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ENSXXI Nº 39
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2011

JOSÉ LUIS GIL IBÁÑEZ
Magistrado, ex letrado del Tribunal de Justicia de la Unión Europea

La moderna noción de ciudadanía arranca de la Declaración de Derechos de 1789, aprobada por la Asamblea Nacional francesa, que situó al ciudadano en el centro de la sociedad moderna, rompiendo el vínculo que unía al hombre con la tierra, la Iglesia o los señores. Según el artículo 6 de la Declaración, la Ley es expresión de la voluntad general, teniendo derecho todos los ciudadanos a colaborar en su formación y siendo iguales ante ella; la ciudadanía, por consiguiente, otorga un estatuto privilegiado, en cuanto que sus titulares también lo son del poder.
La semilla plantada por los revolucionarios franceses no fructificó como esperaban, aunque permaneció latente y tuvo efímeras manifestaciones en un tiempo en el que el centro de todas las referencias lo constituye el Estado, al que ha de servir el individuo que, a su vez, es protegido por aquél, dando lugar a que sólo los nacionales sean titulares de un conjunto de derechos, negados a los extranjeros.
Los textos constitutivos de las Comunidades Europeas omitieron una referencia al ciudadano, disculpable si se tiene en cuenta, por un lado, que casi todos los Estados fundadores habían suscrito con anterioridad la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y participado en la creación del Consejo de Europa, firmando el Convenio Europeo de Derechos Fundamentales y Libertades Públicas; por otro lado, que los objetivos inicialmente señalados para las Comunidades no ofrecían una conexión directa con la ciudadanía, entendida ésta como un estatuto jurídico que comporta un elenco de derechos de los individuos -así, entre las libertades fundamentales de los Tratados constitutivos, la más personal, cual es la de circulación, se condicionaba a la realización de una actividad económica-.
Sin embargo, el transcurso del tiempo y la evolución de las mismas Comunidades potenciaron la idea de incorporar al ciudadano a los proyectos de construir Europa, al margen de los conceptos económicos hasta entonces utilizados, si bien fue el notorio desapego de los propios ciudadanos a las Comunidades, a las que veían como algo ajeno y lejano, el que preocupó a los Estados miembros motivando la creación del Comité ad hoc  “La Europa de los ciudadanos” (comité Adonino), que elaboró varios informes carentes de contenido sustantivo, aunque propició la aprobación de algunos elementos formales comunes, como el emblema o el himno europeo.

"Desde el primer momento se concibió la ciudadanía europea como una cualidad personal no excluyente de la nacionalidad, a la que toma como base"

El paso decisivo se dio como consecuencia de la propuesta española formulada en 1990 y aceptada por el Consejo Europeo de Roma de diciembre de ese mismo año, asumiendo una noción abstracta de ciudadanía, concebida como “el estatuto personal e inseparable de los nacionales de los Estados miembros, que por su pertenencia a la Unión son sujetos de derechos y deberes especiales propios del ámbito de la Unión y que se ejercen y tutelan específicamente dentro de las fronteras de éstas, sin perjuicio de que tal condición de ciudadano europeo se proyecta también fuera de esas fronteras”.
El Tratado de la Unión Europea, hecho en Maastricht el 7 de febrero de 1992 proclama, en su Preámbulo, que, quienes lo suscriben, están “resueltos a crear una ciudadanía común a los nacionales de sus países”, enunciando, en el artículo 2, entre los objetivos de la Unión, el de “reforzar la protección de los derechos e intereses de los nacionales de sus Estados miembros, mediante la creación de una ciudadanía de la Unión”, que, no obstante, se crea y regula en el Tratado de la Comunidad Europea, a continuación de los “principios”, subrayándose así la importancia de la institución y de la mención expresa de los ciudadanos, tras más de cuarenta años de proceso integrador.
Desde el primer momento se concibió la ciudadanía europea como una cualidad personal no excluyente de la nacionalidad, a la que toma como base.
En efecto, la relación de un individuo con el territorio en el que nace, trabaja o se desenvuelve y, como consecuencia, con las estructuras políticas de ese lugar, se puede explicar mediante círculos concéntricos: un primer círculo, de pequeña extensión, corresponde al municipio; a continuación hay otros, cada vez mayores, que se superponen, como los referidos a la provincia o a la región hasta llegar al Estado que, como consecuencia de esa vinculación, le otorga la nacionalidad. Cada uno de estos círculos es más amplio que el anterior, no sólo por los sujetos que comprende, sino, especialmente, por los derechos y los deberes que atribuye.
La ciudadanía europea supone un círculo más, que, según se ha advertido, se fundamenta en los de las distintas nacionalidades de los Estados miembros. En este sentido, los vigentes artículo 9 del Tratado de la Unión Europea y apartado 1 del artículo 20 del Tratado de Funcionamiento, en línea con sus precedentes, dicen que es ciudadano de la Unión “toda persona que tenga/ostente la nacionalidad de un Estado miembro”, precisándose, en ambos preceptos, que la ciudadanía de la Unión se añade a la nacional, sin sustituirla, pero sí complementándola.
La vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad es total, produciéndose tanto para la adquisición como para la pérdida, de manera que quien no es nacional de algún Estado miembro no puede ser ciudadano europeo. Como se recogía en el Proyecto de Tratado sobre la Unión Europea de 1984, la ciudadanía de la Unión no puede ser adquirida ni perdida separadamente de la nacionalidad.

"La vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad es total, produciéndose tanto para la adquisición como para la pérdida, de manera que quien no es nacional de algún Estado miembro no puede ser ciudadano europeo"

No obstante, la conexión conduce a que la ciudadanía adolezca de los mismos defectos que la nacionalidad, constituyendo un instrumento de exclusión, en especial para los extranjeros, entendiendo por tales los que no ostentan la nacionalidad de alguno de los Estados de la Unión. Es decir, con la vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad se reduce el concepto de extranjero en el ámbito europeo, a fin de evitar que se considere tal a quien es nacional de uno de los socios europeos, pero nada más, puesto que se traslada a un plano mayor la concepción instrumental y tradicional del término, manteniendo la dicotomía entre las miembros de la comunidad nacional y, ahora, europea, frente a los demás, los extranjeros o nacionales de terceros Estados.
En este punto puede citarse un supuesto en el que, debido a la indisoluble relación de la ciudadanía con la nacionalidad se llega a un resultado singular y puede producir unas consecuencias importantes en todos los Estados miembros, afectando, sin duda, a la política sobre extranjería.
Es el asunto Ruiz Zambrano, resuelto por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en la Sentencia de 8 de marzo de 2011 (C-34/09, sin publicar por el momento en la Recopilación).
El Sr. Ruiz Zambrano, junto con su esposa y un hijo, todos de nacionalidad colombiana, solicitaron asilo en Bélgica, que les fue denegado al tiempo que se les reconoció titulares de la cláusula de no repatriación. Posteriormente, se empadronaron en el país y el Sr. Ruiz Zambrano suscribió un contrato laboral, aumentando la familia con dos hijos más que, por aplicación de la legislación belga, obtuvieron la nacionalidad de ese país. Sin embargo, las solicitudes de residencia permanente fueron rechazadas, al igual que las prestaciones por despido. En las actuaciones judiciales desarrolladas a continuación se plantearon varias cuestiones prejudiciales, entre las que se encontraba la de saber si la ciudadanía europea confieren a los ascendientes extranjeros de un ciudadano de la Unión, menor y mantenido por aquéllos, un derecho de residencia y una exención del permiso de trabajo.
La Sentencia sostiene que “la negativa a conceder un permiso de residencia a una persona, nacional de un Estado tercero, en el Estado miembro en el que residen sus hijos de corta edad, nacionales de dicho Estado miembro, cuya manutención asume, y la negativa a concederle un permiso de trabajo” tienen el efecto de “privar a ciudadanos de la Unión del disfrute efectivo de la esencia de los derechos conferidos por su estatuto de ciudadano de la Unión” (apartados 42 y 43), pues, por un lado, “tal denegación del permiso de residencia tendrá como consecuencia que los mencionados menores, ciudadanos de la Unión, se verán obligados a abandonar el territorio de la Unión para acompañar a sus progenitores”, y, por otro lado, “si no se concede un permiso de trabajo a tal persona, ésta corre el riesgo de no disponer de los recursos necesarios para poder satisfacer sus propias necesidades y las de su familia, lo que tendrá también como consecuencia que sus hijos, ciudadanos de la Unión, se verán obligados a abandonar el territorio de ésta” (apartado 44).
Nótese que ello supone que la residencia, unida a la ciudadanía de la Unión, extiende el derecho a aquella residencia a no nacionales de los Estados miembros, arrastrados por la nacionalidad de un familiar que sí corresponde a uno de esos Estados.
La problemática suscitada por la vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad ofrece una nueva dimensión cuando se repara en que son los Estados de la Unión quienes definen unilateralmente las normas relativas a la adquisición, la conservación y la pérdida de la nacionalidad. La Declaración anexa al Acta Final del Tratado de la Unión Europea de 1992 claramente especificaba que “la cuestión de si una persona posee una nacionalidad determinada se resolverá únicamente remitiéndose al Derecho nacional del Estado miembro de que se trate”.
Pero ocurre que las reglas sobre la nacionalidad son muy diferentes en un Estado o en otro, pues, al lado, de normativas generosas en cuanto a la atribución de la cualidad, hay otras sumamente rigurosas, al tiempo que unas priman el ius soli y otras el ius sanguinis, sin perjuicio de las múltiples circunstancias especiales y de oportunidad concurrentes.

"Habría que superar el actual modelo de ciudadanía, replanteándose la conexión con la nacionalidad, admitiendo la entrada en juego de otros criterios, como el de la residencia, o bien buscar la uniformidad de las reglas sobre nacionalidad, al igual que se ha hecho en otras materias"

La conservación de este poder discrecional y omnímodo de los Estados, reconocido por el Tribunal de Justicia, ha generado importantes disfunciones, reveladas, entre otros, en los asuntos Micheletti y Rotmann.
El primer asunto fue resuelto por el Tribunal de Justicia en la Sentencia de 7 de julio de 1992 (C-368/90, Rec. p. I-4239), antes, incluso, de la vigencia de la ciudadanía europea.
El Sr. Mario Vicente Micheletti ostentaba la doble nacionalidad argentina e italiana, esta última adquirida en virtud de la Ley italiana en cuya virtud es italiano el hijo de padre o madre italianos; consiguió la homologación en España de su título de odontólogo, obtenido en Argentina y obtuvo la concesión de una tarjeta provisional de residente comunitario, presentando un pasaporte italiano en vigor expedido por el Consulado de Italia en Rosario (Argentina), pero le fue denegada una tarjeta definitiva de residente comunitario para establecerse en nuestro país como odontólogo, por considerarse, esencialmente, que, de acuerdo con las normas españolas, prevalecía la nacionalidad argentina, habiéndose demostrado la falta de efectividad de la nacionalidad italiana.
El Tribunal de Justicia mantuvo que “la determinación de los modos de adquisición y pérdida de la nacionalidad es, de conformidad con el Derecho internacional, competencia de cada Estado miembro, competencia que debe ejercerse respetando el Derecho comunitario. No corresponde en cambio a la legislación de un Estado miembro limitar los efectos de la atribución de la nacionalidad de otro Estado miembro, exigiendo requisitos adicionales para reconocer dicha nacionalidad en orden al ejercicio de las libertades fundamentales previstas en el Tratado” (apartado 10), por tanto, desde el momento en el que se presenta alguno de los documentos requeridos para demostrar la condición de nacional de un Estado miembro, “los demás Estados miembros no pueden negar tal condición basándose en que los interesados ostentan también la nacionalidad de un Estado tercero, la cual prevalece sobre la del Estado miembro en virtud de la legislación del Estado de acogida” (apartado 14).
El asunto Rottman se trató por el Tribunal de Justicia en la Sentencia de 2 de marzo de 2010 (C-135/08, sin publicar por el momento en la Recopilación).
El Sr. Rottman era, por nacimiento, nacional de la República de Austria, pero solicitó la concesión de la nacionalidad alemana, que obtuvo y que implicó, conforme al Derecho austriaco, la pérdida de la nacionalidad inicial. Ahora bien, en el proceso de naturalización ocultó su implicación en varios asuntos penales, que, conocida por la autoridad alemana correspondiente, motivó la revocación con carácter retroactivo de dicha naturalización, al entender que se había obtenido de manera fraudulenta, lo que podía suponer que el interesado pasara a tener la condición de apátrida, planteándose al Tribunal de Justicia si la ciudadanía europea toleraba que su pérdida, debida, a su vez, a la pérdida de la nacionalidad alemana, implicara la apatridia.
La respuesta del Tribunal de Justicia no fue suficientemente precisa, pero destacó una circunstancia que podía servir para limitar la potestad discrecional de los Estados en materia de nacionalidad, anunciada en la Sentencia del asunto Micheletti, y es que “los Estados miembros, en el ejercicio de su competencia en materia de nacionalidad, deben respetar el Derecho de la Unión” (apartado 45), afirmando que la ciudadanía de la Unión admite que “un Estado miembro le revoque a un ciudadano de la Unión la nacionalidad de dicho Estado miembro adquirida mediante naturalización cuando ésta se ha obtenido de modo fraudulento, a condición de que esta decisión revocatoria respete el principio de proporcionalidad” (apartado 59); sin embargo, no trató la posible aparición de la apatridia, debido a que la resolución de las autoridades alemanas no era firme y a que no se sabía si resultaba imposible recuperar la nacionalidad de origen (apartado 63).
Para evitar situaciones como las antes relatadas habría que superar el actual modelo de ciudadanía, replanteándose la conexión con la nacionalidad, admitiendo la entrada en juego de otros criterios, como el de la residencia, o bien buscar la uniformidad de las reglas sobre nacionalidad, al igual que se ha hecho en otras materias. Sin duda, las reticencias serán enormes ante el celo de los Estados y lo sensible del tema, habida cuenta de que, entre los derechos que se atribuyen, están algunos de marcado carácter político, ostentados en régimen de monopolio por los nacionales de los Estados miembros, cuya traslación a los nacionales de otros Estados generaría tensiones con respecto a los mismos Estados miembros.
En todo caso, debería evitarse la devaluación de la ciudadanía dando sentido a la conocida frase de Jean Monnet: “nosotros no unificamos Estados, unimos hombres”.
La moderna noción de ciudadanía arranca de la Declaración de Derechos de 1789, aprobada por la Asamblea Nacional francesa, que situó al ciudadano en el centro de la sociedad moderna, rompiendo el vínculo que unía al hombre con la tierra, la Iglesia o los señores. Según el artículo 6 de la Declaración, la Ley es expresión de la voluntad general, teniendo derecho todos los ciudadanos a colaborar en su formación y siendo iguales ante ella; la ciudadanía, por consiguiente, otorga un estatuto privilegiado, en cuanto que sus titulares también lo son del poder.
La semilla plantada por los revolucionarios franceses no fructificó como esperaban, aunque permaneció latente y tuvo efímeras manifestaciones en un tiempo en el que el centro de todas las referencias lo constituye el Estado, al que ha de servir el individuo que, a su vez, es protegido por aquél, dando lugar a que sólo los nacionales sean titulares de un conjunto de derechos, negados a los extranjeros.
Los textos constitutivos de las Comunidades Europeas omitieron una referencia al ciudadano, disculpable si se tiene en cuenta, por un lado, que casi todos los Estados fundadores habían suscrito con anterioridad la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y participado en la creación del Consejo de Europa, firmando el Convenio Europeo de Derechos Fundamentales y Libertades Públicas; por otro lado, que los objetivos inicialmente señalados para las Comunidades no ofrecían una conexión directa con la ciudadanía, entendida ésta como un estatuto jurídico que comporta un elenco de derechos de los individuos -así, entre las libertades fundamentales de los Tratados constitutivos, la más personal, cual es la de circulación, se condicionaba a la realización de una actividad económica-.
Sin embargo, el transcurso del tiempo y la evolución de las mismas Comunidades potenciaron la idea de incorporar al ciudadano a los proyectos de construir Europa, al margen de los conceptos económicos hasta entonces utilizados, si bien fue el notorio desapego de los propios ciudadanos a las Comunidades, a las que veían como algo ajeno y lejano, el que preocupó a los Estados miembros motivando la creación del Comité ad hoc  “La Europa de los ciudadanos” (comité Adonino), que elaboró varios informes carentes de contenido sustantivo, aunque propició la aprobación de algunos elementos formales comunes, como el emblema o el himno europeo.
El paso decisivo se dio como consecuencia de la propuesta española formulada en 1990 y aceptada por el Consejo Europeo de Roma de diciembre de ese mismo año, asumiendo una noción abstracta de ciudadanía, concebida como “el estatuto personal e inseparable de los nacionales de los Estados miembros, que por su pertenencia a la Unión son sujetos de derechos y deberes especiales propios del ámbito de la Unión y que se ejercen y tutelan específicamente dentro de las fronteras de éstas, sin perjuicio de que tal condición de ciudadano europeo se proyecta también fuera de esas fronteras”.
El Tratado de la Unión Europea, hecho en Maastricht el 7 de febrero de 1992 proclama, en su Preámbulo, que, quienes lo suscriben, están “resueltos a crear una ciudadanía común a los nacionales de sus países”, enunciando, en el artículo 2, entre los objetivos de la Unión, el de “reforzar la protección de los derechos e intereses de los nacionales de sus Estados miembros, mediante la creación de una ciudadanía de la Unión”, que, no obstante, se crea y regula en el Tratado de la Comunidad Europea, a continuación de los “principios”, subrayándose así la importancia de la institución y de la mención expresa de los ciudadanos, tras más de cuarenta años de proceso integrador.
Desde el primer momento se concibió la ciudadanía europea como una cualidad personal no excluyente de la nacionalidad, a la que toma como base.
En efecto, la relación de un individuo con el territorio en el que nace, trabaja o se desenvuelve y, como consecuencia, con las estructuras políticas de ese lugar, se puede explicar mediante círculos concéntricos: un primer círculo, de pequeña extensión, corresponde al municipio; a continuación hay otros, cada vez mayores, que se superponen, como los referidos a la provincia o a la región hasta llegar al Estado que, como consecuencia de esa vinculación, le otorga la nacionalidad. Cada uno de estos círculos es más amplio que el anterior, no sólo por los sujetos que comprende, sino, especialmente, por los derechos y los deberes que atribuye.

"Debería evitarse la devaluación de la ciudadanía dando sentido a la conocida frase de Jean Monnet: 'nosotros no unificamos Estados, unimos hombres'"

La ciudadanía europea supone un círculo más, que, según se ha advertido, se fundamenta en los de las distintas nacionalidades de los Estados miembros. En este sentido, los vigentes artículo 9 del Tratado de la Unión Europea y apartado 1 del artículo 20 del Tratado de Funcionamiento, en línea con sus precedentes, dicen que es ciudadano de la Unión “toda persona que tenga/ostente la nacionalidad de un Estado miembro”, precisándose, en ambos preceptos, que la ciudadanía de la Unión se añade a la nacional, sin sustituirla, pero sí complementándola.
La vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad es total, produciéndose tanto para la adquisición como para la pérdida, de manera que quien no es nacional de algún Estado miembro no puede ser ciudadano europeo. Como se recogía en el Proyecto de Tratado sobre la Unión Europea de 1984, la ciudadanía de la Unión no puede ser adquirida ni perdida separadamente de la nacionalidad.
No obstante, la conexión conduce a que la ciudadanía adolezca de los mismos defectos que la nacionalidad, constituyendo un instrumento de exclusión, en especial para los extranjeros, entendiendo por tales los que no ostentan la nacionalidad de alguno de los Estados de la Unión. Es decir, con la vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad se reduce el concepto de extranjero en el ámbito europeo, a fin de evitar que se considere tal a quien es nacional de uno de los socios europeos, pero nada más, puesto que se traslada a un plano mayor la concepción instrumental y tradicional del término, manteniendo la dicotomía entre las miembros de la comunidad nacional y, ahora, europea, frente a los demás, los extranjeros o nacionales de terceros Estados.
En este punto puede citarse un supuesto en el que, debido a la indisoluble relación de la ciudadanía con la nacionalidad se llega a un resultado singular y puede producir unas consecuencias importantes en todos los Estados miembros, afectando, sin duda, a la política sobre extranjería.
Es el asunto Ruiz Zambrano, resuelto por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en la Sentencia de 8 de marzo de 2011 (C-34/09, sin publicar por el momento en la Recopilación).
El Sr. Ruiz Zambrano, junto con su esposa y un hijo, todos de nacionalidad colombiana, solicitaron asilo en Bélgica, que les fue denegado al tiempo que se les reconoció titulares de la cláusula de no repatriación. Posteriormente, se empadronaron en el país y el Sr. Ruiz Zambrano suscribió un contrato laboral, aumentando la familia con dos hijos más que, por aplicación de la legislación belga, obtuvieron la nacionalidad de ese país. Sin embargo, las solicitudes de residencia permanente fueron rechazadas, al igual que las prestaciones por despido. En las actuaciones judiciales desarrolladas a continuación se plantearon varias cuestiones prejudiciales, entre las que se encontraba la de saber si la ciudadanía europea confieren a los ascendientes extranjeros de un ciudadano de la Unión, menor y mantenido por aquéllos, un derecho de residencia y una exención del permiso de trabajo.
La Sentencia sostiene que “la negativa a conceder un permiso de residencia a una persona, nacional de un Estado tercero, en el Estado miembro en el que residen sus hijos de corta edad, nacionales de dicho Estado miembro, cuya manutención asume, y la negativa a concederle un permiso de trabajo” tienen el efecto de “privar a ciudadanos de la Unión del disfrute efectivo de la esencia de los derechos conferidos por su estatuto de ciudadano de la Unión” (apartados 42 y 43), pues, por un lado, “tal denegación del permiso de residencia tendrá como consecuencia que los mencionados menores, ciudadanos de la Unión, se verán obligados a abandonar el territorio de la Unión para acompañar a sus progenitores”, y, por otro lado, “si no se concede un permiso de trabajo a tal persona, ésta corre el riesgo de no disponer de los recursos necesarios para poder satisfacer sus propias necesidades y las de su familia, lo que tendrá también como consecuencia que sus hijos, ciudadanos de la Unión, se verán obligados a abandonar el territorio de ésta” (apartado 44).
Nótese que ello supone que la residencia, unida a la ciudadanía de la Unión, extiende el derecho a aquella residencia a no nacionales de los Estados miembros, arrastrados por la nacionalidad de un familiar que sí corresponde a uno de esos Estados.
La problemática suscitada por la vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad ofrece una nueva dimensión cuando se repara en que son los Estados de la Unión quienes definen unilateralmente las normas relativas a la adquisición, la conservación y la pérdida de la nacionalidad. La Declaración anexa al Acta Final del Tratado de la Unión Europea de 1992 claramente especificaba que “la cuestión de si una persona posee una nacionalidad determinada se resolverá únicamente remitiéndose al Derecho nacional del Estado miembro de que se trate”.
Pero ocurre que las reglas sobre la nacionalidad son muy diferentes en un Estado o en otro, pues, al lado, de normativas generosas en cuanto a la atribución de la cualidad, hay otras sumamente rigurosas, al tiempo que unas priman el ius soli y otras el ius sanguinis, sin perjuicio de las múltiples circunstancias especiales y de oportunidad concurrentes.
La conservación de este poder discrecional y omnímodo de los Estados, reconocido por el Tribunal de Justicia, ha generado importantes disfunciones, reveladas, entre otros, en los asuntos Micheletti y Rotmann.
El primer asunto fue resuelto por el Tribunal de Justicia en la Sentencia de 7 de julio de 1992 (C-368/90, Rec. p. I-4239), antes, incluso, de la vigencia de la ciudadanía europea.
El Sr. Mario Vicente Micheletti ostentaba la doble nacionalidad argentina e italiana, esta última adquirida en virtud de la Ley italiana en cuya virtud es italiano el hijo de padre o madre italianos; consiguió la homologación en España de su título de odontólogo, obtenido en Argentina y obtuvo la concesión de una tarjeta provisional de residente comunitario, presentando un pasaporte italiano en vigor expedido por el Consulado de Italia en Rosario (Argentina), pero le fue denegada una tarjeta definitiva de residente comunitario para establecerse en nuestro país como odontólogo, por considerarse, esencialmente, que, de acuerdo con las normas españolas, prevalecía la nacionalidad argentina, habiéndose demostrado la falta de efectividad de la nacionalidad italiana.
El Tribunal de Justicia mantuvo que “la determinación de los modos de adquisición y pérdida de la nacionalidad es, de conformidad con el Derecho internacional, competencia de cada Estado miembro, competencia que debe ejercerse respetando el Derecho comunitario. No corresponde en cambio a la legislación de un Estado miembro limitar los efectos de la atribución de la nacionalidad de otro Estado miembro, exigiendo requisitos adicionales para reconocer dicha nacionalidad en orden al ejercicio de las libertades fundamentales previstas en el Tratado” (apartado 10), por tanto, desde el momento en el que se presenta alguno de los documentos requeridos para demostrar la condición de nacional de un Estado miembro, “los demás Estados miembros no pueden negar tal condición basándose en que los interesados ostentan también la nacionalidad de un Estado tercero, la cual prevalece sobre la del Estado miembro en virtud de la legislación del Estado de acogida” (apartado 14).
El asunto Rottman se trató por el Tribunal de Justicia en la Sentencia de 2 de marzo de 2010 (C-135/08, sin publicar por el momento en la Recopilación).
El Sr. Rottman era, por nacimiento, nacional de la República de Austria, pero solicitó la concesión de la nacionalidad alemana, que obtuvo y que implicó, conforme al Derecho austriaco, la pérdida de la nacionalidad inicial. Ahora bien, en el proceso de naturalización ocultó su implicación en varios asuntos penales, que, conocida por la autoridad alemana correspondiente, motivó la revocación con carácter retroactivo de dicha naturalización, al entender que se había obtenido de manera fraudulenta, lo que podía suponer que el interesado pasara a tener la condición de apátrida, planteándose al Tribunal de Justicia si la ciudadanía europea toleraba que su pérdida, debida, a su vez, a la pérdida de la nacionalidad alemana, implicara la apatridia.
La respuesta del Tribunal de Justicia no fue suficientemente precisa, pero destacó una circunstancia que podía servir para limitar la potestad discrecional de los Estados en materia de nacionalidad, anunciada en la Sentencia del asunto Micheletti, y es que “los Estados miembros, en el ejercicio de su competencia en materia de nacionalidad, deben respetar el Derecho de la Unión” (apartado 45), afirmando que la ciudadanía de la Unión admite que “un Estado miembro le revoque a un ciudadano de la Unión la nacionalidad de dicho Estado miembro adquirida mediante naturalización cuando ésta se ha obtenido de modo fraudulento, a condición de que esta decisión revocatoria respete el principio de proporcionalidad” (apartado 59); sin embargo, no trató la posible aparición de la apatridia, debido a que la resolución de las autoridades alemanas no era firme y a que no se sabía si resultaba imposible recuperar la nacionalidad de origen (apartado 63).
Para evitar situaciones como las antes relatadas habría que superar el actual modelo de ciudadanía, replanteándose la conexión con la nacionalidad, admitiendo la entrada en juego de otros criterios, como el de la residencia, o bien buscar la uniformidad de las reglas sobre nacionalidad, al igual que se ha hecho en otras materias. Sin duda, las reticencias serán enormes ante el celo de los Estados y lo sensible del tema, habida cuenta de que, entre los derechos que se atribuyen, están algunos de marcado carácter político, ostentados en régimen de monopolio por los nacionales de los Estados miembros, cuya traslación a los nacionales de otros Estados generaría tensiones con respecto a los mismos Estados miembros.
En todo caso, debería evitarse la devaluación de la ciudadanía dando sentido a la conocida frase de Jean Monnet: “nosotros no unificamos Estados, unimos hombres”.

Abstract

The modern idea of citizenship dates back to the Declaration of Rights of 1789, when it was adopted by the French National Constituent Assembly. It placed the citizen in the centre of modern society and broke the bonds that tied men to the land, the church and the lords. According to section 6 of the Declaration, Law is the expression of the general will; all citizens are entitled to participate in the preparation of the Law and are equal in its eyes. Therefore, citizenship gives a privileged status as its holders hold the power as well.
The Treaty of the European Union, signed on 7 February 1992 in Maastricht, states in its Introduction that the signatories are “resolved to establish a citizenship common to all nationals of their countries”. In Article B, it states among the aims of the Union “to strengthen the protection of the rights and interests of the nationals of its Member States through the introduction of a citizenship of the Union”. Nevertheless, this citizenship had been created and regulated in the Treaty of the European Community, after the “principles”, emphasizing, after more than forty years of integration process, the relevance of this concept and of the specific reference to the citizens.

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