ENSXXI Nº 59
ENERO - FEBRERO 2015
La reforma de la Ley de sociedades de capital y la función notarial
- Detalles
- Escrito por Manuel González-Meneses
- Categoría: Revista 59 , Opinión
MANUEL GONZÁLEZ-MENESES
Notario de Madrid
GOBIERNO CORPORATIVO
Un rasgo muy llamativo de la reciente reforma de la Ley de sociedades de capital por la Ley 31/2014 es la incorporación a nuestra normativa legal sobre gobierno corporativo de un gran número de conceptos jurídicos indeterminados: “activos esenciales”, “actividades esenciales”, “operaciones cuyo efecto sea equivalente al de la liquidación de la sociedad”, “información innecesaria para la tutela de los derechos del socio”, “asuntos sustancialmente independientes”, “acuerdo impuesto de manera abusiva por la mayoría”, “requisitos meramente procedimentales para la convocatoria o constitución del órgano”, “infracción que tenga carácter relevante”, “información incorrecta o no facilitada que hubiera sido esencial para el ejercicio razonable por parte del accionista o socio medio del derecho de voto”, “la remuneración de los administradores deberá guardar una proporción razonable con la importancia de la sociedad, la situación económica que tuviera en cada momento y los estándares de mercado de empresas comparables”, “inversiones u operaciones de carácter estratégico o especial riesgo fiscal”, etc.
La superabundancia de expresiones como éstas provoca una razonable inquietud en el lector de la norma: ¿cómo y quién va a concretar en la práctica el significado de semejantes conceptos?; ¿qué queda de la seguridad jurídica en este ámbito cuando la aplicación de reglas claves del sistema demanda una serie de valoraciones o ponderaciones ad hoc que parecen muy relativas y subjetivas?
No obstante, si reflexionamos un poco e intentamos ir más allá de esta primera observación evidente, podemos percatarnos de que lo que subyace a esta reforma es una tendencia -que viene ya de hace unos años, pero que en esta última ley se hace especialmente patente- a favor de una mayor “moralización” de nuestro derecho de sociedades. Lo que se pretende en último término es que haya más rigor ético en el funcionamiento de las organizaciones empresariales y en general en el mundo de los negocios. Y a esta idea se llega después de haber constatado que la grave crisis financiera y económica que hemos padecido es imputable en una gran parte a fallos en la dirección de ciertas grandes empresas, en especial las que intervienen en el mercado financiero, y ello no tanto por una deficiente formación y aptitud técnicas de los sujetos encargados de esa dirección, como por una deficiencia de tipo ético. Así, ha sido en último término la codicia, un desmedido afán por el lucro personal a costa de cualquier otro interés y consideración (en el contexto general de una sociedad que sólo valora el éxito inmediato, medido en términos de estatus económico y modo de vida), lo que habría desviado la actuación de ciertos gestores, con el resultado que ya conocemos de ruina de sus empresas y de desestabilización muy grave del sistema.
"Lo que subyace a esta reforma es una tendencia -que viene ya de hace unos años, pero que en esta última ley se hace especialmente patente- a favor de una mayor “moralización” de nuestro derecho de sociedades. Lo que se pretende en último término es que haya más rigor ético en el funcionamiento de las organizaciones empresariales y en general en el mundo de los negocios"
Pero aunque esta idea de incremento del rigor moral exigible a los gestores sociales sea la que parece tener más presencia en la reforma legal que comentamos, no es la única manifestación de esta pretensión moralizadora a que me estoy refiriendo. También se pretende una actuación más honesta y de buena fe por parte de los socios de las compañías de capital, tanto del socio mayoritario, de manera que no imponga de forma abusiva su interés particular en la adopción de acuerdos por la junta general o incluso que se abstenga de intervenir en acuerdos sobre materias en las que existe un conflicto de intereses entre él y la compañía; como de los socios minoritarios, que no deben obstaculizar la marcha normal de la compañía y de sus negocios mediante un uso abusivo o torticero de ciertas garantías legales en relación con el derecho de información o la facultad de impugnación de acuerdos sociales.
A la vista de ello, tenemos que darnos cuenta de que esta moralización que se pretende va ligada precisamente al empleo por la ley de conceptos jurídicos indeterminados como los antes indicados, que lo que hacen es remitirnos a estándares morales de conducta y a un tipo de “lógica” ponderativa y casuística que es propia del razonamiento moral o práctico, y que contrasta con el razonamiento silogístico y de mera subsunción en una regla en el que nos sentimos cómodos los juristas. Y justo aquí está el quid de la cuestión: el nuevo derecho de sociedades que nos toca vivir significa una reacción ante el tradicional formalismo jurídico que había encontrado precisamente su máxima expresión en el derecho de sociedades de capital. El formalismo de la personificación jurídica, de la creación discrecional y estratégica de nuevos sujetos de derecho, de la separación estanca de los patrimonios, de las barreras de responsabilidad, de las domiciliaciones de conveniencia, de la separación de competencias y responsabilidades entre socios y gestores, incluso el propio formalismo en cuanto a la atribución de la condición y responsabilidad de administrador (reparemos en lo que significan las nuevas reglas sobre el administrador de hecho, el administrador oculto o el administrador persona jurídica), todo esto es lo que habría entrado en crisis y está siendo objeto de revisión (y no sólo por estas nuevas normas de derecho societario, sino también por todas las normas relativas a los “titulares reales” de las estructuras societarias en relación con la prevención del blanqueo).
Y este nuevo derecho de sociedades menos formalista, más sustancialista o esencialista, más preocupado por la justicia material que por la certeza y seguridad jurídica (en particular, por eso que se conoce como la “seguridad jurídica del tráfico”) es el que tenemos a la vista y para nosotros los notarios supone un especial reto en relación con nuestro fuero y nuestra autoconciencia profesional. Precisamente, muchas de las nuevas normas parecen presuponer una aplicación judicial, pues es en sede judicial, en un régimen de cognición plena, donde se pueden hacer los juicios de valor tan circunstanciados que exigen estas reglas. Así, ante las dificultades que nos plantean algunas de estas normas, es fácil que nos sintamos tentados a mirar para otro lado, a pensar que ciertas cuestiones sólo son competencia de los jueces y que a nosotros no nos conciernen.
Sin embargo, yo no creo que esa sea la postura que la ley y la sociedad espere de nosotros en este momento. De una forma o de otra, lo que se nos está pidiendo en muy diferentes ámbitos es una mayor implicación en el fondo de los asuntos, porque nuestra posición profesional es clave para asegurar el respeto de la legalidad, pero no de una legalidad meramente formal, sino de una legalidad material o de fondo (artículo 24 de la LN). Por supuesto que la seguridad del tráfico es importante, pero no es el único valor al que sirve un sistema jurídico, sobre todo cuando se constata que cierto formalismo jurídico viene siendo la coartada para actuaciones que no sólo entran en contradicción con la justicia material, sino que además terminan generando ineficiencia económica y destruyendo la confianza en ese mercado cuya seguridad se supone que se quiere proteger.
"Esta moralización que se pretende va ligada precisamente al empleo por la ley de conceptos jurídicos indeterminados, que lo que hacen es remitirnos a estándares morales de conducta y a un tipo de “lógica” ponderativa y casuística que es propia del razonamiento moral o práctico, y que contrasta con el razonamiento silogístico y de mera subsunción en una regla en el que nos sentimos cómodos los juristas"
Me referiré a continuación, en particular, a tres nuevas cuestiones que trae consigo esta reforma de la ley de sociedades de capital y que, a mi juicio, suponen un nuevo reto para la función notarial.
En primer lugar, el nuevo régimen de impugnación de los acuerdos sociales. Como es sabido, la normativa tradicional sobre la materia venía distinguiendo unos acuerdos “nulos” y unos acuerdos “anulables”, lo que tenía relevancia a efectos de legitimación para el ejercicio de la acción de impugnación y para el plazo de caducidad o prescripción de ésta. La norma reformada elimina esta distinción y, sobre todo, esta terminología, pasando a hablar sólo de “acuerdos impugnables”. Puede parecer solo una cuestión de palabras (de hecho, en el Preámbulo de la Ley de reforma se explica el cambio diciendo que “se unifican todos los casos de impugnación bajo un régimen general de anulación”), pero también se está pensando por algunos que ya no existiría la nulidad de los acuerdos sociales como categoría sustantiva, sino sólo la impugnabilidad, que es un concepto que parece tener un significado más bien procesal, relacionado con la facultad de atacar judicialmente un determinado acuerdo. Si esto es así, el control preventivo de legalidad de los acuerdos sociales que, mal que bien, veníamos realizando notarios y registradores mercantiles en nuestros respectivos ámbitos de competencia, con nuestros limitados medios de calificación y con la limitación de efectos propia de nuestras decisiones (autorizar o no, inscribir o no una determinada escritura), podría haber quedado afectado: si ya no hay acuerdos nulos ni anulables, sino sólo impugnables por unas determinadas personas y en unos determinados plazos, mientras no sobrevenga esa impugnación, todo acuerdo social debe desplegar normalmente su pretendida eficacia, sin que pueda ser obstaculizada ésta por el hecho de que una autoridad distinta de un juez cuestione su validez. Y ello porque, en definitiva, todos los acuerdos sociales habrían pasado a ser válidos mientras no sean impugnados.
No creo que haga falta argumentar mucho para hacer ver que esto no tiene sentido, o al menos, que choca radicalmente con el entendimiento vigente de nuestro sistema tanto notarial como registral. Si los acuerdos sociales sólo se documentasen en forma privada, podría aceptarse semejante planteamiento, pero no cuando la ley atribuye un peculiar valor legitimador tanto a la escritura pública como a la inscripción en el Registro mercantil. En definitiva, es un contrafuero que la ley reconozca determinados efectos a los acuerdos formalizados en escritura pública y, en su caso, inscritos en el Registro mercantil, y no exija un control al menos prima facie de la legalidad de los acuerdos que aspiran a esa formalización pública e inscripción. ¿Es que se va a poder ahora escriturar e inscribir un aumento de capital con aportación dineraria acordado por mayoría sin respetar el derecho de suscripción preferente de los socios minoritarios, o una fusión societaria acordada por mayoría simple, por el hecho de que de momento no haya habido impugnación?
"¿Es que se va a poder ahora escriturar e inscribir un aumento de capital con aportación dineraria acordado por mayoría sin respetar el derecho de suscripción preferente de los socios minoritarios, o una fusión societaria acordada por mayoría simple, por el hecho de que de momento no haya habido impugnación?"
Sin embargo, no termina ahí la cuestión. Otra novedad importante del nuevo régimen de impugnación de acuerdos sociales es la exclusión de la impugnabilidad por determinados motivos. Me interesa especialmente el apartado a) del artículo 204.3 LSC, que excluye la posibilidad de impugnación basada en “la infracción de requisitos meramente procedimentales establecidos por la Ley, los estatutos o los reglamentos de la junta y del consejo, para la convocatoria o la constitución del órgano o para la adopción del acuerdo, salvo que se trate de una infracción relativa a la forma y plazo previo de la convocatoria, a las reglas esenciales de constitución del órgano o a las mayorías necesarias para la adopción de los acuerdos, así como cualquier otra que tenga carácter relevante”.
¿Qué debemos hacer los notarios –y también los registradores- ante una norma como ésta? Podemos pensar que la calificación de un requisito de convocatoria, constitución del órgano o adopción del acuerdo como “meramente procedimental” o como “relevante” es algo que sólo compete a los jueces. Partiendo de ello, tenemos dos posibilidades: o prescindimos de esta norma y seguimos calificando con el mismo rigor que antes todos los requisitos legales, estatutarios o reglamentarios de convocatoria, constitución y adopción de acuerdos sociales (lo cual parece claramente contrario a la finalidad de flexibilidad que persigue esta norma, porque obstaculizaríamos en el ámbito extrajudicial la eficacia y normal desenvolvimiento de un acuerdo por un motivo que según la propia ley ya no justifica su impugnación); o bien nos abstenemos completamente de calificar cualquier requisito relacionado con la convocatoria, constitución y adopción de acuerdos sociales, precisamente porque no sabemos si un juez podría considerar meramente procedimental la infracción que nosotros apreciamos (o sea, que debemos elevar a público un acuerdo de fusión adoptado por mayoría simple o en una junta convocada con tres días de antelación). Como vemos, la cuestión está íntimamente relacionada con la más general que planteé antes acerca de la subsistencia del control de legalidad notarial y registral bajo el nuevo régimen de impugnación de acuerdos sociales.
Pues bien, como los dos polos de este dilema son igualmente absurdos, nos vemos obligados a concluir (si estimamos que subsiste el control notarial de legalidad de los acuerdos sociales) que el notario requerido para elevar a público un determinado acuerdo social debe seguir verificando, bajo su responsabilidad, si se han respetado todas las normas legales, estatutarias y en su caso reglamentarias de convocatoria, constitución del órgano y adopción del acuerdo; pero además, en el caso de apreciar la existencia de alguna infracción, debe juzgar (en el sentido de formular un juicio) si la infracción debe considerarse como meramente procedimental o como relevante. En el primer caso, entiendo que debería autorizar la escritura (haciendo constar el defecto advertido y su juicio de no ser relevante). En el segundo caso, de estimar el defecto como relevante –como sin duda lo son los ejemplos antes propuestos-, debería negarse a autorizar. Esto no supone invadir competencia judicial alguna (porque ni la calificación ni la decisión del notario deciden definitivamente el asunto, ni en un sentido ni en otro), sino ejercer de forma razonable y responsable la función que tenemos legalmente atribuida. Por supuesto que la doctrina de la DGRN y la jurisprudencia de los tribunales irán decantando y precisando qué infracciones se deben considerar meramente procedimentales o relevantes a estos efectos, y ello nos ayudará en nuestra tarea calificadora. Pero en un primer momento no podemos eludir la delicada tarea de discernimiento que ahora pesa sobre nosotros.
La segunda cuestión de importancia para nuestra actuación es la relativa a los deberes que la ley impone al administrador social afectado por una situación de conflicto de interés. El actual artículo 229.1 LSC nos dice que “En particular, el deber de evitar situaciones de conflicto de interés a que se refiere la letra e) del artículo 228 anterior obliga al administrador a abstenerse de: a) Realizar transacciones con la sociedad, excepto que se trate de operaciones ordinarias, hechas en condiciones estándar para los clientes y de escasa relevancia, entendiendo por tales aquéllas cuya información no sea necesaria para expresar la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la entidad”.
Prescindo ahora de la excepción para las operaciones de escasa relevancia, que no tendrá mucha aplicación en el tipo de operaciones que se formalizan en nuestros despachos. Lo que me interesa es lo que añade el apartado 2 de este mismo artículo: “Las previsiones anteriores serán de aplicación también en el caso de que el beneficiario de los actos o de las actividades prohibidas sea una persona vinculada al administrador”. En el artículo 231 LSC nos encontramos con una lista muy amplia de “personas vinculadas” a un administrador social a efectos de los artículos anteriores. Por tanto, si relacionamos el artículo 229 con el 231 LSC, vemos que un administrador social no debe representar a la sociedad en transacciones con su cónyuge, o persona con la que estuviera ligado por análoga relación de afectividad, ni con sus descendientes ni ascendientes, ni con sus hermanos, ni tampoco con sus suegros o cuñados. Y también hay muchos más posibles supuestos de vinculación cuando la contraparte es una sociedad: si el administrador que actúa tiene una determinada participación de control en la misma, etc.
Llamo la atención sobre esto porque el tratamiento habitual del conflicto de interés en el ámbito de los documentos autorizados por notarios, también cuando el conflicto de interés afecta a administradores sociales, viene siendo un tratamiento muy formalista, exclusivamente ligado a la noción formal de “autocontrato” o de “doble representación”. Es decir, consideramos que un administrador social no puede representar a la sociedad si él mismo interviene como contraparte en el negocio, ya sea actuando en su propio nombre o como representante de un tercero; lo que es una concepción mucho más restringida del conflicto de intereses que aquella que tiene en cuenta la normativa societaria sobre el deber de lealtad de los administradores.
¿Debemos los notarios entrar a apreciar este otro tipo de conflictos de intereses cuando juzgamos las facultades representativas de un administrador social? Me parece que nunca lo hemos hecho. Así, cuando vende el administrador y compra su cónyuge, nos hemos parado a considerar si la existencia de un régimen económico matrimonial como el de gananciales podría ser determinante de un autocontrato material aunque no lo haya formal, planteamiento éste que presupone que la simple participación de un cónyuge como contraparte no suscita un problema de autocontrato, cuando para la ley societaria en este caso el administrador incurre en un flagrante conflicto de intereses y tiene el deber de abstenerse de intervenir en la operación.
"El tratamiento habitual del conflicto de interés en el ámbito de los documentos autorizados por notarios, también cuando el conflicto de interese afecta a administradores sociales, viene siendo un tratamiento muy formalista, exclusivamente ligado a la noción formal de 'autocontrato' o de 'doble representación'"
Por una parte, podemos pensar que la infracción del deber de lealtad y su concreción en el deber de abstención en estos casos, solo da lugar a una posible responsabilidad del administrador frente a la sociedad, pero no afecta a la validez del negocio (por cuanto la existencia de este tipo de conflicto no excluye el poder de representación ad extra de que está investido el administrador, a diferencia de lo que se entiende que sucede en los casos de autocontrato formal, de manera que el administrador afectado por uno de estos conflictos no debe intervenir pero puede hacerlo). Por tanto, la existencia de un posible conflicto de este tipo es algo ajeno al juicio de legalidad y a la responsabilidad del notario, máxime cuando hay circunstancias determinantes de la vinculación cuyo conocimiento nos resulta difícil o incluso imposible.
Sin embargo, creo que esta es una cuestión sobre la que, como mínimo, deberíamos empezar a reflexionar. En primer lugar, por la existencia de una mayor conciencia y sensibilidad social respecto de la corrupción en todos los ámbitos, entre ellos y muy especialmente el de la administración de las compañías (y éste es uno de los motivos de esta ley de reforma). Por supuesto que -como decía antes- hay relaciones de vinculación que se nos escapan, pero si el administrador de una compañía de cierta envergadura y con pluralidad de socios, vende un inmueble precisamente a su cónyuge (y la relación matrimonial es algo de lo que nosotros siempre tenemos o debemos tener conocimiento) o a un hijo o a un hermano, puede ser difícil de explicar, por mucho que el régimen matrimonial sea el de separación de bienes, que el notario autorizante de la escritura haga caso omiso de lo que disponen dos normas de rango legal muy claras como son los artículos 229 y 231 LSC, y cuya aplicación al caso es evidente. La reciente Resolución de la DGRN de 30 de junio de 2014, dictada bajo la normativa anterior, ya había sostenido precisamente este criterio más riguroso en el caso de actuación de un apoderado.
Pero además de este dato que podríamos calificar como sociológico o incluso político, hay un segundo dato novedoso, éste de carácter estrictamente normativo: el artículo 232 LSC reformado dice ahora: “El ejercicio de la acción de responsabilidad prevista en los artículos 236 y siguientes no obsta al ejercicio de las acciones de impugnación, cesación, remoción de efectos y, en su caso, anulación de los actos y contratos celebrados por los administradores con violación de su deber de lealtad”. A la vista de esta importante norma, no está en absoluto claro ahora mismo que una transacción con posible conflicto de intereses para el administrador interviniente aunque formalmente no haya autocontrato sólo tenga como sanción y consecuencia una posible acción de responsabilidad contra el administrador y que la validez del negocio no se vea afectada. (Con la repercusión que ello podría tener en la validez de un negocio subsiguiente: la hipoteca que se concierta a favor del banco que ha aportado la financiación para la compra del bien que pertenecía a la sociedad).
En relación con las situaciones de conflicto de interés, también debemos tener en cuenta que la ley reformada introduce un especial rigor en el artículo 230 en cuanto al régimen de la posible dispensa del deber de abstención en estos casos; un régimen que choca con la habitual laxitud con que en la práctica notarial contemplamos la autorización para autocontratar, casi como una cláusula de estilo que se incorpora a cualquier poder general. En el sistema de la ley societaria no cabe la dispensa genérica, porque cada concreta situación de conflicto de intereses debe ser comunicada por el administrador al resto de los integrantes del órgano de administración o en su caso a la junta, y la dispensa de la prohibición de intervención, en su caso, debe ser para “una determinada transacción”.
La tercera cuestión a la que quiero referirme excede con mucho del ámbito de un artículo como este: la atribución de competencia a la junta general sobre las operaciones de disposición que tienen por objeto “activos esenciales”: el nuevo apartado f) del artículo 160 LSC.
Se trata de una norma muy desafortunada, que podría tener sentido en el estricto ámbito para el que fue concebida (en la propuesta de la Comisión de expertos en gobierno corporativo que se tomó como base para la elaboración de la ley de reforma): sólo para las sociedades cotizadas. Pero que, extendida a todas las sociedades de capital, también las SRL, que en su mayor parte están escasamente capitalizadas y patrimonializadas, supone excluir de la competencia del órgano de administración un número ingente de operaciones y, en definitiva, asamblearizar gran parte de la gestión social.
Un estudio más detenido del supuesto de hecho y del alcance de la competencia aquí atribuida a la junta general queda para otro momento. Ahora me limitaré a señalar que, ante la grave perturbación que para la seguridad del tráfico puede suponer esta alteración del régimen vigente de distribución de competencias entre junta y órgano de administración, se está sosteniendo por algunos que esta atribución de competencia a la junta respecto de estas operaciones sobre activos esenciales sólo tiene relevancia en el ámbito de la relación interna entre el administrador y la sociedad, como posible fundamento de una responsabilidad de aquél frente a ésta si lleva a cabo una de estas operaciones sin contar con la aprobación de la junta. El tercero cocontratente estaría protegido por la norma del art. 234 LSC, que no se vería afectado por este artículo 160 f). Partiendo de esta interpretación, se piensa que lo más que debemos hacer los notarios es recoger una manifestación responsable del administrador sobre el carácter no esencial del activo objeto del negocio y allá él con su responsabilidad frente a la sociedad, máxime cuando la apreciación del carácter “esencial” del activo exige valorar y ponderar una serie de circunstancias de la sociedad que escapan a nuestro conocimiento.
Yo no creo que la eficacia de esta atribución de competencia a la junta quede limitada a la esfera interna (por la equiparación que formula el preámbulo de la ley entre estas operaciones y las “modificaciones estructurales”, por la literalidad de este precepto y del nuevo artículo 511 bis, por razones sistemáticas relacionadas con los restantes apartados del artículo 160, por una interpretación a contrario apoyada en el tenor del inmediato artículo 161, reformado por la misma ley, y por el propio tenor del artículo 9 de la Primera Directiva). Pero aunque así fuera, tampoco creo que podamos desentendernos de una norma de la que claramente resulta el deber del administrador de no realizar una determinada operación negocial por sí solo. Por supuesto que el carácter esencial, salvo en casos especialmente notorios, es algo que escapa a nuestra apreciación. Pero la norma aporta un elemento cuantitativo –la presunción de su segundo inciso resultante de comparar el importe de la operación con el valor total de los activos del último balance aprobado- que ha de servir de criterio al propio administrador para guiar su actuación, que deberá ser tenido en cuenta en sede judicial si se plantea una impugnación o una acción de responsabilidad, pero que también debería tener juego en el ámbito extrajudicial, de cara a la protección de la posición de los terceros y en relación con la actuación del notario, en su caso, a la hora de apreciar los requisitos de regularidad y validez del negocio. Es decir, en caso de duda, el notario debería cerciorarse de ese dato del valor total de los activos del último balance aprobado, ya sea solicitando información del Registro Mercantil sobre el último balance depositado ya sea pidiendo certificación de ese dato por el órgano social competente para emitirla, para tener la seguridad de que no opera la presunción de esencialidad.
En conclusión, después de esta breve referencia a estas tres cuestiones, resulta claro que el derecho de órganos de las sociedades de capital cada vez es más exigente y complejo, y cada vez es más complicada y difícil su aplicación en el ámbito extrajudicial. Pero es lo que hay. Uno no elige el tiempo que le toca vivir o en el que ha de ejercer un oficio. Y en último término, no deberíamos dejar de pensar que la magnitud de mi responsabilidad es la medida de mi valor.
Palabras clave: Conceptos jurídicos indeterminados; control notarial de legalidad; impugnación de acuerdos sociales; conflictos de intereses; activos esenciales.
Keywords: Undefined legal concepts; legality scrutinising by notaries public; challenging company resolutions; conflicts of interests; essential assets.
Resumen Un rasgo muy llamativo de la reciente reforma de la Ley de sociedades de capital por la Ley 31/2014 es la incorporación a nuestra normativa legal sobre gobierno corporativo de un gran número de conceptos jurídicos indeterminados. Esto está relacionado con la pretensión de moralización del funcionamiento de las organizaciones empresariales que inspira esta norma en la línea de las últimas reformas sobre la materia. Esta técnica legislativa supone un reto para la profesión notarial y para el control preventivo de legalidad encomendado a los notarios. En particular se estudia esta cuestión en relación con tres materias afectadas por la nueva regulación: el nuevo régimen de impugnación de los acuerdos sociales, en especial en relación con las infracciones meramente procedimentales; el deber de abstención del administrador afectado por una situación de conflicto de intereses; y la atribución a la junta general de la competencia sobre operaciones que tienen por objeto activos esenciales. Abstract A striking feature of the recent amendment of the Capital Companies Act by Act 31/2014 is the incorporation into Spanish legislation on corporative governance of a large number of undefined legal concepts. Much in line with the last reforms on the subject, this seems related to the desire to moralize the functioning of companies that this regulation exudes. This legislative technique is a challenge for the body of notaries public as a whole and for the preventative legality scrutinising system entrusted to them. This matter is analized in particular regarding three subjects affected by the new regulation: the new system for challenging company resolutions, especially in the case of procedural violations; the director’s duty to abstain in case of conflict of interests; and the attribution of powers to the board of directors in the case of operations related to essential assets. |