ENSXXI Nº 47
ENERO - FEBRERO 2013
LOS LIBROS por JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
Igual que en el medievo junto al palacio feudal o la casa consistorial de los burgos nacientes, florecieron con alardes de rivalidad en esplendor y boato las grandes catedrales góticas, en la edad moderna junto a los suntuosos palacios imperiales, se levantaron grandes teatros para la ópera, templos fastuosos, únicos, de rivalidad competitiva de los que quedan ejemplos tan esplendorosos como la Ópera-Garnier del Paris imperial, los de Viena y Budapest del Impero austro-húngaro, la Stadts Ópera del Reich prusiano, el San Carlo de los Borbones napolitanos, el Covent Garden de la Inglaterra victoriana, el Teatro Regio saboyano, la ópera de Dresden de la Gran Sajonia o el Teatro Real de Madrid isabelino, aunque no faltan no menos emblemáticos que nacieron bajo impulso de las ricas élites de la burguesía floreciente como La Scala de Milán, el Liceu de Barcelona o el Metropolitan de Nueva York.
"Aquella modesta forma musical había ido escalando tales posiciones que ahora era considerada la culminación del proceso artístico creativo de la humanidad, una síntesis de las artes más refinadas con la fusión mágica de palabra, sonido y color"
¿Qué había pasado? Que la ópera que tuvo un nacimiento reservado para elites palaciegas de las pequeñas cortes italianas, se había desarrollado de tal manera y había adquirido tal prestigio entre las monarquías y la nobleza europeas, que se había convertido en baremo del desarrollo artístico, el poderío y la jerarquía de un Estado, una Corte o una sociedad. De ser una sencilla favola in musica como llamó Monteverdi a la primera gran opera, su Orfeo, se había convertido en el espectáculo más grandioso. Aquella modesta forma musical novedosa había ido escalando tales posiciones en la valoración social que ahora era considerada la culminación del proceso artístico creativo de la humanidad, una síntesis de las artes más refinadas con la fusión mágica de palabra, sonido y color, la apoteosis de todas las artes --poesía, literatura, declamación, danza, música y artes plásticas-- en comunión sublime. Incluso una élite pensó que se había alcanzado una meta cenital mística con Wagner que imaginó la redención por la música del género humano, creando en Bayreuth el equivalente a un santuario que muchos han convertido en lugar de peregrinación. Líderes y mandatarios competían en promover el nuevo arte y alardeaban de conocerlo, presenciarlo y promoverlo; aristócratas, próceres y burgueses adinerados se jactaban de patrocinarlo. Había llegado a la cima del éxito.
"La opera fue utilizada desde su inicio como arma política de promoción y propaganda del príncipe para impresionar, o al contrario como arma subversiva frente a costumbres feudales (Mozart) o frente a la dominación extranjera (Verdi)"
Pero la ópera no es solo la apoteosis de un arte, aunque se trate de un arte tan complejo que ha sido calificado de arte imposible (Maravilla de la Ópera, Fischer, F. Scherzo y A. Machado, 2011) por sus contradicciones intrínsecas entre libreto y música, orquesta, coros y solistas, que dificultan mantener el tenso equilibrio que necesita el complejo drama musical para presentase en armonía. Tampoco puede reducirse la esencia de este fenómeno a su faceta musical por más que sea éste el elemento que determina y debe abducir a todos los demás.
La opera tiene también otras facetas de no menor interés. Casi desde su inicio la ópera fue utilizada como arma política de promoción y propaganda del príncipe para impresionar, o al contrario como arma subversiva frente a costumbres feudales (Mozart) o frente a la dominación extranjera (Verdi). También es un fenómeno social, un espectáculo nacido en las cortes palaciegas de Italia para cortesanos, que pasó a la aristocracia y luego a la burguesía y recientemente a un espectro social más amplio. Un fenómeno financiero, necesitado de mecenas y protectores pues rara vez ha conseguido autofinanciarse. Un fenómeno tecnológico, necesitado de decorados y tramoyas costosísimas. Y desde otro punto de vista un fenómeno apetitoso, fuente de deseo al que pretenden vampirizar la orquesta, las divas y divos, o los directores con ínfulas creativas que llegan a recrear el drama musical, algunos con genialidad como Mahler o Toscanini, pero otros devorando más de una vez su esencia y desviándose peligrosamente de la línea que había inspirado al compositor y elevado emocionalmente al público hasta cotas de sublimidad, arrastrándolo a veces a una vulgaridad destructiva de su encanto y esto no recrea sino que traiciona al compositor.
Muchos son los autores que han analizado, desde cualquiera de sus perspectivas, la médula musical de las óperas, los compositores y los intérpretes musicales, pero pocas veces han entrado a analizar las demás facetas de un fenómeno tan complejo. Por eso hay que alabar que la Editorial Siruela haya publicado, bajo el título La Ópera. Una historia social (Siruela, El ojo del tiempo, Dic. 2012) y en una edición muy cuidada que incluye un CD con los fragmentos de las óperas mas conocidas, la obra de Daniel Snowman, The Gilded Stage. A social History of opera que data de 2009 y que ha tenido gran aceptación y ha constituido un éxito editorial en todo el mundo occidental.
"Snowman se enfrenta a la ópera como fenómeno social, histórico, económico y político, explorando el vasto contexto en el que la ópera es creada, financiada, producida, recibida y percibida"
El autor, musicólogo erudito y escritor, no pretende hacer otra historiografía más, ya se ha dicho, de la ópera desarrollada en un análisis de obras, autores o intérpretes. De éstas hay decenas de obras de referencia. Snowman se enfrenta a la ópera como fenómeno social, histórico, económico y político, explorando el vasto contexto en el que la ópera es creada, financiada, producida, recibida y percibida. Con un estilo narrativo impecable que es de agradecer, señala como origen aceptado de la ópera la celebración de las bodas de María de Médicis con Enrique IV de Francia, en Florencia año 1600, de cuyos fastos formó parte una representación cantada de dos fábulas mitológicas, Il rapimento de Cefalo y Euridice, a las que asistió el Duque de Mantua, Vincenzo Gonzaga que encantado de la representación encargó a su músico mayor, Claudio Monteverdi, una obra de mayor entidad sobre el tema de Euridice que siete años después, en 1607, se representó en el Palacio de Mantua con el título L?Orfeo, favola en música, que ha sido considerada como la primera obra del nuevo género artístico que acababa de nacer y que por ser tan complejo y difícil de identificar con una sola palabra, fue denominado y es universalmente conocido por el nombre más genérico, obra, opera.
Solo dos representaciones se dieron de L?Orfeo que pasó a un cajón donde ha permanecido trescientos años, pero Monteverdi, a la muerte del Duque, se marchó a Venecia donde siguió componiendo óperas, sobre Arianna, Ulises y Poppea, y donde se multiplicaron las representaciones en varios teatros que habían sido debidamente adaptados para el nuevo género que, en una difusión apasionante, se extendió por toda Italia, Roma, Nápoles, Turín, Bolonia y Milán principalmente, y de donde saltó los Alpes llegando a Francia de manos de Giambastista Lulli (luego, en francés, Lully) introducido por Mazzarino y tutelado luego por Luis XIV que construyó para él dos teatros, uno en Versalles y otro en Paris, y al mismo tiempo a Austria, Viena, Leipzig, Dresde y Salzburgo donde surgió uno de los epígonos absolutos del nuevo arte, Mozart. Pronto llegó a Londres donde había sentado sus reales el alemán Haendel que fue su mentor principal. Y también llegó a Madrid, de mano de los Borbones, aunque no es especialmente pródigo el autor en referencias a nuestro país que apenas si le cita más que ensalzar al inquieto cantante y empresario sevillano Manuel García sobre todo porque fue padre de dos divas famosas Pauline Viardot y Maria Malibran. Pero sí lo es narrando meticulosamente y sin merma de interés el desarrollo posterior de la ópera en el mundo entero, especialmente en el área anglosajona, los avatares ciertamente curiosos de su entrada en Nueva York, San Francisco o Los Ángeles, etc. las andanzas del Gran Carusso, de Toscanini y Mahler, o para detallar la construcción de teatros tan emblemáticos como la Civil Opera House de Chicago, el Bolschoi, el Teatro Colon de Buenos Aires o la Opera House de Sydney.
Como ya se ha dicho no se detiene Snowman en el análisis de la esencia y técnica musical de las óperas, pero sí digamos en sus circunstancias los detalles de su producción, su puesta en escena, el anecdotario de sus intérpretes, divas, divos y castrati, de las orquestas, los directores, los empresarios, y en una curiosa digresión costumbrista del público que asistía a las representaciones con hábitos hoy inimaginables: comían, bebían y fumaban, pedían bises, hablaban o hacían negocios durante la representación.
"Tal vez la democratización progresiva de la ópera y el proceso de deconstrucción sistemática de todas las artes que se funden sublimadas en ella, conduzca a su disolución gradual en otros géneros"
Es de agradecer que Snowman no descuide recordar el marco histórico y cultural en el que se desarrollan los acontecimientos musicales que narra, lo que sirve al lector para entender las reacciones de los dirigentes políticos o del público asistente a las representaciones. No queda en cambio tan claro el futuro que el autor presagia para esta forma artística, refinada y elitista a un tiempo. Tal vez su democratización progresiva y el proceso de deconstrucción sistemática de todas las artes que se funden sublimadas en la opera, conduzca a su disolución gradual en otros géneros. En cualquier caso, siempre quedará para la humanidad, aunque sea solo para élites interesadas, las grandes realizaciones de un género artístico joven pero que, en pocos años, consiguió apoteosis artísticas inolvidables. Cualquier aficionado a la música o al arte disfrutará con la lectura de esta historia social y cultural de un fenómeno artístico sin igual, la ópera.