ENSXXI Nº 3
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2005
JUAN ÁLVAREZ-SALA WALTHER
Notario de Madrid
Entre los profesionales jurídicos no deja de concitar polémica siempre la cuestión de cómo sobrellevar, más o menos o, más bien, menos que más, y a duras penas, las pegas de los registradores, pero para nosotros, los notarios, peor cura de humildad son sus pegatinas. Una práctica, últimamente, casi universalizada. Podemos conseguir hacer una escritura impecable, que se inscriba sin pegas, pero no sin pegatina.
La Ley Hipotecaria manda citar en la inscripción la fecha y el notario autorizante y despachar la escritura inscrita con una “nota al pie del título” que haga referencia al asiento. Algo tan sencillo se incumple, sin embargo, sistemáticamente por los registradores, en miles y miles de ocasiones. Los datos de registro no se consignan en el propio título, sino que se rellenan sobre una pegatina que se pega al título (y también se despega...).
No es, por tanto, una nota extendida (como ordena el Reglamento) al pie del documento, identificándolo inequívocamente, por formar parte del mismo, sino una nota suelta, válida para cualquier título al que se aplique, sin correspondencia inequívoca con ninguno, pues no puede pretenderse que esa mención identificativa del título se logre con expresiones tan genéricas, y casi “al portador” (diríamos con terminología cambiaria), como “queda inscrito el presente título” o “el título que antecede”, consignadas en un simple adhesivo, por muy bueno que sea el pegamento.
Una pegatina así no forma parte del título y sólo lo identifica transitoriamente, mientras resista el pegamín. Pero así son todas. Ninguna se refiere a la escritura que le sirve de soporte, identificándola por su fecha, número de protocolo y notario autorizante. Para rellenar dato tan elemental no hay preimpreso ningún espacio en blanco ni casilla al efecto en la pegatina. Las del Registro Mercantil tienen a la izquierda unos recuadros verticales, con unas indicaciones bastante crípticas, que parecen remitir al apunte o entrada en un libro interno de esa oficina (inaccesible al público), que es el Diario, donde pudo haberse asentado la presentación en su día del documento, aludido así sólo indirectamente, de esta manera tan alambicada como inescrutable. Al final, el resultado, por paradójico que parezca, es una elipsis del título en su nota de registro. Pero, ¿por qué?... Ésa es la pregunta.
Siempre nuestro Registro ha sido un tanto autista, pero no hasta el punto de repeler su propio soporte documental. Hasta ahora sólo se había considerado cierto repelús suyo frente a los datos de hecho, siendo proverbial la indefinición de nuestro sistema hipotecario en cuanto a la realidad física de las fincas que le sirven de base. Una indeterminación que ha traído el pavoroso embrollo de tantas inmatriculaciones ficticias, sin duda el capítulo más dramático de nuestro sistema registral. Pero el ninguneo del título en la nota de registro incorporada a pegatinas móviles adhesivas podría ser otro semillero de conflictos.
¿Quién se aventuraría en el tráfico jurídico con un baile de pegatinas sobre poderes mercantiles, titularidades o hipotecas resultantes de escrituras no inscritas pero que lo parecen? Tendría que venir un nuevo Roca Sastre que explicara el encaje doctrinal de esta compleja variante hipotecaria, hasta ahora desconocida: la inscripción aparente de documentos no inscritos.
"A diferencia del Catastro, los ficheros notariales nunca podrían ser abducidos por la dinámica registral, pero la laboral notarial, como base del Registro, sí ha venido siéndolo"
Quizá los notarios, para evitar ese ninguneo registral, debiéramos plantearnos, como cláusula de estilo en nuestras escrituras, la solicitud generalizada de que toda referencia a ellas en cualquier medio de publicidad registral, lo mismo un fax que una pegatina o cualquier otro, se formulara con indicación siempre de su fecha, número de protocolo y notario autorizante. Seguro que algún registrador pronto objetaría que el principio de rogación no ampara más que el inicio de la actuación registral, pero no el modo de cómo deba proceder el registrador. Pero, por encima del principio de rogación, siempre cabe pedir lo sensato, y es que las escrituras se citen cabalmente.
Nuestra Dirección General, alguna vez, se ha topado con una calificación registral negativa recurrida, extendida en una nota suelta y no al pie del título, que el registrador tildaba de nota interna de oficina, sin valor de calificación formal, no susceptible de recurso. Con un criterio flexible resolvió que puede ser expresión válida de la calificación registral una nota suelta, aunque no conste al pie del título, siempre que lo identifique inequívocamente. Tanto si se trata –cabría añadir– de una calificación negativa como positiva.
Se dirá, con razón, que toda esta discusión, no obstante, es ya retardatoria y sin sentido, ahora que estamos a punto de emitir las copias de las escrituras electrónicamente para su remisión telemática a los registros, Hacienda, al Catastro y a tantos sitios, de modo que, cuando desparezca su circulación en soporte papel –algo inminente- qué importancia tendrán entonces esas pegatinas ni sabe Dios dónde habrán ido a parar. Pero puede ser una pista que nos oriente sobre el sentido hacia donde avanza, o pretende hacerlo, la institución registral.
El Registro de la Propiedad, cuando surgió, se concibió como un instrumento de publicidad mediata (mittelbare Publizität). Se trataba sencillamente de que la propiedad de los inmuebles y las cargas y gravámenes sobre ellos, dada su eficacia erga omnes, fueran de cognoscibilidad pública. Por eso los títulos de trascendencia jurídico-real debían presentarse en el Registro, no para su depósito ni tampoco su transcripción (como en el sistema francés), sino para su toma de razón mediante un extracto o resumen de su contenido, recogiendo sólo sus aspectos de valor jurídico real u oponibilidad a terceros, objeto exclusivo de la inscripción (como en el sistema alemán), salvo la especialidad en nuestro sistema causalista español de que el asiento no se desvincularía del título y seguiría ligado causalmente a él, mientras no fuera reemplazado por otro asiento posterior. Por eso el Registro, después de haber extractado el documento, se remitía a él, siendo el asiento siempre una declaración de remisión a otra, con alcance per relationem, apoyada necesariamente en una referencia al título. Sólo se admitirían títulos con una presunción de validez, como los autorizados por notario u otra autoridad pública, para poder así reputar también presumiblemente exacto lo extractado de ellos en el asiento.
El aparato registral aparece así como un artilugio per relationem, pues el soporte documental de su publicidad queda fuera del Registro. También las fincas que constituyen su objeto van a tener una definición extrarregistral, a través de la Oficina del Catastro, con la que el Registro habría de coordinarse para la mejor identificación de la realidad física de las fincas inmatriculadas, consignando en la hoja abierta a cada una de ellas su respectiva referencia catastral.
Esa coordinación entre Registro y Catastro, después de un secular estancamiento, ha tenido de pronto un desenlace sorprendente, que ojalá no sea también el modo final de cerrarse el desencuentro entre notarios y registradores durante las dos últimas décadas: un final por fagocitosis, a medida que la interdependencia institucional va siendo sustituida por un funcionamiento cada vez más autosuficiente de un registro elefantiásico.
La experiencia catastral es clara muestra de ello. En estos últimos años el Catastro ha experimentado una implementación tecnológica y desarrollado una labor progresiva (con la colaboración, bien es cierto, del Colegio Nacional de Registradores) que le ha permitido completar la planimetría de casi todo el territorio, con capacidad para formular ya, desde un sistema informático digitalizado, una descripción georreferenciada de la realidad física de la mayor parte de las unidades catastrales.
La consecuencia de ello, paradójicamente, no ha sido la consolidación del Catastro como único organismo encargado de la publicidad oficial sobre la realidad física de las fincas, su identificación, descripción técnica y el control de sus mutaciones, formalmente inadmisibles sin un proyecto previo del Catastro y una comunicación ulterior al mismo, como ocurre en Alemania o en Francia y la mayor parte de países europeos. Con ello, la descripción literaria de las fincas, tantas veces imprecisa o anticuada, terminaría por quedar, de modo paulatino, erradicada del folio registral, sustituida en él por una remisión a la ficha catastral de referencia, que acompañaría a la escritura.
No ha sido ése el modo de entender los registradores la coordinación con el Catastro. Lo que han hecho, al contrario, ha consistido sencillamente en abducir el fichero gráfico catastral, incorporándolo a las bases informáticas del Registro, con la finalidad de no tener, en adelante, que depender del Catastro ni remitirse a él para prestar la información.
Esta base gráfica registral, a través del denominado programa GEOBASE*, permite ahora al Registro proporcionar una publicidad y un control no sólo de la situación jurídica de las fincas, sino también de su materialidad física. Pero una publicidad registral de elementos físicos, ya metajurídica, plantea un delicado problema de encaje con el sistema de funcionamiento del Registro, en cuanto al modo de rectificación de su datos incorporados, su presunción de exactitud, la legitimación posesoria derivada o la protección de terceros hipotecarios que confíen en esa publicidad registral. Plantea, en el fondo, en realidad, un problema de desnaturalización del Registro.
A diferencia del catastro, los ficheros notariales nunca podrían ser abducidos por la dinámica registral de una manera abrupta ni automática, pero la labor notarial, como base del Registro, sí ha venido siéndolo, desde muy atrás, a través de un proceso lento y sinuoso, vinculado a raíces más profundas de lo que parece, pero que podría experimentar hoy un impulso decisivo con la accesibilidad al Registro de documentos auténticos con firma electrónica reconocida por el propio registrador, como ocurre ya en el Registro de Bienes Muebles y con el depósito de cuentas (y con las inscripciones del Registro Mercantil, según pretende una de las enmiendas al Proyecto de Ley de Reformas para el impulso de la productividad –actualmente en trámite parlamentario-). Pero esta abducción por el Registro de funciones notariales es un problema que viene de antiguo.
La confusión congénita de nuestro sistema hipotecario, al mezclar los modelos latino y germánico, derivó en una especie híbrida entre registro de títulos y registro de derechos. El supuesto germanismo de nuestro Registro (tan traído y llevado por nuestros hipotecaristas, como rasgo de avanzado tecnicismo y casi cuestión de fe entre los registradores en tantas aportaciones doctrinales), fue quedando progresivamente arrinconado en la práctica –como puso de relieve Núñez Lagos-, al inscribirse los derechos reales derivados del título mezclados con frecuencia con aspectos obligacionales, por efecto del carácter causalista de nuestro sistema, de modo que la inscripción fue cada vez más fiel trasunto del contrato y la publicidad registral menos fiel a la inscripción.
La célebre frase de Lacruz (tantas veces repetida) de que “en el Registro se inmatriculan fincas, se inscriben títulos y se publican derechos”, daba carta de naturaleza, con un juego de palabras ciertamente equívoco (pues en el Registro no se inscriben títulos, sino que se presentan títulos a inscripción), a una peligrosa perversión hipotecaria, consistente en la quiebra de la ecuación de identidad entre el objeto de la inscripción y la publicidad registral, contrariamente al principio de especialidad de que “el registro no contenga más que lo que publique”.
Esta tendencia a inscribir más de lo preciso contó, la verdad, con el beneplácito del propio notariado, menos interesado en la ortodoxia del sistema que pendiente siempre de salvar el documento como preocupación de primer plano, ante el riesgo de amputaciones inadecuadas consecuencia de una calificación registral demasiado estrecha, lo que motivó una encendida discusión en torno al númerus apertus o el numerus clausus de los derechos reales, que probablemente no habría destilado tanta tinta de haber correspondido (como hubiera quizá debido ser) la competencia para decidir el expurgo del contenido inscribible de la escritura al propio notario autorizante y no a un funcionario ajeno a su otorgamiento, como el registrador.
Curiosamente, en algún momento durante la gestación de nuestra primera ley hipotecaria y la de Utramar, o a poco de su aplicación, no faltaron autores –como Pantoja y Floret- que sugirieran la conveniencia de encargar al propio notario autor del instrumento la confección del extracto que debiera trasladarse al Registro para su publicación. Tal era la práctica, además, de los Derechos germánicos, donde al Registro sólo llegaba una ficha o un extracto previamente elaborado. Pero se impuso, sin debate, que ese extracto lo hiciera el Registrador, quizá por una razón de comodidad, puramente práctica, arrastrada de los antiguos oficios o contadurías de hipotecas, donde se tomaba razón del documento, de paso que se controlaba allí la liquidación del impuesto, como siguió haciéndose en los Registros de la Propiedad convertidos también en oficinas liquidadoras.
Al corresponder al registrador la liquidación del impuesto y la confección del extracto, pasó a dársele traslado completo del documento. A ese exceso de información respecto de lo que debía ser el estricto objeto de la publicidad registral, se sumó otro exceso de fervor causalista, determinante de una potestad de calificación registral desmesurada. El resultado fue un título objeto de una inscripción de contenido exagerado. Los asientos del Registro empezaron a cargarse de contractualismo, de multitud datos ajenos a la finalidad propia de la publicidad registral. Incluso proliferaron en ellos cláusulas sin trascendencia jurídico-real, menciones hipotecarias inútiles o inapropiadas, hasta el punto de tener que dictar el legislador normas para su eliminación de oficio (art. 98 LH).
"Un coste inasumible es la desnaturalización del Registro, al quebrar la identidad de contenido entre la inscripción y la publicidad registral"
La preocupación de nuestro legislador hipotecario por “la brevedad de los asientos” –patente en la Exposición de Motivos de la Ley de Bases de 1944-, quedó ampliamente desatendida en el texto articulado de la Ley Hipotecaria de 1946 (hoy vigente). La exagerada dimensión de las inscripciones recibió además plena consagración en el artículo 51 del Reglamento Hipotecario. El término “toma de razón” empleado por nuestro legislador decimonónico empezó a caer en desuso, al devenir las inscripciones, más que un sucinto extracto, casi una versión clónica de las escrituras.
Pese a la recomendación de Jerónimo González de “no recargar en exceso el contenido de los asientos”, el tamaño de las inscripciones modernamente no ha hecho más que crecer, sin que tengan toda la culpa de ello la fotocopiadora ni el scanner. Al quedar el contenido del título trasfundido en la inscripción, ésta ha ido ganando autonomía y aquél perdiendo su valor supletorio del asiento. El contenido de la inscripción ha dejado de ser una toma de razón del título, porque ya no se integra por él, sino que lo sustituye, perdiendo por eso relevancia en la publicidad formal del registro la remisión a un documento cuyo contenido ya no complementa a la inscripción. Las pegatinas adhesivas, como semi-elipsis del título en su nota de registro, podrían ser una muestra emblemática de esa supuesta autosuficiencia registral.
La pretendida autonomía de la inscripción tiene, sin embargo, un coste inasumible, que es la desnaturalización del Registro, al quebrar la identidad de contenido entre la inscripción y la publicidad registral. No conviene olvidar que, en principio, se trataba sólo de inscribir en el Registro lo que debía ser de cognoscibilidad pública, oponible frente a todos. Pero los asientos contienen ya demasiadas referencias, que imponen, ante la solicitud de información registral, una protección de datos hoy mucho más severa que nunca, controlando quién pide la información y qué es lo pide, y para qué, y si tiene o no interés legítimo. La falta de concisión de los asientos entorpece el automatismo de la publicidad registral. Los libros registrales empiezan a parecerse a un protocolo notarial, semipúblico, semisecreto, con una publicidad condicionada por el filtro de una nueva calificación registral. Cuando empezábamos a estar de vuelta, vamos a tener que seguir hablando de una “doble calificación”, pero ahora en el seno del propio Registro: una calificación, al inscribir, y otra, al publicar, pues después de expurgado el título inscrito, para la publicidad registral, todavía se hace necesario otro expurgo de la inscripción, que sería ya el expurgo del expurgo.
Y es que el Registro padece, como Hamlet, un exceso de información, que siembra la duda de lo que pueda “ser o no ser” objeto de publicidad. Ese exceso de datos en la inscripción repercute negativamente sobre la publicidad registral, complicando la obtención de una información adecuada y simple, verificable con agilidad y automatismo, que es lo que actualmente se pide (cada vez más). Por ello, el Proyecto de Ley de Reformas para el Impulso de la Productividad (actualmente en el Senado) prevé una modificación del artículo 238 de la Ley Hipotecaria (añadiéndole un nuevo apartado), que va a suponer un punto de inflexión histórico de nuestro sistema hipotecario: “Los libros de los Registros de la Propiedad, Mercantiles y de Bienes Muebles deberán llevarse por medios informáticos que permitan en todo momento el acceso telemático a su contenido”.
Se pretende, por tanto, que el Registro, a través de la posibilidad de su consulta telemática, preste una información inmediata (“en todo momento”) acorde con el ritmo vertiginoso del tráfico jurídico que impone nuestra moderna Sociedad de la Comunicación. Y así va a ser cuando esa información la soliciten notarios u otros funcionarios públicos por razón de su oficio, a quienes se les presume legalmente (como no podía ser menos) su interés legítimo, permitiéndoseles el acceso telemático directo a los libros y los índices de fincas del Registro “sin necesidad de intermediación por parte del Registrador”. Sin embargo, ese automatismo de la información registral va a negársele a los administrados.
El particular que pretenda la consulta telemática del Registro, según la norma en proyecto, habrá de acreditar su identidad mediante firma electrónica reconocida y, además, su interés legítimo, a juicio del registrador, debiéndosele dar la información, siempre mediatizada por la calificación registral, en el plazo máximo de las veinticuatro horas siguientes. No se entiende cómo, en ese plazo y sólo por medios informáticos, vaya el registrador a controlar que se tenga o no, realmente (no en la realidad virtual), un interés legítimo (a no ser que baste la simple declaración), ni cómo el público en general –no los operadores, sino los consumidores, que son los principales destinatarios de la publicidad registral- vayan a contar de cara al registro con una firma electrónica reconocida.
Pese a la importancia, hoy en día, del llamado “consumerismo registral”, los consumidores no van a tener un acceso telemático directo o inmediato al contenido del Registro. Esta grave restricción de la libertad y el derecho fundamental a la información sobre datos oficiales de cognoscibilidad pública, se impone, sin embargo, por un problema, en realidad, ajeno al contenido de la publicidad registral, como es la protección de datos de carácter personal que impregnan innecesariamente el contenido de los libros registrales. Su repetición en la inscripción sobra, pues ya constan (con una preservación de la intimidad mucho más segura) en el protocolo notarial y demás archivos públicos que forman el sustrato documental del Registro, y es además inútil, en lo que afecta a la publicidad registral. Cuando se presenta un título en el Registro, lo que el titular, en realidad, solicita o consiente es la inscripción de su titularidad, no del título, ni del contrato ni de sus datos personales. Lo único que pide es que pase a ser de congnoscibilidad pública una titularidad que pretende oponer frente a todos. Si el Registro no inscribiera más de lo preciso, no habría ya que entrar a valorar si es íntimo algo que el propio interesado ha pretendido que fuera notorio.
El Registro es una sede inadecuada para que figuren en él datos de carácter personal, porque, siendo irrelevantes a efectos de la publicidad registral, sólo la enturbian y entorpecen, y porque, además, en un registro de cognoscibilidad pública, hay fundado temor de que la intimidad de esos datos tampoco quede bien guardada. Tiene razón el profesor Gimeno Sendra*, al sostener que, en una anotación preventiva de embargo dictada en una causa penal, el asiento debe omitir la determinación del delito imputado, pues en nada afecta esta omisión a la seguridad del tráfico ni perjudica a quien tenga interés legítimo en conocer el contenido de los autos, haciéndolo valer ante el juez.
Del mismo modo, cuando un notario autoriza una escritura de compra de un inmueble por un incapaz (una vez controlada notarialmente la plena legitimación de su representante legal, conforme al artículo 98 de la Ley 24/2001) ¿no bastaría con comunicar al Registro el nombre y apellidos y carnet de identidad del nuevo titular registral, omitiendo la circunstancia de su minusvalía o incapacidad? Sólo se trata de que el Registro informe de la titularidad, es decir, de la identificación (no las circunstancias personales) del titular registral. Todo lo demás puede ser un requisito de la inscripción, pero no de la publicidad.
El artículo 98 de la Ley 24/2001, a que hemos hecho referencia, aparecía bajo un epígrafe intitulado “de la reducción del tamaño de las escrituras”. Quizá sea ahora el momento de empezar a pensar en una reducción del tamaño de las inscripciones. La inscripción debiera reducirse (como, en realidad, fue concebida) a ser un extracto escueto de la titularidad o situación jurídico-real resultante del título, con omisión de todo lo demás. Siendo escrupulosos con la protección de datos de carácter personal, ese extracto debiera hacerlo el notario o autoridad responsable de la custodia del documento, no el registrador. Así ocurre actualmente en Alemania, en Francia, en Italia. Esos notarios europeos, una vez autorizado el acto, remiten al Registro sólo una ficha con los datos pertinentes objeto de publicidad registral. Nadie puede dudar de la competencia técnica del notario para diseccionar lo que tiene o no eficacia jurídico-real en el instrumento y nadie mejor que él, siendo su propio autor, además de ser también mejor conocedor que nadie de la voluntades, circunstancias y finalidad del acto documentado. Con frecuencia se reciben en las notarías notas del registro en escrituras devueltas con la indicación: “Aclárese”.
Pero, sobre todo, si de lo que se trata es de que el Registro no publique datos inadecuados, lo lógico es que ese expurgo esté ya hecho en la copia que se presenta a inscripción. Puede ser, además, una exigencia de la vigente Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal. Para la Ley, el protocolo notarial tiene la consideración de “Fichero de Titularidad Pública”, siendo el notario, el responsable del fichero.
La Ley impone unos deberes muy estrictos y unas responsabilidades muy graves en el tratamiento del fichero, consistentes en multas millonarias y hasta bloqueo –es decir, suspensión en el ejercicio profesional- en caso de falta muy grave. Se tipifica como tal la cesión irregular de datos. A tal efecto, el artículo 11.2.c permite la comunicación de datos en “una relación jurídica cuyo desarrollo ... implique necesariamente la conexión de dicho tratamiento con ficheros de terceros (como sería el Registro)”, pero añade: “En este caso la comunicación sólo será legítima en cuanto se limite a la finalidad que la justifique (es decir, lo que deba ser objeto estricto de la publicidad registral)”.
El notario responsable del fichero o del protocolo, cuando emita una copia, ha de velar por no comunicar en ella más de lo justo, según a dónde se destine, quién la pida o a quién la entregue (si no es directamente el interesado), pues ya imponía el Digesto, como uno de sus tria iuris principii, “dar a cada uno lo suyo” (suum quoque tribuere). Esto va a tener ahora mucha importancia. El Proyecto de Ley de Reformas para el impulso de la productividad (actualmente en curso) contempla la presentación en los Registros de los documentos susceptibles de inscripción por vía telemática y con firma electrónica reconocida del notario, “salvo indicación expresa en contrario de los interesados” –es decir, por regla habitual-. El registrador comunicará, a su vez, al notario, también por vía telemática y con firma electrónica reconocida, la práctica, en su caso, de la inscripción. También por vía telemática se remitirá copia electrónica a la Oficina liquidadora del impuesto, al Catastro, al Ayuntamiento (para la liquidación de la plusvalía), al Registro de Inversiones Extranjeras y a cuantos otros lugares corresponda.
Por una razón de protección de datos, pero también de simple economía formal, en cada una de esas ventanillas (incluida la del Registro) habrá de presentarse una copia electrónica parcial y diferente, con la transcripción que, en cada caso, sea pertinente. Sólo al final, cuando el ciclo de la tramitación ya esté completo, con reflejo de las notas y diligencias que así lo atestigüen, se emitirá la copia en soporte papel, que podrá ser ya la copia completa, porque es ya la destinada al interesado.
A la vista de las enmiendas al Proyecto de Ley planteadas por diversos grupos parlamentarios (aunque todas con un mismo texto, coincidente hasta en las erratas mecanográficas y, probablemente, por ello, con origen en una misma fuente), todo hace prever una contumaz resistencia por parte de los registradores a un sistema -como el que impera en Europa-, de remisión al Registro de una ficha sólo con los datos estrictos que deban ser objeto de publicidad registral. Esa ficha puede ser actualmente electrónica, es decir, una copia parcial del título remitida telemáticamente (dando fe el notario de que nada de lo omitido desvirtúe lo transcrito). Quizá la Dirección de Registros y del Notariado o el Ministerio de Jusiticia, en uso de la amplia autorización legislativa que les da la ley proyectada a efectos de la coordinación en materia de comunicaciones electrónicas entre notarías y registros, debieran dictar alguna medida al respecto.
Los Registradores siempre serán contrarios a una merma de la calificación registral, máxime cuando el último párrafo artículo 258 de la Ley Hipotecaria dispone que “la calificación del registrador, en orden a la práctica de la inscripción del derecho, acto o hecho jurídico, y del contenido de los asientos registrales, deberá ser global y unitaria”. Pero este apartado final del precepto, redactado, igual que el resto del artículo, por la Ley de 13 de abril 1998 sobre Condiciones generales de la contratación (bajo un epígrafe intitulado “Información y protección al consumidor”), hay que interpretarlo, de acuerdo con su finalidad y su propia sede sistemática, en el sentido de que se está refiriendo a que la calificación de una cláusula como nula en sede de condiciones generales no debiera hacerse aisladamente, sino tomando en consideración el contrato en su conjunto. Para nada supone una modalización del artículo 18 de la Ley Hipotecaria, como se ha demostrado en el tema de poderes, tras el art. 98 de la Ley 24/2001.
Si una pegatina es el resultado de cortar y pegar, quizá pudiéramos decir (un tanto metafóricamente) que una pegatina electrónica es el resultado de cortar y pegar sobre una pantalla de ordenador, algo que empezaremos a hacer cada vez más asiduamente, con la remisión de copias parciales en soporte electrónico a las distintas oficinas públicas (incluido el Registro), aunque ahora irían en sentido inverso a las pegatinas adhesivas de que antes hablábamos: no del Registro al título, sino del título al Registro.
La gran discusión va a ser fijar qué contenido mínimo habrán de tener esas copias parciales, fichas o extractos y, con ello, la inscripción, y, al contrario, qué otras menciones y datos deben empezar a desaparecer de los asientos registrales. Pensando en una futura reforma del artículo 9 de la Ley Hipotecaria (si no estuviera ya parcialmente derogado, al colisionar con la Ley Orgánica de Protección de Datos de Carácter Personal, de fecha posterior, pues el artículo 51 del Reglamento Hipotecario, en amplia medida, probablemente lo esté...), la eliminación en el asiento de algunos datos sensibles, como la salud, la edad, el estado civil, el domicilio... quizá se preste menos a discusión. Pero hay, sobre todo, un dato crítico: el precio.
¿Debe el precio figurar en la inscripción o es un elemento del contrato, ajeno a la publicidad registral? Su omisión en la inscripción, de considerarlo un dato privado, merecedor de tutela, que no debiera ser de cognoscibilidad pública, desde luego, no perjudicaría a Hacienda (que siempre conocería su importe declarado como base imponible en la liquidación del impuesto correspondiente), ni tampoco perjudicaría a terceros con un interés legítimo especialmente cualificado (por ejemplo, un retrayente), pues, informados de la transmisión a través del Registro, siempre estarían legitimados para pedir copia de la escritura correspondiente citada en la inscripción. Pero esa omisión sí perjudicaría, en cambio, al registrador, al plantear tal asiento sin cuantía un grave, gravísimo problema arancelario.
*También se ha completado un programa GEOVALORA, para ofrecer una información registral actualizada y técnica sobre el valor de los inmuebles, con fines fiscales y de facilitación de peritaciones.
** El Registro de la Propiedad y el derecho a la intimidad, LA LEY, 1997, 3, p.1851 y ss.