ENSXXI Nº 19
MAYO - JUNIO 2008
JUAN CRUZ
Periodista
Manuel Rivas va por el mundo con un cuaderno de rayas; las tapas son de colores, rojo, blanco, negro; lleva una pluma y anota lo que escucha y que le llama la atención. La última vez que le vi fue en el homenaje que los actores y guionistas le dedicaron a Rafael Azcona en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Alguien comentó, antes de empezar el acto, una de las genialidades del gran Azcona y Rivas sacó su pluma, abrió la libreta, en la que sus pensamientos conviven con papeles que se va encontrando por ahí, y tomó nota, parsimoniosamente. En ese instante de silencio, Rivas se concentra, subraya, dibuja; luego cierra el cuaderno, mira a los lados y parece como si ese instante de la escritura que acaba de terminar hubiera sido un largo viaje al centro de una sola palabra.
Él es así, y es muchas cosas más. En ese instante en que le vi ahí, esperando que un grupo de actores leyeran versos, mensajes, cartas, literatura de Azcona, para mi simbolizaba uno de esos escritores a los que apreciaba el maestro no sólo por las cualidades de sus textos sino por la autenticidad de su mirada. De modo que su presencia allí, conociendo los gustos del autor de Los ilusos, me pareció un símbolo muy íntimo, una alegría. No lo dije, claro, me puse a recordar un episodio de esa relación que ambos mantuvieron con la discreción de la que son capaces las buenas personas.
Ese episodio tiene que ver con La lengua de las mariposas, para mi el mejor cuento de Manuel Rivas. Trata de un episodio central en el ánimo al que condujeron a la población los que quisieron la guerra civil. Un maestro republicano que había encandilado con su conocimiento y con su humanidad a los niños y a los padres de una población pequeña de Galicia es apresado por los golpistas y es repudiado en público por aquellos que antes le agasajaban; y el niño que había sido su alumno favorito le insulta y le apedrea, mientras el camión en que el maestro es separado del pueblo se pierde en la lejanía ...
"Acaso esa es la experiencia mayor de su literatura: ser un poeta, es decir, estar dentro de sí mismo, y sin embargo escribir hacia fuera, para que la experiencia se confunda con la memoria de todos"
Cuando leí ese cuento yo era editor de Alfaguara, donde Manuel ya había publicado algunos de sus libros, y donde ha seguido publicando, hasta su último monumento también sobre otro episodio simbólico de esa memoria de la guerra: Los libros arden mal. Al terminar de leer La lengua de las mariposas, que está en el libro Qué me quieres, amor, llamé a Fernando Bovaira, productor de cine, y le escribí a Fernando Fernán-Gómez. En ese cuento yo había visto una película, el germen de una película; le pasé el cuento también a Rafael Azcona, a quien conocía ya, gracias a la intermediación de Fernando Trueba, que fue quien me dijo que el maestro no era ese ser hosco que la gente dibujaba.
A Fernán-Gómez le dije, en la carta, que si ese cuento se hiciera alguna vez una película él podría ser el director, el maestro e incluso el niño. Fernando fue luego el maestro en la película, e hizo allí una interpretación sencilla, genial, entusiasta; se imbuyó del personaje como él solo sabría hacerlo, y ahora, cuando uno recuerda la película, lo más sobresaliente es ese rostro suyo ilusionado primero y desesperado luego, perturbado, extrañado y digno que acaso representa la propia historia de la República y, más adentro, de la vida española. El guión fue de Azcona, que combinó otros cuentos del mismo libro con ese, y alcanzó un grado de respeto al espíritu del texto que me parece que fue sobre todo respeto a Rivas, al espíritu educado, esencial, generoso con que Rivas apunta lo que va pasando en la vida, lo que le cuentan que pasó y lo que pasa.
Así que cuando le vi allí, ante el escenario donde luego iban a rendir homenaje a su amigo muerto, me vinieron a la memoria todos estos episodios que tanto tienen que ver con un periodo de España que acababa precisamente con la muerte de Azcona, que representa muy bien lo que Rivas busca de los mayores; como el doctor Abarca de El lápiz del carpintero, que nació de su conocimiento de la historia singular (y también republicana) del comandante Comesaña, capaz de convencer a sus carceleros para que le dejaran pasar en libertad (¡haciéndolo pasar por su jefe supremo!) la mejor noche de amor de su vida ...
Así he visto a Rivas fijándose, anotando en esa libreta que llevaba esta noche las cosas que pasan, para que no dejen de pasar. Acaso esa es la experiencia mayor de su literatura: ser un poeta, es decir, estar dentro de sí mismo, y sin embargo escribir hacia fuera, para que la experiencia se confunda con la memoria de todos. Allí se sentó, ante el escenario, lo vi reconcentrado, pensando, y de pronto surgió en el escenario un símbolo mayor, más inconsciente y por tanto una metáfora más pura, de aquel momento que yo estaba viviendo mientras hacía la crónica secreta de esa relación de Manuel Rivas con el acto que se estaba desarrollando.
En ese momento, digo, apareció en el escenario, entre Manuel Aleixandre, Santiago Ramos, Ana Belén, Álvaro de Luna, Juan Luis Galiardo, Juan Diego Botto y tantos otros, la figura de un joven muy apuesto, era Martiño, Martiño Rivas, el hijo de Manolo, que ahora es actor y que era aquel chico que iba con Sole, su hermana chica, con su madre, Isabel, y con Rivas, y que no quería seguir en las cenas cuando el padre seguía dibujando dedicatorias en las sobremesas; rabioso entonces cuando le quitaban el sueño, allí estaba, leyendo las cartas, los poemas, los mensajes, la literatura del hombre que había apresado en varias imágenes lo que el padre soñó alguna vez y escribió en una libreta como esta en la que ahora anota quizá qué siente cuando ve a su hijo y luego lo abraza como si hiciera un siglo que le echa de menos.
Fue un momento emocionante para quienes lo vimos y estábamos en el secreto de que por el medio de aquel torrente de gente surcaba una de esas mareas que propicia la literatura asombrada de Manuel Rivas, O´Rivas, como se llama él mismo.