ENSXXI Nº 4
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2005
FERNANDO VALLESPIN OÑA
Presidente del CIS
No es fácil indagar sobre las causas de la "rebelión" francesa de este otoño. Sociólogos y ensayistas varios han empezado a desgranar todo tipo de argumentos para buscarle sus motivaciones. Pero, como suele ser habitual cuando abordamos el problema de las relaciones causa-efecto en los acontecimientos sociales y humanos, ninguna de las respuestas parece ofrecernos una seguridad absoluta respecto al verdadero origen de este fenómeno. Lo único evidente es que algunos grupos de jóvenes inmigrantes, la mayoría de segunda generación, han buscado una forma de escape violenta a su maldice. La quema masiva de automóviles, autobuses y edificios en las barriadas periféricas de las grandes ciudades francesas ha acabado por simbolizar el malestar flagrante con sus condiciones de vida en una sociedad de acogida que se jactaba de poseer uno de los mejores sistemas de integración social de la diversidad cultural. Algo similar había ocurrido ya en algunas ciudades industriales del norte de Inglaterra durante la primavera y el verano de 2001. En ambos casos nos encontramos aparentemente con la misma raíz del problema: la explosiva combinación de marginalidad económica y diferencia étnico-cultural. Y aquello que comienza a preocupar no es ya tanto el hecho en sí de las algaradas cuanto lo que éstas significan para el futuro de nuestros sistemas de integración de la nueva diversidad cultural derivada de la inmigración masiva.
Mucho se ha especulado sobre cuál de los dos grandes sistemas -el multicultural y el asimilacioncita- es más eficaz para favorecer los presupuestos de una integración más plena. Hasta hace bien poco ambos competían sin que pudiera afirmarse la superioridad relativa de uno u otro. Holanda pasaba por ser el ejemplo más exitoso del modelo multicultural hasta que empezaron a hacerse evidentes algunas de sus grandes disfuncionalidades. El triunfo del populista Pym Fortuyn, que sería asesinado después por un fanático, o el propio asesinato del cineasta Van Gogh por parte de un exaltado inmigrante de segunda generación, fueron seguidos de una importante reflexión pública respecto a las posibles causas del fracaso de este modelo. Y la razón se vio en la propia estrategia sobre la que éste se apoyaba: el reconocimiento de todo un conjunto de derechos de grupo, la acomodación de determinadas necesidades propias definidas en términos diferenciales con respecto al grupo mayoritario y una distinta presencia en la esfera pública. El efecto no deseado de estas estrategias se vio, precisamente, en que gozar de esos "derechos a la diferencia" le permiten al grupo disponer de mecanismos institucionales para afirmarla políticamente que a la postre propician un debilitamiento de las fuentes de la unidad y cohesión social y las lealtades y deberes cívicos. Lo que en un principio estaba dirigido a facilitar una mejor integración acabó por fomentar la existencia de "sociedades paralelas".
"Lo que comienza a preocupar no es ya tanto el hecho en sí de las algaradas cuanto lo que éstas significan para el futuro de nuestros sistemas de integración de la nueva diversidad cultural derivada de la inmigración masiva".
El modelo francés, asimilacionista, venía siguiendo una estrategia diferente. El énfasis se ponía aquí en facilitar la incorporación de los diferentes grupos de inmigrantes mediante un proceso de adaptación a los principios y los rasgos políticos y sociales básicos del país de acogida; la prioridad recaía sobre el predominio del vínculo "republicano", el mecanismo de integración política a través del propio sistema democrático, no sobre la afirmación de los particularismos étnicos, culturales, religiosos o de otro tipo. La idea es que el inmigrante acabe haciéndose prácticamente indistinguible -rasgos étnicos aparte, claro está- de los demás habitantes del país. Y para ello resultaba decisivo un fácil acceso a la nacionalidad, la condición de posibilidad última para que pudieran ser percibidos como "uno de los nuestros". Ninguna forma de vida cultural debía ser protegida o fomentada, pero tampoco podía interferirse en sus cuestiones internas mientras tuvieran el carácter de asociaciones voluntarias con libre entrada y salida por parte de sus miembros. El factor que, sin embargo, no fue tenido en cuenta es que esta integración formal debe ir acompañada necesariamente de otra integración material o efectiva. Y ésta sólo es posible mediante un efectivo acceso al trabajo y al disfrute de un conjunto de condiciones materiales mínimas.
A mi juicio, la tesis más plausible para explicar el estallido de esta rebelión juvenil de inmigrantes tiene mucho que ver con eso que los sociólogos califican como "incongruencia de status", la contradicción, por una parte, entre el reconocimiento objetivo de la nacionalidad y, por otra, la vivencia subjetiva y constante de una marginalización social derivada de una deficiente integración de los inmigrantes en la sociedad francesa. Contrariamente a lo que ocurriera con sus padres y abuelos cuando llegaron al país, estos jóvenes en lucha son franceses; pero su experiencia vital es que siguen marcados por una diferencia. No ya sólo por su menor capacidad de acceso al empleo o por ser permanentemente estigmatizados como "diferentes" en el discurso de la extrema derecha lepenista; también por lo que perciben como un deficiente "reconocimiento" de su particularismo en el espacio público más amplio de la sociedad francesa. Es bien conocido que la identidad personal se adquiere a través de "la mirada del otro", y ese otro les sigue contemplando como ciudadanos "distintos".
A este respecto pasarían a un segundo plano otro tipo de consideraciones, como las condiciones de vida en las barriadas de las grandes ciudades o la existencia o no de una "policía de proximidad". Es innegable que son también factores a tener en cuenta, como la propia torpeza de Sarkozy al calificar a los alborotadores de "chusma" o el mismo efecto de resonancia de los medios de comunicación, que inevitable produjeron una reacción en cascada por toda Francia. Pero a pesar de todo ello, el punto central de la protesta habría que verlo, como no dejamos de subrayar, en el problema de la integración de los culturalmente diferentes. Por lo dicho con anterioridad, ninguno de los sistemas existentes en el continente europeo ha resultado funcionar como se preveía. Sobre todo cuando las promesas de igualación se ven luego frustradas por la aparición de procesos de marginalidad económica. Sin que podamos dotarle del carácter de una ley de hierro, puede afirmarse que, cualquiera que sea el sistema elegido, al final una de las variables decisivas es la propia integración económica y laboral. Mientras funcione el sistema económico la opción por uno u otro modelo pasa a ser secundaria. Desde luego, siempre pueden darse aberraciones, como los atentados de Londres, provocados por nacionales británicos de origen paquistaní, pero estas posturas radicales son muy minoritarias y responden sobre todo a la actual coyuntura de explosión del islamismo radical.
¿Qué posibilidades hay de un posible "efecto contagio" de los acontecimientos franceses? Es preciso ser cautelosos a la hora de ofrecer una respuesta. Por lo ya dicho parece que la reducción del crecimiento económico en la mayoría de los países de Europa puede propiciar nuevas tensiones en el campo de la inmigración en Europa. Y es preciso hacerlas frente con una mayor sensibilidad hacia las justas reivindicaciones de estos colectivos. A estos efectos, la prueba decisiva puede que resida en la necesidad de abrir el espacio público democrático para que puedan escenificar allí sus demandas y anhelos. El objetivo básico y fundamental de la integración de los inmigrantes pasa por su sujeción a los principios y prácticas del sistema democrático. Pero éste no puede dejar de darles cabida en una esfera en la que puedan manifestar y reivindicar sus propias necesidades y, en muchos casos, denunciar nuestra propia vulneración de dichos principios respecto de ellos. Si hubieran gozado de esta posibilidad de forma efectiva, quizá no se hubieran visto impelidos a llamar la atención por medio de las actitudes violentas vistas estas últimas semanas en Francia. En todo caso, el debate está servido.