ENSXXI Nº 29
ENERO - FEBRERO 2010
JUAN CRUZ
Periodista
Era muy especial José Hierro. Independiente como un material, como el oro, como una piedra, como una azada. Un ser humano que era de los pies a la cabeza un poeta, un hombre que rompió a manotazos la fama y el resto de las vanidades, y se gastó la vida haciendo feliz a su mujer, a sus hijos, a sus nietos, y al vecindario.
Con una azada en la mano le recuerdo en su casa de Los Cohonares de Titulcia, cerca de Chinchón. Su cabeza roja del sol, cultivando viñedos en medio de la soledad y de los ecos, mientras los demás esperábamos sus vasos de vino y su cordero asado, metidos en la tibieza honda de su casa, rodeado de familiares y amigos que le querían al extremo de la reverencia y la alegría. Era muy especial José Hierro. Ahora Visor ha publicado sus poemas completos, en una edición prologada por Julia Uceda y anota por Miguel García Posada. Es un libro contundente, como esa piedra roja que a veces parecía su cabeza de agricultor perdido en Los Cohonares. Y ahí puesto, encima de la mesa de madera, este libro parece ya un objeto imprescindible porque contiene a un hombre que fue una voz y también un grito. Un poeta que le quitó solemnidad a los versos para hacerlos esqueleto; lo que quería Unamuno de la poesía, lo que quiso Miguel Hernández, lo que la poesía es en esencia, eso cultivó Hierro, aquí está, todo entero, como un regalo que el pasado le hace al futuro para que se sepa qué es la poesía cuando se le despoja de los brocados.
"Su manera de mirar el arte (y para eso estaba allí, para hablar de arte, de dos pintores que fueron sus amigos, Pedro González y José Luis Toribio) era tan especial como él: aguerrido y metafórico, las cosas eran como se veían por dentro, y él tenía el aguijón poético presto para cumplir la tarea de mirar como si hubiera acompañado al artista en su dibujo"
Le conocí en Tenerife cuando ya él era un poeta muy famoso, de unos cincuenta años. Tenía tanta vida por detrás que podía decirse que era un veterano de guerra, un aviador salvaje perdido en un desierto, un amigo cuya mano pesaba sobre ti como un consejo. Un tipo vertical, horizontal, un hombre entero con una vida que parecía un milagro. Había sufrido cárcel y otras penurias, pero en ese momento era un hombre vestido de beis corriendo por las calles de Santa Cruz de una actividad a otra, soplando un aire que parecía la vida. Pepe Hierro. Su manera de mirar el arte (y para eso estaba allí, para hablar de arte, de dos pintores que fueron sus amigos, Pedro González y José Luis Toribio) era tan especial como él: aguerrido y metafórico, las cosas eran como se veían por dentro, y él tenía el aguijón poético presto para cumplir la tarea de mirar como si hubiera acompañado al artista en su dibujo.
Y su manera de escribir era cincelada, perfecta, como si antes de hacerlo ya lo hubiera hecho alguien aún más veloz que él y que habitaba en su cerebro. Ese era Pepe Hierro, uno de los seres más vitales que he conocido. Y había otro, el melancólico, el hombre dibujado en medio de las imperfecciones de la vida, buscando siempre, alentando siempre una nueva pasión para no perder la esperanza. Muchos años después de aquel encuentro en Tenerife y de aquellos mediodías calientes o fríos en Titulcia, le vi en Santander, a media mañana, tomando chinchón antes de una entrevista. Se ahogaba Pepe, ya no tenía aire, vivía en casa gracias a las bombonas fofas que el médico le aconsejaba tener al lado de la cama. Eran bombonas como de gas butano, y él las mostraba como trofeos inversos, la manera que tenía de respirar ya dependía de esos artilugios. Pero esta vez aún no andaba con bombonas; respiraba con una dificultad sin cuento, como quien sube por las escaleras de la piedra de una vida. Estábamos allí porque íbamos a hacer una entrevista de radio. Y cuando ya nos sentamos ante el micrófono, con los auriculares puestos, con su voz rota saliendo inquieta de su cuerpo cansado, tuvimos la ocurrencia de pedir a un íntimo amigo suyo, Aurelio Cantalapiedra, el que le acompañó hasta la puerta de la cárcel de Franco, donde estuvo cuatro años desde 1940, que hablara con él, por sorpresa, de aquella experiencia; cuando escuchó la voz inesperada de Aurelio, Pepe rompió a llorar, y aquel lamento ya fue incesante. Lo levantamos de la mesa, nos tomamos con él luego otras copas de aquel licor lechoso que tanto le estimulaba, y Pepe volvió en sí como si hubiera hecho un largo viaje doloroso.
Luego le vi otra vez en la casa, ya con las bombonas a punto, enseñándonos divertido la casa del obispo, que estaba a un tiro de aire de su casa, en Santander. Hubo una época en que me supe de memoria Réquiem, acaso el poema más sentido de todo su vocabulario; un emigrante español muere en Nueva York, y Pepe narra su esquela, como si en la esquela misma estuviera la historia de la decadencia de España. No he dicho a nadie que he estado a punto de llorar. Objetivamente, sin vuelo en el verso. Esas palabras, que son suyas, y que están en ese poema, han sido muchas veces mi muleta de acceso a su memoria. Esos versos, estos gestos, aquel hombre feliz en la tierra, cavándola, sacando de ella la metáfora que ahora viene en este libro que parece una piedra roja como su cabeza en medio de los terrenos de Titulcia. Pepe alegre, Pepe llorando, Pepe dibujando con vino su autorretrato. Pepe Hierro, un poeta inolvidable, un ser tan especial.