ENSXXI Nº 2
JULIO - AGOSTO 2005
RODRIGO TENA
Notario de Madrid
"Por picos, palas y azadones, cien millones..."
No, no se asuste el lector. No se trata de la primera partida del debe del último presupuesto del Consejo General del Notariado, sino del comienzo de las famosas cuentas que, según la leyenda, el Rey Católico reclamó a don Gonzalo Fernández de Córdoba por lo gastado durante las victoriosas campañas de Italia que culminaron con la conquista del reino de Nápoles. "Por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados..."
La verdad es que no consta que el Rey solicitase tales cuentas. Pero indudablemente fue un hombre muy capaz de hacerlo, porque dicen que a su enorme talento político unía cierta recelosa inclinación por el control de gastos, que pudo ser utilizado por los enemigos del ilustre, pero dadivoso soldado, para perjudicarle. En cualquier caso, don Gonzalo las rindió con particularísimo detalle (se conservan en el Archivo de Simancas), aunque en ellas no figuran esas curiosas partidas que luego la leyenda se encargaría de difundir. No obstante, puesto que las difundió con tanta fuerza como para llegar a nosotros, algo habría, porque si el río suena, agua lleva.
Y no sería nada extraño que el responsable hubiera sido el propio don Gonzalo a su vuelta a España, lo que, por otra parte, casaría también con su carácter, pues a su excepcional genio militar acompañaba el consiguiente orgullo, un tanto socarrón. "Y finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados". Sin embargo, lo que pudo hacer uno de los mejores estrategas de la historia, ya de camino a su retiro de Loja, donde moriría, quizá no se lo puedan permitir otros.
"Las reacciones orgullosas deben medirse con extrema cautela cuando implican actos no ajustados estrictamente a la legalidad institucional"
Hoy mismo contamos con una reedición de la leyenda, aunque, por decirlo prudentemente, un poquito menos heroica. Pero la gran diferencia no estriba en la dimensión del suceso, con ser importante el que Nápoles no esté en juego, sino en que la persona que responde de esa manera a la petición de facilitar las cuentas no es la que está camino de su retiro, sino la que se encuentra en pleno y legítimo ejercicio de sus responsabilidades corporativas. Esta diferencia es radical, porque convierte lo que pudo ser una divertida anécdota personal, en un problema real que afecta no sólo a sus directos protagonistas, sino a todos los miembros, actuales y futuros, de esa corporación.
Las reacciones orgullosas deben medirse con extrema cautela cuando implican actos no ajustados estrictamente a la legalidad institucional y el responsable de ellos desempeña la más alta dirección corporativa. Porque no sólo afectan singularmente a aquél al que va dirigido, con no ser esto poco, sino que predeterminan actuaciones futuras no muy sensatas. Si a ello unimos el natural y comprensible sostenella y no enmendalla, la espiral originada tiene todas las posibilidades de acabar mal, a medida de que, acosada, la posición se hace cada vez más y más insostenible, y en su encarnizada defensa se empieza a involucrar no sólo a la propia institución, sino a personas de gran valía a las que se debería dejar al margen.
Si en toda esa confusa historia del Gran Capitán hay algo meridianamente claro, es que si el Rey pidió las desdichadas cuentas no debió hacerlo por fastidiar a don Gonzalo, ni porque sospechase de su legendaria honradez. Lo que pretendía enjuiciarse con esa petición era la posición política de un virrey que, en opinión de su soberano, se atribuía funciones reservadas a los reyes, como proveer oficios y solicitar directamente del Papa beneficios eclesiásticos para personas por él designadas. En las instituciones serias, también en la nuestra, es esa la normal finalidad de cualquier petición de cuentas: dar oportunidad a un enjuiciamiento político del pasado y del presente con vistas al futuro.
Puede que haya llegado, entonces, el momento de acabar de una vez con esta extraña historia, antes de que comencemos también nosotros nuestra propia leyenda a un elevado coste final, quizá mayor que los famosos cien millones.