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ENSXXI Nº 21
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2008

JUAN IGNACIO FONT GALÁN
Catedrático de Derecho Mercantil de la Universidad de Córdoba

«Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt. 6, 24; cf. Lc. 16, 13). En su bimilenaria historia esta palabra creída en Occidente, durante siglos, como verdad imperecedera y tenida culturalmente como fundamento moral y «fuente de sentido», sufre en la modernidad la burla del capitalismo cínico que con su arrastre cultural nihilista impone con su explícita voluntad –que es voluntad de poder– nuevos valores (el utilitarismo, el individualismo, el eficientismo económico, el dinero, la competitividad, entre otros) que vienen a arrumbar y a sustituir los valores tradicionales, incluido Dios como valor supremo («Dios ha muerto»).
«Si Dios no existe, todo está permitido», reflexionará Iván, en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. El relativismo extremo se impone como compañero inseparable del nihilismo militante del que ya alertara Nietzsche y que él mismo veía instalarse como «huésped inquietante» –según su propia denominación– en la Europa de finales del siglo XIX. Pero si el nihilismo es propio de nuestra cultura moderna y contemporánea es porque la lógica del capitalismo es esencialmente nihilista. Cierto es que el fenómeno de cultura epocal que es la modernidad, al venir incubando largamente el nihilismo, facilitó el asentamiento histórico del capitalismo moderno y sus valores –y disvalores– inherentes.

En los tiempos actuales de postmodernidad en los que hemos cobrado conciencia de crisis de modernidad (crisis de valores; crisis de sentido; cuestionamiento radical de toda pretensión de verdad; negación de toda trascendencia; desmitificación del sentido unitario de la historia de la humanidad, ni siquiera bajo la bandera del progreso, esto es, liquidación de toda «comunidad de memoria» en torno a un principio histórico central en la definición del conjunto social; referencia exclusiva a lo que es incesantemente transformado y creado en un continuum de vida líquida –«sociedad moderna líquida», según Bauman–, donde el individuo queda liberado de toda vinculación social o moral dictada por regulaciones externas de autoridad; etc.) se percibe con dramática preocupación que nuestra realidad cultural –también la que se refiere a la economía, al mercado, al dinero, a las finanzas, a las empresas y al gobierno corporativo de éstas, esto es, realidades propias de la denominada «materia mercantil»– está aquejada de ese nihilismo profundo que los filósofos modernos y contemporáneos nos han desvelado sin escamoteos de entre el espesor, tantas veces dramático, de la historia (Nietzsche, Marx, Durkheim, Max Weber, Spengler, Ortega y Gasset, Fromm, Jünger, Habermas, Lévinas). Ciertamente son los filósofos quienes en las dos últimas centurias han venido alertando acerca de los peligros de la modernidad (algunos tan dramáticos como los campos de exterminio, verdadero Gólgota del siglo XX e impensable recapitulación de todas las «muertes de Dios», presentadas como «muertes de tantos hombres») y que finalmente ha conducido no sólo al individuo sino al cuerpo social a un indiferentismo o relativismo moral a la medida de las exigencias del capitalismo de libre mercado, tan nihilista, que sabiendo de la incompatibilidad de Dios y el Dinero se unce al carro de la «muerte de Dios» y consuma su propia deificación, como condensación de todos los dioses falsos (Pérez Tapias).

"¿Podemos acaso los mercantilistas hacernos sordos al actual clamor de «demanda ética» también en la economía, en el mercado, en las finanzas, en la empresa, en el gobierno corporativo, en la propiedad industrial, en un tiempo de postmodernidad tan carente de valores éticos?"

Es la filosofía de la historia la que nos desvela las claves intencionales del proyecto epocal de la modernidad donde se tramó, en aras del capitalismo moderno, una histórica transmutación de valores culturales y morales de cuño nihilista y relativista presentada como «signo de los tiempos». Entre los nuevos valores transmutados por el capitalismo moderno cabe señalar la absolutización del capital y del enriquecimiento individual rápido; del eficientismo económico incluso como paradigma de lo que –en razón de lo útil y utilitario– debe ser tenido sin más como justo; de la competitividad a ultranza, sin miramiento de la situación del «otro» del que nadie se «responsabiliza» en el mercado ni en la sociedad; del crecimiento económico sin límites, pese a la cada vez mayor «herida de la Tierra».
Cierto es que este capitalismo moderno, no obstante su nihilismo cultural y su déficit ético, se ha mostrado, incluso atravesando crisis cíclicas, enormemente eficaz. La prosperidad y el alza del nivel de vida son incuestionables. Pero es evidente que este balance no abarca –globalmente– a toda la humanidad en cuyo seno permanece abierto el «abismo de la desigualdad» y con él el drama humano que cada año relata Naciones Unidas en sus Informes de Desarrollo Humano y Social (PNUD). Para muchos –y, desde luego, para Naciones Unidas– el enorme y eficaz desarrollo económico contemporáneo impulsado por la economía de mercado ha contado con el precio de grandes desigualdades e injusticias. Y buena parte de éstas tienen sus raíces en axiomas o leyes y actitudes socioculturales dominantes en el capitalismo contemporáneo y «global» que tienden a canonizar e imponer (con un cierto neoimperialismo cultural) cuanto en el mercado tiene un valor de utilidad y de eficacia. «El diálogo con la cultura moderna –se ha dicho– tendrá que ser crítico, ante el hecho innegable de que en el banquete de la humanidad la mayoría se encuentra excluida». De aquí que el «cambio social no puede ya pensarse únicamente en términos de transformación de las estructuras sociopolíticas y económicas, sino también de los valores culturales y morales que, en muchos lugares y situaciones, sostienen un orden económico y social injusto» (Editorial de la Revista de Fomento Social, Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, ETEA, Córdoba, nº 203, 1996).
El problema que al sistema económico y al orden social del capitalismo contemporáneo plantea el nihilismo y el relativismo sociocultural es de naturaleza moral; se ha gestado en los caminos de la moral y si ese orden económico-social quiere tener un futuro en la historia humana habrá de someterse a una rectificación moral. Desde las élites empresariales ya se habla y se propaga la idea de la necesidad de una «revolución ética» en el mundo empresarial y en el gobierno corporativo (Garrigues Walker), lo que certifica la mala conciencia de los agentes económicos y líderes empresariales en el gobierno glocal y global de las empresas, de los negocios, de los mercados y, en general, de la economía.

"¿Un Derecho mercantil de la modernidad y ahora de la postmodernidad –ya en la era de la globalización económica pero también irreversiblemente cultural– sin responsabilidad moral, ni social, en fin, sin anhelo ético?"

Dentro las nuevas generaciones de mercantilistas se propugna ya sin complejos “el retorno a una visión ética del  Derecho mercantil” (Ramos Muñoz, Serrano Cañas). Es alentador este anhelo ético -generador de una renovada y fértil inquietud cultural- de las nuevas generaciones de juristas reticentes a dejarse deslumbrar por la moda de otras culturas economicistas jurídicamente alienantes y socialmente –cuando no también constitucionalmente- estridentes, muy paseadas en “pasarelas transatlánticas” durante las tres últimas décadas. Pero esta moda –con etiqueta de “análisis económico del Derecho” que propugna con descaro que en el mundo moderno y globalizado el Derecho es un sistema separado de la moral, de modo que ésta es categóricamente refractaria e incompetente, por su irreversible ineficiencia económica, para la formulación de juicios legales (Posner)- merece, una vez más, quedar arrumbada a raíz de la actual e imponente crisis financiera global que voces autorizadas y conciencias insobornables interpretan ya como crisis sistémica del capitalismo de libre mercado, percibido cada vez más por una  mayor parte de ciudadanos del mundo como un sistema económico injusto. ¿No debieran sus artífices, defensores y propagadores reconocerlo? ¿Soportarían el “juicio de la “Historia” inexcusablemente exigido por quienes en los momentos actuales sufren –incluso dramáticamente- las consecuencias de un modelo económico amoral al que esta doctrina (¿jurídica?) del análisis económico del Derecho [quizás mejor “teoría económica sin Derecho”, como la llegara a calificar proféticamente Federico De Castro], asiste haciendo del Derecho una especie de ingeniería económica al servicio exclusivo del utilitarismo y economicismo eficientista? Y en aras de este inexcusable “juicio de la Historia”, ¿no es el momento de ofrecerse y predisponerse, con apertura de criterio y sensibilidad cultural, a un “contraanálisis ético y social del Derecho” cuyo resultado pueda sentar de nuevo las bases para un diálogo o gran pacto –en presencia de la Moral o la Ética- entre Política, Economía y Derecho, recuperando así lo más valioso de una tradición cultural típicamente europea fatalmente liquidada y ahora tan añorada, capaz de devolvernos la fe en el Derecho y la esperanza en un mundo más justo –ya en la época de la globalización- para toda la humanidad? ¿No debiéramos los juristas dejarnos afectar e irradiar por este eclosionante “anhelo ético mundial” y propugnarlo, con coraje moral y sin complejos, como imperativo epistemológico del nuevo ius y la nueva lex mercatoria exigidos por la imponente soberanía moral que emana, incontenible, de la sociedad global integrada por toda la humanidad?
Nadie puede permitirse hoy el lujo –cínico– de la buena conciencia, cuando la humanidad vive acuciada por enormes y complejos problemas que comprometen la vida digna, cuando no la supervivencia, de grandes masas humanas. La postmodernidad ha ensombrecido el optimismo liberal y la racionalidad económica encuentra dificultades para expresarse en el ámbito de la economía, donde nuevos factores –algunos cíclicamente incontrolables- y también nuevas y gravísimas exigencias vitales alteran el equilibrio unilateral y hasta ahora dominante de la razón económica. Hemos pasado de la edad de las certezas a la de las dudas, de la edad de los principios a la del consenso y el compromiso, tanto en economía y en gestión como en moral y ética (Atardi). Hasta ahora, en efecto, el economista y el manager –acaso también el jurista-mercantilista– se desentendían del discurso ético «no científico» centrado en la búsqueda del sentido en los fines y en los valores (razón ética o «discurso del sentido»), y no en los medios y en la eficiencia (razón económica). Pero en la actualidad la razón económica no es ya capaz de restablecer el equilibrio del mundo, roto por la «galaxia de la complejidad» en que se ve inmersa la humanidad («abismo de la desigualdad», desaliento y fracaso en la «erradicación de la pobreza», movimientos migratorios incontrolados, corrupción política y económica a diversos niveles, violencia y guerras, la «herida de la Tierra», la globalización temida por muchos –las víctimas de la Historia– como amenaza más que esperada como oportunidad, crisis financieras y monetarias ingobernables y de escala planetaria, etc.). No es extraño que se advierta que en el mundo actual con la sola razón económica corremos el riesgo de perder «el rastro del hombre» (Birnbaum). De lo que se trata es de introyectar en la razón económica («científica») la razón ética («no científica») a fin de que la exactitud, el rigor y la eficiencia de la ciencia de la economía –que es ciencia «hard»– se comprometa también con los valores y los fines éticos dadores de sentido –sentido moral de la historia, de la existencia, del progreso– ganando así en libertad, humanidad, justicia, globalidad, democracia y ”sostenibilidad”, aun a costa de cierta merma o desaceleración de la eficiencia y la acumulación económicas. Sólo así las ciencias del hombre –que son ciertamente ciencias «soft»– permanecerán verdaderamente humanas (Atardi).
Hablar de sentido es lo propio de la ética. La ética habla desde la tradición o desde la transcendencia; desde el hombre o desde el sujeto; o desde el consenso necesario para la convivencia. Todos estos determinantes tienen su razón de ser. Pero la razón ética fundante es la razón (derecho) del otro, que pide responsabilidades y descentra nuestro sistema: el de la razón o el derecho establecidos, el de la razón no-crítica (Atardi). La ética habla e interpela, pues, desde la compasión y el respeto del otro cuya necesidad nos convoca para constituirnos a nosotros mismos como sujetos éticos. Para Adela Cortina, lo propio de la ética económica estriba en la convicción de que el núcleo de la vida social es la intersubjetividad y, en modo alguno, el individualismo.   

"Es la filosofía de la historia la que nos desvela las claves intencionales del proyecto epocal de la modernidad donde se tramó, en aras del capitalismo moderno, una histórica transmutación de valores culturales y morales de cuño nihilista y relativista presentada como 'signo de los tiempos'"

Será Lévinas quien nos descubra la epifanía del otro como revelación de la «verdad de la justicia» y, por consiguiente, como «verdad del sentido»: «Es la revelación del otro, desde su condición de extraño que a la vez se comunica conmigo convocándome a la fraternidad (–la alteridad del otro, y yo también soy otro para el otro, manifiesta el carácter no genérico de nuestra humanidad, su carácter, por tanto, radicalmente ético–), la que me sitúa ante la propia responsabilidad que constituye mi subjetividad. Ella hace posible la verdad del sentido desde una vida que se sabe moral –el milagro de la creación consiste en crear un ser moral– y que hace frente a una cuestión crucial –por qué el bien y no el mal–, respondiendo al otro ‘héme aquí’, dispuesto a hacerle justicia reconociéndole ‘un derecho sobre mi egoísmo’» (Pérez Tapias).
«Más filosofía y menos prozac», reza un famoso eslogan que parasita, en realidad, el título de un conocido libro de Lou Marinoff, “Más Platón y menos prozac”. Debo reconocer que desde mis primeros pasos como mercantilista he tenido que defenderme de la desazón anímica que siempre me ha producido la escasa inquietud filosófica por el discurso ético –la cuestión de las preguntas y respuestas acerca del sentido– que apreciaba en las capas profundas de mi disciplina –la cuestión del porqué y para qué de las normas–, lo que dejaba vacío y angustiado al joven mercantilista que desde su ius positum y desde la atenta observación de la realidad se preguntaba también por las grandes verdades morales (el misterio del sentido de la vida, del hombre, de la historia; el sentido del bien y el sentido del mal; la verdad de la justicia, la solidaridad social, la libertad y la democracia; la complicidad del poder de la mentira…; y el sentido del compromiso moral de una vida –la mía– dedicada a estudiar y a instruir y formar jóvenes universitarios en y con el Derecho mercantil, pese a la tibia inquietud filosófica y antropológica de éste e incluso –según yo interpretaba– su ambigüedad y su debilidad éticas). No me resignaba a aceptar que la unidad de sentido era pura ilusión y que todo –la Universidad, el Derecho mercantil, mi vocación y utopía de crecer y hacer crecer a mis alumnos, mi modesta contribución a la justicia y a la ciencia del Derecho…–no eran sino fragmentos a la deriva, restos de un naufragio, en el turbión de la historia. [Algunos, al observarme, se decían: «Cosas de juventud; le ayudaría el prozac»].
Pero la inquietud filosófica de aquel joven mercantilista por el discurso ético no se consumió –de puro insatisfecha– y ya de mayor comprendió que lo importante es preguntarnos y preguntar, interpelarnos e interpelar, buscar respuestas y soportar no hallarlas en el oscuro espesor de la realidad injusta o doliente; lo decisivo es perseverar, contra toda esperanza, en la utopía de las aspiraciones más elevadas, desde el acá al (más) allá (Atardi). Más tarde el ya maduro mercantilista, estudiando a los filósofos, aprendió a resituar lo utópico como horizonte de sentido que tiene su punto axial en la misma humanidad de cada uno de nosotros y que nos revela que la dignidad de cada persona sólo se puede reconocer en el lugar moral de la responsabilidad a que el otro nos convoca. La alteridad de la utopía no sólo supone el reconocimiento recíproco del otro, sino que, en tanto que humanos, «siendo de otro modo de ser», somos siempre y en cada caso «uno para el otro» (Lévinas, Pérez Tapias).

"En los tiempos actuales de postmodernidad en los que hemos cobrado conciencia de crisis de modernidad se percibe con dramática preocupación que nuestra realidad cultural está aquejada de ese nihilismo profundo que los filósofos modernos y contemporáneos nos han desvelado sin escamoteos de entre el espesor, tantas veces dramático, de la historia"

Me preguntaba cómo encajar –irradiar– estas categorías filosóficas y este discurso –anhelo– ético en las categorías dogmáticas del Derecho mercantil y, sobre todo, en aquellas categóricas normas de este ius positum que tienen, por su incidencia institucional y social, una mayor implicación y responsabilidad en conflictos jurídicos de calado incuestionablemente ético o moral. ¿Un Derecho mercantil de la modernidad y ahora de la postmodernidad –ya en la era de la globalización económica pero también irreversiblemente cultural– sin responsabilidad moral, ni social, en fin, sin anhelo ético?
No alcanzaba a comprender por qué mi disciplina –que me enseñaron y enseño como categoría histórica precisamente por su justificación y compromiso histórico con las exigencias vitales que fueron manifestándose en la historia económica, la historia social, la historia política y, en suma, la historia de la cultura de las ideas y creencias, como expresiones de un pathos de cambio epocal (Max Weber, Sombart, Ascarelli, Galgano)– pretendía desentenderse, ya en la crisis de la modernidad (postmodernidad), de la historia que relata el suceso humano, esto es, el nuevo cambio cultural y moral –el de las ideas, las creencias y las actitudes– tan vacío de discurso ético; cuando precisamente hoy, en virtud de las nuevas y gravísimas exigencias vitales que no sólo a la economía sino a la humanidad plantea la globalización económica –y a sesenta años de la Declaración de los Derechos Humanos (1948)–, el imperativo ético mundial interpela a las instituciones de la economía capitalista y a su legislación mercantil (empresa, dinero, beneficio, mercado, finanzas, competencia, publicidad,  propiedad intelectual e industrial, gobierno corporativo, crisis empresariales,etc.) haciéndose portador y vocero del clamor de justicia que levanta, a escala planetaria, una innumerable masa humana que nos convoca –en nuestra humanidad subjetiva y nuestra responsabilidad moral y social para con el otro y lo otro (distinto de mi yo y lo mío)- para que la injusticia –y la muerte– no tengan la última palabra (Lévinas).
¿Cómo podrían el legislador, el jurisprudente y el cultivador del nuevo ius urgido por las exigencias vitales de la globalización económica desentenderse del pathos moral del suceso humano tan determinado –e incluso amenazado– ahora por los efectos de este fenómeno con su promesa de extraordinarias oportunidades, pero que ya anticipa gravísimas amenazas y sufrimientos para los países de menor desarrollo y sus poblaciones empobrecidas? ¿No ha de dejarse interpelar el Derecho actual –esto es, la regulación mercantil de la empresa, del beneficio, del mercado, de las finanzas y capitales, de la competencia, de la propiedad intelectual e industrial, del gobierno corporativo de las sociedades mercantiles, tanto más en sus regulaciones (o desregulaciones) internacionales y “globales”– por este pathos moral que comporta, además, una responsabilidad social ante las nuevas exigencias vitales de orden no sólo económico, sino también social, ecológico, humanitario y comunitarista predicadas por el imperativo ético mundial (Hans Küng) de la más reciente «historia» de la cultura y la sensibilidad social mundial?
¿Podemos acaso los mercantilistas hacernos sordos al actual clamor de «demanda ética» también en la economía, en el mercado, en las finanzas, en la empresa, en el gobierno corporativo, en la propiedad industrial –que los filósofos expresan como «impaciencia ética» frente a la «paciencia política»–, en un tiempo de postmodernidad tan carente de valores éticos? ¿Un Derecho mercantil cultural e ideológicamente postmoderno? ¿Qué quedaría de aquella categoría histórica comprometida con la satisfacción de las exigencias vitales de cada momento y que ha acompañado a los pueblos y a los hombres hacia cotas de mayor progreso económico y social? ¿Acaso un Derecho mercantil ideologizado por el economicismo eficientista y embelesado por el prometeico análisis económico del Derecho? ¿O, en cambio, un Derecho mercantil que en el nuevo tiempo del mercado global, con el acercamiento tecnológico de las oportunidades de negocio y el alejamiento y desconocimiento del otro, no quiere «perder el rastro humano» sobre todo de aquel que es «víctima de la Historia»? ¿Soportaría el “juicio de la Historia” un tal modelo de Derecho mercantil desencarnado de lo humano, descomprometido con lo social e indiferente con lo ecológico, esto es, con la ética? Y entonces, así, ¿este modelo de Derecho mercantil no correría el riesgo de su disolución al perder, en aras de la absorbente y deificada razón económica, su legitimación histórica hoy igualmente entrañada de imperiosa razón ética? ¿No nos hace comprender precisamente esta imperiosa razón ética (mundial) que la empresa, el dinero, el beneficio, el mercado, la competencia, la publicidad, la patente, el consejo de administración, la bolsa, el concurso de acreedores, etc., son hoy también el «lugar moral» al que todos –también el Derecho mercantil, su legislador, su jurisdicción y su doctrina– somos convocados por la responsabilidad hacia el otro (distinto de mi yo) y hacia lo otro (distinto de lo mío), como condición de posibilidad de alcanzar, en el proceso emancipador de la Historia –no de la que es, sino de la que debe ser–, la verdadera Justicia?

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