ENSXXI Nº 17
ENERO - FEBRERO 2008
RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid
Una de las características más perturbadoras de la época que nos ha tocado vivir es la total confusión práctica entre lo que Kant denominaba uso público y uso privado de la razón. En su conocido artículo Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración? el filósofo distingue entre un uso público de la razón, que debe ser en todo momento libre si pretende conducir a los hombres al estado de ilustración, y un uso privado que, por el contrario, debe ser a menudo limitado muy estrechamente, sin que por ello obste al progreso de esa misma ilustración. Entendía por uso público el que alguien, invistiéndose de docto, hace de su propia razón ante el público entero del mundo de lectores, expresando sencillamente su opinión, sus razones. Mientras que llamaba uso privado al que le está permitido hacer en un puesto civil, o función que se le ha confiado. El primero debe ser en todo momento libre, pero en este segundo, restringido a ciertas tareas que se emprenden en interés de la república, es necesario cierto mecanismo, por cuya mediación sus protagonistas deben comportarse de modo pasivo a fin de poder ser dirigidos hacia fines públicos o al menos para impedir la destrucción de tales fines. En este caso no está permitido razonar, sino sólo obedecer.
Alega lo perturbador que resultaría que un oficial, al recibir una orden de sus superiores, quisiera razonar en voz alta durante el servicio la pertinencia o utilidad de esta orden, o que el ciudadano decida negarse a pagar la contribución o impuesto que se le ha fijado, o que el clérigo de una determinada confesión imparta el servicio religioso según su personal juicio. Pero, por supuesto, lo anterior no obsta a que, como docto, haga en público observaciones sobre la pertinencia del servicio militar, sobre la injusticia o inconveniencia del mencionado impuesto, o sobre los defectos del símbolo religioso y sobre sus propuestas para mejorar la institución.
"Ciertos líderes nacionalistas que no se limitan a hacer uso público de su razón a favor de la independencia –algo perfectamente legítimo- sino que están dispuestos a usar de la misma manera la privada, pese a su condición de políticos electos en el marco de un determinado sistema legal, conculcando cuando consideran conveniente ese sistema al que en teoría deberían servir"
Lo cierto es que la actual confusión, anteriormente denunciada, se detecta tanto a la hora de cubrir bajo el mismo manto de libertad incondicionada el uso público y el privado, como, al contrario, en la pretensión de trasladar los límites naturales del segundo al primero de ellos.
El primer vicio domina hoy por doquier. A un sector de la sociedad le disgusta la reciente asignatura de educación para la ciudadanía, y el político -o política- correspondiente, adopta las medidas necesarias para conseguir su falta de aplicación práctica. El Tribunal Constitucional puede dictar una sentencia que no gusta, pues se hace lo necesario para impedirlo, aunque se lleve uno al propio Tribunal por el camino (y ojo, esto no es reciente, el TC ha llegado a su paupérrimo estado actual no de repente, sino a través de años de manejos, como el de retirar los recursos de inconstitucionalidad cuando el cambio de mayorías parlamentarias hacían poco aconsejable continuar con su tramitación). Exactamente lo mismo ocurre en el caso de ciertos líderes nacionalistas que no se limitan a hacer uso público de su razón a favor de la independencia –algo perfectamente legítimo- sino que están dispuestos a usar de la misma manera la privada, pese a su condición de políticos electos en el marco de un determinado sistema legal, conculcando cuando consideran conveniente ese sistema al que en teoría deberían servir. Puede que el caso más chocante sea el del actual lehendakari en el tema del famoso referéndum, que sin ni siquiera hacer uso público de su razón, al menos de una manera suficientemente clara, no encuentra ningún límite a la privada al margen de su propia voluntad. Todos ellos olvidan que si la posible contradicción se siente íntimamente de forma insoportable lo que procede es dimitir. Lo contrario, no hacerlo, condena a la república, en opinión de Kant, a la disolución y a la anarquía.
Cabría citar muchos más ejemplos de general conocimiento, pero como ésta es, al fin y al cabo, una revista corporativa, debo centrarme en el uso privado de la razón en ciertas profesiones jurídicas oficiales en el ámbito del Derecho Privado (aunque reconozco que el judicial también daría mucho juego): aquellas en las que el protagonista es un funcionario con todas las de la ley.
En un número anterior de esta misma revista nuestro compañero Fernando Rodríguez Prieto relataba un caso verdaderamente chocante, cuyos protagonistas son los registradores Rafael Arnaiz y Enrique Rajoy. De su lectura, así como de las muchas resoluciones de la Dirección General a ellos dedicadas, resulta su contumaz desobediencia a las directrices emanadas de su superior jerárquico, amparándose en una interpretación totalmente tergiversada de la Ley cuando no de la propia Constitución (está al caer la cita del Derecho Natural). Estos funcionarios tampoco se molestan mucho en hacer uso público de su razón publicando sesudos trabajos doctrinales sobre la falta de oportunidad de las últimas reformas legislativas o sobre su aplicación por la Dirección General, sino que directamente utilizan la privada para dar a conocer al mundo (eso sí, al mundo limitado de los concretos usuarios que solicitan la inscripción) sus atrevidas opiniones. Kant, definitivamente, no hubiera estado de acuerdo.
"Algunos funcionarios tampoco se molestan mucho en hacer uso público de su razón publicando sesudos trabajos sobre la falta de oportunidad de las últimas reformas legislativas, sino que directamente utilizan la privada para dar a conocer al mundo (eso sí, al mundo limitado de los concretos usuarios que solicitan la inscripción) sus atrevidas opiniones"
Podría parecer un caso anecdótico si no fuera porque una importante asociación de registradores (Asociación de Registradores Bienvenido Oliver) publicó en su página web un editorial de apoyo incondicional al Sr. Arnaiz con el sugerente título Jerarquía y Colaboracionismo. En él se criticaba la falta de amparo a “quien había encarnado una necesaria línea de actuación en la que frente a las ingerencias del superior jerárquico se hacía primar la defensa de la legalidad y la independencia de la función calificadora”. Denuncian que la Administración no se sujeta a la Ley “sino a su propia voluntad que bien por vía divina o, enmascarada en el poder de las urnas, entienden legitima tal proceder” (el subrayado es mío). Elogian al Sr. Arnaiz, en definitiva, “el no haber asumido, como casi todos hacen, el gregario ejercicio de la profesión derivado del abandono de la independencia funcional para entregarla a los dictados de quien, en cada momento, detente el poder absoluto…”.
Recordemos, por si el vocabulario empleado nos ha despistado, que no estamos hablando de delicadas cuestiones de democracia corporativa, sino de la simple manera en que ha de ejercitarse la función pública, de lo que debe inscribirse y de lo que no. En cualquier caso, parece que el editorial produjo su efecto, pues poco tiempo después fue sustituido por otro en el que con toda desfachatez y bajo el título Parcialmente satisfechos, se congratulaban de que, como consecuencia del primero, el instructor del expediente hubiese decidido retractarse de sus iniciales imputaciones –“incluso de forma anómalamente apresurada” (sic)- formulando propuesta de resolución absolutoria. Y es que, en definitiva, si el uso privado de la razón se viene usando de esta libérrima manera, sin decoro alguno, es porque indudablemente rinde sus réditos.
Pero no se piense que este vicio de confusión afecta solo a los registradores, ni mucho menos. Los notarios tampoco se salvan. Lo que ocurre es que a ellos les afecta, más que la primera, la segunda modalidad del vicio, en el fondo mucho más peligrosa: trasladar los límites naturales del uso privado de la razón al uso público.
"Los notarios tampoco se salvan. Lo que ocurre es que a ellos les afecta, más que la primera, la segunda modalidad del vicio, en el fondo mucho más peligrosa: trasladar los límites naturales del uso privado de la razón al uso público"
El cuerpo notarial ha sido casi siempre un cuerpo atemorizado. Especialmente el español, porque nada parecido se encuentra al norte de los Pirineos. Pero aquí, y no por falta de confianza en la utilidad social de la función, sino por hasta un cierto punto comprensible temor a ser objeto de fácil demagogia, el cuerpo ha buscado siempre la discreción. A esto se une un ejercicio aislado de la profesión en el que el compañero es para muchos, antes que eso –compañero- un potencial competidor. Si se quiere sobrevivir, especialmente en las grandes ciudades, el despacho consume todo el tiempo disponible. El uso privado absorbe todas las potencialidades de la razón y queda poco para dedicarlo a menesteres de interés general: es el consabido dilema del prisionero.
Pero este triste panorama se agrava exponencialmente cuando el notario llega a ocupar un cargo corporativo. Lo normal es que entonces, como consecuencia del temor citado y de ese hábito al que genuinamente deberíamos calificar de deformación profesional, pretenda ejercerlo con la misma autonomía (respecto de sus electores) y secretismo. Ante cualquier petición de explicación pública se invoca el socorrido fantasma del enemigo exterior y de la necesidad de discreción, a la postre verdaderas patentes de corso al servicio de una actuación impune.
Y si bien es cierto que este panorama, con mayor o menor énfasis, dependiendo del carácter del elegido de turno, ha existido siempre, hay que reconocer que hasta hoy no lo habíamos vivido con tal intensidad. Hoy la invocación a la unidad frente al enemigo exterior se usa como excusa para socavar de forma flagrante un principio tan fundamental como el de la libertad de expresión pública, especialmente cuando esa expresión encuentra como vía de transmisión esta revista.
Esas socorridas invocaciones no dejan de recordar, ahora que tan de moda está la memoria histórica, otras parecidas utilizadas con gran éxito por el anterior Jefe de Estado en momentos delicados para su régimen. Y si bien es cierto que la legitimidad democrática salva muchas cosas, definitivamente no ampara esos métodos que no tienen más fin que acallar el uso público de la razón, uso, por cierto, del que el cuerpo notarial está hoy tan necesitado.