ENSXXI Nº 35
ENERO - FEBRERO 2011
- Detalles
- Escrito por Juan Cruz
- Categoría: Revista 35 , Panorama , La Perspectiva
JUAN CRUZ
Periodista
He escuchado dos ovaciones emocionantes para Mario Vargas Llosa. Una fue en una universidad de Lima, hace una década, cuando aún mandaba Fujimori y el autor de La fiesta del chivo entró por una esquina del estrado donde presentaría esa novela contra los dictadores, la audiencia lo vislumbró y tronó en un aplauso inolvidable para todos y sobre todo para él, que aún era perseguido en su patria. La otra ocurrió en el rectángulo verde y pastel que alberga el salón de actos de la Academia Sueca, la tarde gélida del 7 de diciembre de 2010, cuando el ahora premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, nacido en Arequipa hace 74 años, pronunció unas palabras ahora históricas sobre Patricia, su mujer, y sobre Perú.
"Es fabuloso el poder que tienen las palabras, ha dicho más de una vez el autor de La orgía perpetua, ese homenaje sin freno a Flaubert, el autor que le dictó los mejores consejos sobre la voluntad de estilo al que hay que someter a la escritura"
En Lima Vargas Llosa estuvo a punto de llorar, por la rabia acumulada después de los años de ignominia a los que le sometieron Fujimori y Montesinos, tan furiosos con él que estuvieron a punto de desposeerle de la nacionalidad peruana. Y esta vez en Estocolmo Vargas lloró sin remedio, como todo el auditorio concentrado allí por la Academia para que le vieran entronizado como uno de los ciento y pico autores que han merecido el mayor galardón de las letras del mundo. Y esta vez también tuvo que ver Perú, como es obvio, en su emoción y en el aplauso. Dijo que para él Perú es Patricia. Y viceversa.
Es fabuloso el poder que tienen las palabras, ha dicho más de una vez el autor de La orgía perpetua, ese homenaje sin freno a Flaubert, el autor que le dictó los mejores consejos sobre la voluntad de estilo al que hay que someter a la escritura. Y es fabuloso lo que consiguieron en él, aquella tarde de Estocolmo, esas dos palabras precisamente. Eran sencillas y solemnes al mismo tiempo, significaban lo que una persona tiene dentro en cualquier sitio y a cualquier edad y que, dicho en el momento preciso, desata júbilo o lágrimas, e incluso lágrimas de júbilo. En mi copia del discurso, que me habían dado unos minutos antes, y que la Academia embarga como oro en paño, yo subrayé, mientras Vargas Llosa lo decía, esas palabras, y puse unos puntos suspensivos en el sitio preciso donde comenzó a llorar. Luego, en mi crónica para El País, mi periódico, comprobé qué pronto se produjo ese llanto. Claro, es que venía de antiguo, él necesitaba ese llanto como quien desanuda un cordón umbilical, o como quien descubre que un juguete roto en la infancia es hallado en un rincón de un cuarto viejo pero intacto, y corre feliz a descubrirlo debajo del polvo de los años.
No es extraño que todos los que hablen ahora de los momentos de Vargas Llosa en Estocolmo hallen en ese llanto la referencia más feliz, la culminación de un texto que era a la vez una novela, con su nudo incluido. Y ese no era el nudo porque Vargas quisiera alcanzar un climax, llevar al auditorio a cimas como las que alcanza en La casa verde, en Conversación en La Catedral o en La fiesta del chivo; es que ese nudo venía desde la primera línea, cuando el Nobel recién inaugurado contó cómo aprendió a leer, a los cinco años, con su madre. Todo ese parlamento que la Academia guardó celosamente, y que él le hurtó a Patricia durante el mes que estuvo escrito, hasta que lo oyera en directo, era el trozo de una piel que a él le fue haciendo la vida.
"No es extraño que todos los que hablen ahora de los momentos de Vargas Llosa en Estocolmo hallen en ese llanto la referencia más feliz, la culminación de un texto que era a la vez una novela, con su nudo incluido"
A mi también me pareció el momento más feliz, el más insólito de los discursos de Vargas Llosa, sólo comparable a su propia mirada de estupor en otros instantes en que la vida le ha arrebatado o le ha querido arrebatar la dignidad de ser peruano o la pasión por vivir en la literatura. Para explicar todo esto hay que leer de nuevo (o leer por primera vez: y este último es un placer inolvidable) El pez en el agua. Estar allí, en aquel rectángulo académico, viéndole leer, bañado en lágrimas en ese momento preciso de su parlamento, era como verle escribir ese libro imborrable de su autobiografía, o como haberle visto en el momento en que descubrió la lectura como una obra de arte y como haberle visto desprenderse de la mano de la madre el día en que encontró al padre por vez primera.
Claro que hubo episodios del discurso en que habló de la literatura que le hizo, y de política, de su evolución del marxismo al liberalismo, y cuando dijo la palabra Cuba y desató otra vez las tinieblas exteriores que han caído sobre él por no decir ahora lo que decía en los 60. Dos días después, cuando supo que de él decían en algunos foros, en España sobre todo, que por su boca hablaba Bush (el primero y el segundo, supongo) me dijo, mientras lo entrevistaba en el Grand Hotel de Estocolmo:
--Mejor que digan eso. Si siguen diciendo cosas tan felices de mi me van a convertir en una estatua. ¡Mi mujer y esas críticas son los que me jalan hacia la realidad!
De aquellos días muchos nos hemos acordado muchas veces de aquel instante de lágrimas felices, como de un nudo finalmente liberado; pero él prefirió (y en eso es un periodista sobresaliente, otra vez) fijarse en una excursión que hizo, en uno de esos días de nadie que constituyen la larga semana de Estocolmo, al pueblecito de Rinkeby, un sitio multicultural representado por un colegio donde coexisten cerca de veinte lenguas de un centenar de países distintos. Un lugar que los suecos consideran difícil y peligroso, pero en el que él estuvo como si lo hubieran mandado como enviado especial al paraíso. En esa crónica que luego hizo para el artículo quincenal que primero aparece en mi periódico, El País de España, hay un rasgo muy propio de Vargas Llosa: en ningún momento es la autobiografía de un Nobel sino la crónica de un testigo; nunca pone el Yo más allá de donde debe estar, jamás es el Nobel que acude en volandas... Pone el espejo, la realidad va diciendo. Para los que le reprochan hasta cuando respira, y también para los que le quieren respirando, este rasgo desprende la sensación más íntima de la que está hecho: está hecho para dar testimonio, para contar historias, y se ha ofrecido a la realidad como espejo. Por eso cuando contó su propia realidad fue tan veraz, tan íntimo; tanto que hasta él mismo lloró, de llanto y de felicidad, los dos materiales de los que están hechos el tiempo y la memoria, es decir, la literatura.