ENSXXI Nº 3
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2005
JUAN CRUZ
Periodista
La última vez volvía de Palestina e Israel, antes de emprender viaje a Rumania. Casi en seguida se tenía que ir a Barcelona, pero inmediatamente antes de ese enésimo traslado Mario Vargas Llosa rompería su rutina de cada día para recibir en Madrid, un mediodía, el premio Lázaro Carreter.
Escribe por las mañanas, siempre, después de correr por calles o parques, donde quiera que esté, y procura almorzar en casa. A veces rompe esa monotonía, pero tiene que ser por causas de fuerza mayor. Y procura que éstas sean muy pocas. Por la tarde lee en bibliotecas o en bares oscurecidos, al lado de personas que respetan su silencio o su recogimiento como si en su manera de estar hubiera una señal de que no debe interrumpírsele: leyendo también está creando. Y de hecho, algunas de sus grandes obras son las que recogen sus lecturas.
En medio de ese trajín incesante, al que él le pone una cadencia que hace imprescindible que su agenda sea precisa pero también abierta, el novelista peruano que desde chico supo que sería tan solo, y de qué manera, un escritor, habrá encontrado tiempo para reunirse con amigos, para cenar en familia o para ir al cine, a ver películas buenas o malas, da igual con tal de ir al cine… Habrá escuchado óperas o conciertos, se habrá preocupado por la vida de los otros, habrá ayudado a jóvenes escritores a entender en qué consiste el trabajo de inventar, habrá expresado sus opiniones políticas o personales sobre lo que va a ocurrir o ya ha ocurrido, habrá discutido y se habrá reído, se sentirá cansado o joven, y siempre parecerá un adolescente curioso al que nada humano le es ajeno…
Pero no perdonará, en esa incesante labor de hombre agarrado a la actualidad de la vida, las horas sagradas de la propia escritura.
En el orden que se ha marcado para vivir esa es la esencia de su personalidad, el alimento de su espíritu, la razón, acaso, por la que mantiene la vitalidad que hace posible ese estado de alerta en el que viven su cuerpo y su alma.
"Patricia Vargas Llosa es como los buenos tenistas: con golpes certeros hace que la charla discurra con sosiego y con interés, pero ni se impone ni levanta la voz"
Es un hombre admirable, pero no haría gran parte de todas esas cosas si no hubiera a su lado una mujer extraordinaria, Patricia, su mujer. El tópico que asegura que detrás de un gran hombre se halla siempre una mujer aún mejor se hace realidad absoluta en esta dedicación sin desmayo de Patricia Vargas Llosa a hacer posible la vocación de su marido. La vocación de escribir, la vocación de vivir, la vocación de leer.
A lo largo de los años en que mi trabajo me ha mantenido cerca de ellos, he observado siempre en esa asociación de esfuerzos que se produce en el matrimonio algo que me ha conmovido especialmente.
Como muchas personas que son más locuaces por teléfono que en persona, siempre he sentido que Patricia es persona de largas charlas telefónicas; se interesa por todo, todo lo que ha de conmover le conmueve realmente, y muestra por lo que sucede, y sobre todo por lo que le sucede a sus amigos, un interés persistente, intenso y generoso. Y discreto.
Y, luego, cuando ya está en persona, frente a frente, suele ser silenciosa y receptiva, atenta siempre, risueña, pero procura conducir tan solo discretamente la conversación, hacer que ésta no decaiga, pero huye de intensificarla o modificarla; se diría que le guste oír hablar, y en su silencio se produce siempre la sensación de solidaridad que agradecemos los que en las conversaciones padecemos el horror del vacío.
Patricia es como los buenos tenistas: con golpes certeros, hace que la charla discurra con sosiego y con interés, pero ni se impone ni levanta la voz. Ella sabe sentir cómo ha de transcurrir la vida para que el placer de vivir no dependa de los griteríos.
Este rasgo de la personalidad de Patricia es una muestra más de ese apoyo que le presta a su marido, basado en la admiración que ella comparte con tantos de los que acudimos a Mario para saber qué piensa, para escucharle hablar de lo que ha hecho, de lo que está haciendo, de los planes que alberga.
Cuando Mario Vargas Llosa escribe sobre lo que ocurre, cuando inventa, desde la imaginación o desde la memoria, cuando nos regala relatos o novelas o reportajes o crónicas, cuando dice de viva voz cómo le fue en los numerosos lugares que visita, para entender el mundo y contarlo después, imagino siempre al lado la atención múltiple de Patricia, buscando en los minutos que tiene el día aquellos en los que ella sabe que el hombre con el que vive ha de respirar por su cuenta, sin que nadie interrumpa lo más importante de su trabajo incesante: el momento de escribir.
Al volver del penúltimo viaje, ese que hizo a Rumania, un jueves por la tarde, el autor de La ciudad y los perros tenía un compromiso para cenar con unos amigos y con Patricia. Con el cansancio de un viaje que incluyó una larga cola de automóviles en medio de un temporal rumano –temporal y rumano: menudo temporal--, el matrimonio mantuvo la cena, Mario contó las aventuras que vivió en la tierra de Drácula, se adentró, además, en el viaje que había hecho antes a Israel y Palestina, explicó sus opiniones sobre el difícil futuro de ambos países, y aún tuvo tiempo para preguntar a sus contertulios por sus vidas y por las de sus familias… Al término de la cena, ninguno de los contertulios podría recordar si en algún momento el novelista de Conversación en la Catedral dijo la palabra Yo.