ENSXXI Nº 31
MAYO - JUNIO 2010
LOS LIBROS por JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
Son viajes para los que sí hacen falta alforjas. Y unas alforjas grandes, capaces de recoger todo el bagaje cultural que emana de sus incidencias y de sus personajes. Son viajes densos, con carga emotivo-cultural, con objetivos que llegan más allá de la curiosidad o la diversión, incluso más allá de ese baño cultural que con frecuencia conmueve solo la epidermis del viajero. En éstos la conmoción es más penetrante y puede agitarle resortes más profundos.
Es el caso del extraño viaje que la osamenta de Descartes padeció a manos de quienes la perseguían para venerarla o de quienes la buscaban para exhibirla como estandarte de la racionalidad laica.
Sabido es que desde los albores de la época de las luces algunas cortes ilustradas importaban de Francia, valgan como ejemplo por todos Rousseau, Voltaire y algunos enciclopedistas, apóstoles que predicaran la empresa intelectual que en ese país se iba gestando durante el siglo de la Ilustración. La saga la había iniciado Descartes, René Descartes, que en 1637 publicó al mismo tiempo en París, Roma, Ámsterdam y Londres en forma anónima, es decir sin desvelar la autoría, su Discours de la Methode pour bien conduire sa raison et chercher la verité dans les sciences que estalló como una bomba al proponer a aquella sociedad absolutista y dogmática que se desprendiera de sus prejuicios y reorientara su visión del mundo sobre la base de la razón. Aunque guiarse por la razón no equivale necesariamente a estar en lo cierto, aquel opúsculo de 78 páginas y su famoso je pense, donc je suis que había de revolucionar el mundo, no terminaba de vencer las resistencias del integrismo dominante, ni siquiera en las universidades holandesas que pasaban por ser las más libres de Europa donde había ido a pregonar su doctrina, por lo que aceptó la invitación de la reina Cristina de Suecia que quería para su corte artistas, poetas y filósofos para fundar una Academia de Ciencias que le permitiera codearse con las Cortes más avanzadas de Europa. En 1649 llegó a Estocolmo Descartes y allí murió al año siguiente. Y al no haber en Suecia cementerio católico fue enterrado a las cuatro de la madrugada en un cementerio infantil, donde se presumía que, no habiendo alcanzado los inhumados la edad de la razón, la tierra del cementerio no podía estar contaminada de la herejía protestante. Quince años después la muy devota reina de Francia la española Ana de Austria, madre de Luis XIV, obsesa con el culto recién recuperado a las huellas y vestigios sagrados, ordenó a su buscador de reliquias exhumar en secreto y trasladar a Francia, como una reliquia más, el cadáver de Descartes del que sorprendentemente solo quedaban huesos mondos.
"Esos huesos, recogidos ya en un sarcófago de pórfido, se habían convertido en metáfora de la lucha por la evolución humana. Su traslado a uno u otro lugar significaba la implantación de la ideología tradicional o de la ilustrada"
Comienza aquí el viaje de esos huesos, azaroso donde los haya y que ha durado 350 años desde Estocolmo vía Copenhague a París, siguiendo en esta ciudad un baile macabro de lugar sagrado a lugar profano, al compás que en los años convulsos de la Francia del 18 y 19 marcaba la autoridad de turno.
Russell Shorto ha desmenuzado en un meritorio trabajo de investigación histórica (Los huesos de Descartes, Duomo Ediciones, 2009) las peripecias que han seguido los restos del filósofo desde su exhumación hasta su depósito final en el Musée de l’Homme de Paris.
Vista desde esta perspectiva podría sospecharse que se trata de una historia para pasto de curiosos o de lectores morbosos. Pero este viaje es mucho más. El forcejeo para pasar los restos de la Iglesia de San Pablo, a la de Santa Genoveva o a la de St. Germain des Prés, y los sucesivos intentos de reconducirlos al Panteón de Hombres Ilustres o al Museo de las Ciencias, es un trasunto de la lucha que se estaba librando en Europa entre dogma y razón, cánones y libre pensamiento, siendo el vencedor de cada uno de los episodios de esta encarnizada batalla el que imponía un nuevo traslado a zona sagrada o profana según fuera su color. Los huesos de Descartes, de ser considerados por la reina Ana y los jansenistas casi reliquias sagradas dignas de reposar en la catedral mas gloriosa, se convirtieron para los revolucionarios en símbolo del racionalismo merecedor de ser ensalzado en su equivalente laico, el altar de la razón y del progreso del mayor templo secular, el Panteón. Luego, con la Restauración, retornaron a la Iglesia incluidos en la devolución de bienes eclesiásticos incautados que decretó Luis XVIII. Y más tarde, por fin, terminaron en el Museo de la Ciencia. Esos huesos, recogidos ya en un sarcófago de pórfido, se habían convertido en metáfora de la lucha por la evolución humana. Ese sarcófago era trofeo anhelado por los contendientes. Su traslado a uno u otro lugar significaba la implantación de la ideología tradicional o de la ilustrada.
"No es, pues, el viaje de unos huesos sino el viaje de la mente humana, debatiéndose entre la razón y la fe. La historiográfica de esos huesos arrastra la carga cultural que representa la lucha entre los cartesianos, la iglesia y el absolutismo real"
Pero la obra de Shorto no se centra en el viaje de unos huesos aunque estos sean de un ilustre filósofo. No hace hincapié ni casi referencia a los ribetes macabros de esta historia. (No me resisto sin embargo a dejar en el tintero episodios tan grotescos como los protagonizados por el Dr. Franz J.Gall, propulsor de la frenología, o por el Dr. Georges Cuvier, el “inventor” el ángulo facial como medidor de la inteligencia, cuyas teorías –poniendo como ejemplo una reproducción en yeso de la cabeza de Descartes-, resultaron ser una superchería de igual tamaño al menos que la del cráneo que habían tomado como modelo para hacer la reproducción, que no era el del filosofo pues el verdadero se había quedado en Estocolmo y hoy es el único hueso autentico del filosofo que se conserva en el Museo de l´homme).
No es, pues, el viaje de unos huesos lo que narra Sharto, sino el viaje de la mente humana, debatiéndose entre la razón y la fe, en pos del progreso y la racionalidad. La historiográfica de esos huesos arrastra la carga cultural que representa la lucha entre los cartesianos, la iglesia y el absolutismo real, y entre los mismos cartesianos entre sí, inmersos como estaban en la paradoja de hacer objeto de culto y veneración al filosofo cuyo lema Cogito ergo sum había sido asimilado ya por la Escolástica tardía, pero que en el fondo era quien había sentado las bases de un racionalismo que terminó proclamando en Notre-Dame el ateismo y el Culto a la Razón.
También con una importante carga cultural viene cebado el imaginario viaje de William Shakespeare recogido en una obra de Léon Daudet (“El viaje de Shakespeare”, Barril & Barral Editores, 2009) publicada en 1896 y que a pesar de haber sido calificada de obra maestra nada menos que Marcel Proust, no había sido editada en España hasta ahora. Y precisamente lo ha sido a iniciativa de un notario catalán Xavier Roca Ferrer que es también autor de la traducción, magnífica por cierto, y de las muy oportunas anotaciones que completan y aclaran la obra.
Es una curiosa novela no histórica que narra un viaje imaginario del gran dramaturgo, cuando supuestamente tenía 20 años y no era conocido, por tierras de Holanda, Alemania y Dinamarca, sin más equipaje que un ejemplar de las Vidas Paralelas.
El viaje comienza en Dover el 10 de agosto de 1584 en la nave Tritón y termina premonitoriamente en Elsinor, en su castillo, futuro escenario de Hamlet, cuya triste majestad impresionó al poeta, por cuyas murallas paseó en solitario, y donde, sin que él lo llamara, su destino se le apareció entero anunciado como la primavera por una sutil vibración del entorno que le hizo temblar desde lo más hondo de su ser: Cautivo del universo hasta entonces, la marea de su personalidad se impuso a los obstáculos frágiles. El océano infinito estaba libre y era suyo. Traspuesto en esa visión --el mundo a sus pies--, el futuro dramaturgo definió su destino, según imaginó Daudet, con esta autosalutación: “A ti, recién nacido en la tierra, a mí, William Shakespeare, dirijo el saludo que corresponde a este instante. El mundo se inclina hacia mi alma para reflejarse entero en ella. Surgid sin tardanza héroes de la amistad y del amor, tiranos y verdugos, dulces reinas, dioses paganos y hadas luminosas. Con ritmo conmovedor o terrible, evadíos de mis sueños”… que es una muestra significativa del lenguaje evocador que Daudet utiliza en toda la obra.
"Toda la novela es una sucesión de conversaciones, peripecias, aventuras y diálogos llenos de claves de lo que posteriormente sería la soberbia producción dramática de Shakespeare"
En realidad toda la novela es una sucesión de conversaciones, peripecias, aventuras y diálogos llenos de claves de lo que posteriormente sería la soberbia producción dramática de Shakespeare. Es un libro con el que disfrutarán todos, tal es la calidad, erudición y altura de la prosa y de las reflexiones que contiene, pero muy señaladamente los iniciados que sean capaces de relacionar frases y personajes con las que fueron luego grandes construcciones del autor.
Léon Daudet, nacido y cultivado en los más elevados círculos literarios de Francia, desde los resultados de la obra del gran dramaturgo, es capaz de fabular los personajes, visiones y choques vitales que pudieron despertar su ingenio y su talento para llegar a las concreciones vitales que brotan en su obra. Son deducciones literarias inversas, retrospectivas, la búsqueda de las premisas a partir de la conclusión, o si se quiere la conjetura sobre la raíz o el pozo donde el gran dramaturgo encontró su inspiración, pero que también por sí mismas tienen una gran calidad.
Sin entrar en sus comentarios satíricos a veces crueles sobre los españoles, los jesuitas o la corte papal --lógicos en la Holanda de fines del XVI, atribulada por las guerras de religión y el Tribunal de los Tumultos--, discursos como los que hace sobre los anabaptistas o la pintura holandesa, o las extravagancias de personajes como el teórico Schoul o el autor de panfletos Jean Fischart merecerían consideración y justificarían su calificativo de viaje ilustrado. La riqueza conceptual y cromática de esta prosa refinada, y la evocación constante del universo shakesperiano añaden alicientes a su lectura, sobre todo para los amantes del gran dramaturgo.
Y no podemos terminar este comentario sin hacer referencia a otra obra maestra sobre viajes, sobre el viaje de los viajes, el viaje exponente de una tradición cultural inexcusable, el viaje ritual a Italia, al que el profesor de la Universidad de Siena Atilio Brilli dedica toda una obra que acaba de ser editada en España (“El viaje a Italia”, A. Machado Libros, 2010). No es un libro de viajes, ni es la historia de un viaje. Es un libro que hace historia de lo que tradicionalmente ha significado en nuestra civilización el viaje a Italia, primero peregrinación de romeros y luego viaje pedagógico que, como aprendizaje o como remate de un proceso formativo, ha constituido una de las más fascinantes costumbre culturales primero de Europa, después de América y a la postre de todos los continentes.
"Es un libro que hace historia de lo que tradicionalmente ha significado en nuestra civilización el viaje a Italia, primero peregrinación de romeros y luego viaje pedagógico"
Brilli narra las peripecias de este legendario viaje con abstracción de tiempo y ruta, o mejor narra los avatares del viaje a Italia en todas sus fases, en todos los tiempos y de todos los viajeros. Y lo hace contando ese detalle y esa minucia que despierta la curiosidad y ameniza la narración.
Tampoco aborda un posible ensayo filosófico sobre la trascendencia que para la civilización occidental tuvieron las aportaciones artísticas de Italia o el significado que, para la absorción cultural de su maestría, suponía para poetas, pintores, músicos y artistas la contemplación in situ de los capolabori insuperables que tiene ese país. Eso sería otra historia. Como lo sería dar cabida en este proyecto a la reconstrucción nostálgica de paisajes, panoramas, ciudades o lugares de interés que también en Italia abundan. Eso lo convertiría en una guía más.
"Armado de una exorbitante documentación, su propuesta es solo y nada menos que la reconstrucción histórica del viaje a Italia, como meta perenne y eterna de la humanidad"
El proyecto de Brilli es más ambicioso. Armado de una exorbitante documentación, su propuesta es solo y nada menos que la reconstrucción histórica del viaje a Italia, como meta perenne y eterna de la humanidad. Y lo hace analizando libros, anotaciones y diarios de peregrinos y viajeros, esencialmente anglosajones -no en balde el autor es profesor de literatura anglo-americana-, pero también de franceses y alemanes, aunque no españoles, y siempre con especial atención a la minucia, a ese pormenor que individualiza época, propósito y clase social. Los detalles del atuendo, con los oráculos y talismanes de que debían proveerse en tiempos los viajeros, los carruajes con el séquito o universo doméstico que acompañaba a los pudientes, el sistema de postas y de hospedería, con esas paradas en las que se miraban los deterioros y se intercambiaban confidencias, las rutas, las emergencias, las historias de enredo en fondas y posadas… La obra prescinde de la épica y de los tópicos, y resulta un divertido memorial de costumbres, personajes y situaciones que caracterizan la tipología de los viajeros, sean príncipes, diplomáticos, artistas, estudiantes o mendigos, y las impresiones que les producen las gentes, los paisajes y las costumbres de la Italia deseada. Todo ello tomado, como ya se ha dicho, de los diarios y los comentarios de peregrinos y viajeros. Pero entre ellos están Goethe, Byron, Proust, Mozart, Wilde, Stendhal, Bacon, Nietzche o Chateaubriand...y hasta Saramago, pues todos sucumbieron al mito fascinante del viaje a Italia que este libro documenta con brillantez.