ENSXXI Nº 44
JULIO - AGOSTO 2012
No es posible negar que hoy en España existe un extendido sentimiento de que nuestras instituciones fundamentales no cumplen adecuadamente los fines para los que han sido diseñadas. Resumidamente, que han sido contaminadas por intereses particulares muy alejados, cuando no directamente enfrentados, con interés general al que teóricamente deben servir. No se trata simplemente de que de manera puntual y aislada, como puede resultar casi inevitable, se detecte algún caso de mala práctica o incluso de pura corrupción, sino que muchas de esas instituciones presentan graves desajustes y conflictos de intereses en su funcionamiento ordinario, con el inevitable efecto de su descrédito ante los ciudadanos.
La reacción ante un fenómeno semejante excede claramente del consabido recurso a la reforma legal, como si estuviésemos hablando de un mero defecto de diseño institucional, sino que exige descender a un nivel mucho más profundo. El manifiesto alejamiento de muchas instituciones respecto de su sagrado fin de servicio público sólo puede encontrar su causa en una generalizada percepción de impunidad, tanto por parte de los sujetos encargados de dirigirlas, como de los ciudadanos obligados a soportarlas.
"Ésta es la verdadera causa de corrupción de la que hablaban los clásicos: una en la que las instituciones no sólo no frenan, sino que sirven de coartada y de disfraz a la pretensión de ser juez y árbitro de la propia causa"
Es necesario reconocer que nuestra sociedad ha fracasado a la hora de establecer mecanismos adecuados de exigencia de responsabilidades o de rendición de cuentas. Y no tanto a nivel técnico, sin negar por ello las muchas deficiencias de nuestros sistemas de control, como especialmente a nivel político y moral. Ni nuestro sistema partitocrático fomenta el asumirlas, ni los mínimos éticos generalmente aceptados parecen imponerlas. Y éste es un gravísimo problema, quizá el más grave al que deba enfrentarse nunca una sociedad, pues su aceptación generalizada contamina por entero el tejido social, pervirtiéndolo todo a su paso. Ésta es la verdadera causa de corrupción de la que hablaban los clásicos, por la que tanto se preocuparon los teóricos del republicanismo, desde el florentino del siglo XVI hasta el federalismo americano de finales del XVIII: una en la que las instituciones no sólo no frenan, sino que sirven de coartada y de disfraz a la pretensión de ser juez y árbitro de la propia causa.
Son muchos los ejemplos que pueden traerse a colación, pero en el estricto ámbito notarial empiezan a pesar demasiado dos de ellos: la estructura de su organización interna y la actuación de la nueva Dirección General de los Registros. En relación al primero de ellos, los intentos de democratizar su estructura en beneficio de los intereses generales han encontrado la decidida oposición de aquellos que ven peligrar los suyos particulares, condenando de paso a la organización a la inoperancia y a la inanidad a través de una permanente amenaza de desestabilización. También ésta es una clásica preocupación republicana: cómo evitar que la vanidad y las ambiciones individuales impidan alcanzar un equilibrio institucional que ponga en riesgo su correcto funcionamiento. Pero mucho más grave todavía es la actual situación de la Dirección General, pues al fin y al cabo lo primero sólo interesa a los notarios, mientras que esto último tiene una incidencia fundamental en el tráfico jurídico en perjuicio de la sociedad en general.
La reciente deriva de la doctrina de la Dirección, que se analiza detalladamente en este número, y por la que se está ejecutando de manera ordenada y sistemática su decidida voluntad de demolición de los criterios hasta ahora asentados en beneficio de una visión muy particular y concreta, es un perfecto ejemplo de lo que venimos comentando. Se trata simplemente de la utilización de una institución del Estado, llamada teóricamente a servir intereses generales, con la finalidad de difundir una particular y minoritaria visión doctrinal que coincide con los intereses corporativos de un concreto sector de los operadores por ella regulados. No es una cuestión de corrupción personal, ni muchísimo menos, pues es normal que quien ha sido educado en base a unos concretos principios y forma parte de un estamento profesional que los defiende legítimamente, considere de buena fe que aquellos coinciden con el interés público, pero es claramente un caso de corrupción institucional en el sentido republicano del término, que proscribe ser juez y parte en la propia causa. Sencillamente, porque como dijo uno de sus más dignos sucesores, es muy difícil comprender algo cuando tus intereses particulares pasan por no hacerlo.
"La percepción de impunidad está calando profundamente en el ciudadano, y tal cosa no sólo conduce al descrédito de la concreta institución afectada, sino de todo el sistema político que le sirve de amparo"
Sólo una clara percepción de impunidad por parte de nuestros gestores públicos ha podido llevar a esta situación. Se ha descontado que la previsible deriva que implicaba esa ocupación partidista de la institución no iba a implicar coste alguno para ellos, ni siquiera para los que, situados en un nivel de decisión más alto, comparten esa misma visión por haber sido formados en ella. Puede que hasta este momento hayan acertado, pero no cabe negar que están jugando con fuego. Simplemente, porque la impunidad no sólo la perciben ya los gestores, sino que está calando también profundamente en el ciudadano, y tal cosa no sólo conduce al descrédito de la concreta institución afectada, sino de todo el sistema político que le sirve de amparo.
No cabe duda de que en este momento político y económico por el que atraviesa la sociedad española asumir ese riesgo es algo absolutamente temerario. Los ciudadanos españoles han demostrado hasta ahora una paciencia digna de elogio y una enorme fortaleza a la hora de asumir sacrificios. Pero esto sólo puede durar si perciben que sus representantes están también dispuestos a relegar sus intereses particulares a un segundo plano y a luchar por la imprescindible regeneración institucional que tanto necesitamos. No se trata de elaborar nuevas reformas legales, pues la interdicción de la arbitrariedad y la preservación de la confianza legítima ya están suficientemente consagradas en nuestro ordenamiento. Se trata de asumir la responsabilidad de actuar dentro de su marco en beneficio de todos, incluido de ellos mismos.