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ENSXXI Nº 29
ENERO - FEBRERO 2010

Pese a su formidable ruido mediático (o quizá por eso mismo) puede que el verdadero alcance del problema que España tiene hoy planteado en relación a la difusión a través de la red de contenidos sujetos a derechos de propiedad intelectual esté todavía por comprenderse adecuadamente. No es ya sólo un problema de piratería descontrolada, con sus obvias consecuencias de todo tipo (económicas y culturales), sino lo que puede estar en riesgo por esta situación de caos es el propio futuro tecnológico del país.

Primero, el caos
El que para la poderosa industria de contenidos estadounidense (y, en consecuencia, para su Gobierno) España sea algo parecido (salvado las lógicas diferencias) a lo que para los atuneros vascos es Somalia –un lugar donde el Estado es absolutamente incapaz de impedir la piratería- sólo constituye una pequeña exageración. Si hay un tema omnipresente en todas las reuniones entre Obama y Zapatero -y que a éste último le encantaría eludir por todos los medios- es la absoluta permisividad de las instituciones españolas en relación al fenómeno de las descargas de archivos protegidos por derechos de autor. Y no es extraño, porque el volumen de negocio en juego en la actualidad, sin considerar su exponencial importancia a corto plazo, es escalofriante.
España es un país donde ni se persigue a las páginas que facilitan libremente contenidos protegidos, ni a las que los enlazan, ni tampoco al usuario que los descarga -dado que no existe la mínima posibilidad práctica de realizar imputaciones penales, ni reclamaciones civiles, ni se imponen sanciones administrativas; es un país donde los operadores de telecomunicaciones no asumen ninguna carga ni responsabilidad en este tema, pese a los cuantiosos beneficios que les reporta la existencia de tales descargas; y donde los actos de piratería se justifican abiertamente, con casi franco reconocimiento social, en base a principios como la libertad de expresión, la protección de la intimidad, e incluso a algunos tan esotéricos como “el libre acceso a la cultura”, “la neutralidad y libertad de la red” o “los derechos fundamentales… del internauta”.
El resultado no es casual. Al margen de la socorrida invocación a las peculiaridades de nuestro carácter nacional (“este es un país de chorizos” –llegó a afirmar algún representante de las entidades de gestión) ha sido una suerte continuada de despropósitos jurídicos lo que ha terminado por crear esta situación de impunidad. Al igual que súbitamente nos hemos vuelto todos mucho más cívicos al volante desde la implantación del carne por puntos, la ausencia completa de cualquier mecanismo de disuasión en este ámbito no podía producir otro resultado que el que ahora vemos. Con todas las dificultades que implica una medición exacta del fenómeno –por su propio carácter ilícito- nadie puede negar seriamente la enorme magnitud del problema en nuestro país.

"Ha sido una suerte continuada de despropósitos jurídicos lo que ha terminado por crear esta situación de impunidad"

La consagración legal de la admisibilidad de la copia privada en el ámbito digital constituyó el primer jalón de esta larga cadena. La copia privada es una limitación al derecho exclusivo de reproducción del titular que, evidentemente, no ha tenido nunca como fundamento el derecho constitucional de acceso a la cultura o a la investigación, sino algo mucho más prosaico, como la inocuidad del uso privado y la imposibilidad de controlar las reproducciones ilícitas en el ámbito doméstico. El derecho del titular a prohibir llega hasta donde tiene interés en prohibir. Sin embargo, es evidente que en el mundo digital ese fundamento no se sostiene. Pese a ello, el legislador optó por reconocer en este ámbito también la copia privada (opción facultativa según la Directiva 2001/29) compensando a los titulares de derechos con el llamado “canon digital”, esquema que ha quedado absolutamente desbordado dado el origen normalmente ilegal de la fuente, pero que ha servido para justificar el abuso.
La Circular del Ministerio Fiscal 1/2006 se apoya precisamente en esta limitación al derecho del titular para excluir la persecución penal en el P2P (usuarios que intercambian archivos), al indicar que “el usuario que baja o se descarga de la red una obra y obtiene esta sin contraprestación, como consecuencia de un acto de comunicación no autorizado realizado por otro, realiza una copia privada de la obra que no puede ser considerado como conducta penalmente típica”. Pese a que esta interpretación ha quedado desmentida en la actualidad por la legislación vigente, la famosa circular sigue marcando la pauta en nuestros juzgados. Por su parte, la ausencia de ánimo de lucro impide actuar contra la mayoría de las páginas, incluidas, según algunas sentencias, las que admiten publicidad.
Pero si la vía penal está cerrada (lo que en parte resulta lógico, pues es un remedio excepcional que debería reservarse para infracciones singularmente graves)  la civil no está mucho mejor. Las acciones civiles contra el usuario han encontrado un obstáculo infranqueable en la protección de la intimidad y de los datos personales, como el caso de Promusicae contra Telefónica se encargó de demostrar convenientemente. Ante la negativa del operador de telefonía de identificar al titular de la dirección IP, el Juzgado plantea una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de las CE, que éste resuelve afirmando que la normativa europea sobre protección de datos permite pero no obliga a facilitar datos personales en el marco de un procedimiento civil, por lo que dado que el legislador español al transponer las Directivas no previó esta posibilidad, no hay nada que hacer.
Por su parte, las reclamaciones civiles contra las páginas que enlazan contenidos prohibidos encuentran la dificultad de que las vías especialmente previstas en la Ley de Propiedad Intelectual no son utilizables, ya que, según los Tribunales, en estas webs no se halla almacenado contenido alguno que se distribuya, comunique o difunda directamente, que son precisamente las actuaciones ilícitas típicas que justificarían la reclamación.
En conclusión, que a diferencia de lo que ocurre en otros países, en España, ni el legislador, ni la Administración, ni los Tribunales han sido capaces de articular ningún mecanismo minimamente operativo susceptible de poner coto al abuso indiscriminado.

"Puede que la propuesta del Gobierno no sea más un puñetazo en la mesa tendente a ocultar de cara a la galería una desidia de años que llegue ya demasiado tarde"

Las propuestas del Gobierno
A la vista de semejante situación el Gobierno se ha decidido a tomar cartas en el asunto proponiendo iniciativas legislativas dirigidas a atacar el problema por una doble vía: obligando a los prestadores de servicios a comunicar los datos que permitan la identificación “del responsable del servicio de la sociedad de la información que está realizando la conducta presuntamente vulneradora” (expresión críptica que plantea la duda si se refiere también al usuario de P2P, lo que, en cualquier caso, exigiría una orden judicial); y permitiendo a la Sección Segunda de la Comisión de Propiedad Intelectual dependiente del Ministerio de Cultura, previa autorización por parte de los Juzgados Centrales de lo contencioso-Administrativo, interrumpir la prestación de los servicios de la información o retirar los contenidos que vulneren la propiedad intelectual realizados por un prestador con ánimo de lucro directo o indirecto.
Las protestas de algunas asociaciones de usuarios son seguramente exageradas.  Ni parece existir riesgo de lesión del derecho fundamental a la libertad de expresión, muchas veces alegado como un simple parapeto para salvaguardar conductas ilícitas, ni se origina tampoco una grave situación discriminatoria con relación a la defensa de otros derechos subjetivos, pues la medida no implica más que –cuando así lo aconsejen circunstancias singulares y patentes, y con el debido control público- una inversión de la carga de instar la correspondiente acción judicial civil.
El problema más grave es que puede que todo esto no sea más un puñetazo en la mesa -tendente a ocultar de cara a la galería una desidia de años- que llegue ya demasiado tarde. En primer lugar, porque resulta muy complicado luchar contra una actividad ilegal de este tipo sin actuar eficazmente contra el consumidor, como lo que ocurre desde siempre en otros mercados de contenido ilícito que están en la mente de todos ha demostrado hasta la saciedad. Mientras subsista la demanda los intermediarios se las apañarán siempre para mantener la oferta, de una forma u otra. Por eso, Francia, Reino Unido, Suecia y, últimamente EEUU, -países todos ellos con un índice de infracciones muy inferior al nuestro- han establecido mecanismos administrativos (con o sin intervención judicial, dependiendo de los casos) tendentes a sancionar al usuario final, ya sea cortando su conexión a la red, ya sea imponiéndole multas millonarias. Lo que se busca son sanciones ejemplares que puedan producir un efecto disuasorio de carácter general.
Sin embargo, es dudoso que incluso iniciativas de este tipo sean ya posibles en España. Se ha creado tal cultura de lo gratis total que cualquier propuesta que no se encuentre respaldada por un gran consenso entre todas las fuerzas políticas será presa de fácil demagogia y prácticamente desactivada. Aisladamente, nadie tendrá el suficiente incentivo como para desgastarse en el inútil intento de poner el cascabel al gato. Una situación ideal, por cierto, para las operadoras de telecomunicaciones.

"Se ha creado tal cultura de lo gratis total que cualquier propuesta que no se encuentre respaldada por un gran consenso entre todas las fuerzas políticas será presa de fácil demagogia y prácticamente desactivada"

Necesitamos un gran pacto político
Lo que parece claro es que deberíamos empezar a reflexionar sobre la conveniencia de derribar la vieja estructura normativa y comenzar a construir por los cimientos, sin dejar al margen, por supuesto, ni a las operadoras, ni los creadores de contenidos, ni a las entidades de gestión de derechos de autor. Estas últimas disfrutan en la actualidad de un control monopolístico del mercado de escasa justificación (tanto en relación a los autores como a los usuarios) y que aplican de forma implacable con poco criterio político, pues esa estrategia no hace otra cosa que alimentar la demagogia fácil. Por su parte los creadores están obligados a un esfuerzo de adaptación de su negocio a un nuevo medio que han tardado mucho en comprender. Puede que sea ya también el momento de limitar el alcance temporal y sustantivo de una propiedad intelectual poco adaptada a la era digital. Pero es sobre las operadoras –hasta ahora testigos privilegiados, cuando no cooperadores necesarios- donde debe pivotar gran parte del peso del nuevo sistema.
Si por la inoperancia y desidia del legislador resulta imposible poner ya puertas al campo, si el sistema jurídico –entre otras cosas por la exasperante lentitud con la que funcionan nuestros Tribunales- resulta incapaz de proteger la nota de exclusividad del derecho de propiedad, y la propiedad intelectual se ha convertido de hecho en un bien público, entonces habrá que aplicar las soluciones previstas para los bienes públicos. Un canon es, en principio, una solución imperfecta, en cuanto hace gravitar también sobre el no infractor las consecuencias de la infracción, pero diseñado y aplicado con seriedad, puede constituir a estas alturas la solución menos mala, por lo menos a corto plazo y hasta que nuestro Estado de Derecho esté en condiciones de garantizar los derechos subjetivos de sus ciudadanos.
No hay que olvidar que, en gran medida, el desarrollo tecnológico de nuestro país está ligado a la general implantación y potenciación de la fibra óptica, en la que estamos muy retrasados con relación a nuestros vecinos. Hoy por hoy la demanda de este servicio, clave para nuestro futuro, está ligado al fenómeno de las descargas en Internet, sin las cuales la inversión no se justifica. Por eso, un nuevo canon que pivote (aunque no exclusivamente) sobre el mismo, puede ser la única solución que nos permita salir momentáneamente del paso respetando un mínimo de justicia para todos.
Evidentemente, y a diferencia del anterior, habrá que diseñarlo con cuidado y detalle, matizando y excepcionando donde sea preciso. Es obvio también que la gestión del mismo y la correspondiente distribución entre los autores deberá realizarse con mucha mayor seriedad que en la actualidad, siendo imprescindible la intervención y el control público. Pero lo que es innegable es que, por mucho que nos desagraden las soluciones imperfectas, vivimos, como afirmaba Montaigne, en un jardín imperfecto, y si bien podemos trabajar para mejorarlo, a la postre siempre resulta necesario decidir dónde se encuentra la imperfección menos inconveniente.

 

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