ENSXXI Nº 3
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2005
IÑIGO FERNÁNDEZ DE CÓRDOVA CLAROS
Notario de Cádiz
Entre otros temas de interés, la Resolución DGRN de 4 de mayo de 2.005 rechaza la inscripción de una cláusula estatutaria de una sociedad limitada que dice así: “Los consejeros tendrán acceso permanente a la documentación social y podrán obtener copia certificada de la misma, solicitándola previamente a cada reunión del Consejo. Ambos derechos podrán ser suprimidos por decisión del Consejo, por mayoría de dos tercios de sus miembros presentes y representados”.
El Centro Directivo justifica el rechazo de la cláusula con el argumento de que el deber que pesa sobre cada consejero de actuar con la diligencia de un ordenado empresario y un representante leal (art. 61.1 LSRL) y su responsabilidad solidaria (art. 133.2 LSA) excluyen la posibilidad de que le pueda ser hurtado el acceso a la documentación social, todo ello, sin embargo, inserto en un discurso un tanto prolijo que hubiera podido simplificarse con la sola invocación del artículo 127.2 de la LSA, en la redacción al mismo por la Ley 26/2.003, de 17 de julio, sobre Transparencia de las Sociedades Anónimas Cotizadas, que, al disponer que “cada uno de los administradores deberá informarse diligentemente sobre la marcha de la sociedad”, no hace sino consagrar un patrón de conducta de tan palmario contenido que, lejos de resultar sólo aplicable a las sociedades anónimas, se muestra como una regla de valor general para el Derecho Español de la persona jurídica.
El tema, seguramente, merece ulteriores reflexiones. Para empezar, ni la cláusula precisa lo que deba entenderse por “documentación social”, ni la Dirección General ha considerado necesaria precisión alguna, siendo así que parece necesario, antes que nada, tener por cierto qué sea esa documentación a la que el consejero tiene derecho de acceder en todo caso.
"Si las cuentas anuales deben estar firmadas por todos los administradores, es claro que estos deben poder acceder a todos y cada uno de los datos contables"
Y ello es así porque el término “documentación social” que utiliza la cláusula no está definido en nuestro Derecho y carece, por ello, de un preciso significado o, cuando menos, de un significado unívoco.
En efecto, la sección primera del titulo III del Código de Comercio incluye, dentro de loa “libros” de los empresarios, i) el libro de inventarios y cuentas anuales y el libro diario (artículo 25); ii) el libro o libros de actas de las Juntas y demás órganos colegiados de la sociedad (artículo 26); iii) y el libro registro de socios de la sociedad de responsabilidad limitada y el de acciones nominativas de la sociedad anónima y comanditaria por acciones (artículo 27.3). Por su parte, el artículo 30 CdC refiere el deber de conservación del empresario, en general, a “los libros, correspondencia, documentación y justificantes concernientes a su negocio”, enumeración ésta que, con la complicación adicional de cambiar la expresión “libros” por “libros de comercio”, reproduce el artículo 247.5 RRM. Por su parte, el artículo 278 LSA, a propósito también de la cancelación registral de la sociedad anónima, habla, más escuetamente, de “libros de comercio y documentos relativos a su tráfico”.
Ante esto, es preciso entender que la cláusula debatida y, con ella el Centro Directivo han dado por supuesto un concepto amplio de documentación social, en el que, de este modo, cabe incluir, desde luego: i) las tres especies de “libros” propiamente dichos enumerados por el Código de Comercio; ii) la restante documentación que debe elaborar el órgano de administración de la sociedad, los liquidadores o los auditores de cuentas, en cumplimiento de deberes corporativos, ya encaminados a la tutela del derecho de información del socio, ya a la difusión de información relevante o sensible para el mercado (desde los informes justificativos de ciertas modificaciones estatutarias u operaciones de reestructuración hasta el informe relativo a los negocios sobre las acciones propias o el informe anual de gobierno corporativo de las sociedades cotizadas); pero también iii) la restante, y de imposible enumeración exhaustiva, masa documental, no ya generada por la sociedad en cumplimiento de deberes corporativos, sino elaborada por o puesta a disposición de la misma en desarrollo del objeto social o por razón de su giro o tráfico.
Esta tentativa de acotación terminológica, con el incierto resultado expuesto, viene a cuento porque se hace difícil creer que lo que la cláusula hubiese querido restringir hubiera sido el derecho del consejero de acceder a la que hemos calificado como documentación social “strictu sensu”. La perplejidad surge, en efecto, ya se refiera la supresión del derecho de información a: i) los libros de actas, pues, si el artículo 26.2 CdC reconoce a todo socio el derecho, no susceptible de restricción, de obtener certificación de los acuerdos y de las actas de las Juntas Generales, con igual razón, podrá pedir el consejero certificación de los acuerdos del Consejo; ii) los “libros de contabilidad”, pues, si las cuentas anuales, expresión última y más cabal de la contabilidad, deben estar firmadas por todos y cada uno de los administradores (art. 366.2 RRM), es claro que éstos deben poder acceder a todos y cada uno de los datos contables que hacen posible la proyección de la imagen fiel del patrimonio y de los resultados de la sociedad que aquéllas deben ofrecer; y iii) los libros registros de socios y de acciones nominativas, pues, si su llevanza y custodia corresponde al órgano de administración (art. 27.3 LSRL), es claro que se puede consultar lo que se debe llevar y custodiar.
Decimos esto porque, para rechazar la atribución al Consejo de la posibilidad de vedar a un consejero el acceso al cuerpo documental que acabamos de enumerar, la Dirección General no hubiera tenido que recurrir a más argumentos que a los simplísimos expuestos. Pero no mucha mayor recreación intelectual se hace precisa, en verdad, para poder decir, como hace la DG, que los solos principios de diligencia debida en el desempeño del cargo y consiguiente régimen de responsabilidad solidaria bastan para rechazar la cláusula en cuestión si de lo que se tratase entonces fuera vedar al consejero el acceso a esa otra y más heterogénea masa documental de que dispone el Consejo de Administración por razón de su propio “giro o tráfico” de que hemos hablado.
Sólo con respecto a esta otra concepción más amplia de la documentación social, la respuesta al problema hubiera merecido alguna dosis mayor de reflexión si la cláusula, en lugar de la tosca técnica empleada, hubiera recurrido, para excepcionar el derecho de información del consejero, a la propia Ley (art. 51 LSRL y 112.3 LSA), y así decir, por ejemplo, en lugar de que lo dice, que “los consejeros tendrán el derecho de acceder a toda la información de que disponga el Consejo, salvo en los casos en que, a juicio de su Presidente, la publicidad de ésta perjudique los intereses sociales”.
Una cláusula como la transcrita hubiera tenido, como primera ventaja, la de elevar el debate desde el estrecho ámbito conceptual delimitado por la expresión, un tanto rancia, de “documentación social”, para situarlo en el terreno más técnico del derecho de información del consejero propiamente dicho, que, por contraste con aquella “documentación social”, por un lado, hace tabla rasa del soporte en que se contiene la información, para centrarse en la relevancia del dato que debe publicarse y, del otro, incide en la calidad de la información que debe suministrarse, necesitada por ello, a discreción del titular del derecho, de “informes o aclaraciones”.
"Ni el presidente ni el consejo de administración pueden denegar el acceso de un consejero a todo el caudal de informacón para poder cumplir su labor de diligente administración"
Pero, sobre todo y en lo que aquí interesa, una cláusula como la expuesta hubiera proporcionado, además, la ventaja de trazar de un modo mucho más consistente los límites dentro los que, en abstracto, sería posible hablar de la exclusión del derecho de información del consejero, en función, de un lado, de la posición del Presidente del “collegium”, como sujeto titular de esa potestad y, del otro, en función de la defensa de los intereses de la sociedad, como única causa admisible de exclusión del derecho de información, tal y como se explica a continuación.
De un lado, en efecto, el Presidente de todo órgano colegiado, como “primus inter pares”, debe tener atribuidas facultades de ordenación de los debates. Como ya enseñara el Derecho Canónico Intermedio, verdadero hacedor de la doctrina del órgano colegiado, el Presidente de éste ostenta “naturales” funciones de reglamentación de las deliberaciones en las que se resuelve el método asambleario. Natural consecuencia de ello es que, de la misma forma que es el Presidente quien puede denegar el turno de palabra, debe corresponderle también la potestad de decidir en qué casos pudiera no ser procedente el suministro de determinada información, como ínsita que está en aquella función de reglamentación del debate, pues información y debate son la misma cosa, esto es, presupuestos previos del voto y del acuerdo.
Si, cuando de lo que se trata es de reglamentar el funcionamiento de la Junta General, es posible atribuir la facultad de ordenación de los debates, en su más cualificada y comprometida versión de excepcionar el derecho de información del socio, ya al Presidente del Consejo de Administración (art. 112.3 LSA), ya al Consejo de Administración como órgano (art. 51 LSRL), - con independencia de las dificultades que puede llegar a ofrecer la aplicación “in situ” de esta última regla-, pues, en todo caso, es una sola “voz”, ya individualmente expresada, ya tomada previa decisión colegial, la que disciplina el debate entre los socios, por el contrario, cuando de lo que se trata es de ordenar los debates y de resolver sus incidencias en el seno mismo del Consejo, no hay otra regla de actuación posible que la de hacer del Presidente el director del “collegium”. Por ello, la cláusula debatida, pretendiendo que sea el colegio mismo, por decisión mayoritaria de sus miembros, quien resuelva las incidencias que se produzcan en su seno, al dejar sin sentido la posición de su Presidente y encomendar al Consejo la función de decidir “cómo debatir” antes que la de debatir y decidir, es una cláusula que vulnera directa e inmediatamente la esencia del método colegial.
Aclarado, pues, que la cláusula en cuestión empezaría a resultar entendible sólo si se encomendara al Presidente del Consejo la función de decidir en qué casos procedería denegar el acceso a la información solicitada, debe añadirse, en segundo lugar, que la supresión del derecho de información del consejero, lejos de poder configurarse como una potestad “ad nutum”, sólo se hace creíble si, además, se justifica en la concurrencia de una justa y cualificada causa, que no puede ser otra que la superior tutela de los intereses de la sociedad.
Pues bien, lo que se viene a mantener en estas líneas es que, ni aún situando el debate entre aquellas dos coordenadas más certeras que hemos trazado (sólo el Presidente puede denegar y mediando justa causa), es posible rechazar el acceso del consejero a toda la información de que disponga el Consejo de Administración. La invocación de la tutela de los intereses sociales, en homenaje a la preservación de la confidencialidad de una información sensible para la sociedad, es o puede llegar a ser pertinente frente al socio, pero, desde luego, no puede serlo frente al Consejero, por la sencilla razón de que es el Consejero, y no el socio, quien está sujeto a un riguroso deber de confidencialidad, según se desprende del artículo 61.2 de la LSRL, que dispone que los administradores “deberán guardar secreto sobre las informaciones de carácter confidencial, aun después de cesar en sus funciones”, deber de sigilo que el homónimo artículo 127 quáter LSA refiere a “todas las informaciones, datos, informes o antecedentes que conozcan como consecuencia del ejercicio del cargo”.
En conclusión, ni el Presidente del Consejo, dentro de sus potestades de ordenación o reglamentación, ni, tanto menos, el Consejo de Administración como órgano, pueden denegar el acceso de un consejero a todo el caudal de información de que éste debe disponer para poder cumplir su deber de diligente administración, porque la invocación de que la publicidad de los datos puede comprometer el superior interés de la sociedad es improcedente ante el deber de secreto que asimismo incumbe al consejero.