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ENSXXI Nº 34
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2010

JUAN-JOSÉ LÓPEZ BURNIOL
Notario de Barcelona

El problema español
Hará un par de meses, un amigo –periodista de oficio- me dijo de sus numerosos sobrinos -catalanes residentes en tierras de Gerona- que “no es que sean independentistas, sino que viven como si ya fuesen independientes”. Sus palabras me recordaron las que le oí, un año atrás, a un político español que ostentaba entonces responsabilidades internacionales, en uno de sus frecuentes viajes a Barcelona: “Cada vez que vengo escucho, con referencia al tema Cataluña-España, cosas que antes no oía, y todo ello a una velocidad creciente”. ¿Qué ha sucedido? Intento una respuesta.
Suele leerse en las síntesis de historia de España esta o parecida frase: "A comienzos del siglo XX, España tenía cuatro problemas: el religioso, el militar, el agrario y el catalán". Cien años después, los tres primeros se han resuelto o diluido, pero permanece incólume el cuarto, que, al condicionar de forma determinante la vida pública española de la última centuria merece ser designado -más que como el problema catalán- como el problema español. La prueba de ello está en el hecho de que cada vez que España se libera de la ortopedia dictatorial que compensa la congénita debilidad de su Estado, el problema fundamental a resolver al tiempo de redactar la Constitución es el de la estructura territorial del Estado. Así sucedió en los albores de la II República, tras la dictadura del general Primo de Rivera, y al inicio de la Transición, tras la dictadura del general Franco.

"'A comienzos del siglo XX, España tenía cuatro problemas: el religioso, el militar, el agrario y el catalán'. Cien años después, los tres primeros se han resuelto o diluido, pero permanece incólume el cuarto"

La fórmula ideada por la Transición para encauzar este problema fue incluir en el pacto constitucional originario el diseño básico del Estado de las Autonomías. En el bien entendido de que este pacto ponía en marcha un proceso dinámico, consistente en una progresiva redistribución del poder político, concorde con el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y respetuoso con la cohesión social y la solidaridad interterritorial. Un proceso que habrá de culminar –necesaria e inevitablemente- en una estructura política federal. Un proceso, por último, que no puede abortar una de las partes sin infringir el pacto constitucional originario.
La fórmula, como todas las transacciones, fue fecunda y ha contribuido durante un cuarto de siglo a dar vida a una de las etapas más venturosas de la historia de España. Pero, llegado el momento de dar un paso adelante en el desarrollo del Estado Autonómico, se inició la ceremonia de la confusión. Unos se enrocaron en una defensa numantina de la intangibilidad constitucional, invocando el nombre de España para preservar su posición de privilegio, concentrada en el núcleo de poder político-financiero-funcionarial-mediático radicado en Madrid como capital del Estado. Otros precipitaron la reforma estatutaria, sin percibir que no se puede excluir a media España de una reforma que, por afectar al pacto constitucional originario, requiere el concurso de todas las fuerzas que alumbraron aquél. Y hubo quien, por último, prometió lo que no debía, procedió con ligereza insólita y ha terminado por mirar hacia otro lado cuando las letras comenzaban a vencer.
Así las cosas, el fracaso de la política puso en manos del Tribunal Constitucional la solución de un problema –la constitucionalidad del Estatuto de Cataluña- que jamás debió llegar a él. Una injustificable demora agravó la situación y, al conocerse la sentencia, quedó claro que ésta no resolvía nada. Al contrario, vistas las reacciones, es evidente que se ha desvanecido el consenso básico de la Transición y se ha erosionado el pacto constitucional. A partir de ahora, la dinámica política de fondo ya no se regirá en España por normas jurídicas ni se encauzará a través de instituciones, sino que quedará al albur de la relación de las fuerzas en presencia.
No obstante, este despropósito tiene unas raíces muy hondas, que nadie me había dejado tan claras como lo hizo, hace año y pico, un español anónimo. En efecto, aquel verano, al día siguiente de una cena de agosto que reúne, año tras año, a un grupo decreciente de viejos amigos, uno de los asistentes –colega castellano, que trabajó muchos años en Cataluña y regresó luego a su tierra- me envió esta nota:
"Ayer no hablé cuando salió el tema de Cataluña. No tenía nada que decir. Hoy, sin embargo, te remito tres observaciones –ni tan sólo ideas- a lo que se dijo. Son éstas:
1. El debate España-Cataluña es tramposos por ambas partes. Admito que es tramposo por parte de España, ya que buena parte de los españoles no han asumido que el Estado de las Autonomías es el embrión de un Estado federal que habría de desenvolverse hasta consolidarlo, y lo ven como un subterfugio con el que dar largas a las aspiraciones de autogobierno catalanas. De ahí vienen la inercia centralizadora de la Administración, la erosión de competencias por la vía de la legislación básica y de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, etc. Pero admíteme también que buena parte de los nacionalistas catalanes tampoco juegan limpio, porque, por debajo de la su secular ambición de refaccionar el Estado, ha latido siempre una soterrada aspiración a la independencia.
2. No hay federalistas ni en España ni en Cataluña. Es frecuente oír en Cataluña que resulta imposible la consolidación de un Estado federal por la falta de federalistas españoles. Lo admito, si bien añado que tampoco hay muchos en Cataluña. En cuanto rascas un poco, te encuentras con que lo que pretende la mayoría de los llamados federalistas catalanes es una especie de relación bilateral Cataluña-España, bajo la que se esconde una implícita aspiración confederal.

"La dinámica política de fondo ya no se regirá en España por normas jurídicas ni se encauzará a través de instituciones, sino que quedará al albur de la relación de las fuerzas en presencia"

3. Hay un recíproco y grave error de raíz. Muchos españoles no aceptan que Cataluña sea una nación, es decir, una comunidad con conciencia de poseer una personalidad histórica diferenciada y voluntad de proyectarla al futuro mediante su autogobierno. Y, a la recíproca, muchos catalanes niegan a España corno nación, reduciéndola a la condición jurídica de Estado –Estado español-, cuando lo cierto es que –como tú dices- es "una nación de tomo y lomo, con una mala salud de hierro". De lo que se desprende que el conflicto histórico entre España y Cataluña es el choque frontal de dos naciones: una que no ha tenido fuerza para absorber a la otra, y otra que no ha tenido fuerza para desligarse de aquella.
Si los españoles tuviesen coraje, desarrollarían el Estado Autonómico en sentido federal (reforma del Senado, establecimiento de organismos de colaboración verticales y horizontales, y concreción de les competencias federales a ejercitar por la Administración central), dejando la puerta abierta para que pueda marcharse la comunidad autónoma que así lo quiera. Y, si los catalanes tuviesen coraje, concretarían lo que quieren y pondrían los medios para conseguirlo, sin renunciar a nada con el pretexto de que "Madrid" no lo permitirá. Nunca más volverá a subir por las Ramblas una bandera de la Legión con la cabra al frente".
Comparto este análisis. Y lo hago con hastío y pena, porque pienso que –sin ponderar sus respectivas culpas- ambas partes se cierran, cada día más, a una solución transaccional que, en aras de sus respectivos intereses, alumbrase un proyecto compartido. Por ello, ha llegado ya el momento de plantear las cosas sin rodeos y de afrontar el problema sin eufemismos.
Existe hoy una innegable ruptura sentimental entre Cataluña y el resto de España, manifiesta en la falta de un proyecto compartido y en la ausencia de aquella “affectio societatis” sin la que toda comunidad resulta imposible. Y no se trata -por lo que a Cataluña se refiere y tantas veces se repite en el resto de España- de un achaque exclusivo de políticos alicortos, intelectuales desnortados, periodistas enredones y opinadores bocazas, sino que es, bien al contrario, cosa del “macizo de la raza”, por utilizar palabras de Ridruejo. En la actualidad, por tanto, muchos catalanes se consideran agraviados y, también con toda certeza, muchos españoles se sienten hastiados. Agravio y hastío son malos cimientos sobre los que asentar nada. Hará falta enfriar los ánimos de unos y otros, si se quiere buscar una salida que, sin excluir nada, reconduzca los deseos a las realidades. Y será preciso hacerlo sin una mala palabra, sin un mal gesto y sin una mala actitud. Veamos.

"Cataluña tiene históricamente un modelo alternativo de España (una red con distintos nudos), distinto del unitario y centralista (una pirámide con vértice en Madrid). Lo que explica que el problema vasco no sea equiparable al catalán"

“Cuatro caminos hay en mi vida…”
Premisa básica para resolver correctamente un problema es plantearlo bien, lo que exige precisar con exactitud los hechos. Así sucede con el problema de la estructura territorial del Estado en España, que no puede afrontarse debidamente si no se parte de una constatación: que su raíz desencadenante se halla en Cataluña por dos razones: 1. Por la propia dimensión de Cataluña en relación con España, que hace que la posición de aquélla en ésta sea determinante del estatus del conjunto. 2. Porque Cataluña tiene históricamente un modelo alternativo de España (una red con distintos nudos), distinto del unitario y centralista (una pirámide con vértice en Madrid). Lo que explica que el problema vasco no sea equiparable al catalán, pese al fenómeno terrorista, también por dos motivos: 1. Por la menor dimensión del País Vasco -y Navarra-, inferior a la catalana, que hace posible que el Estado español pueda soportar sin desestructurarse una auténtica relación confederal como es la relación España-Euskadi. Una relación confederal que se manifiesta en el concierto económico, el blindaje de las normas fiscales y el reciente traspaso de las bonificaciones a las cotizaciones empresariales de la Seguridad Social, la gestión de los recursos de formación profesional –con el consecuente mayor control de los sindicatos-, la inspección de trabajo y el fondo de garantía salarial. 2. Porque el País Vasco y Navarra no tienen, ni han tenido jamás, un proyecto alternativo de España: todos los vascos y navarros defienden, sin distinción de partidos (Partido Popular incluido), la posición singular de Euskadi y Navarra dentro de España, que tiene su encaje en la Disposición Adicional Primera de la Constitución. Además, vascos y navarros disponen de los servicios del Estado español, al módico precio de un cupo que negocian bilateralmente y que, de ser transparente, mostraría posiblemente como las Regiones Forales le cuestan dinero a España. Dicho con otras palabras: el Estado de las Autonomías no se hizo para el País Vasco y Navarra. El País Vasco y Navarra van por libre. Y les va muy bien. A la vista está.
El paso siguiente a dar -una vez localizado el problema- es captar la naturaleza de la reivindicación de autogobierno catalana, que es hoy la demanda de mayor poder político por parte de una nación que se ha refaccionado en los últimos ciento cincuenta años. En efecto, Cataluña se jugó, en el siglo XX, su destino como país: ser o no reconocida como una nación. Libró esta batalla esencial de refacción nacional –larga y dura- en el ámbito de las ideas, y la ha ganado de forma plena, dando pruebas de una tenacidad, una habilidad y una fe en si misma admirables. Tal ha sido su victoria, que así se reconoce. En sus memorias –tituladas precisamente “Memòries d’un segle d’or”- un nacionalista tan exigente como Joan Triadú se refiere al siglo XX de Cataluña como “el seu més bon segle dels temps moderns”. Ha sido el período de reconocimiento de la nación catalana y de consolidación de sus instituciones más decisivo desde la Edad Media. Si un catalán que murió el 1 de enero de 1900 resucitase mañana, no podría creer lo que vería.

"Es necesario captar la naturaleza de la reivindicación de autogobierno catalana, que es hoy la demanda de mayor poder político por parte de una nación que se ha refaccionado en los últimos ciento cincuenta años"

No obstante, hoy –cuando existen tantos motivos de confianza en el futuro y para asumir con empuje una posición de liderazgo-, Cataluña está desconcertada: cree percibir que su vieja preeminencia se erosiona y que es vista con crecientes reservas por el resto de España, por lo que se replantea de raíz su futuro. ¿Por que razón? Porque ha cambiado la naturaleza del desafío que Cataluña tiene hoy planteado, que ya no es el esencialista del ser o no ser, sino el más prosaico –pero no por ello menos importante- de decidir donde quiere estar y como, en su caso, quiere estar. Es decir, ganada la batalla “del ser”, la batalla que ahora tiene planteada Cataluña es la “del estar”: decidir dónde y cómo quiere “estar”. Si quiere o no preservar su vínculo con España y –en su caso- que tipo de vínculo quiere, teniendo además muy en cuenta –no hay que olvidar nunca este punto- que el tipo de vínculo que Cataluña quiera no tiene porque ser aceptado por el resto de España. Esta decisión –dónde “estar”- es la cuestión previa a todas las demás, sin resolver la cual Cataluña no podrá afrontar con naturalidad y convicción su futuro.
Para resolver este problema hay que partir de una idea: el trozo de tierra que se extiende desde el Pirineo a Tarifa y desde el Finisterre al “cap de Creus”, dejando al margen Portugal, sólo puede articularse políticamente de cuatro maneras:
1. Como un Estado unitario y centralista, que no llegó a cuajar en España cuando se intentó –no se alcanzó en su día, cuando sí era posible, la unidad de caja ni la de Derecho civil-, y ahora, cuando se ha iniciado el reflujo de los Estados-nación, ya es absolutamente inviable.
2. Como un Estado federal. En el bien entendido de que el único Estado federal viable es el Estado federal simétrico, en el que el tipo de relación que une a todos los Estados federados con el poder central es idéntico, razón por la que se excluyen las relaciones bilaterales que otorgan una posición singular a alguno de los Estados federados y, en consecuencia, se rechaza la asimetría funcional. La única asimetría admisible es la asimetría material, que se refiere a la extensión de las competencias de cada Estado federado, dado que distintos son los presupuestos de los que parten en materia de lengua propia (unos tienen y otros no), Derecho civil (unos tienen y otros no) o concierto fiscal (unos tienen y otros no).
3. Como una confederación de Estados. La confederación surge de un pacto internacional entre Estados independientes que quieren perseguir algunos objetivos de forma concertada: un mayor desarrollo económico o el reforzamiento de la seguridad exterior. Debe remarcarse, llegados a este punto, que el federalismo asimétrico funcional se aproxima mucho a la confederación; tanto, que puede decirse de él que genera una confederación vergonzante.
4. Como diversos Estados independientes.

"Las opciones reales son sólo dos: o Estado federal simétrico o varios Estados independientes, previa la secesión de alguna Comunidad Autónoma"

Pero, en la práctica, las opciones reales son sólo dos: o Estado federal simétrico o varios Estados independientes, previa la secesión de alguna Comunidad Autónoma. Porque, del mismo modo que hoy es imposible un Estado unitario y centralista, resulta también inviable la idea de una relación confederal (bilateral) Cataluña-España. Cataluña puede lograr –por su peso específico- una clara bilateralidad económica y cultural, pero jamás asumirá una bilateralidad jurídica. Y no porque ello repugne a la realidad de los hechos, sino porque, dado el extraordinario efecto mimético que Cataluña ejerce sobre el resto de España, si ella disfrutase de una relación bilateral, ésta sería reivindicada por Aragón, Valencia, Mallorca, Andalucía, Galicia, etc., con la consecuente quiebra del Estado, que sería incapaz de soportar media docena de relaciones bilaterales. Por ello, y aunque a muchos catalanes les cueste creerlo, a España le interesa más una Cataluña independiente que una Cataluña ligada a ella por una relación bilateral, que, al extenderse inevitablemente a otras Comunidades, provocaría el colapso del Estado. Por consiguiente, o federalismo o autodeterminación.
Rechacé en su momento la deriva confederal del proyecto de Estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña; consideré luego como un fracaso político de primera magnitud que este mismo Estatuto, aprobado en referéndum tras su criba por el Parlamento español, fuese impugnado ante el Tribunal Constitucional; y afirmo ahora que, dada la naturaleza política del gravísimo contencioso que subyace bajo estos hechos, el problema español subsiste agravado tras la sentencia. Se ha sobrepasado ya el punto de no retorno: la desafección de unos, el hastío de otros y la falta de un proyecto compartido por todos hacen que la cuestión deba asumirse –antes o después- en toda su radicalidad, de un modo semejante a como se hizo en Canadá: federalismo o autodeterminación. Los que ofician de realistas dirán que esto es un dislate. Yerran: Dios ciega a los que quiere perder.

La hora de la verdad

Ha llegado, inexorable, la hora de la verdad para afrontar el tema de la relación entre España y Cataluña, que exige precisar lo que –a mi juicio- se debería hacer y lo que se debería evitar, tanto desde la perspectiva catalana como de la española. E insinuaré, por último, lo que creo que se hará.
Desde la perspectiva catalana, lo que se debería hacer es: 1. Fijar con claridad y precisión el objetivo que se persigue: o un Estado federal o un Estado independiente; lo que exige, con carácter previo, ponderar la composición real del país, más plural de lo que se dice y con un tejido de intereses más complejo de lo que se reconoce. 2. Concertar la unidad de la mayoría de las fuerzas políticas catalanas en defensa de la propuesta que se adopte, en el bien entendido de que esta nueva “solidaritat catalana” no puede agotarse en un trémolo sentimental, sino que debería concretarse en un programa compartido que se defendiese en el parlamento de Madrid con una sola voz y que se refiriese a los grandes temas: 1. Estructura territorial del Estado. 2. Financiación. 3. Grandes infraestructuras. 4. Administración de justicia. Se suele objetar a esta propuesta que la unidad propugnada es inalcanzable y, de alcanzarse, insuficiente. Rechazo ambas objeciones: toda nación que de veras lo sea ha de poder lograr, en un momento crítico, articular un frente común mayoritario, ya que, de no hacerlo, es que aquella pretendida nación nunca lo fue o ha dejado de serlo por desuso; y, por otra parte, si la mayoría de los partidos catalanes sostuviese lo mismo en Madrid, respecto a los temas apuntados u otros similares, su fuerza sería enorme, al convertirse en el fiel de la política española. Juan Mañé y Flaquer –director del “Diario de Barcelona”- lo tuvo claro hace más de un siglo.
Por el contrario, Cataluña debería evitar la reivindicación de una “miqueta” (un poquito) de independencia, bajo el subterfugio de una relación bilateral con España (fórmula encubierta de confederación), sazonando su errónea exigencia con desgarradas apelaciones al mal trato recibido, esmaltadas unas veces con excesos tartarinescos y otras con pirotecnia fallera. Si tal hace, mostrará impotencia y correrá un riesgo grave de fractura social. Dentro de esta corriente se inscribe –a mi juicio- la reivindicación del concierto económico que comienza ahora a generalizarse, que no es prueba de fortaleza sino de debilidad, que está condenada al fracaso, y que será –por ello- causa de frustración y motivo de melancolía.

"A juicio del autor, Cataluña debería evitar la reivindicación de un poquito de independencia, bajo el subterfugio de una relación bilateral con España"

En cuanto a España, lo que debería hacer está también claro: 1. Reconocer la realidad de los hechos, esto es, su fracaso irreparable en la construcción de un Estado unitario y centralista, así como el éxito espectacular de la refacción de la nación catalana a partir de la Renaixença. 2. Admitir que un Estado federal de verdad –y no un sucedáneo- es la única fórmula posible de preservar la unidad de España (el estado federal es una variedad del Estado unitario). 3. Negarse de raíz a la admisión de una relación bilateral con Cataluña, ya que acarrearía –al multiplicarse- la destrucción del Estado por desembocar en una especie de confederación. 4. Admitir el derecho de Cataluña a separarse de España. 5. Reformar la Constitución, previo acuerdo de los dos grandes partidos españoles, en el sentido apuntado. Un solo comentario: sé que la mera referencia al derecho de autodeterminación inflama al otro “macizo de la raza”, pero sostengo –aunque carezco de espacio para defenderlo- que en este reconocimiento se halla la fuerza de la posición española, así como la raíz de su decoro. No existe otro modo de responder a los que sostienen, con displicencia tamizada de desdén, que España no puede prescindir de Cataluña por ser financieramente inviable sin ella, y que está, por tanto, obligada a pasar por el tubo.
Y lo que España no debería hacer jamás es dejar que la situación se pudra, pactando por ejemplo –como se acaba de hacer- los presupuestos generales con los nacionalistas vascos a cambio del desguace progresivo del Estado. Lo que vale tanto para los socialistas como para los populares. El paso del tiempo refuerza siempre a los que se apropian de las grandes palabras, como es el derecho a decidir. Cada día que pasa, el Estado español –como sistema jurídico- se debilita, ante la pasividad interesada de quienes más obligados estarían a defenderlo, enzarzados en una lucha cainita por el poder.

"Lo que España no debería hacer jamás es dejar que la situación se pudra, pactando por ejemplo los presupuestos generales con los nacionalistas vascos a cambio del desguace progresivo del Estado"

¿Qué pasará? Todos harán lo que –a mi juicio- no deberían hacer. Y actuarán así, no por fortaleza o sentido de la responsabilidad, sino por debilidad y falta de coraje. Hasta que los hechos, siempre tozudos, decanten la situación, tras haberla degradado irreparablemente, en un sentido u otro. Total, impotencia y barullo.

El repliegue de España

Acostumbrado a tratar estos temas -en los mismos términos a como acabo de hacerlo- exclusivamente en Cataluña, más de una vez me ha inquietado la idea de que si alteraría algo, en el supuesto de que tuviese que sostener idénticas tesis en el resto de España. ¿Añadiría algo que, sin desvirtuar lo dicho ni incurrir en el doble lenguaje, adaptase mi postura a la sensibilidad y a las ideas de mis compatriotas españoles no catalanes? Mi respuesta es negativa: no cambiaría nada, pero lo presentaría desde otro ángulo. Lo que sigue es un ensayo de esta perspectiva distinta, por otra parte siempre presente en mi quehacer.
Parto de dos ideas. La primera hace referencia a la unidad de España. Leí no se donde –tal vez en algún libro de Gore Vidal- que el presidente Lincoln dijo en una ocasión que, si para preservar la Unión tenía que emancipar a los esclavos, los emanciparía, pero que, si para preservarla tenía que mantener la esclavitud, la mantendría. Idéntica pretensión de mantener la unidad de España es la que informa mi reflexión: todo tiene un carácter instrumental en aras de este objetivo, si bien con un matiz decisivo: dejando la puerta abierta para que quien quiera irse pueda hacerlo. La segunda idea es la del repliegue, operación militar de enorme dificultad y muy distinta de la retirada. El repliegue tiene por objeto ganar tiempo para recomponer las fuerzas, precisar los objetivos y definir las estrategias y tácticas precisas para su consecución. España precisa hoy replegarse para saber a donde la han llevado la cerrazón interesada de unos y la insoportable levedad de otros; para inventariar sus recursos, que son muchos, y ponerlos en disposición de ser utilizados; para precisar de forma clara que es lo que quiere, hasta donde puede llegar y cual es el límite que jamás pasara; y para ejecutar, por último, las operaciones precisas para la realización de sus planes.
De acuerdo con este esquema, sostengo: 1. Que la única forma de preservar hoy la unidad de España es desarrollando el Estado Autonómico en sentido federal, de modo que todas las Comunidades Autónomas tengan una relación idéntica con el poder central (federalismo simétrico funcional), aunque la extensión de sus competencias sea distinta (federalismo asimétrico material). 2. Que los dos grandes partidos españoles han de promover -buscando el consenso de las demás fuerzas políticas, pero sin que su logro sea un requisito imprescindible- una reforma constitucional que desarrolle en sentido federal el Estado Autonómico, fijando además con toda claridad el reparto de competencias (sin cortapisa alguna en tal sentido), y dejando por último –“last but not least”- la puerta abierta para que la Comunidad que así lo decida pueda marcharse.

"La única forma de preservar hoy la unidad de España es desarrollando el Estado Autonómico en sentido federal, de modo que todas las Comunidades Autónomas tengan una relación idéntica con el poder central, aunque la extensión de sus competencias sea distinta"

Puede que, llegados a este punto, algunos lectores –si los hay- piensen que, con la fórmula que propongo (Estado federal o autodeterminación), se precipita la desintegración de España. No estoy de acuerdo por tres razones: (i) Lo que sí resultaría letal, a medio plazo, es proseguir por la senda de las concesiones continuadas y particularizadas, arrancadas en un debate bilateral por las Comunidades con vocación de independencia y sin un plan de conjunto. Estas concesiones tendrían que ser extendidas, más pronto que tarde, a las otras Comunidades, con lo que se entraría en una dialéctica perversa. “Todos queremos más, y más y más, y mucho más…” Lo que daría lugar a la progresiva conformación de sendos núcleos de poder político-económico en cada Comunidad, estructuralmente enfrentados al Estado, con el resultado final de que éste sería inviable, por no existir intereses compartidos que regular y proteger. (ii) Desde el preciso momento en que se admitiese el derecho de autodeterminación o secesión, el problema dejaría de ser un problema de España para convertirse en un problema de la Comunidad que quiera autodeterminarse, ya que ésta se dividiría, necesariamente, en dos partes enfrentadas. (iii) Es muy duro que un viejo Estado, con mucha historia a sus espaldas, admita el derecho a separarse de una de sus partes. Pero la historia demuestra que todo Estado que reconoce tal derecho sale reforzado por una razón: ya no se verá nunca más sometido al chantaje continuado de aquella nación, comunidad o región, que intenta continuamente arrancar ventajas y conseguir una situación de privilegio, bajo la presión insostenible de que, si no se le concede lo que pide, se irá. Piénsese en que casi todos los que “quieren irse” suelen hablar de soberanías compartidas, Estados asociados, conciertos y demás fórmulas híbridas que encubren, en el fondo, el deseo de ir por libre –para todo lo que les convenga- pero sin cortar del todo amarras con el Estado del que proceden –para aquello de lo que puedan aprovecharse-.
Ha llegado el momento de hablar claro, diciendo en público lo mismo que decimos en privado. Sólo la palabra libre nos hará libres.

Abstract

The Spanish Transition devised a formula, included in the original constitutional agreement, meant to channel the regional problems arising, above all, in Catalonia. I am referring to the basic design of the Spanish Autonomic State that gave place to a dynamic and progressive process of redistribution of political power. The Spanish State is plurinational and should respect social unity and interterritorial solidarity. A process supposed to end up in a federal political structure that no party can abort without breaking the original constitutional agreement.
Like all settlements, this formula was fertile and has given life, for a quarter of a century, to one of the happiest stages of Spanish history. But the need to take a step forward in the development of the Autonomic State gave way to confusion. Some castled themselves in the Numantine defense of constitutional intangibility, invoking the name of Spain to preserve their privileged position in the nucleus of the political-financial-bureaucratic-mediatic power nets operating in Madrid, the capital of the State. Others rushed claiming the necessity of a reform of some of the Statutes of Autonomy without even considering that half of Spain cannot be excluded from a reform affecting an original constitutional agreement, whose modification should be handled by all those who designed it in the first place. Finally, someone promised what he should have not, with the utmost thoughtlessness, and ended up looking away when drafts had to be collected.
 Nowadays there is an undeniable sentimental breakup between Catalonia and the rest of Spain that expresses itself in the lack of a shared project and the absence of an “affectio societatis” without which no community can exist at all. It is this phenomenon the author analyzes in the present article.

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