ENSXXI Nº 26
JULIO - AGOSTO 2009
JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
Notario
EL ROMANTICISMO ALEMÁN
Aclaremos que no hay acuerdo sobre qué debe entenderse por romanticismo. Si consultas el clásico Essays in the History of Ideas de Lovejoy averiguas que ya en 1828 dos importantes eruditos trataron de acertar con su definición y tras 12 años de sufrimiento renunciaron desilusionados, y acudes al Profesor Vermeylen te encuentras con que en 1925 recopiló hasta 50 acepciones, todas pertinentes.
Pero sí lo hay en que el romanticismo ha sido uno de los movimientos culturales más fértiles en arte y filosofía de nuestra civilización. Singularmente en Alemania, cuna y santuario de este movimiento, que ya en la segunda mitad del siglo de las luces empezó a enarbolar la bandera del sentimiento y la libertad creativa frente al racionalismo que desde Francia irradiaba despóticamente a toda Europa.
También hay acuerdo en que las concreciones-prototipo del romanticismo, con las que se suele identificar este movimiento surgieron en la esfera del arte, especialmente en la música, cuyos mejores genios, desde el último Mozart y Beethoven hasta Mahler, pasando por Wagner, Schubert, Schumann o Mendelsson, encontraron en los predicados del subjetivismo expresivo que proponía el romanticismo el campo más adecuado para desarrollar su genio creativo, erigiendo uno de los monumentos artísticos más importantes y nunca superado de la humanidad, la música romántica alemana.
Pero este resultado artístico con el que se identifica el movimiento no fue gratuito ni casual, sino una consecuencia natural de la grieta ideológica que una pléyade de pensadores, guiados por la misma obsesión, iban abriendo en el racionalismo imperante en Europa como consecuencia del triunfo que el culto a la diosa razón había logrado sobre el oscurantismo de la época anterior. El romanticismo no nació como movimiento artístico sino ideológico.
Era un movimiento intelectual y de una ambición arrolladora. Detrás de la idea revolucionaria de renovar el concepto de razón para que la vida y el genio brotaran con libertad y se desarrollaran con fuerza creativa que predicaba Johann G. Herder, alumno de Kant y maestro de Goethe a quien atrajo al movimiento, y detrás de una simple pieza teatral, Sturm und Drang, estrenada en 1776 que propugnaba como fuente de inspiración el sentimiento en vez de la razón y que congregó bajo su lema “tempestad e ímpetu” a una generación ilusionada de poetas y literatos, latía la fuerza contenida de una masa de pensadores que, abriendo brecha en el despotismo de la razón, aspiraban a arrebatar a Francia la bandera de las ideas y convertirse en líderes intelectuales de Europa. La población alemana, propensa a la lectura por su dispersión y aislacionismo, era ya la más culta de Europa; entre 1750 y 1800 se había duplicado el número de los que sabían leer y se había multiplicado la producción de libros --recordemos que Schiller llamó a su época el siglo manchado de tinta--. No es pues de extrañar que en este clima brotara una generación de jóvenes inquietos que se enfrentaran al orden establecido y se apasionaran con el cultivo del sentimiento, de la intuición y del subjetivismo creativo, --también, es cierto, de la exaltación y la fantasía, el abismo y el suicidio, lo que a la larga fue fatídico--. Con este credo, y bajo la idea de que el espíritu solo puede hallar en sí mismo, en el interior de su propia conciencia, la realidad que le corresponde, aquellos geniales pensadores se lanzaron a la gran aventura de desentrañar los recovecos del pensamiento, y erigieron otro de los grandes monumentos de la humanidad, esta vez a la especulación intelectual, el idealismo filosófico y la más profunda realización del subjetivismo creativo, la metafísica, la que se ha llamado cámara del tesoro de la historia del espíritu.
Rüdiger Safranski, a un tiempo filósofo, ensayista y comunicador, ha abordado la ambiciosa tarea de describir el nacimiento y la evolución del Romanticismo en una obra (Romanticismo, Tusquets Editores, 2009) que en el subtítulo, “Una odisea del espíritu alemán”, define con exactitud su proyecto, pues el movimiento romántico nació en Alemania y este país encontró en sus parámetros el cauce adecuado para desarrollar su máxima capacidad creativa en arte y filosofía.
"Detrás de una simple pieza teatral, Sturm und Drang que congregó bajo su lema 'tempestad e ímpetu' a una generación ilusionada de poetas y literatos, latía la fuerza contenida de una masa de pensadores que, abriendo brecha en el despotismo de la razón, aspiraban a arrebatar a Francia la bandera de las ideas y convertirse en líderes intelectuales de Europa"
La obra tiene dos partes. En la primera describe la evolución del romanticismo desde el mismo día de su nacimiento, que Safranski data en el 17 de Mayo de 1769. Fue el día en que un aventurero del espíritu, el abate Johann Gottfried Herder se despide de su comunidad y embarca en una nave que llevaba centeno y lino a Nantes para ver el mundo sin preocupación y reconocer su mismidad creadora.
A partir de esa fecha Safranski analiza los hitos esenciales de desarrollo de este movimiento: el culto a los “genios del ímpetu” que promueve “Sturm und drang”, la aparición de Goethe y su marcha en 1776 a Weimar, ciudad que convirtió en “cuartel general de lo genial”, el entusiasmo de los románticos por la Revolución francesa que se esfumó en un soplo el día de la coronación de Napoleón. La importante incorporación de Schiller, la llegada de Schlegel, inventor de la ironía romántica, la irrupción en 1794 en Jena, santuario entonces del movimiento romántico, de Fichte… Son jalones del romanticismo que Safranski describe de forma apasionada y amena. Fichte, el gran Fichte, inició ante Schlegel, Schiller, Novalis y Holderlin, la profundización y endiosamiento del “yo”, la especulación sobre el yoismo, el no-yo y la haecceitas, y lo hizo en forma tan aparatosa y contundente que terminó despertando el sarcasmo del propio Goethe. También en Jena brilló la inspiración de Tieck en la ruta del misterio, y deslumbró la brillante y fugaz aparición de Novalis, en el que todos vieron al imperator de la vida espiritual de Alemania, tótem romántico muerto a los 29 años, creador del “idealismo mágico” y del “romanticismo místico” etc. e inspirador de todos los movimientos ulteriores de la llamada Alemania sagrada.
Despierta curiosidad el nacimiento del nacionalismo que, contra lo que se dice y piensa, no figuraba en la carta de origen del romanticismo. El romanticismo, como todos los movimientos artísticos, nació con vocación de universalidad, y así lo predicaron expresamente Schiller y Novalis. El cambio, según Safranski, sobrevino con Fichte, quien en sus Discursos a la nación alemana de 1807 y 1808 desplazó el acento de la libertad desde el ámbito interno al externo y declaró no ser el yo el sujeto de la libertad sino la patria, preconizando así la autoafirmación de la nación entendida como un deber. Parecía solo un guiño a la Prusia que acababa de derrotar Napoleón, pero enterró aquel perfil universalista y cosmopolita del primer Romanticismo, como consecuencia de la exaltación melancólica y engrandecida de lo propio que despertaría inexorablemente el desprecio de lo ajeno.
Heildelberg fue cuartel principal de lo romántico entre 1806 y 1808, como Berlín lo fue después, cuando Hegel fue elegido rector de su Universidad y el gobierno le otorgó al tiempo el cargo de plenipotenciario estatal para el control de la institución, lo que aunó en su persona la autonomía del espíritu universal y a la vez su superación. Ahí, en la década de 1820, cuando empezaba a conocerse el movimiento en el resto de Europa, termina para Safranski la época romántica, a la que dedica la primera parte de su trabajo.
Acaba la época romántica pero no el romanticismo. Todo lo contrario. El romanticismo como actitud del espíritu penetró tan profundamente en el espíritu alemán que se mantuvo predominante en la cultura alemana durante décadas. Heine, Marx, Wagner y Nietsche…son tributarios netos, incluso hitos, de este movimiento cultural. También Thomas Mann, tan distinto, se creyó obligado a defender la cultura romántica de su patria frente a la civilización occidental.
La realidad es que el Romanticismo había logrado tal prestigio en Alemania que no solo señoreó los movimientos culturales y artísticos durante décadas. También las doctrinas sociales y políticas buscaban su justificación en los parámetros románticos que para todos representaban más fielmente que ningún otro el espíritu alemán.
Y hasta la mayor tragedia de este pueblo, la siniestra aventura nazi, quiso encontrar en el Romanticismo su justificación y su marchamo. Ya antes de que Hitler tomara el poder, algunos filósofos, como Tillich, y algunas de las voces críticas de la República de Weimar, incluso Heidegger que desde Friburgo conjuraba el temple romántico del instante y la decisión, habían incluido el movimiento nacional-socialista y otras agrupaciones populares y nacionalistas, dentro de los movimientos románticos. Los nazis desde luego aprovecharon la fascinación de este movimiento: frente al sistema parlamentario de Weimar, que era mecánico, atomista y extraño al pueblo, pregonaba Goebels, era preciso un Romanticismo de acero. Hoy pocos ponen en duda esta nefasta influencia. Dos pensadores tan solventes como Lukacs e Isaiah Berlín coinciden en que el Romanticismo alemán, al poner en juego un genial desenfreno y la imaginación subjetiva, condujo a la destrucción de los tradicionales órdenes políticos e incubó monstruos que rendían homenaje al principio de que la voluntad creadora individual es más fuerte que toda estructura objetiva del mundo. Pese a quien pese, hay un enlace fatal del furor destructor de Hitler con la actitud romántica de aquellos genios que crearon sus mundos subjetivos y los contrapusieron a la realidad con plena conciencia de sí mismos. Hitler es una encarnación perversa del yo de Fichte. El nacional-socialismo fue, en el fondo, un romanticismo pervertido o si se quiere un Romanticismo salvaje.
No todo es, pues, positivo en un movimiento cultural tan brillante. Safranski termina reconociendo que si el Romanticismo fue capaz de engendrar obras artísticas y filosóficas geniales, por su amor a los extremismos, al riesgo, al exceso y al abismo no es adecuado para la Política, que debe mantenerse siempre en parámetros sobrios de compromiso y racionalidad. No es deseable una política aventurera, como proponía la actitud romántica de los revolucionarios del 68 que pedían la imaginación al poder. Como tampoco lo es una cultura políticamente correcta.
El Romanticismo alemán ha sido uno de los movimientos culturales más fecundos de la Humanidad; pero su transposición al ámbito político con la encarnación perversa del sujeto autodivinizado en un fuhrer, fue una catástrofe. Ahora puede entenderse esa frase que uno de los epígonos del Romanticismo, el creador del Werther, J. W. Goethe, pronunció en su ancianidad: Yo llamo clásico a lo que está sano y romántico a lo que está enfermo. Pero el legado romántico, aun enfermo, es genial.
ANATOMÍA DE UN INSTANTE
No se trata de un libro más sobre el 23-F. Tampoco es probable que sea el último. Pero siempre será una obra imprescindible y de referencia sobre las raíces del intento del golpe de Estado militar en Madrid, España, en 1981, hace poco más de 20 años.
Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres 1962) es un novelista de éxito, un escritor culto y riguroso, poco propenso a hacer concesiones a la galería, y cuyas obras muy valoradas en círculos intelectuales, han conseguido además una importante aceptación popular en España, -recordemos el éxito de “Soldados de Salamina”-, y en el extranjero --- han sido traducidas a más de 20 idiomas--.
De hace tres años, de febrero de 2006, data su obsesión con el 23-F. En ese periodo ha leído cuantos libros se han escrito, ha consultado revistas y periódicos, ha buceado en el sumario del juicio, ha hablado con testigos y protagonistas y se ha entrevistado con cuantos políticos, militares, periodistas, espías o ciudadanos se relacionaron con el 23-F o con sus antecedentes. Pensaba escribir una novela, incluso, dice, la novela de estos hechos le perseguía. Pero sus pesquisas le convencieron de que los hechos que iba averiguando tenían tal fuerza dramática y tal potencial simbólico que ningún fabulador los podría acrecentar. Cambió entonces su propósito, desechó su intento de novelar y decidió limitar su trabajo a describir la realidad “deslumbrante” de uno de los episodios más extraordinarios de nuestra historia, la crónica de una neurosis colectiva o de una paranoia general. Surgió así esta obra, Anatomía de un instante, Mondadori, 2009, que no es fácil catalogar. El autor no interviene al modo de un historiador, ni de un periodista ni de un escritor de ficciones al uso. La escrupulosa fidelidad a los hechos que preside su trabajo le acerca a las narraciones históricas, su intuición para recomponer ausencias y silencios le aproxima a la novela, su análisis de los personajes y sus conductas encaja en el ensayo; su fijación obsesiva y recurrente en el gesto de los tres parlamentarios que retan a los golpistas es un ejemplo de psicoanálisis. Y la narración fiel, esclarecedora y elegante de los hechos se acredita por si sola como una bella crónica literaria.
"Desechó su intento de novelar y decidió limitar su trabajo a describir la realidad 'deslumbrante' de uno de los episodios más extraordinarios de nuestra historia, la crónica de una neurosis colectiva o de una paranoia general"
Da igual. En esta obra en realidad se produce un cruce de géneros que, esto es lo que importa, da lugar a una obra literaria magistral, una narración esclarecedora, documentada y coherente de los hechos acaecidos el 23-F y de los objetivos que perseguían los personajes activos y pasivos de la trama.
Cercas no aparta nunca su punto de mira de la imagen estatuaria de Suárez, Carrillo y Mellado entre escaños vacíos, frente a los golpistas; vuelve una y otra vez su objetivo a esta imagen espectral para ahondar en el análisis del gesto, heroico y grotesco a la vez, de los tres insumisos, y profundiza con agudeza e ingenio en el significado de ese gesto, utilizando para ello todos sus recursos literarios, que le sobran y de los que hace gala, para brindarnos una esplendida crónica histórica y psicológica del golpe. Literariamente la obra no admite crítica. En un lenguaje distinguido, aunque en ocasiones resulta barroco o redundante, sus reflexiones y ensimismamientos sobre esa imagen que obsesivamente le atormenta le conducen invariablemente a la comparación y la paradoja. Similitudes y diferencias más o menos pertinentes pero en todo caso ingeniosas y fundadas entre los tres golpistas, Tejero, Milans y Armada. Similitudes y diferencias entre los tres audaces que ante las balas permanecieron impertérritos, Carrillo, Mellado y Suárez. Y paradojas, muchas paradojas fruto de sus cavilaciones sobre esa imagen y gesto obsesivos que componen el instante que anatomiza hasta la extenuación en su libro. El gesto desafiante de Mellado oponiéndose a los golpistas fue un gesto de expiación de su culpa por el golpe del 18 de julio en que participó. Paralelamente, el gesto de Carrillo, que también participó de joven en un levantamiento armado contra la república, la revuelta de Asturias, es el gesto de un hombre que tras haber combatido a muerte la democracia, la construye ahora el 23-F en un acto de expiación de su error de juventud.
"En esta obra en realidad se produce un cruce de géneros que, esto es lo que importa, da lugar a una obra literaria magistral, una narración esclarecedora, documentada y coherente de los hechos acaecidos el 23-F y de los objetivos que perseguían los personajes activos y pasivos de la trama"
Y sobre todo paradojas sobre Suárez, objetivo máximo de su análisis. Aunque los militares golpistas se rebelaron contra la democracia que éste representaba, nunca Suárez encarnó la democracia con plenitud hasta ese instante del 23-F, cuando permaneció en su escaño mientras zumbaban a su alrededor las balas. El gesto de coraje de Suárez es la pose de un actor consumado (Suárez siempre posaba en público, era esa su fortaleza; a menudo posaba en privado, esa era su debilidad), pero su temeridad ante las balas en el Congreso no fue dictada por el instinto sino por la razón. Un mes antes, Suárez, acorralado por todos, hasta por su propio partido, dimite por decisión propia como Presidente de Gobierno, y lo hace para obtener esa legitimación como Presidente de Gobierno que siempre se le había discutido, fue una forma de protegerse y dignificarse a si mismo, recobrando su mejor yo para retornar al poder. Todo paradojas.
Y sobre todo la que envuelve toda la narración. El 23-F no fue un triunfo total de la democracia como se dijo, sino todo lo contrario. Fue un fracaso general del sistema democrático. En contra de lo que se proclamó, ni el golpe carecía de respaldo social, ni la actitud de la ciudadanía fue ejemplar, ni el comportamiento de los partidos políticos y sindicatos fue responsable ni los medios de comunicación y las instituciones democráticas hicieron nada por frustrar el golpe, y apenas hubo un gesto de rechazo público al golpe. Esa fue la respuesta popular al golpe, ninguna, dice Cercas.
Y en ese instante que vivisecciona, la imagen de la portada, Suárez y Tejero entre bancadas vacías, encuentra Cercas la paradoja malvada, la de preguntarse si los diputados que el 23-F se escondieron bajo sus escaños no encarnaban mejor la voluntad popular que quienes no es escondieron.
Es un best-seller, además de un libro de referencia.