ENSXXI Nº 26
JULIO - AGOSTO 2009
LUIS MIGUEL GONZÁLEZ DE LA GARZA
Doctor en Derecho Constitucional –UNED- y Abogado
En la sociedad del riesgo, en la que evolucionan y se desarrollan las modernas democracias, la filosofía jurídica debe seguir reivindicando un papel relevante relacionado con la elaboración de una nueva deontología pública, adaptada a las nuevas realidades y necesidades que el desarrollo tecnológico precisa para que la dignidad del ser humano no sea irreversiblemente dañada por los posibles cursos causales ordinarios que las diversas ciencias en su desarrollo y evolución futura pueden proyectar sobre ésta.
Lo anterior es relevante en relación con la formación que los futuros juristas recibirán para afrontar con solvencia las tareas ordinarias de sus profesiones, precisamente, en un marco acentuadamente tecnológico en el que progresivamente se verán expuestos a retos intelectuales para los que las herramientas jurídicas tradicionales pueden ser insuficientes. Así y por ejemplo, todas aquellas actividades de regulación cada vez más directamente relacionadas con las biotecnologías que abarcan diversos campos de estudio interconectados como: la biología reproductiva humana; la biología industrial (farmacología); la regulación de biología de ecosistemas y cambio climático, etc. Las cada vez más apremiantes necesidades de regulación de la privacidad en los nuevos entornos tecnológicos como las telecomunicaciones por Internet, que exponen la privacidad e intimidad de los ciudadanos a nuevos riesgos para los que la falta de experiencia derivada de modelos de equivalencia previos pueden fácilmente erosionar importantes parcelas de libertades y derechos fundamentales que, por su dificultad de comprensión, son ignorados por los ciudadanos, pero que en la práctica pueden ser y de hecho son desconocidos en alta medida por las autoridades públicas. Lo anterior puede extenderse a otras parcelas de regulación del riesgo como la energía nuclear, gestión de residuos radioactivos, efectos colaterales de los accidentes nucleares, etc., o afectar igualmente a la regulación normativa del aborto o la eutanasia por poner de manifiesto tan sólo algunos de los nuevos entornos propios y característicos de una sociedad tecnológica. En la sociedad pluralista de riesgo de nuestra época, recordaba Kaufmann, tiene el hombre que actuar impetuosamente sobre el mundo, sin poder disponer siempre de antemano de normas seguras; es decir, tiene que actuar con riesgo. Sin duda, existían también en épocas primitivas constelaciones en las que había que tomar decisiones riesgosas, pero ellas no eran típicas de las relaciones de entonces. Para nuestra época sí lo son. Como ha sintetizado en fórmula esclarecedora Jonas: “los errores mecánicos son reversibles; los errores biogenéticos, irreversibles”. En este sentido, se han postulado algunos modelos institucionales cuyo objetivo es, precisamente, minorar tales riesgos de los que no podemos hablar aquí.
"En la sociedad pluralista de riesgo de nuestra época, recordaba Kaufmann, tiene el hombre que actuar impetuosamente sobre el mundo, sin poder disponer siempre de antemano de normas seguras; es decir, tiene que actuar con riesgo"
Como vemos, el progreso tecnológico si bien abre ciertamente nuevas vías de solución a problemas antaño irresolubles, crea igualmente nuevos retos e incertidumbres, a veces completamente irreversibles, que es preciso abordar con un instrumental de nuevo diseño, pero sólo en parte. Ahora bien, y recordando las palabras de Marco Aurelio en relación con que “se haga lo que se haga los hombres siempre serán los mismos”, ciertamente, el componente intelectual humano que se encuentra detrás de cada decisión, de la adopción de cada medida, de la aplicación y regulación de la técnica, será precisamente la de aquel ser humano que en 3000 años de evolución cultural reciente biológicamente en nada se distingue de hombres y mujeres de los pueblos mesopotámicos, es decir, la biología humana y, específicamente, el cerebro del hombre no ha experimentado ninguna modificación estructural y evolutiva como confirman nuestros conocimientos biológicos en el breve período histórico señalado. En otras palabras, y con Simon, somos criaturas de racionalidad limitada, exactamente tan limitada como la de aquellos hombres, la diferencia incremental se debe, al menos en parte, a las instituciones que nos proporcionan un medio estable que ofrece un mínimo de racionalidad posible. Dependemos de esta estabilidad de nuestro complejo medio institucional para estar en posibilidades de efectuar cálculos razonables y estables en cuanto a las consecuencias de nuestra conducta, tanto individual como colectiva. Instituciones culturales formales e informales que no han hecho sino crecer, multiplicarse y perfeccionarse sistemáticamente. Este complejo institucional tiene, como una de sus más importantes misiones, crear “confianza racional y coherencia”, es decir, la confianza es un mecanismo de reducción temporal de la complejidad social que permite ofrecer seguridades a planificaciones y orientaciones dirigidas al futuro, la reducción de la complejidad no debe entenderse como una eliminación de los riesgos eventuales, ya que la confianza es una apuesta, hecha en el presente, dirigida hacia el futuro, pero basada en datos del pasado, como argumentara Luhmann. Por último, no debemos olvidar, como señalara Nagel, que el argumento de que ya conocemos los principios básicos de la moralidad y de que los problemas aparecen a la hora de interpretarlos y aplicarlos, es una de las más fantásticas presunciones de la que se haya dejado persuadir nuestra presuntuosa especie (la idea de que no pueda hablarse de que exista la verdad en este terreno si no podemos conocerla con facilidad no es menos presuntuosa, como precisara Sen). No toda nuestra ignorancia en estos campos es ética, pero sí lo es una gran parte. Y la idea de la posibilidad del progreso moral es una condición esencial del progreso moral. Éste no es inevitable en absoluto. En otras palabras, nuestra evolución ética y moral no se ha desarrollado sincrónicamente con el progreso y avance de la ciencia y de la técnica.
"El progreso tecnológico si bien abre ciertamente nuevas vías de solución a problemas antaño irresolubles, crea igualmente nuevos retos e incertidumbres, a veces completamente irreversibles"
La filosofía jurídica, por lo tanto, tal vez más imbricada con la psicología moderna, debería ofrecer en el marco de los estudios jurídicos no sólo una descripción histórica del desarrollo y evolución del pensamiento, sino, y también, una imagen científica de los fundamentemos de la conducta humana, es decir, proporcionar no solamente una fuente de conocimientos de la cultura y del pensamiento filosóficos, proporcionando aquella experiencia que hace posible una visión de la profundidad de campo del objeto de estudio, sino ofrecer, simultáneamente, el fundamento biológico que subyace tanto al aprendizaje como la explicación básica de la conducta humana; ciertamente el objetivo es complejo, probablemente utópico por la fragmentación de los ámbitos interdisciplinares, pero merece al menos ser considerado como una fórmula para proporcionar los elementos de una posible y deseable evolución de la filosofía en el marco de los estudios jurídicos. La finalidad es clara, se trata de que los juristas tengan permanentemente presente en los nuevos campos de regulación los fundamentos de un pensamiento no dominado exclusivamente por las especialidades y desconectado, por lo tanto, de una comprensión de la dimensión humana crítica que toda regulación debe estar llamada a satisfacer evitando o, en el peor de los casos, limitando aquella barbarie del especialísimo justamente denunciada por Ortega, la cual hay que decir, desafortunadamente, es propia también del campo jurídico tan pronto éste es desposeído de armas y bagajes intelectuales capaces de proporcionar la visión de conjunto o multidisciplinar que la filosofía puede y debe aportar a la actividad del jurista. Todos estos desafíos se proyectan, fundamentalmente, sobre concepciones basadas en las tradiciones constitucionales. Pero, lo relevante, es que inciden en el ámbito de lo que Sunstein denomina los “acuerdos incompletamente teorizados”, es decir, se manifiestan específicamente en los márgenes de conceptuación e interpretación derivados tanto de las ambigüedades latentes, meramente estructurales características de los enunciados iusfundamentales, como de los márgenes de intervención política indeterminados por el constituyente, pero determinables por la evolución contextual del ámbito de apreciación del legislador ordinario o, en su caso, orgánico. En un nivel de mayor abstracción, y siguiendo a Monod y a Dennett, si es legítimo considerar que el pensamiento reposa sobre un proceso de simulación subjetiva, es preciso admitir que el alto desarrollo de esta facultad en el hombre es resultado de una evolución en el curso de la cual es en la acción concreta, preparada por la experiencia imaginaria, donde la eficacia de este proceso, su valor de supervivencia, ha sido probado por la selección. Es pues, por su capacidad de representación adecuada y de previsión exacta, confirmada por la experiencia concreta, por la que el poder de simulación del sistema nervioso central, en nuestros antepasados, ha sido empujado hasta el estado alcanzado por el Homo Sapiens. Instrumento de anticipación, enriqueciéndose sin cesar de los resultados de sus propias experiencias, el simulador –la mente humana- es el instrumento del descubrimiento y de la creación. Es el análisis de la lógica de su funcionamiento subjetivo el que ha permitido formular las reglas de la lógica objetiva y crear nuevos instrumentos simbólicos, como las matemáticas. Grandes espíritus (Einstein, por ejemplo) a menudo se maravillaban, con razón, del hecho de que los entes matemáticos creados por el hombre puedan representar tan fielmente la naturaleza sin deberles ellos nada a la experiencia. Nada, es cierto, a la experiencia individual y concreta, pero todo a las virtudes del simulador forjado por la experiencia innumerable de nuestros humildes antepasados. Confrontando sistemáticamente la lógica y la experiencia, según el método científico, es de hecho toda la experiencia de nuestros antepasados la que confrontamos con la experiencia actual.
"La filosofía jurídica, tal vez más imbricada con la psicología moderna, debería ofrecer en el marco de los estudios jurídicos no sólo una descripción histórica del desarrollo y evolución del pensamiento, sino, y también, una imagen científica de los fundamentemos de la conducta humana"
Esa experiencia, acuñada penosa y trabajosamente a lo largo de períodos temporales extraordinariamente dilatados y articulada en concepciones filosóficas históricas múltiples y diversas, se ha consolidado, también, en parcelas, como las que describen los principios y fundamentos de los derechos humanos, por ejemplo. En éste sentido, es de destacar la notable tesis que concibe los derechos humanos como funciones de estatus, como genuinos poderes deónticos que se imponen sobre las personas y sólo pueden funcionar por aceptación colectiva, como razones para la acción independientes del deseo, teoría propugnada por John Searle y a la que aquí no podemos dedicar atención. Pero una pregunta que es preciso plantear, en relación con el objeto de nuestro artículo, es la tan persistente como importante respuesta que se ofrece a la cuestión de si es necesario admitir definitivamente que la verdad objetiva, científica y la teoría de los valores constituyen para siempre dominios opuestos impenetrables uno por el otro, pregunta a la que la filosofía se ha enfrentado una y otra vez desde diversos planos de análisis. En opinión de Monod, a la que en éste punto nos adherimos, la tesis de la separación es errónea y ello sintéticamente por dos razones: en primer lugar, desde luego, porque los valores y el conocimiento están siempre y necesariamente asociados tanto en la acción como en el discurso; y porque la definición misma del conocimiento “verdadero” se basa, en último término, en un postulado de orden ético. Veamos con algún detalle los argumentos que el autor francés y premio Nobel aduce en relación con las razones señaladas. La ética y el conocimiento están inevitablemente ligados en la acción y por ella. La acción pone en juego, a la vez, el conocimiento y los valores. Toda acción significa una ética, escoge o rechaza ciertos valores; constituye unos valores escogidos, o lo pretende. Pero, por otra parte, un conocimiento es necesariamente supuesto en toda acción, mientras que en compensación, la acción es una de las dos fuentes necesarias del conocimiento. Si no estoy confundido, lo que Monod advierte, y en lo que parece coincidir con Hilary Putnam, es que los juicios de valor son esenciales a la práctica científica misma. No se refiere Putnam, únicamente, a la clase de juicios de valor que llamamos morales o éticos: los juicios acerca de la “coherencia”, la “plausibilidad”, la “razonabilidad”, la “simplicidad”, la “elegancia” y similares, son todos ellos juicios de valor en el sentido de Charles Pierce, juicios sobre lo que él llamaba lo “admirable” en el modo (científico) de comportarse. Como resume Putnam, en la física se presuponen juicios de coherencia, simplicidad, etc., y, sin embargo, la coherencia, la simplicidad y otros son valores.
"El conocimiento en sí mismo es exclusivo de todo juicio de valor mientras que la ética, por esencia no objetiva, está por siempre excluida del campo del conocimiento"
Desde el momento en que se propone el postulado de objetividad, como condición necesaria de toda verdad en el conocimiento, una distinción radical, indispensable en la búsqueda de la verdad, es establecida entre el dominio de la ética y el del conocimiento. El conocimiento en sí mismo es exclusivo de todo juicio de valor (en tanto que “de valor epistemológico”) mientras que la ética, por esencia no objetiva, está por siempre excluida del campo del conocimiento. En definitiva, es ésta distinción radical la que ha creado a la ciencia. El postulado de objetividad impide, al mismo tiempo, toda confusión entre juicios de conocimiento y juicios de valor. Pero sucede que estas dos categorías están inevitablemente asociadas en la acción, comprendido el discurso. Para ser fieles al principio, juzgaremos pues que todo discurso o acción no debe ser considerado como significante, como auténtico, más que si o en la medida que explicita y conserva la distinción de las dos categorías que él asocia. La noción de autenticidad deviene, así definida, el dominio común donde se reúne la ética y el conocimiento; donde los valores y la verdad, asociados pero no confundidos, revelan su entera significación al hombre atento que experimenta la resonancia. Por el contrario, el discurso inauténtico, en el que las dos categorías se amalgaman y confunden, no puede conducir más que a los contrasentidos más perniciosos, a las mentiras más criminales, aunque sean inconscientes. En palabras de Poincaré, si no debemos tener miedo a la verdad moral, con mayor razón es necesario no temer a la verdad científica. En primer lugar, no puede estar en conflicto con la moral. La moral y la ciencia tienen sus dominios propios, que se tocan pero que no se penetran. Una nos muestra a qué blanco debemos apuntar; la otra, dado el blanco, nos hace conocer los medios para alcanzarlo. Nunca pueden, pues, oponerse, porque no pueden encontrarse. No puede haber, por eso, ciencia inmoral, como no puede haber moral científica. Se ve perfectamente que es en el discurso político donde esta peligrosa amalgama se practica de forma más constante y sistemática. Y ello no sólo por los políticos de vocación profesionales, añadiríamos nosotros, los mismos hombres de ciencia, fuera de su dominio, se revelan a menudo peligrosamente incapaces de distinguir la categoría de valores de la del conocimiento. En un sistema objetivo toda confusión entre conocimiento y valores está prohibida. Más, y éste es el punto esencial, la articulación lógica que asocia, en la raíz, conocimiento y valores, ésta prohibición, este “primer mandamiento” que funda el conocimiento objetivo, no es en sí mismo y no sabría ser objetivo: es una regla moral, una disciplina. El conocimiento verdadero ignora los valores, pero hace falta para fundamentarlo un juicio o más bien un axicma de valor. Es evidente que el plantear el postulado de objetividad como condición del conocimiento verdadero constituye una elección ética y no un juicio de conocimiento ya que, según el mismo postulado, no podía haber conocimiento “verdadero” con anterioridad a esta elección arbitraria.
"En palabras de Poincaré, si no debemos tener miedo a la verdad moral, con mayor razón es necesario no temer a la verdad científica"
El postulado de objetividad para establecer la norma del conocimiento define un valor que es el mismo conocimiento objetivo. Aceptar el postulado de objetividad es, pues, enunciar la proposición de base de una ética: la ética del conocimiento. En la ética del conocimiento, es la elección ética de un valor primitivo la que funda el conocimiento. Por ello difiere radicalmente de las éticas animistas que en su totalidad se consideran fundadas sobre el “conocimiento” de leyes inmanentes, religiosas o “naturales”, que se impondrían al hombre. La ética del conocimiento no se impone al hombre; es él, al contrario, quien se la impone haciendo de ella axiomáticamente la condición de autenticidad de todo discurso o de toda acción. El Discurso del Método propone una epistemología normativa, pero es preciso leerlo también y, ante todo, como meditación moral, como ascesis del espíritu. El discurso auténtico funda, a su vez, la ciencia y entrega a las manos de los hombres los inmensos poderes que hoy le enriquecen y le amenazan, le liberan pero también podrían esclavizarle. Las sociedades modernas, tejidas por la ciencia, viven de sus productos, han devenido dependientes como un toxicómano de su droga. Ellas deben su poderío material a esta ética fundadora del conocimiento, y su debilidad moral a los sistemas de valores, arruinados por el mismo conocimiento, a los que intentan aún atenerse, contradicción moral que argumenta Monod. La ética del conocimiento defiende un valor trascendente, el verdadero conocimiento, y propone al hombre no sólo servirse de él, sino en adelante servirlo por una elección deliberada y consciente. Sin embargo, ella es también un humanismo, ya que respeta en el hombre al creador y depositario de esa trascendencia. La ética del conocimiento es, igualmente, en un sentido, “conocimiento de la ética” de los impulsos, de las pasiones, de las exigencias y de los límites del ser biológico. En el hombre, ella sabe ver el animal, no sólo absurdo sino extraño, precioso por su extrañeza misma. El ser que, perteneciendo simultáneamente a dos reinos, la biosfera y el reino de las ideas, está a la vez torturado y enriquecido por este dualismo desgarrador que se expresa tanto en el arte como en el amor humano. La mayoría de los sistemas animistas, por el contrario, han querido ignorar, envilecer o constreñir al hombre biológico, horrorizarle o aterrorizarle con ciertos rasgos inherentes a su condición animal. La ética del conocimiento, por el contrario, estimula al hombre a respetar y asumir ésta herencia, sabiendo cuando es necesario dominarla, lo que, a nuestro juicio, no será en ningún sentido tarea sencilla. En cuanto a las más altas cualidades humanas, el ánimo, el altruismo, la generosidad, la ambición creadora, la ética del conocimiento, aún y reconociendo su origen socio-biológico, afirma también su valor trascendente al servicio del ideal que ella define.
"El postulado de objetividad para establecer la norma del conocimiento define un valor que es el mismo conocimiento objetivo. Aceptar el postulado de objetividad es, pues, enunciar la proposición de base de una ética: la ética del conocimiento"
El resumen compacto de las ideas de Monod, cuestionable en algunos aspectos, en relación con la ética del conocimiento, creo que desvela un posible rumbo fructífero hacia el que dirigir las investigaciones filosóficas de las próximas décadas; a la vista de lo expuesto parece que queda mucho por construir, indudablemente los riesgos de la ética del conocimiento no son en absoluto menores y está justificado, como recuerda el propio autor, el miedo al sacrilegio: el atentado a los valores. Es muy cierto –sostiene Monod- que la ciencia atenta contra los valores. No directamente, ya que no es juez y debe ignorarlos; pero ella arruina todas las ontologías míticas o filosóficas sobre las que la tradición animista, de los aborígenes australianos a los dialécticos materialistas, hacen reposar los valores, la moral, los deberes, los derechos, las prohibiciones. Si se acepta este mensaje en su entera significación, le es muy necesario al Hombre despertar de su sueño milenario para descubrir su soledad total. El sabe ahora que, como un Zíngaro, está al margen del universo donde debe vivir. Universo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos y a sus crímenes. Pero entonces ¿quién define el crimen? ¿Quién el bien o el mal? Todos los sistemas de tradición iusnaturalista colocan la ética y los valores fuera del alcance del Hombre. Los valores no le pertenecen: ellos se imponen y es él quien les pertenece. Es entonces cuando el hombre moderno se vuelve hacia, o mejor, contra la ciencia de la que calibra ahora el terrible poder de destrucción, no sólo de los cuerpos, sino de la misma alma. Causas de esos temores y mecanismos de evasión que han sido bien definidos en sus líneas más fundamentales por Fromm. Dicho esto, no debemos olvidar como recodara Condorcet, que si nos limitáramos a mostrar las ventajas que se han obtenido de las ciencias en sus utilizaciones inmediatas, o en su aplicación a las artes, ya sea para el bienestar de los individuos, ya sea para la prosperidad de las naciones, no habríamos dado a conocer aún más que una pequeña parte de sus beneficios. El más importante tal vez sea el de haber destruido los prejuicios y enderezado, en cierta manera, la inteligencia humana, forzada a plegarse a las falsas direcciones que le imprimen las absurdas creencias transmitidas a la infancia de cada generación, con los terrores de la superstición y el miedo a la tiranía. Todos los errores en política, en moral, tienen por base unos errores filosóficos que, a su vez, están ligados a unos errores físicos. No existe un sistema religioso ni una extravagancia sobrenatural que no estén fundados en la ignorancia de la naturaleza. La ciencia posee, en efecto, una capacidad emancipadora extraordinaria para la evolución intelectual del ser humano y ciertamente ha cumplido y cumple rigurosamente con aquella promesa de dar a cambio de un error, una verdad, como señalara Cajal.
"La democracia del Estado de derecho no es una realidad substancial que pueda poseerse permanentemente, no es un estado donde pueda descansarse una vez alcanzado"
Las anteriores palabras describen con elocuencia el extraño vacío al que conduce necesariamente la ética del conocimiento, ahora bien y como sabemos, al menos desde Aristóteles, la naturaleza y dentro de ella la naturaleza humana aborrece el vacío -horror vacui-, vacío que tenderá a llenarse de forma casi automática ya que la máquina de “simulación” que constituye el cerebro humano no deja un momento de proponer esquemas de solución tentativos a los problemas que se encuentra permanente en su camino de progreso y evolución. No cabe duda que la innovación de respuestas a las preguntas que formula la ciencia sin pretensión alguna de respuesta ética, de forma continuada se producirán, desde esquemas conceptuales superados pero que, necesariamente, se actualizarán paulatinamente. La ciencia, como recordara Max Weber, es como un mapa: puede decirnos cómo llegar a un lugar determinado, pero no a dónde ir, es precisamente ese a dónde ir donde la filosofía del derecho tiene reservado quizás un papel central que desempeñar en el futuro, si la misma es capaz de reorientar su interés por los campos que se abren ante sí horadados por la ciencia. Horkhaimer señala en el prólogo de 1967 a su obra, “Crítica de la razón instrumental”, que los avances en el ámbito de los medios técnicos se ven acompañados de un proceso de deshumanización. Un ejemplo de tal deshumanización lo podemos encontrar en la paulatina inversión del postulado sostenido por Nozick, en parcelas sensibles como son el derecho procesal, penal y administrativo sancionador, cuando recordara el autor como regla que toda persona tiene derecho a que se determine su culpa por medio del menos peligroso de los procesos de determinación de culpa, esto es, por el procedimiento que tenga la menor probabilidad de encontrar culpable a una persona inocente. Lo indicado afecta tanto a la seguridad jurídica como a la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, principios consagrados en el art. 9.3 de la CE y que sufren una erosión relevante una vez que la técnica proporciona nuevas herramientas que vacían de contenido el sentido y alcance de tales principios en diversos contextos normativos. El progreso amenaza con destruir el objetivo que estaba llamado a realizar: la idea del hombre. La tecnología es, exactamente, lo que se pretenda que sea, ya que es meramente instrumental como señalara correctamente Schmitt. Es la idea del hombre la que no es, o más bien la que no debería ser, en ningún caso, instrumental y, en esa defensa -por que el hombre no sea un instrumento de la ciencia ni de otros hombres con Kant, si no un fin que no tiene otro propósito que reconocer, proteger y promover su dignidad como ser humano- es en la que debe concentrarse proactivamente la filosofía del derecho. Dignidad reconocida en el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948, que proclama que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. No se puede, en cualquier caso, olvidar ingenuamente que tal propósito está plagado de innumerables amenazas y condicionamientos de todo orden, género y magnitud debido a la propia naturaleza del ser humano y a las circunstancias en las que se ve envuelto, como describieran tan atinada como perspicazmente Séneca, Spinoza, Voltaire, John Locke o Popper, entre tantos otros. La democracia del Estado de derecho no es una realidad substancial que pueda poseerse permanentemente, no es un estado donde pueda descansarse una vez alcanzado. Democracia y Estado de derecho son algo procesal, que tiene que ser formado como tarea continua. Es por ello por lo que en un mundo donde se precipitan los riesgos se precisa, hoy más que nunca, una filosofía de la ciencia que desarrolle un rudimento de teoría deontológica general que sirva para objetivar aquellos aspectos de su actividad susceptibles de mostrarse irreversibles en sus efectos. Tan sólo la evolución de la moral, en parte al menos sustentada en algunos de los valores actualmente disponibles, puede ser capaz de preservar la dignidad del ser humano. La filosofía del derecho y el derecho Constitucional deberían jugar, en el sentido apuntado, un papel relevante afinando y reforzando sinergias interdisciplinarias necesarias y convenientes de modo que se afronte el futuro con algunas garantías adicionales de éxito en el respeto de la dignidad humana.
Abstract In this “risk society” that we live in where recognized democracies evolve and flourish, law philosophy should continue to vindicate a relevant role in putting together a new public deontology adapted to the new different realities and needs which are required by technological development in order to prevent human being dignity from being harmed by the possible course of events in the evolution and development of science, either on a transverse level or as a new formula to be incorporated in academic curriculums from middle school to higher education. The imprint of philosophy and of the science and the ethics of knowledge has to be necessarily included in the curricular program of the next generation of jurists. Philosophy will have to adjust and evolve in order to succeed within a program that we deem necessary and indispensable. |