerza que los había empujado a aquel foso continuaría oprimiéndoles después de la guerra, tanto a los vencedores como a los vencidos. Como obedeciendo un acuerdo tácito se apresuraron a salir al exterior del cráter exponiendo la espalda y la nuca a un tiro fácil, pero absolutamente seguros de que aquello no iba a ocurrir. Cuando Klimov y el alemán alcanzaron la superficie, los dos se pusieron a mirar –uno hacia el este otro hacia el oeste-- no fuese a ser que sus jefes hubieran visto que los dos habían salido del mismo agujero sin haberse disparado. Luego sin volverse, sin ni siquiera decirse adiós, ambos se marcharon a sus respectivas trincheras… ” |