ENSXXI Nº 54
MARZO - ABRIL 2014
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- Escrito por MIGUEL ÁNGEL AGUILAR::Periodista
- Categoría: Revista 54 , Panorama
MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista
El 30 de marzo se cumplían 75 años del fin de nuestra guerra (in)civil. Un final que, en el cuartel general del Generalísimo establecido en Burgos, querían que sucediera despojado de escenografía alguna. Pensaban que las escenografías de los finales bélicos las carga el diablo, de manera que los protagonistas al subir a esos tablados, aunque lo hagan en condición de derrotados, adquieren una cierta respetabilidad simbólica y, en muchos casos, pasan a convertirse en referencia para la paz ansiada. Los inminentes vencedores se negaban a cualquier formalidad que permitiera al enemigo sentirse elevado a la condición formal de derrotado con honra. Por eso evitaron cualquier parecido a una rendición honorable, sustanciada entre militares profesionales. Para firmarla andaba haciendo méritos el coronel Casado mediante la imposición de su autoridad a mano armada. En definitiva, él era un profesional militar y conocía bien la tradición española según la cual la consideración y aún la honra del enemigo vencido son compatibles con la dureza de la guerra. Así lo habían venido reflejando las sucesivas versiones de las ordenanzas castrenses, a partir de las primeras dictadas en el reinado de Carlos III y así queda también prescrito en el artículo 7º de las ahora vigentes.
Llegados aquí, asombra que mientras los sublevados el 18 de julio de 1936 allí donde se imponen lo hacen con un bando que declara el estado de guerra, la República prefiriera en esos primeros momentos proceder a la disolución del Ejército e iniciar su reclutamiento desde cero, improvisando el reparto de armas para el pueblo. Enseguida se vio, según reflejaba certero Manuel Chaves Nogales en su libro A sangre y fuego de junio del 37, que sin el debido encuadramiento no hay unidad militar que merezca ese nombre. De modo que los milicianos sin más adiestramiento que el voluntarismo ingenuo aguantaban mal el empuje de las fuerzas de choque profesionales que tenían enfrente y terminaban deshaciéndose de sus fusiles y pertrechos para correr más ligeros hacia la retaguardia. Fue todo un contrasentido que al estallar la sublevación cuando lo coherente hubiera sido proclamar el estado de guerra para combatir a los sublevados se prefiriera disolver el Ejército mientras que se aguardara hasta el 23 de enero de 1939, agotadas todas las capacidades, para declarar el estado de guerra en todo el territorio de la República.
"Cuando el asalto de los hombres de Tejero al Congreso el 23-F de 1981 el desconcierto indumentario de aquella tropilla de ocasión puso de relieve un déficit de encuadramiento, que fue percibido enseguida por el general Gutiérrez Mellado"
Muchos años después cuando el asalto de los hombres de Tejero al Congreso el 23-F de 1981 el desconcierto indumentario de aquella tropilla de ocasión puso de relieve un déficit de encuadramiento, que fue percibido enseguida por el general Gutiérrez Mellado. Esa percepción perspicaz alimentó la esperanza cierta de que si la acción no tenía carácter fulminante fracasaría porque asaltantes de tan variada procedencia y privados de sus mandos naturales no podrían resistir si las dificultades tenían alguna duración.
Pero volvamos a aquel Madrid de aquellos tiempos, cuando de una parte quedaba el Coronel Casado, alzado en conexión con la base naval de Cartagena contra el presidente del Gobierno Juan Negrín, quien seguía aferrado a su consigna de “resistir es vencer”. Los últimos días del Madrid sitiado ofrecieron su división en dos bandos armados, que se combatieron fieramente dejando 250 muertos. Eran el resultado de los enfrentamientos entre el Consejo Nacional de Defensa liderado por Casado, acompañado en ese trance por el diputado socialista de Madrid Julian Besteiro en tanto que máximo representante civil, de un lado y los comunistas de la obediencia al presidente del gobierno Juan Negrín, del otro. Aclaremos que a esas alturas el doctor Negrín ya había sido abandonado por su Jefe del Estado Mayor, general Vicente Rojo. Y que tanto el presidente de la República, Manuel Azaña, como el general en absoluto estaban dispuestos a regresar de Francia a donde se habían trasladado. El golpe de Casado era una rectificación a José Bergamín, quien decía que con los comunistas hasta la muerte pero ni un paso más. Los casadistas querían separarse de los comunistas un poco antes.
Sucede que cuando las situaciones se tensan en extremo, el automatismo de la disciplina militar deja de funcionar y los uniformados acaban planteándose el dilema entre la mecánica de la obediencia debida y la toma de conciencia moral que supone asumir o rehusar la responsabilidad de obedecer. Irrogar a la República las acciones de aquellos que socavaban sus fundamentos democráticos es un sinsentido como en tiempos más recientes era cargar sobre el presidente Adolfo Suárez la barbarie del terrorismo etarra que era su mayor adversario. Pero la dureza de la guerra favoreció el contagio de lo peor entre los beligerantes. Por eso los republicanos de ahora tendrían mayor capacidad de seducción si dejaran de enarbolar la II República como modelo.
Observemos la situación en que se encontraba una población exhausta que carecía de información porque muchos días ni siquiera tenía acceso a los partes de guerra que dejaban de emitirse y que cuando se hacían públicos se limitaban a ofrecer una redacción llena de eufemismos. Lo reflejaba bien Carlos Morla Lynch, encargado de negocios de la embajada de Chile en Madrid, conforme al diario que llevó desde el 20 de julio de 1936 hasta el 30 de marzo de 1939 y que ha sido publicado bajo el título España sufre (Editorial Renacimiento. Sevilla, 2008). Sus anotaciones, a partir de la caída de Barcelona el 26 de enero del 39, acusaban el ambiente derrotista sin opciones, que se impuso en la ciudad tan admirada –Madrid, capital de la gloria- por su resistencia contra un enemigo muy superior que la tenía cercada casi por completo desde el octubre del 36, tres meses después del alzamiento.
"Sucede que cuando las situaciones se tensan en extremo, el automatismo de la disciplina militar deja de funcionar y los uniformados acaban planteándose el dilema entre la mecánica de la obediencia debida y la toma de conciencia moral que supone asumir o rehusar la responsabilidad de obedecer"
La sublevación casadista conectaba con el deseo profundo de terminar la contienda que crecía entre una población castigada con severidad y sometida a toda clase de privaciones. Además resultaba de la desesperanza respecto de la esfera internacional, una vez que Francia, Inglaterra y Argentina habían reconocido a Franco el 27 de febrero. En Burgos el general Franco se mostraba contrario a firmar cualquier capitulación, de modo que todo debía quedar fiado a su generosidad, expresada con deliberada ambigüedad mediante esa frase reiterada de que nada teman los que nada tengan que temer. Casado había cumplido su parte para entregar pacíficamente Madrid pero los fallidos intentos de negociación celebrados en Gamonal probaron que nada se quería pactar con los aspirantes a vencidos. Los inminentes vencedores sólo querían de sus adversarios que se plegaran a la incondicionalidad porque querían tener mantener manos libres para administrar sin limitación alguna el triunfo. O dicho en otros términos para aplicar un castigo ejemplar a los vencidos como presagiaba la Ley de Responsabilidades Políticas que acababa de adoptar el régimen naciente. La única concesión era facilitar la salida hacia Valencia de los mandos del Ejército del Centro así como de los dirigentes políticos más comprometidos.
El grito estentóreo del “No pasarán” repetido durante dos años y medio se había trocado de modo súbito por el lema de los vagones del Metro: “Antes de entrar, dejen salir”. Franco no deseaba impedir la salida de Casado de Madrid y ese deseo fue una orden a cumplir por la quinta columna madrileña, que actuó en consecuencia. Como escriben Ángel Bahamonde y Javier Cervera en su libro Así terminó la guerra de España (Marcial Pons ediciones de historia. Madrid, 2000), la entrega de Madrid el 28 de marzo se produciría sin violencia. Madrid no cayó, se entregó a los vencedores, mientras el control de la quinta columna mantenía el orden. Las operaciones de la guerra civil se dieron por terminadas al alcanzar los últimos objetivos militares el 1 de abril de 1939. En esa fecha se inició la victoria y se confirmó el ¡ay de los vencidos! en las antípodas del lema que encabeza las memorias de Winston Churchill: “En la derrota, altivez; en la guerra, resolución; en la victoria, magnanimidad; en la paz, buena voluntad”.
De modo que el 1 de abril empezaba la victoria –“no se puede respirar, todo está lleno de victoria”, escribió Elías Canetti-, pero la paz no se instauraría formalmente en España hasta la promulgación de la Constitución reconciliadora de diciembre de 1978. Desde esa fecha, como escribió un buen amigo periodista, ya no es posible el cultivo oficial de un orgullo de vencedores que implique simultáneamente el mantenimiento de un sector de la población postrado en la humillación de su antigua derrota. De ahí que sellar la paz sin revanchismo y sin que un sector patrimonialice en exclusiva la dignidad mientras reserva a su antagonista el rescoldo de la vergüenza, ha sido una tarea fundamental.
Como espectadores de televisión hemos visto desde hace años con angustia las escenas del éxodo de los perdedores con sus pertenecías elementales sobre los hombros por las carreteras de la antigua Yugoslavia tras sus sucesivas desmembraciones, hacia refugios improbables. Pero ese espanto fue el nuestro, sucedió entre nosotros hace 75 años. Porque, por ejemplo, la derrota republicana en Catalunya tuvo como epílogo el éxodo desorientado de 400.000 personas, que desbordó por igual tanto a las autoridades republicanas como a las francesas. Ahuyentemos la pesadilla de esas ensoñaciones soberanistas que terminarían por convertir en extranjeros en su propia tierra catalana a cuantos no quisieran renunciar a su condición previa de españoles. Atentos porque nos aproximamos a la curva de a grandeira y nadie disminuye la velocidad como si estuviéramos entregados al fatalismo de la catástrofe y sólo pensáramos a partir de ahí en la evacuación de las víctimas. Veremos.