ENSXXI Nº 6
MARZO - ABRIL 2006
MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante
El asunto de las caricaturas de Mahoma es probablemente el tema sobre el que más se ha escrito en los últimos tiempos. No se debe sólo a que, en el contexto de nuestro mundo globalizado, haya sido interpretado por muchos como uno de los primeros episodios del llamado "choque entre civilizaciones" (entre las dos civilizaciones que acogen a algo así como a la mitad de la humanidad), sino a que ese conflicto (y sus consecuencias) plantea también un problema interno a nuestra civilización occidental: ¿qué peso debemos -estamos dispuestos a- dar a lo sagrado en nuestras sociedades laicas?, ¿hasta qué punto debemos aceptar que los sentimientos religiosos de las gentes, su sentido de la identidad, limiten las libertades de los individuos, el derecho de cada cual a la libertad de expresión?
De hecho, esa limitación está legalmente prevista. Por ejemplo, en nuestro código penal (y algo parecido podría decirse de casi todas las legislaciones europeas) se castiga a quienes “para ofender los sentimientos de una confesión religiosa” hagan públicamente “escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias” (art. 525). Y aunque no sea por motivos religiosos (pero quizás sí que afecte de alguna manera al sentido de lo “sagrado”), la negación del holocausto es, como bien se sabe, un delito en países como Austria o Alemania: recientemente se ha condenado en Austria a una pena de cárcel al historiador británico David Irving, en esencia, por haber afirmado que "los nazis no mataron a tantos judíos, ni tenían un plan para su exterminio sistemático"; mientras que en España (de acuerdo con la doctrina del TC en el caso Violeta Friedman), el "negacionismo" no sería un ilícito penal, pero sí un supuesto de límite justificado al derecho a la libertad de expresión. De manera que, frente a la tendencia más o menos generalizada en la opinión pública de acusar al Islam de estar en contra de la libertad de expresión y de significar, por ello, una amenaza para la cultura occidental, algunos han esgrimido esta pregunta: ¿No estaremos siendo incoherentes, arbitrarios, en todo esto? ¿No será que aplicamos un criterio en relación con la manera de entender lo sagrado por parte de otras culturas, mientras que, simultáneamente, operamos con un criterio muy distinto cuando de lo que se trata es de proteger nuestra propia forma de entender lo sagrado?
Pues bien, para determinar si se les debe dar o no la razón a quienes piensan así, lo primero que hay que hacer es tratar de aclararse acerca de qué es lo que se está diciendo o escribiendo sobre el asunto. Y dada la profusión de opiniones al respecto, parece imprescindible comenzar elaborando alguna taxonomía que nos permita introducir un poco de orden. Como, además, el asunto de las caricaturas de Mahoma hace surgir una multitud de preguntas de toda índole (históricas, filosóficas, morales, políticas, jurídicas...), reduciré todo el problema (consciente de que es una "reducción") a una única cuestión: ¿Está justificado poner algún límite a la libertad de expresión por razones exclusivamente de protección de las creencias religiosas de un grupo? O, dicho de otra manera: ¿a qué debe atribuirse más valor, a la libertad de expresión o a las creencias religiosas? En mi opinión, así planteada, la cuestión admite, básicamente, cuatro respuestas.
1) Los fundamentalistas religiosos y los comunitaristas extremos ponen inequívocamente el valor de lo sagrado, de la religión, por encima del de la libertad de expresión. Está claro que esto es lo que ocurre en buena parte de la cultura islámica. Pero lo mismo puede decirse de la doctrina tradicional de la Iglesia católica (que se condensa en el dictum "sólo hay libertad para la verdad y el bien"), que no parece haber sido abandonada del todo por la actual jerarquía católica. Y algo no muy distinto es lo que parecen sostener muchos pensadores comunitaristas de nuestros días que consideran que la religión es, simplemente, un rasgo de la identidad de algunos grupos sociales, con la consecuencia de que esos valores comunitarios (el "bien común", tal y como lo entiende el grupo) debe prevalecer sobre la autonomía de los individuos aislados.
"Frente a la tendencia más o menos generalizada en la opinión pública de acusar al Islam de estar en contra de la libertad de expresión y de significar una amenaza para la cultura occidental, algunos han esgrimido esta pregunta: ¿No estaremos siendo incoherentes, arbitrarios, en todo esto?"
2) Los comunitaristas moderados y los creyentes no fundamentalistas (de cualquier religión) tienden a plantear el problema en términos de la necesidad de conciliar dos valores del mismo rango. Es la opinión que se encuentra en los escritos de muchos teólogos, arabistas y científicos sociales que muestran una actitud de "simpatía" o de "comprensión" hacia el Islam. Un ejemplo claro de esa postura (desde una perspectiva no religiosa) lo representa el politólogo Sami Naïr, para el cual lo que tendríamos aquí es un enfrentamiento entre un "derecho sagrado" a la libertad de expresión y otro "derecho sagrado" a la identidad (el Islam constituiría el ingrediente básico de la identidad política de muchos grupos humanos).
3) Esta última tesis es negada por los liberales moderados (al igual que por los más radicales). Yo diría que un liberalismo moderado es la posición que mejor permite dar cuenta de la práctica (y de la doctrina) jurídica en los países europeos. Por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha ido desarrollando en los últimos tiempos una jurisprudencia que cabría esquematizar así: la libertad de expresión no es un derecho absoluto y, por ello, cuando entra en contradicción con otros posibles derechos o valores, es necesario proceder a una ponderación para ver cuál tiene un mayor peso, dadas las circunstancias; la libertad de expresión goza, en principio, de cierta prioridad, pero puede resultar derrotada (digamos, excepcionalmente).
4) Finalmente, los liberales más radicales consideran que las convicciones religiosas por sí mismas no pueden triunfar nunca sobre la libertad de expresión. No se trata, por tanto, de "ponderar" o, si se quiere, en la ponderación la balanza se inclina siempre del mismo lado, porque la libertad de expresión es un valor y las creencias religiosas no; o, mejor dicho, estas últimas pertenecen exclusivamente a la vida privada y constituyen, por lo tanto, un valor puramente privado: si lo ofendido en el ejercicio de la libertad de expresión es una "creencia", no una persona, no hay ninguna razón para que el Derecho (el poder público) tenga que intervenir. Eso, por cierto, es compatible con pensar que, por ejemplo, los periódicos europeos que no publicaron las caricaturas de Mahoma hicieron bien e, incluso, que actuó mal el periódico danés en el que originariamente aparecieron; pero simplemente por razones prudenciales, por el mismo tipo de razón por el que no se debe decir algo que pueda incomodar a quien nos está apuntando con una pistola, o tirar una cerilla al suelo si esa acción puede provocar un incendio.
Volvamos ahora a la cuestión de la coherencia ¿Cuál es, en realidad, el sentido de la crítica? Si la anterior clasificación resulta aceptable, entonces parece obvio que hay un sentido en el que la reacción del mundo europeo -occidental- al problema de las caricaturas de Mahoma es incoherente, esto es, no hay una única respuesta, sino varias e incompatibles entre sí (al menos en parte). Pero, por un lado, parece obvio que esa no puede ser la noción de coherencia que aquí se está esgrimiendo: quien adopta cualquiera de esas cuatro posturas no puede ser tachado de arbitrario simplemente porque la suya no sea compartida por todos los miembros de su sociedad. Y, por otro lado, si la coherencia se viera en términos puramente formales, parece también claro que ese no podría ser el único criterio a tomar en consideración para dirimir una cuestión práctica; por ejemplo, las posturas extremas de la anterior clasificación (cada una por separado) tienen quizás más probabilidades de producir respuestas coherentes, unívocas, a los casos a enjuiciar, simplemente porque son de más fácil aplicación, pero eso no constituye una razón definitiva para optar por alguna de las dos y descartar las otras; se podría pensar también que, dada la complejidad de los casos a resolver, es preferible adoptar una posición más abierta, más "flexible", aunque ello suponga también menor seguridad, mayor incertidumbre (más probabilidad de que se produzcan respuestas incoherentes).
Consideraré entonces que la crítica va dirigida, en realidad, a la postura del liberalismo moderado que, como antes decía, caracteriza, a rasgos generales, nuestras prácticas jurídicas; y que cuando se habla de "incoherencia" o de "arbitrariedad" no se hace con un alcance puramente formal: lo que quiere decirse es que esa posición es equivocada, produce resultados injustos. Veámoslo
"Ahora bien, ¿habría que considerar que una norma como la del art. 525 del código penal español es justa y que, en consecuencia, no habría nada que cambiar en la jurisprudencia del TEDH basada en ponderar la libertad de expresión y las creencias religiosas?"
Una buena manera de poner a prueba la coherencia interna y la corrección de fondo de esa teoría puede consistir en tratar de precisar la doctrina construida en los últimos años por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a la que antes me refería, tomando como base los tres casos siguientes, que bien pueden considerarse como paradigmáticos.
El primero, resuelto por el Tribunal en agosto de 1994, había enfrentado al "Instituto Otto-Preminger" con el Estado austriaco. Esa institución vienesa había producido un film en el que, entre otras cosas, se presentaba a Dios padre como un viejo senil, a Jesucristo como un estúpido y a la Virgen María como una casquivana. De acuerdo con un artículo del Derecho austriaco que sanciona el acto de denigrar o insultar a una persona o a lo que es "objeto de veneración por una iglesia o por una comunidad religiosa establecida en el país”, se había decretado la confiscación y pérdida de las diversas copias del film. El problema consistía en decidir si esa medida era compatible con el art. 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos que señala que una interferencia al ejercicio de la libertad de expresión sólo es admisible si "está prescrita por el Derecho", "persigue un fin lícito" y "es necesaria en una sociedad democrática". El Tribunal, por 6 votos frente a 3, entendió que no se había infringido el artículo, básicamente por estas dos razones: 1) cuando la libertad de expresión afecta a opiniones y creencias religiosas, el ejercicio de ese derecho incluye "una obligación de evitar en la mayor medida posible expresiones que sean gratuitamente ofensivas para otros (...) y que, por tanto, no contribuyen a ninguna forma de debate público capaz de promover el progreso de los asuntos humanos"; 2) a la hora de determinar la existencia y la extensión de esa interferencia debe dejarse "un cierto margen de apreciación" a las autoridades nacionales.
Es interesante hacer notar que los jueces que sostuvieron la opinión contraria esgrimieron, entre otras, estas tres razones: 1) la interferencia al derecho a la libertad de expresión tiene carácter excepcional y, por eso, los requisitos que la vuelven permisible deben interpretarse restrictivamente; 2) la decisión sobre si una forma de expresión contribuye o no a un debate público que promueva el progreso de los asuntos humanos no puede depender de la idea de "progreso" que tengan las autoridades de un país; 3) la Convención no garantiza un derecho a la protección de los sentimientos religiosos: en particular, ese pretendido derecho no puede derivarse del derecho a la libertad religiosa que sí que incluye el derecho a expresar puntos de vista críticos sobre las opiniones religiosas de los demás.
En el caso Wingrove contra el Reino Unido (resuelto en noviembre de 1996), el señor Wingrove había recurrido al TEDH alegando que la negativa de las autoridades británicas a expedir un certificado de distribución para un video titulado “Vissions of Ectassy” vulneraba su derecho a la libertad de expresión reconocido en el art. 10 de la Convención. Una de las escenas del video representaba a Santa Teresa teniendo dos fantasías eróticas: una con la figura de Cristo crucificado y otra, lésbica, con una imagen que representaba “la psique de Santa Teresa”. Las autoridades (no judiciales) habían considerado que el video era pornográfico y que carecía de cualquier valor histórico, religioso o artístico, por lo que entendían que cualquier jurado razonable al que llegara lo calificaría de blasfemo (tal y como el delito de blasfemia está tipificado en el Derecho británico) lo que las llevaba, en definitiva, a no autorizar su distribución; en la motivación se recordaba que el certificado de distribución se había expedido con anterioridad para filmes como “La vida de Bryan” de Monty Python o “La última tentación de Cristo” de Scorsese. El TEDH, siguiendo los criterios antes indicados, entendió que la interferencia a la libertad religiosa en este caso perseguía un fin lícito, el de proteger el derecho de los ciudadanos a no ser ofendidos en sus sentimientos religiosos. Reconocía que la regulación británica sobre la blasfemia, en la medida en que sólo protegía las creencias cristianas, podía no ser compatible con la Convención, pero entendía que esa no era una cuestión sobre la que tuviera que pronunciarse. También consideró que la interferencia era “necesaria en una sociedad democrática”, por cuanto: 1) las razones esgrimidas por las autoridades nacionales eran relevantes y suficientes (básicamente por el carácter pornográfico del video y la falta de mérito artístico); 2) dadas las circunstancias, en caso de ser distribuido, el video habría podido ser visto por un público que podría haberse sentido ofendido.
De todas formas, la decisión no fue unánime. De los 9 jueces del tribunal, 2 votaron con la mayoría, pero formularon votos concurrentes; y hubo también otros 2 votos disidentes. El aspecto más controvertido se refería a la configuración del delito de blasfemia en el Derecho británico. Uno de los magistrados que se apartaron de la fundamentación de la sentencia, aunque no de la decisión, subrayó que el tribunal tenía que haber aclarado que la base para no otorgar el certificado se encontraba en la necesidad de proteger las creencias religiosas (no solamente las cristianas), filosóficas o de cualquier otro tipo: la prohibición de la distribución del video hubiese estado justificada –señalaba- si en lugar del éxtasis de Santa Teresa hubiese mostrado, por ejemplo, “al anti-clerical Voltaire teniendo relaciones sexuales con algún príncipe o rey”. Mientras que los disidentes pusieron en cuestión el tercero de los requisitos (que la medida fuera necesaria en una sociedad democrática): uno de ellos, porque no veía justificado que existiera el delito de blasfemia; y el otro porque, en todo caso, no le parecía aceptable que la figura delictiva protegiera únicamente a la religión cristiana. Es interesante hacer notar que en la sentencia se recuerda que los tribunales británicos se negaron en su momento a proceder contra “Los versos satánicos” de Salman Rushdie, precisamente porque entendieron que el delito de blasfemia no protegía las creencias no cristianas.
Recientemente, en enero de 2006, el TEDH resolvió un caso (Giniewski contra Francia) en el que, de nuevo, se había invocado la protección del art. 10 de la Convención, tras la condena por los tribunales franceses de un periodista por el delito de difamación pública. Paul Giniewski había publicado un artículo, a propósito de una de las encíclicas del Papa Juan Pablo II (Veritatis Splendor), en el que, en esencia, sostenía la tesis de que ciertos principios de la religión católica que la encíclica en cuestión volvía a afirmar ( la Iglesia católica como única detentadora de la verdad divina, la superioridad de la "nueva alianza" frente a la "antigua alianza"), unidos al anti-judaísmo de la versión católica de la historia sagrada, habían favorecido el Holocausto ("conducen al antisemitismo y han formado el terreno en el que ha germinado la idea y la realización de Auschwitz"). Como en los otros dos casos, la motivación del TEDH se centró en el requisito de si la interferencia en la libertad de expresión podía considerarse o no necesaria en una sociedad democrática. El Tribunal (en este caso, por unanimidad) entendió que no y, en consecuencia, dio la razón al periodista, fundamentalmente por estas dos razones: 1) la injerencia en la libertad de expresión no se correspondía con una "necesidad social imperiosa", puesto que el artículo había querido elaborar una tesis, obviamente discutible, sobre el origen del Holocausto y suponía, por ello, una contribución a un debate de ideas, sin abrir una polémica gratuita; 2) la sanción impuesta por las autoridades nacionales era desproporcionada y podía llevar a disuadir a la prensa y a los autores de participar en la discusión de cuestiones de interés general.
"La única manera de no producir discriminaciones por razón de religión es considerar a la libertad religiosa como una libertad negativa que se satisface si y sólo si el Estado es estrictamente laico (lo que, por cierto, no ocurre hoy en España)"
Pues bien, a partir de aquí podríamos plantearnos una especie de experimento mental que consistiría en tratar de adivinar qué decidiría el TEDH en el caso de que llegara hasta él el conflicto desatado por la publicación de las caricaturas de Mahoma (o de "Los versos satánicos" de Salman Rushdie). O sea, imaginemos que un Estado europeo, aplicando su propia legislación, hubiese condenado a los autores de (algunas de) las caricaturas de Mahoma a una pena de multa o hubiese tomado alguna medida contraria a su publicación; algo, por cierto, enteramente posible donde esté vigente un artículo como el 525 de código penal español. Si los autores de las viñetas y el periódico hubiesen recurrido ante el TEDH alegando que se ha infringido su derecho a la libertad de expresión recogido en el art. 10 de la Convención, la respuesta más probable, en mi opinión, sería la siguiente: el tribunal, aplicando su propia jurisprudencia (presupongo que actuaría en coherencia con la doctrina establecida hasta ahora), consideraría (seguramente por mayoría) que la medida en cuestión no vulnera el art. 10. Su decisión se fundamentaría probablemente en estas dos razones. 1) las caricaturas (por ejemplo, la del profeta con un turbante que esconde una bomba, o diciendo -a la entrada del edén musulmán- a unos mujaidines que acaban de inmolarse que ya han entrado tantos que no quedan disponibles vírgenes huríes) son gratuitamente ofensivas, no contribuyen a un debate de ideas ni tienen especial mérito artístico; 2) la limitación de la libertad de expresión responde a una necesidad social imperiosa.
El resultado de ese experimento mental lleva entonces a que -hasta cierto punto- pueda tacharse de incoherentes a quienes defienden la libertad de expresión de los autores de las caricaturas basándose en una especie de "derecho a la irreverencia" incorporado en la cultura occidental y europea, dado que nuestras prácticas jurídicas desmienten que exista tal derecho; pero no hay por qué pensar que el juicio de incoherencia valga también para la propia práctica del TEDH. Mejor dicho, si la jurisprudencia del Tribunal puede producir resultados incoherentes, arbitrarios, ello se debe a la existencia de Derechos como el británico que, según hemos visto, contienen un delito de blasfemia que sólo protege los sentimientos religiosos de los cristianos (más incluso: de los anglicanos). Pero, en realidad, todo el mundo parece estar de acuerdo en que esa norma es injusta, y en que su razón de ser no es otra que ciertas peculiaridades (anomalías) del common law inglés que permiten la existencia de figuras delictivas no establecidas por el legislador (y que contradirían el principio de legalidad penal, tal y como es entendido en el continente). Sin embargo, no parecería haber ninguna incoherencia si la legislación de base fuera, por ejemplo, la española, en donde lo protegido no son sólo las creencias religiosas (de cualquier religión), sino también las no religiosas, pues el legislador del código penal, al párrafo antes transcrito del art. 525, añade éste: "en las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o por escrito, de quienes no profesan religión o creencia alguna".
Ahora bien, ¿habría que considerar por ello -porque no produce resultados incoherentes, arbitrarios- que una norma como la del art. 5251 del código penal español es justa y que, en consecuencia, no habría nada que cambiar en la jurisprudencia del TEDH basada en ponderar la libertad de expresión y las creencias religiosas con los criterios que acabamos de ver? Yo creo que no. A mí me parece más bien que los que llevan la razón en este punto son los liberales más radicales que niegan la legitimidad de proteger penalmente (y, en general, con medidas jurídicas o políticas) los sentimientos religiosos, no religiosos o irreligiosos de la gente. El delito establecido en el código penal español carece, en mi opinión, de justificación y no me parece nada claro que no sea además incoherente. Como acabamos de ver, el legislador se esfuerza por construir la figura de manera que no suponga una desigualdad de trato entre creyentes y no creyentes pero, simplemente, no lo logra. Por un lado, esa configuración del tipo penal lleva a postular categorías de difícil comprensión (¿no es un oxímoron hablar de "creencias de los que no profesan creencia alguna"?), especialmente cuando se repara en que (de acuerdo con el título de la sección en la que se ubica el artículo) se trataría de un delito "contra los sentimientos religiosos". Por otro lado, en el artículo hay una clara asimetría en el tratamiento dispensado a los creyentes y a los no creyentes: en relación con los primeros, lo prohibido es hacer escarnio "de sus dogmas, ritos o ceremonias" así como vejar a "quienes los profesan o practican", mientras que en relación con los segundos, la única conducta prohibida es la de hacer escarnio "de quienes no profesan religión o creencia alguna" . Por lo que se refiere a la jurisprudencia del TEDH, mi opinión es que debería modificarse en el sentido apuntado en alguno de los votos particulares que, en realidad, vendría a ser el del liberalismo que yo calificaba de "radical".
La razón seguramente de más peso para sostener esta última posición ("radical" tiene en ocasiones un sentido encomiástico que no hay por qué desterrar de la lengua) es que va ligada a la defensa de valores universales como (además de la libertad) la igualdad y la verdad. La única manera de no producir discriminaciones por razón de religión es considerar a la libertad religiosa como una libertad negativa que se satisface si y sólo si el Estado es estrictamente laico (lo que, por cierto, no ocurre hoy en España). Y quizás el aspecto más amenazador de la polémica en torno a las caricaturas de Mahoma radica en que la aceptación de establecer límites a la libertad de expresión para proteger no a las personas, sino a sus creencias (o sea, la postura más "tolerante") parece ir acompañada de un relativismo moral y cultural que tiende a situar a las creencias religiosas en el mismo plano que las teorías científicas o que los hechos históricos. Mostrar por qué, a propósito de la libertad de expresión, deben ir unidos el carácter laico del Estado, la universalidad de la moral y la objetividad de las verdades científicas puede quedar para otra ocasión.
1 El texto completo del art. 525 es el siguiente:
"1. Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican.
2. En las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o por escrito, de quienes no profesan religión o creencia alguna".