ENSXXI Nº 20
JULIO - AGOSTO 2008
SALVEMOS A LA JUSTICIA (II) / EL ARBITRAJE
Barcelona, Elias Campo Villegas.-
El Notario, las controversias y el arbitraje
El tema de la intervención del Notario en el arbitraje no debe presentarse en forma directa y aisladamente en función del Notario como árbitro, defendiendo una aspiración corporativa, sino enmarcado en otra más amplia y fecunda, cual es la intervención del Notario en la solución de conflictos, cuyo protagonismo aparece en dos facetas o momentos distintos.
a) En la prevención de los mismos, mediante su misión cautelar de asesoramiento y consejo, así como en su propia función de control de la legalidad, tema clásico en la literatura notarialista, y sobre el que no podemos entrar.
b) En la solución de las controversias ya surgidas mediante la actividad que viene denominándose de justicia alternativa.
Las formulas de justicia alternativa
El marasmo de la Administración de Justicia no es un problema ni de hoy ni exclusivo de España:
En el año 1.905, un jurista americano, Roscoe Pound, pronunció una conferencia que tituló “las causas de la popular insatisfacción de la Justicia”, que produjo un fuerte impacto. Aquí en España, Hernández Gil, Presidente del Tribunal Supremo, en su discurso ante las Cortes Españolas, en 1.986, dijo textualmente: “En España la justicia es independiente pero ineficaz”. En una encuesta elaborada para el Consejo General del Poder Judicial en mayo-junio de 2.003, el 70% de los usuarios cree que la justicia “es tan lenta que siempre que se pueda vale más evitar acudir a ella”; y el 41% considera que aquélla funciona mal o muy mal. Es evidente que entre aquellas citas podemos intercarlar miles de expresiones más o menos similares.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, condenó el 28.10.2003 a España por violar el derecho ciudadano a una respuesta de la justicia “dentro de un plazo razonable”. La Sentencia constata que la duración de un proceso penal contra dos abogados por falsedad y estafa en relación con la rehabilitación de títulos nobiliarios duró más de 14 años, periodo estimado excesivo por el Tribunal, a pesar de la “cierta complejidad” del procedimiento (El País – 29.10.2003).
No hace mucho en un diario francés, un editorial decía: “Estado de emergencia de la justicia francesa”. Y otro italiano, anunciaba “Las calamidades de la justicia italiana”.
El Profesor Robert Coulson, Presidente de la Asociación Americana de Arbitraje en 1.988 decía: “a pesar de que mucha gente en los E.E.U.U. piensan que los Tribunales dictan sentencia, el hecho real es que, en la actualidad, el 95% de los casos presentados son solucionados por los abogados de las partes. Con frecuencia se solucionan años después de presentar el caso. El aparato de los Tribunales no tiene los fondos suficientes, está pobremente diseñado y no está bien gestionado”.
Esta situación generalizada ha hecho surgir nuevas fórmulas que ya tienen nombre “Alternative Dispute Resolution (ADR) o “la resolución alternativa de conflictos”, siendo de destacar la denominación propuesta por Muñoz Sabate y por el Tribunal Arbitral de Barcelona como Justicia alternativa, fórmulas basadas en métodos eminentemente transaccionales, en las que las partes, unas veces no pierden el poder decisorio, lo que ocurre en el mini-trial (mini juicio), la conciliación y la mediación; pero en otras la decisión se defiere a un tercero como es el caso del arbitraje.
En principio no existe razón alguna para que el Notario no pueda intervenir en cualquiera de estas fórmulas de justicia alternativa; las reglamentaciones del cuerpo no lo vedan, ni las características de su función lo repelen; sociológicamente siempre ha sido aceptada esta posibilidad.
Sin embargo, en ocasiones sorpresivamente la Ley lo ha impedido. Así la Ley Catalana 1/2001 de 1 de 25 de marzo sobre la mediación familiar deja fuera a los Notarios al exigir para la mediación que regula que el mediador sea Abogado en ejercicio, o psicólogo pedagogo, trabajador social o educador social.
En definitiva es lo que ocurrió con la Ley de Arbitraje de 1.988 que excluyó a los Notarios, junto con los Jueces, Fiscales y Registradores.
"El Notario no puede limitarse 'a desempeñar el papel del testigo pasivo', ya que sin declinar en su imparcialidad, llega al consejo, e incluso penetrando en el acto o negocio jurídico"
Sin embargo, y a pesar de ello, creo útil presentar el interés que el arbitraje despierta para el Notariado, y lo haré, mostrándolo en una pluralidad de direcciones.
a.- El Notario como árbitro.
b.- El arbitraje institucional, administrado por centros arbitrales propios del Notariado, o bien en los que éste sea en uno de sus miembros.
c.- El Notario, como profesional ante el arbitraje, que se centra básicamente en dos planos que corresponden a las puertas de entrada y de cierre del arbitraje: el convenio arbitral y la protocolización del laudo. Temas estos que se abordan luego.
En la tradición arbitral española, el Notario siempre pudo ser (y lo fue) designado como árbitro. Para ello existían razones legitimadoras:
- El legislador lo permitió en las Leyes de Enjuiciamiento Civil y en la Ley de arbitraje privado de 1.953.
- Es más, legislativamente al Notario se le han atribuido actuaciones incluso de naturaleza decisoria: actas de notariedad, ejecuciones hipotecarias extrajudiciales, declaraciones de herederos, aparte la tendencia expansiva en la jurisdicción voluntaria; la posibilidad de ser albaceas y contadores partidores; sin contar que en su función asesora a diario se busca incluso su intervención como eficaz mediador.
- La sociedad consideraba congruente el cargo de árbitro con las características del Notario en cuanto su función propia le revestía de las notas de independencia, imparcialidad y “auctoritas”.
- Y es que en su quehacer, el Notario no puede limitarse “a desempeñar el papel del testigo pasivo”, y ni siquiera se conforma con el mero asesoramiento, ya que sin declinar en su imparcialidad, llega al consejo, e incluso, penetrando en el contenido del negocio jurídico, busca las soluciones que estima más justas y adecuadas al caso y circunstancias. Y, si bien es cierto que no puede violentar las voluntades, también lo es que, en la práctica, el Notario, por su prestigio, confianza e imparcialidad, llega a resultados que implican ser aceptado como árbitro y juez del acto.
- La Ley de 1.988, al vetar para el cargo de árbitros, en el artículo 12.4 a “quién ejerza funciones públicas retribuidas por arancel” eliminó frívolamente a los Notarios. Se trataba de una prohibición que contrariaba nuestra tradición, resultaba extraña en el Derecho comparado y tenía difícil explicación satisfactoria. La doctrina la criticó, y sociológicamente se recibió sin entender la desconfianza que entrañaba hacía aquéllos, cuando tanto el legislador como la sociedad recurren habitualmente a los mismos confiándoles misiones de seguridad, imparcialidad e incluso decisorias, sobre la base de su técnica jurídica, independencia y prestigio.
- Además, en correcta metodología legislativa, resultaba inadecuado que en la Ley de arbitraje se regule la actividad y prohibiciones de los funcionarios públicos. Son las normas jurídicas de estos cuerpos la sede adecuada para ello. Y este es el criterio de la nueva Ley de Arbitraje.
Pues bien, en este camino del divorcio entre la Ley y la sociedad he de recordar que en Barcelona, cuando la Ley nos impidió ser árbitros a los Notarios, el mundo de la Abogacía y el mundo del comercio nos llamó para nombrar a los árbitros con ellos. A los dos meses de promulgarse la Ley de 1.988 se había constituido la Asociación Catalana para el Arbitraje integrada por el Colegio de Abogados de Barcelona, la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona, el Consejo General de los Colegios de Abogados de Cataluña y el Colegio de Notarios de Cataluña, cuya finalidad es promover y administrar el arbitraje institucional. Su órgano técnico, del que me honro ser su Vicepresidente, designa a los árbitros en los arbitrajes de quienes se han sometido a tal institución.
Ahora bien, en el transcurso de estas dos décadas, podemos constatar que la realidad social difiere del criterio de la Ley de 1.988 y se entiende que los únicos obstáculos para el arbitraje no deben proceder de su ley reguladora sino de la normativa que rige los respectivos cuerpos de Notarios, lo mismo que de Registradores y Jueces. Y esta es, como hemos dicho, la línea de la nueva Ley de 2.003.
"Cuando la Ley de Arbitraje habla de la protocolización notarial del laudo no aclara, ni le corresponde hacerlo, sobre la clase de documento que el Notario debe configurar"
En el Congreso Internacional del Notariado Latino celebrado en Atenas en septiembre de 2.001, se consagró la legitimidad del Notario para el arbitraje, si bien quedó definido que su intervención en esta área no se concibe como función notarial complementaria, sino más bien como actividad extraordinaria, compatible con su función propia y asociada a las demás actuaciones del Notario referentes a la Justicia Alternativa, emparejada con el espíritu de prevención de los conflictos.
Pero en aquel Congreso todavía se llegó a más, se sugirió la entrada de los órganos del Notariado en el arbitraje institucional, recomendando que según la situación nacional de cada país, los Colegios Notariales crearan instituciones arbitrales, con posibles asociaciones con otras entidades, cuyo antecedente ya lo hemos referido con respecto a Cataluña.
El notario como profesional del derecho ante el arbitraje
Dicho lo anterior, hemos de resaltar que el interés del Notario en el arbitraje tiene mayor alcance que el de su propio protagonismo como árbitro. Nos referimos a la actuación del Notario en el ejercicio de su función propia, que interviene en dos momentos transcendentales del arbitraje: en la puerta que abre el arbitraje y en el momento final. En el convenio arbitral y en la protocolización del laudo.
En el convenio arbitral el Notario actúa configurándolo jurídica y formalmente, en su función asesora, de control de la legalidad, de redacción y documentadora, especialmente cuando el convenio arbitral se instala en la constitución de las sociedades mercantiles bajo la forma de cláusulas estatutarias de sumisión arbitral.
En la protocolización del laudo, el Notario, además de proporcionar autenticidad y forma pública al laudo, puede y debe incluso prestar su ministerio de asesor en los términos que expondremos en su momento.
"El laudo arbitral es el equivalente de la sentencia y, una vez firme, constituye un título ejecutivo. De ahí la doble certeza que deba exigirse: la de su fecha y la de su autoría"
La misión del notario ante el convenio arbitral
El pacto arbitral constituye la primera pieza del arbitraje. Con él las partes persiguen dos finalidades: excluir a los tribunales ordinarios del conocimiento de las cuestiones objeto de la discusión (efecto negativo) y fundar la competencia de los árbitros a los que se someten para que éstos resuelvan el tema (efecto positivo). Es de vida o muerte para la institución que ambos efectos se produzcan, pues de lo contrario se frustra la voluntad y esperanza de los interesados que pretenden eludir toda intervención judicial y, además, que los árbitros zanjen la cuestión.
En la Ley de arbitraje aquellos efectos los produce directamente el convenio arbitral tras desaparecer la bipolaridad de la cláusula compromisoria-compromiso y minimizarse las exigencias de forma, características estas propias de la Ley de 1.953.
En un puro plano especulativo, lo ideal sería que los pactos arbitrales contuvieran todos los elementos precisos para que se pudiera desarrollar el arbitraje simplemente a solicitud de cualquiera de los interesados sin precisarse la intervención de ningún ente, Autoridad o Tribunal. Para ello la cláusula compromisoria debería, al menos, fijar la clase de arbitraje que se elige, establecer el procedimiento a seguir, la lengua y lugar en que aquél debe desarrollarse, plazo para dictar el laudo y especialmente nombrar los árbitros en quienes se confía la resolución del litigio.
En el sistema anterior a la Ley de 1.988 tales precisiones tenían que establecerse por las partes en la escritura notarial de compromiso, sin la cual no podía nacer el arbitraje; y, en caso de que los interesados no llegaran a un acuerdo para suscribir tal escritura, entonces era el Juez quién determinaba aquellos requisitos en la formalización judicial del arbitraje.
Desde la Ley de 1.988 el sistema cambió. Ya no se precisa ni la escritura notarial ni la formalización judicial del arbitraje. El mero pacto en que las partes acuerdan someter sus cuestiones a juicio arbitral es suficiente para acceder a él. Ahora bien, cuando el convenio arbitral no fija aquellos elementos y requisitos, sus lagunas e insuficiencias se completan mediante ciertas previsiones legales. Sin embargo, éstas integran el arbitraje ciegamente y sin atender a las circunstancias que concurren en el caso. De ahí lo relevante de la intervención notarial que podría e incluso debería estructurar las cláusulas arbitrales con las soluciones que ofrecería a los contratantes conforme se requiera en cada supuesto concreto: ¿Dejáremos sin resolver temas como el de la manera de designar al árbitro?. Tampoco cabe omitir la clase de arbitraje y el número de árbitros, puesto que ello significa tanto como haber dispuesto un arbitraje de derecho que se llevará a cabo con un solo árbitro, cuando tal vez en el caso concreto sea más adecuado el arbitraje de equidad y se precisen tres árbitros.
El convenio arbitral puede surgir por diferentes vías: Una vez se ha producido la controversia, las partes interesadas estipulan un convenio arbitral para solucionarlo; o bien el convenio se establece a fin de dirimir en arbitraje los eventuales conflictos que en una relación jurídica concreta se prevea puedan plantearse en el futuro. Tratándose de sociedades esta previsión de los socios fundadores suele llevarse a los Estatutos. Otra posibilidad sería en pactos parasociales que conduciría a una problemática diferente.
En la configuración de estos convenios arbitrales, y muy en especial en las cláusulas estatutarias de sumisión arbitral, el Notario tendrá presente dos reglas básicas: su concreción y su licitud, característica esta última que se traduce por la disponibilidad de las materias que se someten a arbitraje. Respecto de la concreción, la cláusula debe determinar cuales sean las relaciones jurídicas que se someten a arbitraje. En modo alguno cabe, por nula, una cláusula arbitral que se refiera genéricamente a “cuestiones litigiosas” sin más concreción.
La intervención notarial en el laudo: antecedentes históricos
La forma pública para el laudo cuenta con una seria tradición histórica en el Derecho español, a diferencia de otros sistemas que nos muestra el Derecho comparado en el que encontramos formas privadas e incluso la forma oral que, al parecer, se permite en el supuesto del arbitraje de la common law en Inglaterra.
En las Partidas, no sólo se impone la intervención del Escribano en las sentencias arbitrales, sino que se justifica ésta “porque non pueda y nacer después ninguna dubta” (III, 4, 23), argumento que aún hoy conserva su autoridad sociológica, como en su momento resaltaremos.
Ahora bien, la trayectoria de la forma pública osciló entre la forma judicial y la notarial. En las leyes procesales del siglo XIX se exigió la intervención del Secretario Judicial para el juicio de árbitros puesto que la sentencia arbitral debía dictarse en la forma y con las solemnidades prevenidas para los juicios ordinarios ya que todas las actuaciones se verificaban ante el Escribano del Juzgado de Primera Instancia; y para las amigables componedoras, ante Notario (arts. 288 y 298 de la Ley de 1.830; arts. 802 y 831 de la Ley de 1.855; y arts. 816 y 835 de la Ley de 1.881).
En el siglo XX las dos Leyes de arbitraje de 1.953 y 1.988 eliminan la intervención del Secretario Judicial quedando únicamente la fe pública notarial.
La formulación en la Ley de 1.988
La forma en el laudo se reguló en los artículos 32 y 33 de la Ley de 1.988 mediante dos normas que ocasionaron ciertos interrogantes. En el inicio del primero se disponía que “El laudo deberá dictarse por escrito”, y en la postrimerías del segundo que “El laudo se protocolizará notarialmente”. Con esta fórmula aparecía un distanciamiento entre la actuación arbitral de dictar el laudo y la intervención notarial, dejando así la duda sobre el valor que pudiera tener la intervención notarial y correlativamente la situación jurídica del laudo dictado ínterin se protocolizaba. Si el laudo surgía plena y válidamente a la vida del Derecho mediante el documento suscrito sólo por los árbitros, entonces la forma notarial tan sólo hacía referencia a temas de eficacia. Pero la doctrina e incluso jurisprudencia se inclinó decididamente por entender que la intervención notarial constituía una exigencia sustancial.
La solución en la nueva Ley
La nueva Ley de arbitraje ha cambiado la tradición histórica que consideró necesaria y solemne la forma notarial en la protocolización del laudo.
En el artículo 37 de la nueva Ley de Arbitraje la intervención notarial deviene potestativa: “El laudo podrá ser protocolizado notarialmente. Cualquiera de las partes, a su costa, podrá instar de los árbitros, antes de su notificación, que el laudo sea protocolizado” (art. 37.8).
Tras la nueva Ley, y a pesar de las innovaciones introducidas, el intérprete debe abordar ciertos problemas que ya se planteaban con la Ley de 1.988; así:
- Valor de la forma notarial.
- Naturaleza y requisitos de la protocolización notarial.
- Protagonismo de los árbitros en la protocolización del laudo.
- Función asesora del Notario en la protocolización del laudo.
- Posición del Notario ante el laudo dictado fuera de plazo.
- La no protocolización exigida.
- La notificación del laudo.
En las páginas que siguen tan sólo tratamos sobre alguno de estos temas, dada la finalidad de este trabajo y la limitación de su espacio.
El valor de la forma notarial
Bajo la Ley de 1.988 se discutió sobre si la protocolización notarial constituía requisito sustancial para la validez del laudo o sólo para su eficacia o ejecutoriedad. Frente a quienes sostuvieron lo segundo, nosotros consideramos la protocolización notarial como un requisito esencial que debía cumplirse dentro del plazo concedido a los árbitros para laudar. Criterio avalado, no ya sólo por la tradición histórica de las Leyes de enjuiciamiento civil y la de 1.953, o el tenor imperativo del párrafo 2 del artículo 33, sino muy particularmente por el sentido cautelar y de seguridad jurídica que la intervención notarial garantiza a los intereses en juego, confiriendo al laudo una doble certeza: la de su fecha y la de su contenido. Desde que el Notario recibe el laudo se tiene asegurada la fecha en que existe, y que su texto no podrá ser alterado.
El laudo arbitral es el equivalente de la sentencia y, una vez firme, constituye un título ejecutivo. De ahí la doble certeza que deba exigirse: la certeza de su fecha y la certeza de su autoría. Si podemos dudar de cuando y por quién se ha dictado el laudo, el Juez no podrá ejecutar ni el Registrador inscribir. Certezas que proporciona la intervención notarial.
Con la nueva Ley aquellas certezas de la fecha y de la autoría del laudo no se tendrán cuando el laudo no se protocolice. El documento que reciban las partes litigantes al serles notificado el laudo no será un documento público, ni será un documento auténtico. Desde luego, los Registradores de la propiedad y mercantiles no inscribirán, tanto por no ser documentos públicos, como por carecer de autenticidad. Y si se pretende la ejecución de “un laudo no protocolizado notarialmente, la falta de autenticidad de éste “permitirá al ejecutado oponerse a la ejecución alegando aquél defecto, según reza el artículo 559.4º de la Ley de Enjuiciamiento Civil, reformado en la Disposición final primera.2 de la nueva Ley. Para obviar estas dificultades deberá protocolizarse notarialmente el laudo, pero si ya ha sido notificado, la parte que le interese se verá coartada por la misma ley que sólo le permite esa petición antes de que le sea notificado el laudo. El incomprensible precepto coloca a la parte en el trance de mendigar del árbitro que protocolice el laudo para poder inscribir o para poder ejecutar.
Además la falta de protocolización priva al árbitro del posible asesoramiento notarial de que mas tarde hablaremos y sobre todo de la segura e indefinida conservación del original en los archivos de protocolos de la organización notarial.
Todo ello conduce a que en la redacción de los convenios y cláusulas estatutarias de sumisión arbitral se disponga la protocolización notarial del laudo cuando se prevea que el laudo vaya a ser ejecutado o inscrito en Registros públicos, o bien que por su trascendencia convenga su custodia indefinidamente. También conviene la protocolización de los laudos dictados en rebeldía de alguna de las partes cuando se prevean dificultades para su notificación, pues si ésta se retrasa o no puede realizarse siempre constará la autenticidad de su existencia, si se ha protocolizado notarialmente. Tampoco sobrará la cautela de que las partes puedan instar la protocolización en cualquier momento, incluso después de su notificación. Las instituciones arbitrales, como el Tribunal Arbitral de Barcelona, deberán tener presente este problema en la modificación que de su Reglamento harán tras la nueva Ley.
"La forma pública para el laudo cuenta con una seria tradición histórica en el Derecho español, a diferencia de otros sistemas en los que encontramos formas privadas e incluso la forma oral que, al parecer, se permite en la common law en Inglaterra"
Naturaleza y forma de la protocolización notarial
Cuando la Ley de Arbitraje habla de la protocolización notarial del laudo no aclara, ni le corresponde hacerlo, sobre la clase de documento que el Notario debe configurar. Pertenece al Derecho notarial y a su doctrina científica el resolver sobre cual sea el instrumento adecuado y las características del mismo. De los dos tipos básicos de documentos notariales, la escritura y el acta, parece, en principio, que este último es el que más se acomoda para la protocolización de un documento. Ahora bien, lo que ya no podemos admitir en nuestro caso, es la innecesariedad de determinadas exigencias de las que la reglamentación notarial libera como regla general en materia de actas. En nuestro caso no se puede prescindir de que comparezcan todos los árbitros que lo suscriben, se les identifique, y éstos además asuman el contenido del texto del laudo, pues, de no hacerlo así el documento notarial no produciría la certeza de la autoría del laudo. En realidad, estamos imponiendo ciertas exigencias que a la postre constituyen el alma de la escritura, con el aditamento además de la actividad asesora del Notario de la que más adelante hablaremos.
Configurado el documento notarial que acoge al laudo en los términos expuestos, aquél produce la certeza, no sólo de su fecha sino de la autoría del laudo, y, en su consecuencia, una vez firme y notificado, la eficacia propia de una sentencia, es decir, su carácter de título ejecutivo e inscribible en los Registros públicos, tanto en los de la Propiedad como en los Mercantiles. Esto último directamente, sin necesidad de mandamiento judicial para cuya obtención se precisaría abrir el trámite de ejecución forzosa del laudo, pues si bien el artículo 257 de la Ley Hipotecaria parece entender que el vehículo general de llevar las resoluciones judiciales al Registro es el mandamiento (que implicaría la fase de ejecución), sin embargo en el último inciso del precepto se exceptúan expresamente las ejecutorias, que no son otra cosa que los testimonios expedidos por el Secretario judicial de una sentencia firme.
Hasta ahora hemos descrito la intervención del Notario en la protocolización del laudo en una situación maximalista de exigencias, compareciendo ante él todos los árbitros a quienes identifica. El resultado, como hemos visto, es la máxima eficacia de autenticidad del documento respecto a la autoría del laudo y su inmediata ejecutabilidad e inscribilidad. Sin embargo, frente a este supuesto hemos de presentar, como contrapunto, aquél en el que no comparece ante el Notario alguno de los árbitros o ninguno. Pues bien, a la hora de calificar tal irregularidad debemos realizar ciertas consideraciones previas que nos conducirán a sostener la validez del laudo, si bien con una eficacia mermada. Veamos. El laudo, como negocio jurídico, centra su esencia en el consentimiento de los árbitros como sujetos autores del mismo. Suscrito el laudo por los árbitros se ha cumplido el requisito del artículo 37.3. Protocolizado después por mandatario verbal, el laudo existe y ha quedado protocolizado, pero el mismo no acredita quién es el autor. Estamos pues, no ante un problema de validez, sino de eficacia, de prueba. Aquella falta de autenticidad no arrastra la nulidad sino tan sólo la necesidad de probar quién sea el autor. Por ello no cabrá ejecutar el laudo ni inscribirlo mientras no se resuelva el tema del acreditamiento de la autoría, cuestión ésta que hace tránsito a buscar cual sea el cauce procesal adecuado a tal fin, y que no es otro que el proceso de ejecución en el cual habrá que integrar el título incompleto, a no ser que la cuestión se resuelva extrajudicialmente por ratificación ulterior de los árbitros no asistentes al acto de la protocolización.
La función asesora del notario en la protocolización del laudo
La misión del Notario no acaba autenticando la identificación de los árbitros y la asunción por éstos del texto documental que han preparado como laudo. El Notario español, como todo el Notariado latino, es algo más que un mero fotógrafo oficial que autentica fehacientemente lo manifestado ante él por las partes intervinientes. El documento ha de ser además fiel reflejo de la voluntad interna de los otorgantes. No basta la autenticidad meramente formal. Se precisa la fehaciencia ideológica. Por ello, a la actuación del Notario debe preceder un iter de interpretación y asesoramiento de las voluntades, que, en ocasiones, se le presentan incompletas, deformadas, imprevisoras y hasta contrarias a Derecho. En su quehacer, el Notario no puede limitarse “a desempeñar el papel del testigo pasivo”, y ni siquiera se ha de conformar con el nuevo asesoramiento, ya que sin declinar en su imparcialidad, llega al consejo, e incluso penetrando en el acto o negocio jurídico, busca las soluciones que estima más justas y adecuadas al caso y circunstancias. Y si bien es cierto que no puede violentar las voluntades, también lo es que, en la práctica, el Notario por su prestigio, confianza e imparcialidad, llega a resultados que implican ser aceptados de hecho como árbitro y juez del acto.
Hasta tal punto debe extremarse esta misión asesora y configuradora de la voluntad de los otorgantes, que si, por su deficiencia o incuria, llegara el documento a no reflejarla, éste se convertiría en una trampa de incautos y socialmente sería falso.
Tan sólo después de esta actividad interpretativa y asesora puede el Notario redactar el documento autorizando su contenido bajo su fe, para que así cubra la doble autenticidad: la externa y la interna, de fondo e ideológica.
Este concepto de la función notarial lo describe magistralmente Joaquín Costa en “Reforma de la fe pública” cuando, al fijar el perfil del Notario, dice: “No se cifra todo él en la cualidad de fedatario, testigo público y privilegiado ... No es un simple amanuense que escucha pasivamente y escribe al dictado de los otorgantes lo que ha de testificar, y ni siquiera un mero redactor o corrector del estilo”. Líneas después añade: “Todavía no se agota en eso el concepto y la significación del notariado: la legislación notarial, fiscal e hipotecaria abraza todo un sistema de advertencias que el Notario ha de hacer a los otorgantes, según las circunstancias de cada uno, encaminadas a templar el injusto rigor del principio: Nemo jus ingnorare censetur, Ignorantia legis non excusat, y que, junto con lo anterior, hace de aquél ... un como mentor y curador de oficio, puesto por la ley al lado de los huérfanos, de las mujeres, de los rústicos, de los moribundos”.
Emotiva frase esta última de Costa, concorde con su incansable lucha por los desvalidos, pero también con la tradicional y honrosa servidumbre del Notariado, que ha sabido cohonestar su imparcialidad con un deber de “especial asistencia” a ciertas gentes. “Una imparcialidad no neutra y pasiva, decía Fabroni Manetto, sino lo más activa posible, orientada a favorecer al contratante más débil, menos experto en Derecho, más desprovisto”. Hasta la sentencia de 29 de diciembre de 1.927 llegó a decir: “El Notario no sólo es el fedatario para que creamos lo que no vimos, sino que es el profesor de jurisprudencia de las clases humildes, proletarias, y el consejero prudente de los individuos y de las familias”.
Expuesta aquélla función asesora del Notario, nosotros aquí hemos de afirmar que de ella no se libra éste en la protocolización del laudo. Hemos de confesar que en la práctica diaria no se entiende así; y hasta parece extraño para el Notario que le quede un resquicio de asesoramiento en su misión de protocolización del laudo. Sin embargo, nosotros entendemos lo contrario y afirmamos que la misión asesora del Notario tiene cierto juego en el tema que examinamos, afirmación que exige algunas explicaciones.
El laudo en sentido amplio se integra por una estructura documental compleja constituida por una dualidad documental: el laudo propiamente dicho, redactado y suscrito por los árbitros, en ocasiones legos en Derecho y el instrumento público que lo garantiza y alberga. Este complejo documental es el equivalente de una sentencia, y una vez haya ganado firmeza, constituye un título de ejecución reconocido como tal en la Ley de Enjuiciamiento Civil, y, en ocasiones, un título inscribible en el Registro de la Propiedad e incluso en el Mercantil. Ahora bien, esta eficacia que predicamos del laudo se producirá siempre y cuando el laudo no adolezca de vicios que lo invaliden o le cercenen su eficacia. Nulidad y eficacia que pueden provenir de diversas causas, y que, cuando surgen, implican el fracaso del arbitraje y la lesión de los intereses de quienes confiaron en él. Y es ante este posible horizonte donde hemos de inquirir cual pueda ser la actividad del Notario al protocolizar el laudo, dentro de su función, para conjurar aquellos indeseados resultados.
Por de pronto hemos de advertir, aunque sea obvio, que el Notario no puede protocolizar un laudo sin su previa lectura, que le proporcionará su conocimiento, circunstancia básica, incluso para decidir si lo protocoliza o no, e incluso para asesorar y sugerir en los términos que más adelante diremos.
En ocasiones el Notario se verá impotente para salvar algo, pues habrá defectos insubsanables, como pueden ser de los relacionados en el artículo 41 de la Ley de Arbitraje como causas de nulidad. Ante ellos el Notario carece de misión alguna. Y tampoco puede ampararse en su existencia para denegar su ministerio.
La denuncia del objeto corresponde a los litigantes y su apreciación al Juez. E incluso la ausencia de recurso podrá conllevar en ocasiones la firmeza del laudo y convalidación del vicio. Y menos todavía entra en la competencia del Notario la apreciación de eventuales irregularidades en el fondo del laudo, respecto del cual el árbitro tiene exclusiva potestad y absoluta responsabilidad.
Ahora bien, en el laudo cabe que existan errores u omisiones que, sin afectar al fondo del asunto, pueden producir su invalidez o ineficacia, siendo, por otra parte de fácil corrección o subsanación. En estas situaciones es donde el Notario puede y debe ejercer su función asesora advirtiendo al árbitro de tales irregularidades y ofreciéndole incluso el mismo documento notarial de protocolización como cauce apto para las oportunas correcciones.
Llegados a este punto necesitamos advertir que los errores y omisiones en los laudos ni son frecuentes ni privativos del arbitraje pues se producen también en las sentencias de la jurisdicción ordinaria y así lo reconocen explícitamente los textos positivos que regulan el llamado recurso de aclaración, tanto en el artículo 39 de la Ley de Arbitraje como en el artículo 214 de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Y ha sido sobre la base de esta realidad como se ha creado cierta práctica en el arbitraje institucional, de tal manera que el centro arbitral solicita del árbitro que le dé cuenta anticipada del proyecto del laudo a dictar; cautela ésta seguida en las más relevantes y mundialmente conocidas instituciones arbitrales. Y en último caso recordemos que en el arbitraje de equidad no se precisa ser un profesional del Derecho.
Pues bien, como omisiones a las que podría dárseles el tratamiento que propugnamos, mediante la información del Notario al árbitro, cabe señalar la inexpresión de alguna de las circunstancias exigidas en el artículo 37 de la Ley de Arbitraje, de tal manera que su subsanación en el documento notarial de protocolización eliminaría posibles impugnaciones del laudo.
También interesa citar aquellos laudos que han de producir una modificación jurídico real en el Registro de la Propiedad o han de acceder al Registro Mercantil, y en los cuales no se da adecuado cumplimiento a la normativa de la legislación hipotecaria o del Reglamento del Registro Mercantil. En estos casos, el laudo podrá ser válido y no dar lugar a recurrirlo en nulidad pero podrá no ser inscribible, moviéndonos pues en el terreno de la eficacia, no de la validez o nulidad. Ante ellos el Notario debe advertir a los árbitros de las consecuencias de sus omisiones y la conveniencia de subvenir a las mismas en la forma en que hemos apuntado.