ENSXXI Nº 30
MARZO - ABRIL 2010
JUAN ANTONIO XIOL RÍOS
Presidente de la Sala Primera del Tribunal Supremo
Pocos negarán, probablemente, que estamos en presencia de una grave crisis de la vida pública, tal como la entendemos en el mundo occidental y la vivimos en nuestro entorno estatal y europeo. Los partidos no logran encontrar demasiado apoyo suscitando esperanzas con sus proyectos. Sus posibilidades de actuación reducen al mínimo su capacidad de divergencia. La política busca, por ello, nuevos campos de actuación. Penetra en actividades sociales y económicas, infiltra las instituciones. El futuro amenaza con convertirse en el depósito de los fracasos y de los abusos de la generación actual, a costa del legado recibido y a beneficio de inventario de las nuevas generaciones. Hay una incapacidad para conjurar las agresiones que amenazan con acabar con nuestro entorno natural. El conflicto, lance propio del juego para encontrar el equilibrio por medio de la dialéctica entre posiciones contrapuestas, ahora se traduce en un enfrentamiento permanente incapaz de culminar en la síntesis hegeliana: la acción política se centra en descalificar al adversario.
"Los partidos no logran encontrar demasiado apoyo suscitando esperanzas con sus proyectos. Sus posibilidades de actuación reducen al mínimo su capacidad de divergencia"
En una sociedad de raíces históricas maniqueístas, como la nuestra, parece casi obligado buscar culpables para someterlos al castigo de nuestra reprobación. Pero no me parece que sea esta actitud la más conveniente a la convivencia democrática ni la más acorde con la realidad. En el origen de la crisis participan fenómenos de gran complejidad. La globalización y la tecnificación dotan de una repercusión inusitada a nuestros actos a través del espacio y del tiempo. Nuestras creencias sucumben al relativismo: los descubridores son también los descubiertos, los héroes son también los villanos. Se ha destruido la lógica de la Ilustración, que creíamos definitiva, y que navega a la deriva en el océano de la posmodernidad. Cada sector de la actividad social y económica responde a su propia lógica y a sus propios principios y reclama autonomía de organización y decisión. El Estado pierde su cualidad de territorio exclusivo para el ejercicio del poder. Este se distribuye por capilaridad por encima y por debajo del Estado. La actividad de gobierno no es ya imposición jerárquica, sino observación del juego de los intereses, fomento de las sinergias.
Esta situación genera, por una parte, una deserción de los notables respecto de la actividad política, que tiende, en contra de su esencia, a profesionalizarse y a convertirse en una actividad de clase. Paralelamente crece la desconfianza de los ciudadanos frente a la nueva clase política, pero esta desconfianza contrasta con la necesidad apremiante de una actuación decidida de los poderes públicos. Otras consecuencias son las de un aparente desapego de la vida pública por parte de los ciudadanos; la irrupción de corruptos con ramificaciones recurrentes en el ámbito de lo público; y un discurso sobre la inutilidad de la política.
El efecto más importante es el de la existencia de una crisis institucional grave, que afecta a órganos básicos para el sistema de convivencia. La actividad política no solamente se ha infiltrado en el mundo de la vida, sino también en el mundo de los sistemas y esto ha originado una falta de confianza en las instituciones, en las que se teme y se rebusca la influencia política y, como consecuencia de ello, se perciben como politizadas en gran medida, muchas veces en contra de la realidad.
No hace falta decir que las instituciones son absolutamente necesarias. Constituyen una condensación de procedimientos para la adopción de decisiones basados en una cristalización a lo largo del tiempo de reglas fundadas en la reflexión y la experiencia.
Son, por esencia, expresión de la autoridad, es decir, del principio que aconseja que adopten las decisiones o coadyuven a adoptarlas quienes racionalmente están en mejor situación para ello. Es abusivo pretender servirse de las instituciones para legitimar las decisiones políticas y al mismo tiempo pretender que éstas actúen traicionando el principio de coherencia que constituye su sustancia. Nunca se insistirá demasiado sobre la necesidad de respetarlas, sobre que se justifican por y para el bienestar de los ciudadanos, sobre la necesidad de que quienes designen a sus titulares lo hagan teniendo en cuenta el interés público; sobre la obligación de sus titulares de actuar con lealtad y autenticidad y de hacer las cosas bien y de acuerdo con la realidad; sobre la necesidad de que la opinión pública apoye su funcionamiento regular con su conocimiento y valoración crítica. Designar a los miembros de las instituciones con criterios particularistas, por una parte, y, por otra, poner en discusión constantemente no ya su acierto, sino su capacidad y su honestidad, y la necesidad de cumplir sus decisiones, subordinando su aceptación a un juicio, a veces previo o paralelo, por quien carece de legitimación para decidir, formulado con criterios de oportunidad o de fortuna, es atacar la base de la convivencia democrática. Es evidente que urge buscar soluciones.
"En una sociedad de raíces históricas maniqueístas, como la nuestra, parece casi obligado buscar culpables para someterlos al castigo de nuestra reprobación"
El sueño de la utopía nos remite a la reivindicación de otro mundo posible en un futuro ideal. Es la actitud propia de quienes no quieren mezclarse con el lodo que rezuma hoy la sociedad bajo el temor de ser considerados como cómplices. Pienso que esta actitud es también contraria a la convivencia democrática y poco acorde a la realidad. El futuro carece ya de capacidad para albergar la esperanza (o la fatalidad); se ha convertido en uno de los campos de nuestra actuación, una de las variables que debemos tener en cuenta en nuestras decisiones colectivas. La realidad habita ahora entre nosotros. Se impone trabajar sobre ella, teniendo en cuenta sus dimensiones, sus proyecciones en el futuro y la incertidumbre de toda operación sobre un cuerpo vivo. La naturaleza, nuestro entorno vital, necesita para regenerarse que pongamos a su servicio la misma tecnología que amenaza su subsistencia: ya no puede hacerlo por sí misma. Está entrando también en crisis la utopía de lo sostenible.
Hay que correr el riesgo. La realidad impone el imperativo de la comunicación: la necesidad de buscar consensos, de crear redes de gobierno que aúnen el esfuerzo de los poderes públicos y de los ciudadanos, actuando como individuos o mediante la asociación de los que tienen algo que decir en común. No se trata de sustituir la política por la sociedad civil: la política es hoy más necesaria que nunca para mantener el principio democrático, sostener en pie de igualdad los derechos de los ciudadanos y regenerar nuestro entorno vital.
Por supuesto, tampoco está la solución en sustituir la utopía por una versión más suave: el reino de la confianza. La grave crisis económica actual reclama, según opiniones solventes y mantenidas en foros internacionales, una nueva regulación de los mercados financieros y, en general, de las actividades económicas. Es inútil fiar la prevención de nuevas crisis únicamente a la recuperación de la confianza, porque esta versión posmoderna de la utopía revive la apelación a factores psicológicos en cuya fuerza para revertir la realidad pocos creen ya.
Si algo puede decir un jurista de esta situación de crisis, es que nada tiene que ver con el Derecho, sino solo con su ausencia.
El Derecho se ha resignado durante mucho tiempo a un papel subordinado. El mundo ha estado regido por la utopía de la felicidad, de la mano de la religión; por la utopía de la verdad, de la mano de la ciencia; por la utopía del bienestar, de la mano de la economía. La pasión de los juristas auténticos es una pasión reservada, in péctore, incómoda de confesar. El Derecho se oculta y se protege tras un lenguaje retórico, difícil, alejado de los sentimientos, envuelto en un formalismo enervante. El Derecho, nos guste o no -que no nos gusta- se concibe por quienes protagonizan la vida pública como un instrumento capaz de legitimar cualquier posición de poder.
El papel subordinado del Derecho, con la aquiescencia de los juristas, ha sido posible mediante las actitudes que lo han venido concibiendo como un instrumento apto para manejar sus premisas con autonomía respecto de la realidad en el mundo de lo abstracto, donde todo es posible siempre que se justifique con lógica o se argumente razonablemente. Pero el formalismo lógico, el elitismo, la indiferencia moral, el llamado emotivismo ético, el uso alternativo y la indefinición han fracasado como inspiradores del fenómeno jurídico. Incluso los positivistas, preocupados por mantener la esencia normativa del Derecho, han terminado por enlazar la posición personal del jurista con el mundo de la ética y de los valores.
La crisis con que se inicia el siglo XXI, en mi opinión, augura al Derecho un papel decisivo. No a corto plazo, como suele decirse, pero sí en un tiempo razonable, que solo los que podemos considerarnos en una edad relativamente avanzada no alcanzaremos a ver.
Las razones en las que fundo esta opinión son muy concretas:
1) El Derecho es capaz de aportar una nueva racionalidad que sustituirá a la fundada en la lógica formal ya desaparecida. La esencia del Derecho es la búsqueda de lazos racionales en las reglas que deben regir las relaciones de convivencia. La racionalidad de la seguridad jurídica, de la previsibilidad de la respuesta, de la lógica argumentativa, de la fuerza vinculante del precedente, del trato igual de los ciudadanos, de la supresión de los privilegios: ésta es la racionalidad que el Derecho se apresta a aportar para sustituir la quiebra de la racionalidad basada en el silogismo clásico construido sobre una supuesta perfección de la norma impuesta por el poder.
2) El Derecho, concebido como un conjunto de reglas perdurables a lo largo del tiempo, es capaz de integrar en las decisiones políticas la dimensión del futuro con una potencialidad de la que carece cualquier otro sistema.
3) El Derecho es capaz de reemplazar con ventaja el sueño de la utopía por el equilibrio realista de las decisiones adoptadas mediante procedimientos democráticos fundados en el consenso y la participación.
4) El Derecho es capaz de combatir los abusos y de castigar la corrupción de manera incoercible mediante procedimientos coactivos iguales para todos y respetuosos con los derechos de los ciudadanos.
5) El Derecho es capaz de sustituir por la aplicación de reglas seguras y objetivas para la resolución de los conflictos en el marco de las instituciones el enfrentamiento gratuito entre concepciones distintas.
6) El Derecho es capaz de deslindar los campos propios de la política y de la sociedad civil.
7) El Derecho es capaz, mediante reglas de orden público, de poner la tecnología al servicio de la naturaleza.
8) El Derecho es capaz de recuperar la autoridad de las instituciones restableciendo la objetividad de los mecanismos de selección de quienes deben ocuparlas, su independencia y sus procedimientos de actuación.
9) El Derecho es capaz de introducir una nueva regulación de la vida social y económica articulando de manera eficaz un principio de responsabilidad basado en la realidad y no en la utopía.
El Derecho, en una palabra, es capaz de devolvernos la dignidad de la vida colectiva, la confianza en las instituciones, el orgullo de la democracia llevada hasta el olvido de toda superioridad.
Los juristas, a quienes se nos conmina a pasar al primer plano, nos veremos enfrentados a nuevas exigencias.
Deberemos abandonar toda idea del Derecho como instrumento servil o retórica de la justificación. Sustituir el relativismo por el paradigma democrático, con arreglo al cual el Derecho se concibe como expresión racionalizada del mundo de la ética y de los valores construidos colectivamente. Aceptaremos sin discusión que el Derecho es un instrumento para encontrar una única solución posible para cada conflicto: la más acorde con los principios que las sociedades se imponen a sí mismas por procedimientos democráticos.
El juez, como titular de instituciones en las que se dice el Derecho, no podrá limitarse a ser un experto en el sector sobre el que pronuncia sus resoluciones, sino que deberá, con los abogados, profesores y demás juristas que colaboran con la justicia, ser el árbitro que garantice la subordinación de los diversos sectores de intereses a los principios democráticos cristalizados en el ordenamiento, que es tanto como ser garante de los derechos de los ciudadanos.
No será suficiente considerar que la independencia judicial no es un privilegio ni asociarla al principio de responsabilidad. No podremos vivir la independencia judicial como un principio abstracto, sino como una exigencia de aplicación cotidiana e incansable de la inmensa potencialidad lógica del Derecho. Los jueces seguiremos reivindicando ser ajenos a la burocracia, pero tendremos que asumir que somos funcionarios al servicio de nuestros conciudadanos encargados de ejercitar toda la fuerza que nos han concedido para garantizar, frente a las necesidades coyunturales del momento y frente a quienes abusan de sus privilegios, la coherencia de la sociedad con sus principios, que integran el ordenamiento jurídico construido mediante el consenso democrático por la vía de la acción política.
Los jueces no podremos concebir el Derecho como un conjunto de reglas abstractas que pueden hacer perecer el mundo, ahogar la acción política, o conducir a conclusiones absurdas de la mano de la aplicación ciega de la ley: en un mundo de realidades, y no de utopías, el sentido común será el principal mandato para nosotros y para todos los juristas. Los jueces no podremos, llevados del elitismo epistemológico, escudarnos en que las críticas a nuestras decisiones se formulan por quienes no conocen el Derecho, porque deberemos ser capaces de convencer a todos de la racionalidad, de la prudencia de nuestras decisiones y de su consonancia con el sistema jurídico y con el principio democrático y ahuyentar cualquier sospecha de que tras nuestras actitudes se cobijan intereses particulares o corporativos, prejuicios, convicciones subjetivas o criterios personales no compartidos por el resto de la comunidad jurídica. Los jueces seremos, finalmente, conscientes de que el formalismo se justifica sólo por razones éticas: la seguridad jurídica y las garantías formales únicamente son admisibles en la proporción en que integran la moralidad interna del Derecho necesaria para garantizar su subsistencia.
Estoy convencido de que el siglo XXI será el siglo del Derecho, de que los ciudadanos nos exigirán que tomemos lo mejor de cada sistema jurídico para que el Derecho asuma un papel rector en la sociedad y de que todos los juristas trabajaremos en común en el marco autonómico, estatal, continental y mundial, tanto en la formación de las reglas de convivencia como en su aplicación.
Pero me pregunto cuál ha sido el papel de los juristas que, por nuestra edad, no alcanzaremos a ver esta realidad. Reflexionando sobre las palabras, cargadas de pasión, que siento tan próximas, con las que Domiciano Ulpiano definió hace muchos siglos la jurisprudencia como la ciencia de lo justo y de lo injusto pienso que nuestra vida de juristas no ha sido otra cosa que una vida de trabajo por la dimensión más importante de la realidad del Derecho que nos ha tocado vivir: la dimensión de lo que está por llegar.
Abstract We are facing a serious crisis of public life. Parties fail to find enough support for their non-inspiring projects and their chances of action reduce to a minimum their options to disagree. Therefore, politics intends to find new fields of action, gets involved in social and economic activities and infiltrates into institutions. The future threatens to become the deposit of present generations' failures and abuses at the expense of the legacy received and the new generations' benefit of inventory. It is obvious that we need new solutions. |