ENSXXI Nº 30
MARZO - ABRIL 2010
LOS LIBROS por JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
Se ha dicho y se ha repetido, especialmente a finales del XIX, a raíz de la pérdida de las últimas colonias, que el pesimismo forma parte de la idiosincrasia nacional. De la llamada generación del 98 trascendió a toda la sociedad un talante autocompasivo que se manifestaba en una hipersensibilidad enfermiza en lo colectivo y una angustia existencial en lo individual. Ese año, 1898, en el que parecía que la nación había entrado en agonía, llego a su clímax en la conciencia nacional ese elemento de pesimismo radical o autocompasión que algunos consideran fruto del romanticismo pero del que ya hay síntomas siglos atrás. La sensación de desencanto que surge del contraste entre apariencia y realidad, era ya inherente a la cultura del barroco español, cuya fascinación bifronte se manifiesta en la coexistencia de dos visiones opuestas del imperio hispano, una resueltamente esperanzadora y triunfalista, y otra de un profundo pesimismo que encuentra su mejor expresión en las amargas críticas al imperio de nuestro genial Quevedo. Se ha dicho y no sin razón que esa tensión continua entre triunfalismo y fatalismo se ha mantenido como eje permanente de nuestra historia. La víspera de la tragedia se sobredimensionó con una inaudita exaltación patriótica una simple maniobra de fondeo del Almirante Cervera en la Bahía de Santiago de Cuba, y al día siguiente de la derrota los mismos que la exaltaban metieron a España en el saco de las naciones moribundas (dying nations).
"Esto alimentó un sentido de frustración y cierto complejo de inferioridad de gran parte de los españoles que acabaron interiorizando los esquemas de sus críticos, en una actitud masoquista que de un lado constituyó un pretexto para menospreciar lo propio y de otro los incapacitaba para replicar"
Esta propensión al pesimismo tuvo como resultado que cuando España perdió su hegemonía, en lugar de revolverse contra la nueva organización mundial, se replegó sobre sí misma y se autocomplació en sus formas caducas de organización. Esto alimentó un sentido de frustración y cierto complejo de inferioridad de gran parte de los españoles que acabaron interiorizando los esquemas de sus críticos, en una actitud masoquista que de un lado constituyó un pretexto para menospreciar lo propio y de otro los incapacitaba para replicar siquiera a las exageraciones, las interpretaciones torcidas o las calumnias contra nuestra historia que se divulgaban en forma de tópicos zafios y clichés ramplones que todos en Europa aceptaban acríticamente. Este pesimismo, anticipo del que luego se llamó síndrome de Estocolmo frente a los detractores, destilaba tintes barrocos de remordimiento que interiorizaron en la mayoría la frustración de que su patria era una excepcionalidad, una alteridad, un país diferente, una nación descarriada de la ruta general de evolución de los demás países de occidente.
"Pérez va más allá y también analiza otros dos frentes de rencor antiespañol. Uno, el catolicismo hispano frente al que se alza altanera en el siglo XIX la Europa anglosajona y protestante. Y otro, la estricta razón étnica, la superioridad racial anglosajona"
Tendrán que venir de fuera quienes respondan a tantas calumnias de extranjeros, pues la poca ambición de España, dice Quevedo en España defendida, bien que sean culpados los ingenios de ella, tiene en manos del olvido las cosas que merecieron más clara voz de la fama, y así padeció la reputación de todos, y sin duda hubieran perdido la memoria como la voz, si fuera en su mano el olvido como el silencio.
Y en efecto, han tenido que venir de fuera a reponer la verdad histórica, a desarticular patrañas y prejuicios y a desacreditar ese complejo de excepcionalidad que avergonzaba la conciencia nacional. Han sido los hispanistas, esa pléyade de admirables eruditos formados la mayoría en las cátedras historiográficas anglosajonas, Raymond Carr, Hugh Thomas, G. Orwell, Gabriel Jackson o Gerald Brenan para nuestra tragedia del siglo XX, William Prescott para la gesta americana, y Paul Preston, Henry Kamen, Stanley Payne entre otros paran los siglos imperiales. Y han sido ellos quienes, sin vinculaciones patrióticas, libres de prejuicios, querencias y estereotipos han abordado la ingente tarea de desmontar, desde el análisis de unos archivos relativamente sin explotar, esas construcciones negativas de España iniciadas en el extranjero desde la envidia, los prejuicios, la ignorancia y algo parecido a la malevolencia a una nación cuya historia ha constituido un hito en el desarrollo de la humanidad.
Pero de entre todos ellos destaca con luz propia Sir John H. Elliot, catedrático de Historia Moderna de Oxford, premio Príncipe de Asturias, toda una vida dedicada a deshacer entuertos e infamias antiespañolas, autor entre otras obras de El mundo de los validos (1999), España y su mundo (1990), o Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (2006). Ahora acaba de publicar (Taurus, 2010) una nueva obra España, Europa y el mundo de Ultramar (1.500-1.800) donde, con su rigor característico y su magistral metodología, prosigue en su tarea de desvelar la falsedad de esos tópicos que han alimentado la leyenda negra española como en su día desmontó en otra obra memorable El Conde Duque de Olivares. España y su mundo (2001) la visión denigratoria y deformada que sobre este político se repetía maquinalmente durante generaciones, sin comprobación alguna y sin advertir que tuvo que lidiar con la Francia más poderosa y su politico mas sagaz, el cardenal Mazzarino.
"Elliot trata de desmentir el llamado excepcionalismo español que tanto ha distorsionado la visión europea de España, comparando su historia con la de Gran Bretaña para concluir que en realidad la España del s. XVII, con algunas diferencias, guardaba afinidades básicas con el camino seguido por las demás sociedades occidentales y concretamente la británica"
De su nueva obra, integrada por estudios, ensayos y conferencias fechados a partir de 1990, merece especial atención el núcleo central dedicado al mundo de Ultramar, aunque también la parte primera dedicada a la política europea durante los siglos XVI y XVII y los últimos capítulos dedicados al arte hispano en el siglo de oro, tienen interés. En ella Elliot trata de desmentir el llamado excepcionalismo español que tanto ha distorsionado la visión europea de España, comparando su historia con la de Gran Bretaña para concluir que en realidad la España del s. XVII, con algunas diferencias, guardaba afinidades básicas con el camino seguido por las demás sociedades occidentales y concretamente la británica. Una y otra eran estados compuestos que incluían más de un país bajo el dominio de un soberano, pero que necesitaban un grado inicial de integración no basado en la fuerza. Y esto España lo resolvió -primer motivo de orgullo- creando órganos institucionales con representantes nativos que garantizaban la lealtad al monarca de las élites políticas y administrativas que, a cambio de cierto abandono benévolo, disfrutaban de un grado de autogobierno que enervaba sus ansías de cuestionar el statu quo. Fue un modelo que otros Estados compuestos trataron de imitar. España, reconoce Elliot, era entonces una fuente de fascinación hipnotizadora para otros estados del continente, su hegemonía política y su influencia (en la lengua, la moda, la literatura, el teatro y los tratados devotos) estaba muy extendida y a veces era profunda. Aprender del enemigo, copiarse mutuamente métodos y prácticas era un rasgo común de la vida internacional, y la constancia y la perseverancia hispánicas, o la sumisión de los indios a la civilidad y al cristianismo causaron la admiración de los ingleses. No hay excepcionalidad denigrante, como se ha dicho, y para demostrarlo y devolver a España a la corriente principal de la historia e historiografía occidentales, recurre Elliot insistentemente a las semejanzas entre las políticas españolas y las de otras naciones europeas. Incluso encuentra rasgos de superioridad de la posición española. Por ejemplo, la política de inclusión de los indios ejercida por España con reconocimiento indubitado de ciertos derechos, fue superior a la política británica de exclusión. Y la doctrina de la escolástica española sobre la viabilidad de las sociedades no cristianas y el Derecho de Gentes que amparaba una posible república de los indios bajo soberanía española, no admite comparación con la doctrina de puritanismo anglicano de los elegidos por Dios que estimulaba un exclusivismo que tendía a dejar fuera a los indios.
Hubo diferencias, si, pero las menos y no siempre negativas. La obra de Elliot es una contribución impresionante a la neutralización del efecto distorsionante que la enfatizada excepcionalidad española había producido en la imagen de España.
"Y tal vez el pesimismo autodestructivo sea el responsable del intento de de-construir la historia común de la nación española sustituyéndola por una historia de las regiones"
En la misma dirección incluso en forma más directa, se pronuncia otro egregio hispanista, este francés, Joseph Pérez hijo de emigrantes españoles, que como es sabido es uno de los más consumados especialistas en la historia de España y Portugal de los siglos XV y XVII. Pérez ha atacado directamente el problema, ha ido al origen del cliché negativo de España y ha publicado un libro, La Leyenda negra (Gadir Editorial, noviembre 2009) que, a pesar de su título, no se ciñe a la etapa de las calumnias que Guillermo de Orange vertió contra su gran enemigo Felipe II y que dieron lugar al estereotipo acuñado con ese nombre por Julián Juderías en 1917. Pérez va más allá y también analiza otros dos frentes de rencor antiespañol. Uno, el catolicismo hispano frente al que se alza altanera en el siglo XIX la Europa anglosajona y protestante que quería reservar la exclusiva de la ilustración y la civilización a las naciones que adoptaron la Reforma protestante, teoría prefascista que reforzaron plumas tan ilustres como Guizot o Max Weber. Y otro, la estricta razón étnica, la superioridad racial anglosajona, pregonada abiertamente en el siglo pasado por Cecil Rhodes, Stuart Mill o Disraeli (él que era judío...) Prejuicios negativos que aún subsisten y se siguen utilizando frente a los latinos o los hispanos en la sociedad norteamericana.
Pérez desmonta una a una las falsedades, calumnias y distorsiones que entrañan estos elementos. Y lo hace con una solvencia acreditada, con una documentación exhaustiva y con una imparcialidad imposible de imaginar en la mayoría de los españoles, afectados por el síndrome de interiorización de este complejo de frustración.
Y tras analizar uno a uno los argumentos de esa leyenda, Felipe II, Inquisición, conquista de Indias, Duque de Alba cuya figura reivindica, Don Carlos, la Brevísima de De las Casas difundida profusa y arteramente por los enemigos de Felipe II por toda Europa, la cacareada superioridad racial o religiosa anglosajonas, y reducir a sus justos límites la realidad histórica que con la Leyenda se había exagerado y distorsionado, recurre como Elliot a las comparaciones con las demás naciones de Europa para dejar acreditado que España no fue un caso excepcional ni una nación desviada, sino que actuó en los mismos términos en que habían actuado y actuaron luego las demás potencias europeas, Recuerda las masacres de hugonotes en Francia o las de África negra después. Y como pauta general de defensa recurre a otro paralelismo, el existente entre el imperialismo español de entonces con el actual de los EEUU, recordando que ambos suscitan admiración pero también odio, un odio enigmático, difícil de explicar como real. Un odio que, en ambos casos, como sugirió Jean François Revel, se alimenta en un deseo de permanecer desinformados aceptando cualquier estereotipo para satisfacer un deseo irracional de creer que España entonces y USA ahora son los responsables por principio de todo lo que salga mal en el planeta.
No hay singularidad. Ni siquiera la interiorización del síndrome de ese pesimismo telúrico puede alimentar el complejo de excepcionalidad hispana, la misma Francia está ahora padeciendo una angustia identitaria con síntomas que parecen reproducir el noventayocho hispano. Tampoco, pues, para Pérez, España es una nación descarriada del concierto de las naciones.
No me resisto a terminar este texto sin hacer una referencia a otra obra magistral, España. Una historia única publicada hace pocos meses (nov. 2008, Edit. Temas de hoy), en la que otro prestigioso hispanista, este norteamericano, Stanley G. Payne, partiendo como los anteriores del problema de imagen de España como excepcionalidad o alteridad que se había difundido por Europa con unos clichés de crueldad, fanatismo y ansia de poder y destrucción, que la distanciaba de las demás naciones de Occidente, concluye tajantemente que en contra de los prejuicios y de los estereotipos que circulan por el mundo, la Historia de España, si eliminamos los extremismos tanto de la crítica injusta, tan habitual en el extranjero, como del fraternalismo romántico y superficial, merece una valoración objetiva que no la aleja de la historia de las naciones coetáneas histórica y culturalmente. Payne, en cambio, valora positivamente nuestro masoquismo ancestral que lejos de denigrarnos nos consagra como el primer país moderno occidental que se sometió a un profundo y masivo proceso de autocrítica, lo que constituye otra primicia española y una reivindicación de nuestro pesimismo.
Tal vez esos demonios interiorizados permanecen en la idiosincrasia española y siguen operando como ejes de nuestra historia. Tal vez la fascinación por los extremismos y lo contradictorio tenga su última manifestación en la recreación, temida para unos y obsesiva para otros, de la represión en la guerra civil y en el franquismo que determina las viscerales reacciones frente a la memoria histórica. Y tal vez el pesimismo autodestructivo sea el responsable del intento de de-construir la historia común de la nación española sustituyéndola por una historia de las regiones. La diferencia está en que ahora no serán necesarias las aportaciones extranjeras para historiografiar este periodo. Hoy, dice Elliot en el prólogo, la historiografía española compite en igualdad de condiciones con la de otros países y sus responsables comparten las perspectivas, las actitudes y el lenguaje de una comunidad histórica internacional en la que se han integrado por completo.
También en esto se ha desmontado la excepcionalidad hispana.