ENSXXI Nº 31
MAYO - JUNIO 2010
RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid
(O SABER O NO SABER, ESA ES LA CUESTIÓN)
Hoy vivimos en una época dominada por la racionalidad de tipo económico, en la que es frecuente medir la eficiencia de la acción política y de las instituciones exclusivamente por lo que son capaces de aportar al PIB. Por eso, cabe preguntarse si el instinto de lo que es justo y de lo que no, tan arraigado en la conciencia humana, debe ceder definitivamente el paso en el análisis de los fenómenos sociales a planteamientos –diríamos- mucho más “científicos”, como el que representa paradigmáticamente el análisis económico del Derecho. Sin embargo, aun sin necesidad de negar los presupuestos utilitaristas, quizá esté todavía por demostrar la irrelevancia teórica de ciertos tópicos que han constituido desde siempre el acervo doctrinal de los politólogos y de los juristas, como aquellos que hablan de la “naturaleza de las cosas”, de lo “justo”, de la “virtud” o del “bien común”.
¿Instinto contra razón? El caso del tren desbocado.
A los filosos morales les encantan los juegos y las paradojas. Hay uno muy famoso que no suele faltar en los libros sobre la materia.1 Un tren avanza sin posibilidad de frenar hacia un grupo de trabajadores ferroviarios que no están en condiciones de prever el accidente. Sin embargo, cuando la masacre parece inevitable, surge a la vista del maquinista una vía de servicio en cuyo extremo se encuentra únicamente un solo trabajador. Si no hace nada, el tren seguirá la vía principal y arrollará al grupo, pero si gira y toma la vía de servicio sólo matará a uno. ¿Qué debería hacer el maquinista?
No parece que sea un dilema muy complejo. La gran mayoría de los lectores habrá decidido sin apenas dudar. Por muy lamentable que sea arrollar a un pobre ferroviario peor es aplastar a varios. Dado que no hay una tercera posibilidad, mejor que muera sólo uno. Casi todos giraríamos por la vía de servicio.
Pero cabe complicar un poco la historia. Imaginemos que el tren no tiene conductor, pero que nosotros, que lo sabemos, nos encontramos al lado del sistema de agujas y operando con ellas podemos desviar el tren por la vía de servicio. ¿Lo desviaríamos? Supongo que a alguno este caso le haría pensar un poquito más, pero para la mayoría la decisión sigue siendo clara: cambiar la aguja.
Pero aún podemos complicar más el juego. Ahora ya no hay vía de servicio, pero sí un puente un poco antes de donde se encuentra el grupo de trabajadores. Nosotros nos encontramos encima del puente y vamos a ser testigos del desastre. Pero, afortunadamente, al lado nuestro hay un tipo muy gordo que mira también horrorizado. Comprendemos inmediatamente que si lo tiramos sobre la vía el tren se detendrá a tiempo y el grupo se salvará. ¿Lo tiraríamos?
"Quizá esté todavía por demostrar la irrelevancia teórica de ciertos tópicos que han constituido desde siempre el acervo doctrinal de los juristas, como aquellos que hablan de la “naturaleza de las cosas”, de lo “justo” o del “bien común”"
Aquí la mayoría contesta decididamente que no, que tirarlo es una verdadera barbaridad. Pero lo cierto es que, si reflexionamos, veremos que no resulta nada fácil distinguir este supuesto, no sólo del segundo, sino también del primero. ¿Qué razón nos lleva a girar en el primer caso y a no tirar al gordo en el tercero? Tan inocente e ignorante de su destino es el trabajador de la vía de servicio como el testigo del puente. Y lo que le señala para morir, en ambos casos, es un acto nuestro. ¿Dónde está la diferencia?
No debe ser muy evidente cuando ha generado ríos de tinta. Para un utilitarista clásico no habría propiamente dilema: habría que arrojar a la vía a nuestro compañero del puente. El utilitarismo (al menos el llamado utilitarismo del acto, hoy en boga) considera no sólo moralmente permisible sino obligatorio matar a algunos individuos con la finalidad de salvar a un número mayor. Los argumentos utilitaristas tienen estas cosas: pueden desagradar, pero resultan endiabladamente difíciles de desmontar. No obstante, lo significativo es que para nosotros los dos casos (el primero y el tercero) nos parecen, de una manera intuitiva, completamente distintos. Vemos con natural repugnancia el hecho de utilizar a nuestro vecino del puente como si fuera un simple fardo, un instrumento idóneo para evitar un trágico accidente. Al igual que el juez que primero decide -“por razón de justicia”- y luego consulta las leyes para argumentar su veredicto, nosotros primero decidimos sin titubear, y luego nos esforzamos denodadamente por justificar de forma convincente nuestra decisión. En cualquier caso, y como demuestran las encuestas realizadas, doscientas mil personas de todo origen y condición de más de cien países llegan intuitiva y automáticamente a la misma conclusión, pero luego son incapaces de explicar dónde se encuentra la diferencia entre los dos casos.
Antes de continuar indagando en las razones por la que nos ocurre algo así conviene recordar que éste no es un caso de laboratorio diseñado por lógicos perturbados para solazarse con nuestro sufrimiento. La vida real está llena de ejemplos parecidos. Unos nos parecen supuestos límite de difícil repetición –como el famoso de los náufragos del Mignonette, que mataron al grumete y se lo comieron, gracia a lo cual lograron sobrevivir- pero otros están en los periódicos casi todos los días. La aviación israelí bombardea un edificio donde se esconde un peligroso terrorista y logra matarlo, con lo que ello supone de ahorro futuro de victimas, pero por el camino se lleva a varias familias. Un avión sin piloto estadounidense bombardea con éxito una posición de los talibanes en Afganistán, pero a costa de matar a algunos civiles. Por no hablar de los argumentos que llevaron a EEUU a iniciar la mismísima guerra de Irak: los innegables beneficios del fin justificarían los tristes pero inevitables medios para lograrlo.
"Ya no es sólo que resulte complicado determinar racionalmente lo que es socialmente útil, es que, aunque podamos identificarlo correctamente, tampoco sabemos si nuestra acción coadyuvará efectivamente a su consecución"
En su último libro Michael J. Sandel2 nos relata uno más. En una misión de comando en Afganistán cuatro marines se topan con tres pastores (entre ellos un niño de unos catorce años) y, así, con un ineludible dilema. Si les dejan ir probablemente delaten su posición, con el enorme peligro que ello puede implicar, pero para retenerlos sólo tienen un medio: matarlos. Después de discutirlo y votarlo deciden liberarlos, y al poco tiempo –efectivamente- se ven rodeados por decenas de talibanes. Mueren tres de los cuatro soldados y dieciséis más como consecuencia del derribo de un helicóptero enviado para rescatarlos. Para el superviviente dejarlos ir constituyó –según sus palabras- un error que le perseguirá hasta la tumba.
Para algunos psicólogos y neurólogos cognitivos la explicación es muy sencilla: la evolución nos ha equipado, entre otros, con un sentimiento de repugnancia ante la manipulación y maltrato de personas inocentes. Este instinto, alojado en las áreas del cerebro asociadas a la emoción, impide o dificulta que se activen otras áreas dedicadas al análisis racional, que son las que se encuentran implicadas en cualquier cálculo utilitarista. Los investigadores del cerebro humano han demostrado que las personas actúan 100 milisegundos antes de “decidir” hacerlo. Las decisiones supuestamente libres o “racionales” se toman en un ochenta por ciento en base a información subconsciente, en base a elementos emocionales en activación de los que no nos percatamos en absoluto. Por eso resulta muy significativo que los pacientes neuronales incapaces de sentir emociones por haber sufrido algún daño en el lóbulo frontal no duden lo más mínimo a la hora de arrojar el gordo a la vía. Y lo que vale para este instinto moral (evitar el daño) es aplicable igualmente a los demás: respetar la autoridad, hacer justicia, fortalecer la comunidad y preservar la pureza3. En consecuencia, las intuiciones anti-utilitarias son el resultado de la victoria de un impulso emocional sobre el análisis racional coste-beneficio.4
Si resultase que esta interpretación es correcta (y al menos en parte lo parece) podríamos legítimamente preguntarnos si, entonces, la verdadera moralidad no descansa exclusivamente en nuestro sentido racional y lo éticamente obligatorio es siempre, como afirma determinada corriente utilitarista, el resultado de un impersonal análisis lógico. Es decir, la evolución nos ha dotado con un instinto moral que la mayor parte de las veces resulta adaptativo y racional, pero que, en determinados casos conflictivos puede resultar tan ilusorio como cualquier otro sentido y debe ceder ante la seca razón. De lo contrario no sólo puede conducirnos a una solución equivocada (no empujar al gordo y dejar morir a un montón de ferroviarios) sino gravemente perturbadora desde el punto de vista social, al convertir cualquier problema práctico de los que abundan en nuestras sociedades en una cruzada moral en la que solo puede haber buenos y malos.
Pero antes de abandonar alegremente nuestros instintos morales a la poderosa fuerza de la razón deberíamos reflexionar un poco más, no sea que pequemos de imprudencia, porque identificar a la razón con el cálculo utilitarista –al menos con el cálculo utilitarista elemental- es un paso que todavía hay que demostrar. Y en ese camino se alzan una serie de obstáculos no despreciables.
El primero de todos es la dificultad de identificar lo que es socialmente útil. Podríamos pensar que eliminar un peligroso terrorista no puede producir más que beneficios. Pero hacerlo extrajudicialmente y llevarnos de paso a algunos inocentes puede desencadenar sentimientos de revancha y de desafección con el sistema todavía más nocivo que los peligros que tal acción pretendía evitar. Matar pastores de catorce años puede salvar vidas ahora, pero no ayuda precisamente a crear un clima favorable a la presencia extranjera en Afganistán. Utilizar a los viandantes como objetos arrojadizos siempre que lo aconsejen intereses superiores garantiza que la gente tienda a quedarse en casa y a considerar a cualquier vecino un enemigo potencial contra el que conviene guardarse. Todos estos casos amenazan el sentimiento básico de seguridad y confianza, requisito crucial para la convivencia ciudadana. Determinar lo que es útil, en consecuencia, puede resultar muy complicado.
Para superar esta dificultad Stuart Mill invocaba el pasado de la especie humana, su historia, como la verdadera clave que nos ayuda a vislumbrar lo que es realmente útil. Debido a su larga experiencia, la humanidad ha tenido tiempo suficiente para adquirir creencias positivas en relación a los efectos de ciertos actos sobre su felicidad.5 Ahora bien, lo que ocurre es que éste es precisamente el presupuesto sobre el que se apoya el instinto moral. Hemos visto que, en cuanto producto de la evolución, el instinto moral vendría a ser el resultado de esa larguísima experiencia histórica de la especie. ¿Qué mayor experiencia que la marcada de forma indeleble en nuestros genes? Y en estos casos el instinto nos previene contra el uso de nuestros semejantes como simples medios para lograr fines superiores. Nos advierte que de eso no ha salido nunca nada bueno.
Pero, además, se alza todavía otro obstáculo: ya no es sólo que resulte complicado determinar racionalmente lo que es socialmente útil, es que, aunque podamos identificarlo correctamente, tampoco sabemos si nuestra acción coadyuvará efectivamente a su consecución. Quizá el terrorista no esté en la casa después de todo, quizá los pastores permanezcan callados, quizá fallemos al tirar el gordo a la vía y muera sin resultado positivo (o peor aún, ¡quizá se trate de un científico a punto de descubrir una vacuna decisiva capaz de salvar millones de vidas!).
"Aun para el más convencido utilitarista, asumir una responsabilidad en contra del instinto moral que nos aconseja no hacerlo exige tener razones muy poderosas"
Es precisamente este problema del saber o no saber el que nos conduce a un tema íntimamente ligado: el de la responsabilidad. Como afirma Lakoff, la causalidad de la bola de billar y la causalidad humana son muy diferentes. Una cosa es un tren desbocado (una bola de billar) que quizá podamos desviar, y otra empujar al vecino a la vía. Una cosa es un tren que está fuera de nuestro control (de nuestra responsabilidad) y otra asumir la responsabilidad de iniciar esa relación de causalidad. Por ello, aun para el más convencido utilitarista, asumir una responsabilidad en contra del instinto moral que nos aconseja no hacerlo exige tener razones muy poderosas. En realidad, hay que tener un conocimiento de la situación especialmente privilegiado. Si la responsabilidad es un poder que el saber convierte en deber, es imprescindible obtener una mínima masa crítica de saber antes de lanzarnos a asumir determinadas responsabilidades cuando no están amparadas en el instinto moral. Puede que si se respetase más seriamente esta regla del saber se hubieran evitado algunas de las barbaridades a las que estamos ya acostumbrados.
El instinto justicia
Pero junto al instinto de no dañar hay otro casi tan importante cuyo estudio resulta aquí muy pertinente: el de hacer justicia, el de atribuir a cada uno lo que se merece. En realidad, y como no podía ser de otra forma, es simplemente una modalidad del primero. Toda injusticia inflige un daño a alguien –físico, patrimonial o moral- a través de su manipulación instrumental. Afirman hoy los biólogos que han tratado el tema (Trivers, Dawkins) que desde un punto de vista evolutivo el instinto de justicia se habría desarrollado a través del altruismo reciproco o del principio de reciprocidad. Como recordaba antes que ellos Stuart Mill, aquél que acepta un beneficio y rechaza devolverlo cuando se le solicita y tiene oportunidad para ello, causa un daño real al frustrar la más natural y razonable de las expectativas, que, al menos tácitamente, ha propiciado con su inicial aceptación. No es extraño entonces que la frustración de la expectativa derivada de una promesa o un contrato sea para nosotros sinónimo de daño, afrenta o… injusticia.
El que este sentimiento es innato y no cultural o aprendido se demuestra simplemente observando a los niños. Y no sólo a los niños. Como hemos señalado, y ha sido ampliamente demostrado, en infinidad de casos los jueces no actúan de forma muy diferente a como nosotros hemos hecho en el juego del tren. Primero deciden y luego justifican. No llegan a la conclusión a través de un camino de argumentos y teorías, sino que resuelven de forma intuitiva, casi emocional, y luego buscan –a veces con ímprobo esfuerzo- la pertinente explicación teórica.
Pues bien, éste sentimiento también está hoy bajo sospecha. Para muchos se trata de una emoción animal de carácter primario que en grupos reducidos y simples puede resultar adaptativa, pero que en sociedades complejas como la capitalista es manifiestamente insuficiente. Lo demuestra la vaguedad e imprecisión de los términos que suelen utilizar los juristas para resolver los casos difíciles: “la naturaleza de las cosas”, “las exigencias de la vida práctica”, “la justicia del caso concreto”, etc. Hoy se piensa que la razón es capaz de proporcionar instrumentos lógicos mucho más adecuados para la decisión judicial.
Apagados los rescoldos del pandectismo, el método científico más en boga en la actualidad es el del análisis económico del Derecho. En correspondencia con sus postulados ideológicos, y con todas las matizaciones que se quiera, esta teoría afirma que la decisión a adoptar debe ser siempre la más “eficiente” -entendiendo eficiente en el sentido de maximización del beneficio colectivo. Éste es el valor predominante al que debe servir la Justicia (como institución). Por eso, la justicia (como valor o virtud) no es más que uno de los variados nombres de la eficiencia cuando se refiere a una parcela específica de la actividad social.
Esta doctrina, en su versión más elemental o simplificada, ha ejercido sobre la legislación más influencia de la que se le reconoce. Por ello no resulta extraño que hoy se defienda que aunque determinada ley o determinada decisión judicial pueda repugnar nuestro instinto jurídico, es necesario examinar si tal medida lleva consigo un incremento de utilidad colectiva que compense ese sacrificio. Así, deberían permitirse determinados incumplimientos contractuales como el derivado de una doble venta cuando el precio ofrecido por el segundo comprador es superior, siempre que se indemnice adecuadamente al primer comprador, pues obligar a entregar en todo caso la cosa al primero no cumple el criterio de la eficiencia de Pareto (dado que el precio es un indicador de la utilidad de los bienes).6 Quedaría también justificada una norma que atribuyese a ciertas personas (pongamos por ejemplo a las entidades bancarias o a la gran sociedad anónima) determinados privilegios frente a otras (consumidores, competencia, acreedores o pequeños accionistas) siempre que quedase demostrado que simultáneamente se incrementa el bienestar de la sociedad en general. Y las herramientas adecuadas para dictaminar tal situación no son los conceptos ni las reglas tradicionales de los juristas, sino la metodología propia del análisis económico.7
"A veces la solución eficiente es nociva no sólo porque la percibamos irracionalmente como nociva, sobrerreaccionando en consecuencia (lo que ya sería bastante) sino porque objetivamente erosiona la empatía y la confianza mutuas, imprescindibles para la vida en sociedad"
En un interesante artículo publicado en esta misma revista, Manuel Conthe nos recuerda un caso relatado por Cicerón en su “Tratado sobre los Deberes”. Un comerciante de Alejandría llega con una nave cargada de trigo a Rodas, donde hay una gran penuria de alimentos. Ha sido el primero en llegar, pero el capitán sabe que detrás vienen muchos y que su llegada es inminente. No informa de esa circunstancia a los rodios y vende el cereal a un precio exorbitante. Los teóricos del análisis económico no ven en ello ningún atentado a la justicia, puesto que el ordenamiento debe permitir que quién gastó tiempo y esfuerzo en conseguir una información nueva socialmente útil pueda rentabilizarla. En efecto –afirma Conthe- “la ventaja informativa del primer comerciante alejandrino que llegó a Rodas, al permitirle vender caro el trigo, puede verse como un eficaz mecanismo que alentaba a los comerciantes mediterráneos a intentar abastecer con la mayor rapidez a las islas más necesitadas.”
Sin embargo, al igual que lo que ocurría en el caso del tren, cualquier utilitarista (o partidario del análisis económico del Derecho), y sin por ello dejar de serlo, debería reflexionar sobre las limitaciones de este método tan simple y racional. Lo que resulta verdaderamente útil a una sociedad no es fácilmente trasladable a unidades monetarias, ni valorarse con arreglo a un criterio común de satisfacción de preferencias subjetivas, aunque pudiésemos encontrarlo. Por ejemplo, hoy en día los politólogos insisten en que las desigualdades de trato y los desequilibrios en el seno de una sociedad generan, por su sola existencia, múltiples inconvenientes sociales, políticos e incluso económicos.
El caso relatado por Cicerón se ha repetido hace pocos años, tras el desastre ocasionado por el paso del huracán Charley por Florida en el verano de 2004.9 Los generadores eléctricos que unas semanas antes tenían un precio de 250 $ pasaron a costar 2000 $. Una habitación de hotel pasó de 40 a 160 $ por noche. El precio por retirar un árbol del tejado se puso en 10500 $. A la vista de las incesantes quejas, Thomas Sowell, un economista neoclásico, escribió un artículo en el Tampa Tribune explicando como estas subidas de precio eran enormemente positivas para los habitantes de Florida. Esos precios –explicaba- son tan justos o injustos como cualquier otro precio fijado por el mercado, pero lo que es indiscutible es que esos incrementos incentivan a los suministradores situados en lugares lejanos a facilitar a la máxima velocidad los bienes y servicios más necesitados por los damnificados…
"Es revelador que la teoría neoclásica insista por un lado en que la naturaleza humana está hecha de una manera (egoísta) para defender lo inevitable de la solución liberal y por otro se niegue a aceptar la importancia de los animal spirits, igualmente inevitables, cuando ponen en entredicho a la teoría"
No todos estuvieron de acuerdo, así que las leyes contra el price-gouging no se modificaron. En el fondo de todas esas críticas contra los presuntos abusos podía encontrarse un argumento fundamental: una sociedad en la que la gente se aprovecha de sus vecinos en tiempos de crisis para obtener ventajas económicas no es una buena sociedad. El exceso de avaricia es un vicio que toda comunidad que busque mantener un mínimo nivel ético debe penalizar. A veces la virtud cívica tiene más importancia que la eficiencia. Esas fuertes subidas en el precio de los bienes y servicios básicos y necesarios generan naturales sentimientos de agravio y resentimiento en cuanto atentan contra nuestro innato instinto de justicia que, al fin y al cabo, puede que no esté tan descaminado. Pero conviene retener que en estos casos la solución eficiente es nociva no sólo porque la percibamos irracionalmente como nociva, sobrerreaccionando en consecuencia (lo que ya sería bastante, porque lo cierto es que por mucho que los economistas intenten convencernos no vamos a sentirla de otro modo), sino porque, aunque mantuviésemos la cabeza fría, objetivamente erosiona la empatía y la confianza mutuas, imprescindibles para la vida en sociedad.
La ciencia económica clásica parte de la idea de que el ser humano es un ser racionalmente egoísta, es decir, que persigue su propio interés (que conoce perfectamente) de manera racional, sin dejarse llevar por categorías morales o por la conciencia del deber. Sin embargo, la realidad demuestra que esto no es así. El ser humano se encuentra mediatizado en sus decisiones por instintos animales, entre el que destaca el de justicia, muchas veces contrarios a sus intereses individuales (por lo menos a corto plazo). En su último libro –denominado precisamente Animal Spirits- Akerlof y Shiller10 relatan varios casos muy significativos. Así, por ejemplo, la gente está mayoritariamente dispuesta a sancionar conductas que considera oportunistas o “injustas” (a la hora de fijar precios, por ejemplo) aun a costa de sus intereses particulares. Por supuesto, está dispuesta a sancionar al vendedor de generadores que multiplica su precio aunque eso implique que los generadores tarden más en llegar. Sus preferencias, por tanto, no son fácilmente predecibles siguiendo criterios estrictamente económicos. Es revelador que la teoría neoclásica insista por un lado en que la naturaleza humana está hecha de una manera (egoísta) para defender lo inevitable de la solución liberal y el fracaso de las soluciones colectivistas, y por otro se niegue a aceptar la importancia de esos animal spirits, igualmente inevitables, cuando ponen en entredicho a la teoría.
Pero, aunque pudiésemos determinar lo que es realmente útil, es imprescindible ser conscientes de las limitaciones que existen para perseguirlo actuando a través de un determinado sistema o método. Al igual que el gordo al caer puede no llegar a bloquear la vía, el efecto de algunas decisiones (o de algunas medidas de protección o privilegio a determinadas entidades) puede no ser ni siquiera el monetario inicialmente previsto. Las fórmulas utilizadas por los partidarios del análisis económico del Derecho11 plantean el enorme inconveniente en que apenas se dispone de las informaciones indispensables que se necesitan para aplicarlas y expresar en medidas de valor sus ventajas y desventajas. En otras ocasiones el legislador opta simplemente por la vía desregulatoria, confiando en que el mercado sabrá encontrar de forma espontánea la respuesta óptima, lo que suele ser en la práctica la peor de las soluciones, en cuanto presupone un “Coasean World” (sin imperfecciones del mercado ni costes de transacción)12 que no existe en la realidad. Los costes de transacción sí existen. El problema es que son difíciles de identificar y cuantificar. La realidad –incluida la naturaleza humana- es muy compleja y no resulta fácil prever todas las variables. Por lo que a veces la guía del instinto puede ser mucho más eficaz y, por eso, más prudente.
"Las fórmulas utilizadas por los partidarios del análisis económico del Derecho plantean el enorme inconveniente en que apenas se dispone de las informaciones indispensables que se necesitan para aplicarlas y expresar en medidas de valor sus ventajas y desventajas"
Esta es una lección que los juristas conocen desde antiguo, incluso aquellos juristas dispuestos a reconocer la identidad entre justicia y utilidad (entendida en un sentido profundo y a largo plazo). Aunque es innegable que nosotros hemos cometido también graves errores de enfoque (uno de los más sonados lo constituyó el pandectismo, con su obsesión por la construcción y el juego conceptual) lo cierto es que el buen jurista ha desconfiado siempre un poco del método, preocupado por encontrar la solución concreta más adecuada a la naturaleza de las cosas. No se trata en absoluto de defender la Justicia del Cadí, pues éste constituye un extremo tan pernicioso como el contrario, pero sí de no perder de vista el sentido de lo justo. Señalaba don Federico de Castro que en la elaboración del Derecho por parte de los civilistas se advierten dos grandes corrientes, la de la búsqueda intuitiva de lo justo, atendiendo a lo propio de cada caso concreto, y a la racionalización de las reglas jurídicas, mediante su adecuada sistematización. La clave consiste en encontrar su adecuada armonización. Los juristas romanos lo hicieron: afirmaban con “autorictas” la solución que aconsejaba el buen sentido jurídico, sobre la horma de la filosofía y dialéctica griegas.
Y lo cierto es que, en los casos extremos, tan insatisfactoria suele ser una solución como la contraria. Sesenta años antes de la tragedia acaecida en Afganistán anteriormente relatada, una patrulla británica en la selva de Birmania tuvo que enfrentarse a un dilema casi idéntico. Tras encontrarse de improviso con tres campesinos y con un niño de diez años, el oficial al mando decidió (aquí no hubo votación) que para salvar la misión y las vidas de los integrantes de la patrulla era preciso ejecutarlos. Ordenó hacerlo a uno de los soldados. El elegido pidió al menos salvar la vida al niño. El oficial insistió en que dejarle marchar supondría poner sus vidas en riesgo mortal. El soldado obedeció y disparó. Cincuenta años después afirmaba que jamás podría olvidar aquello. Quizá el niño no habría hablado o quizá, aunque lo hubiera hecho, no habría ocurrido nada. Quién sabe.
1 Inicialmente concebido por las filósofos Philippa Foot y Judith Jarvis Thomson (“The Trolley Problem”).
2 Justice, Nueva York, 2009
3 Según la clasificación de Haidt.
4 Steven Pinker, “The Moral Instinct”, The New York Times, 13-1-2008.
5 S. Mill, Utilitarianism.
6 H-B Schäfer y C. Ott, Manual de análisis económico del Derecho Civil, Madrid, 1991, p. 276
7 Al margen de la propia eficiencia (u óptimo de Pareto), podemos citar, entre otros semejantes, el criterio Kaldor-Hicks (una decisión en virtud de la cual al menos un miembro de la sociedad resulta favorecido y, como mínimo, otro resulta perjudicado, solo debe ponerse en práctica si resulta posible indemnizar al perjudicado con el beneficio del favorecido y si, a pesar de ello, este último sigue teniendo alguna ventaja), la fórmula Learned Hand (la culpabilidad extracontractual sólo existe cuando el gasto de previsión es menor que el daño previsto multiplicado por la probabilidad que éste ocurra) y el criterio del “Cheapest cost avoider” (la responsabilidad extracontractual corresponde a quién hubiera podido evitar la producción del daño a un coste más bajo).
8 “Bienaventuranza del descubridor”, El Notario del Siglo XXI, Nov/Dic 2007.
9 M.J. Sandel, Justice, pp. 3 y ss.
10 Princenton University Press, 2009, pp. 19 y ss.
11 Véanse como ejemplo las citadas en la nota 6.
12 Esa denominación, utilizada habitualmente en el mundo anglosajón, no implica que Ronald Coase no fuese perfectamente consciente de la importancia de estudiar los costes de transacción, más bien al contrario.
Abstract A possible replacement of the instinct of justice, so deeply rooted in human conscience, is being discussed nowadays. It has become a widespread opinion that the analysis of social phenomenons should be based on more “scientific” arguments, of the kind advocated by those who resort to an economic analysis of Law. We tend to believe that evolution has endowed us with a moral instinct that is usually rational and adapts itself whenever needed. But we should keep in mind that, in some cases, we can be deluded by our moral sense in exactly the same way other senses delude us, forcing us to rely on harsh reason. Finding out the most useful option is not always easy. Even if we could find it out, we should be aware of the existence of certain constraints concerning systems and methods. Application of the formulas used by those who favour an economic analysis of Law requires certain amounts of essential information: the data needed to measure and express its advantages and disadvantages. Reality, of which human nature is a part, is so complex, it is not easy to anticipate all variables. That is why sometimes instinct may be a more efficient and, therefore, prudent guide. |