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ENSXXI Nº 23
ENERO - FEBRERO 2009

ANTONIO RODRÍGUEZ ADRADOS
Notario y académico

PRINCIPIOS NOTARIALES

Comenzaba Baldo sus Comentarios a la Rúbrica del título De fide instrumentorum, IV.21, del Código de Justiniano, afirmando que la eficacia del instrumento resulta de la autoridad del que lo escribe y de la solemnidad de la escritura. Examinado ya el principio de autoría, pasamos a ocuparnos de la solemnidad o forma de los instrumentos públicos.
La palabra ‘forma’, aun sin salir del ámbito documental, tiene muy variados significados. En un sentido general, la forma comprende las múltiples solemnidades legales del instrumento público, aun las que no afectan a su validez; así, el art. 1º de la Ley del Notariado dispone que el Notario deberá ‘dar fe, conforme a las leyes’; y entre estas leyes, junto a las de fondo, se encuentra la misma Ley del Notariado, que establece las formalidades de la dación de fe. Una inmensa inseguridad jurídica se originaría si el notario pudiera dar fe como quisiera, ‘por libre’.

Entre tales solemnidades voy a señalar una fundamental, ‘la escritura del acto’ que dice el art. 973 del Código civil argentino; el resultado de que el documento quede escrito, y quede firmado (scriptum; subscriptum), sin que baste, como sostiene CARNELUTTI, con el mero acto de escribir y de firmar (scribere; subscribere) si no se ha logrado aquél resultado.
El notario y los otorgantes, así como las demás personas que intervienen en un instrumento público abierto tienen, en efecto, que hacer en éste sus respectivas declaraciones por escrito, mediante una grafía escrita; ‘el notario da fe por escrito’ (Zinndy); los clásicos catalanes insistían: pertenece al oficio de notario ‘que redacte el contrato celebrado por escrito y no lo confíe a la memoria’ (Comes); la Notaría ‘se denomina finalmente notar, esto es escribir en notas y no confiarlo a la memoria’ (Galí). Existe, pues, un principio general de la forma escrita, en el que hay que comprender la moderna grafía electrónica, que es verdadera escritura, aunque no sea alfabética; pero se excede el Código civil francés, art. 1316 (Ley 465/2000), al llamar prueba ‘literal’ a algo que no consiste en ‘letras’.

"Si a continuación de la lectura del testamento el testador, sin decir palabra, lo firma, no creo que pueda sostenerse que el testamento es nulo por falta de consentimiento, aunque alguna antigua sentencia lo haya dicho, y al contrario, si el testador manifiesta de palabra su aprobación, pero no lo firma, no existe testamento"

Nuestros clásicos –Juan López de Palacios Rubios, Diego del Castillo- definían coincidentemente la solemnidad del instrumento como algo particular que se requiere más allá del consentimiento. Pero hay otro concepto especial de forma, vinculado precisamente al consentimiento; ‘como siempre se ha hecho’, entenderemos por forma, con Cariota Ferrara, ‘el modo de ser de la manifestación’ de la voluntad’; más claramente, el modo de exteriorizarse la voluntad interna, la exteriorización -la declaración- de esa voluntad; con lo que aparece otro concepto, o al menos otro ámbito del principio de forma, que es también forma ‘escrita’.
El ámbito de este principio comprende a su vez el texto documental y la declaración de su voluntad. La distinción es clara, pero es preciso insistir en que ambos aspectos están inescindiblemente unidos. No es posible un documento negocial sin negocio: la forma, dice Lener, no es un envoltorio, algo exterior como sostienen Carnelutti (un vestido), o González Palomino (un traje, la cajita en que el farmacéutico mete las píldoras); ni puede llegar a serlo en caso de nulidad total del negocio, porque ello origina la nulidad del instrumento, contra lo que sostienen ilustres notarialistas.
Hay una importante tendencia a considerar ‘natural’ la comunicación oral y degradar la forma escrita a un instrumento ‘artificial’ de la oralidad, dependiente de ésta; los textos de Sócrates en el Fedón de Platón y de Goethe en el Fausto son demoledores; pero lo cierto es que Mefistófeles, el diablo, exige ‘un par de líneas’, y que Platón, en su Cratilo, había ya calificado el lenguaje hablado de organon, y en este sentido se pronuncian los lingüistas modernos de las más variadas escuelas; por ejemplo BÜLER: ‘el lenguaje es afín al instrumento; también pertenece a los utensilios de la vida; es un organon como el utensilio real... el lenguaje es, como el instrumento, un intermediario forjado’.
En el campo del Derecho la depreciación de la escritura se consagra en su difundida calificación como ‘voz muerta’, frente a la ‘voz viva’ de los testigos, lo que llevaría a Mieres a llamar ‘milagrosa’ la prueba documental, por la que se cree a una ‘piel muerta’. Pero ya Celso había proclamado en el Digesto la función instrumental del lenguaje oral, ‘nam voce ministerio utimur’, usamos del servicio de la voz (D, 33.10.7.2); y Paulo, insuperablemente, había puesto de manifiesto que no nos obligamos por la figura o los trazos de las letras, como tampoco por las voces o sonidos  que articula la lengua, sino por la declaración que expresan (D, 44.7.38).

"La lectura –acto oral, elevado a solemnidad esencial-, ha sido magnificado por un sector cuyos ecos llegan ocasionalmente al mismo Núñez-Lagos: ‘notarialmente no hay más consentimiento que el que cubre la lectura’, ‘desde el punto de vista instrumental, el consentimiento de las partes recae únicamente sobre el texto leído’"

Desde una consideración más concreta, y aunque la forma oral aventaja ciertamente a la escrita al venir acompañada de la entonación, de los gestos, etc. que aclaran y complementan la exposición del pensamiento, la forma escrita supera a la oral en otros importantes puntos que la hacen especialmente adecuada para la documentación de los actos y contratos:
-Ante todo la permanencia de la escritura –la ‘perpetuidad’ de los notarialistas clásicos-, frente a la volatilidad de las palabras. Los escritos pueden utilizarse en todo tiempo y lugar y ante cualesquiera personas, judicial y extrajudicialmente, sin depender de la otra parte  ni de los testigos, de su veracidad, memoria y sobrevivencia.
-La fijación de la situación, que en una actuación oral se percibe patentemente y no es necesario aclararla, pero con el paso del tiempo surgen las disensiones. El que empieza a redactar un escrito tiene, por el contrario, que comenzar fijando la situación temporal, local y personal: quiénes son las personas que se reúnen, en qué tiempo y lugar y con qué objeto; qué papel desempeña cada uno de los intervinientes; cuáles son las manifestaciones que respectivamente hacen; cómo acreditan, o intentan acreditar, la verdad de su contenido.
-Y el factor tiempo. Quien escribe puede tomarse todo el tiempo que precise para perfilar sus ideas con todas las posibilidades que encierran los borradores, las consultas y las enmiendas en busca de la expresión precisa; y cuenta con que los destinatarios también podrán leer y releer. Lo primero  tiene una importancia aún más radical si se piensa en que oralidad y escritura no son solamente medios de  expresión del pensamiento, sino medios de su formación, función instrumental del lenguaje  que cumple el lenguaje escrito con mayor perfección que el lenguaje oral.
La introducción de la escritura, en aquél ambiente jurídico romano de oralidad sustantiva y procesal, se desarrolló con relativa facilidad, aunque lentamente, respecto al texto del negocio, expresado en unas tablas enceradas o en un escrito al que remite la estipulación. Pero no llegó a comprender la declaración de voluntad misma, pues la cláusula estipulatoria contenida en los documentos no pasó de ser un fuerte medio de prueba de que había tenido lugar la estipulación oral, que podía destruirse en los estrechos límites de la ley Optimam de Justiniano (CJ,  8.38 (37).14, año 531, y IJ, 3.19 (20).12), recibida en las Partidas (5.11.32 y 3.18.117).

"Quien escribe puede tomarse el tiempo que precise para perfilar sus ideas, lo que tiene importancia radical si se piensa en que oralidad y escritura no son solamente medios de  expresión del pensamiento, sino medios de su formación, función instrumental que cumple el lenguaje escrito con mayor perfección que el lenguaje oral"

Vino a poner fin a esta situación  el Ordenamiento de Alcalá (1348), mediante su ley Paresciendo (Única del título XVI) recogida en las ulteriores compilaciones, al disponer que a la exigencia del acreedor ‘non pueda ser puesta excepción que non fué fecha estipulación’, acabando con una cláusula estipulatoria tantas veces ficticia y liberando al documento de la consiguiente oralidad. Y la Pragmática de Alcalá (1503), con su redacción ‘en extenso’ de la nota, impidió el alargamiento del texto con datos que no figuraran en aquella; y respecto de la declaración misma de la voluntad, describió y exigió en todo caso la firma del otorgante –original o suplida- como forma escrita de la misma, según expusimos al tratar del principio de consentimiento.
Sin embargo subsistieron en la escritura resquicios de oralidad, basados en la regulación del acto del otorgamiento en las Partidas 3.18.54.2º, y en la Pragmática de Alcalá, capítulo I. Partidas: reunidos ante el escribano los otorgantes y los testigos, aquél procede a la lectura de la nota: ‘leyendo la nota ante ellos todos. E de sí debe decir el Escribano a aquellos que mandan facer la carta, si otorgan todo el pleyto en la manera que dice en aquella nota que leyó ante ellos; e si dixeren que sí...’ procede a la autorización. Pragmática de Alcalá: ‘e que assí como fueren escritas las tales notas, los dichos escribanos las lean presentes las partes e los testigos y ‘si las partes las otorgaren, las firmen de sus nombres’.
La lectura –acto oral, elevado a solemnidad esencial-, ha sido magnificado por un sector cuyos ecos llegan ocasionalmente al mismo Núñez-Lagos: ‘notarialmente no hay más consentimiento que el que cubre la lectura’ (‘Los esquemas’, p. 96), y a la R. 8.1.2004, FD 2 (Servicio Notarial): ‘desde el punto de vista instrumental, el consentimiento de las partes recae únicamente sobre el texto leído’.

"Aunque la forma oral aventaja a la escrita al venir acompañada de entonación, gestos, etc. que aclaran y complementan la exposición del pensamiento, la forma escrita supera a la oral en otros puntos especialmente adecuados para la documentación de actos y contratos: la permanencia, la fijación de la situación y el factor tiempo"

Más grave todavía sería la necesaria oralidad de la prestación del consentimiento basada en las Partidas, sin tener en cuenta que éstas sólo rigieron en virtud del Ordenamiento de Alcalá y en lo que no se le opusieran. Según Palomares ‘el otorgamiento de cualquiera escritura... ha de ser fecho por el otorgante por palabras’, lo que  más prudentemente, la Cartilla Real de ROS parece considerar  como recomendable, ‘será muy del caso’. Y después de la Ley del Notariado lo defiende Fernández Casado, ‘aunque la ley del Notariado no lo expresa ni lo exige’. Los primeros Reglamentos Notariales parecen participar de la misma opinión.
El art. 25.3 de la Ley no contiene, sin embargo, ningún elemento de oralidad entre lectura y firma, sencillamente porque, como hemos dicho, en una escritura el consentimiento se manifiesta por escrito, firmando. Sólo existe tal intermedio en el testamento abierto notarial, conforme al art. 695 del Código civil (Ley 30/1991),  ‘y advertido el testador del derecho que tiene a leerlo por sí, lo leerá el Notario en alta voz para que el testador manifieste si está conforme con su voluntad. Si lo estuviere será firmado en el acto por el testador que pueda hacerlo...’. Sin embargo, si a continuación de la lectura del testamento el testador, sin decir palabra, lo firma, no creo que pueda sostenerse que el testamento es nulo por falta de consentimiento, aunque alguna antigua sentencia lo haya dicho (STS 18.11.1915); y al contrario, si el testador manifiesta de palabra su aprobación, pero no lo firma, no existe testamento.
Paralelamente, los elementos de la autorización, el signo, firma y rúbrica del notario (RN, art. 195.3), son también escritos -manuscritos-,  única forma que tiene el notario de autorizar el instrumento público.
El principio de la forma escrita, abarcando la totalidad del texto y de la declaración de voluntad, constituye la base imprescindible de una de las notas de la fe pública, la integridad, proclamada por el art. 17 bis de la Ley de Notariado (Ley 24/2001, 2.3.b), ‘su contenido se presume veraz e íntegro’. ‘El resto de la realidad no narrado no ha sido consentido, y su omisión es sinónima de inexistencia’ (Núñez-Lagos), incluso a fines interpretativos (CC, art. 1282), porque lo que el instrumento no dice, tampoco nosotros debemos decir, axioma común en la boca de los Doctores según Pareja y Quesada. He aquí la trascendencia de este principio de la forma escrita.     

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