ENSXXI Nº 6
MARZO - ABRIL 2006
MANUEL GONZÁLEZ-MENESES
Notario de Madrid
Hace ya unos cuantos meses, leí en la prensa la noticia de que Diego Armando Maradona había comenzado a presentar un programa estrella de variedades en la televisión argentina. En el primer programa, el propio Maradona era entrevistado, creo recordar que por Pelé, quien en un momento de la conversación interrogó a aquél acerca de su relación con un supuesto hijo que había tenido en Italia durante su estancia en el Nápoles. La respuesta fue algo así como: “El juez puede obligarme a pagarle una pensión, pero no a quererlo como a un hijo”, lo cual, al parecer, fue muy jaleado por el público asistente al estudio y era celebrado por el cronista del periódico español como muestra de la recuperación intelectual y anímica del astro argentino.
A mí, la frase en cuestión me hizo reflexionar bastante. Me parece que vale tanto como todo un tratado de derecho de familia y que condensa a la perfección la conciencia social contemporánea sobre una cuestión acerca de la cual la legislación empieza a encontrarse enormemente desfasada. En definitiva, si una mujer se presta voluntariamente a tener una relación sexual completamente esporádica con un personaje famoso, que muy probablemente se encuentra entonces bajo los efectos de alguna sustancia alteradora de la conciencia, sin adoptar ninguna medida de precaución para evitar una posible concepción, y, producida y conocida ésta, decide continuar adelante con la gestación, ¿realmente se puede responsabilizar jurídicamente al personaje en cuestión por la vida del nacido, de manera que tenga que asumir determinados deberes respecto del mismo?.
Hoy, socialmente, la relación entre sexualidad y procreación se entiende como cualquier cosa menos necesaria y la propia paternidad genética no parece tan trascendente jurídicamente, desde el momento en que se admite la existencia de bancos anónimos de semen o la donación de embriones humanos, de manera que en tales casos no haya posibilidad alguna de determinar una filiación sobre la base de la procedencia de los gametos. ¿Por qué, sin embargo, hemos de considerar padre a toda costa a Maradona porque dejó escapar un poco de semen donde quizá no debía? ¿Qué tipo de significado moral y jurídico estamos atribuyendo todavía al acto del coito?
"¿Qué significa ser padre o ser madre? ¿Un hecho natural, es decir, una relación biológica? ¿O más bien se trata de una relación basada en un acto de la voluntad o del afecto, es decir, uno es padre porque ha querido ser padre y asumir todo el contenido jurídico que implica tal relación?"
Mucho más escabrosa es la historia de otro deportista célebre, en este caso de la raqueta y de nacionalidad alemana, el cual sufrió una reclamación de paternidad por un hijo producto de una inseminación artificial con semen que la madre había conseguido mediante una práctica de sexo oral. Lo interesante jurídicamente de este caso es que coito propiamente dicho no había habido, pero sí paternidad genética y otro tipo de relación física con la madre. Y podemos volver a plantearnos la misma pregunta que en el caso Maradona, pero con una respuesta aún más difícil.
La cuestión que suscitan estas historias no es en absoluto baladí, sino algo tan importante como ¿qué significa a estas alturas ser padre o ser madre?, ¿un hecho natural, es decir, una relación biológica?, ¿o, más bien, se trata de una relación basada en un acto de la voluntad o del afecto, es decir, uno es padre porque ha querido ser padre y asumir todo el contenido jurídico que implica tal relación?
No se trata de un tema nuevo, porque desde que existe el instituto jurídico de la adopción ha existido el contraste entre una filiación por naturaleza y una filiación jurídica no apoyada en la naturaleza, con los clásicos conflictos entre las dos familias, que tan fácilmente se prestan al melodrama y al sensacionalismo. Pero lo que sí es nuevo es un contexto en el que confluyen factores como, de un lado, la generalización del uso de métodos anticonceptivos y la aceptación social del aborto (hace no mucho, en Francia un ginecólogo fue condenado en primera instancia a indemnizar a una persona nacida con determinadas deformaciones por no haber advertido a los padres de la existencia de las mismas, de manera que éstos perdieron la oportunidad de haber decidido abortar), y de otro lado, el auge social de la adopción, así como de las técnicas de inseminación artificial y fecundación in vitro con gametos procedentes de la propia pareja o de donantes anónimos, e incluso la existencia de una ley como la española que al admitir el matrimonio entre personas del mismo sexo está implícitamente permitiendo que se determine la filiación matrimonial respecto de dos personas del mismo sexo, lo que es un tipo de filiación que la naturaleza desconoce. En este contexto, en qué consiste la filiación por naturaleza cada vez está menos claro (basta con pensar en el caso de que la gestante sea una mujer distinta de la que aportó el óvulo) y, sobre todo, la filiación como relación jurídica es cada vez más una cuestión que depende por encima de todo de la voluntad humana1.
"La muerte humana es un concepto determinado tecnológicamente”. La tecnología disponible es lo que determina lo que en un momento dado consideramos como una persona muerta"
Viendo la televisión también hace unos meses, en Documentos TV, me encontré con otro tema de reflexión: la crionización y el movimiento criónico. La crionización –del griego krios o frío- es aquella práctica consistente en congelar el cuerpo de una persona al poco tiempo de su fallecimiento para conservarlo en tal estado de congelación en espera de que el progreso médico permita desarrollar el remedio a la enfermedad que causó la muerte, para reanimar entonces el cuerpo y aplicarle el remedio correspondiente, consiguiendo que reanude su vida. Pues bien, resulta que hoy no se trata de una fantasía de ciencia ficción o de una excentricidad atribuida a algún célebre millonario, sino de una práctica a la que se someten o tienen ya contratada centenares de personas en los Estados Unidos de América por medio de determinadas asociaciones o fundaciones. Consiste en algo parecido a un seguro de vida: en vida se suscribe un contrato y se van pagando unas cuotas periódicas que dan derecho a un tratamiento quirúrgico inmediato al momento de la certificación médica de la muerte, para preparar el cuerpo para la congelación sustituyendo la sangre por un suero que facilita la conservación, así como al depósito por tiempo indefinido del cuerpo dentro de una cápsula en unos silos a decenas de grados bajo cero en un almacén con los correspondientes datos de identidad, el historial médico y las instrucciones oportunas para la reanimación. En algunos casos, lo que se congela y conserva no es todo el cuerpo, sino sólo el cerebro, por entender que éste es el que contiene la memoria y por tanto la personalidad de un determinado sujeto, con la idea de reinstalar y reanimar ese cerebro cuando las técnicas de clonación permitan fabricar un nuevo cuerpo sano para el mismo2 .
Mientras me enteraba de semejante historia, no podía dejar de pensar, por deformación profesional, en el problema de la apertura de la sucesión y en todas las complicaciones jurídicas que podría llevar consigo el hecho de la hipotética reanimación futura. Lo cierto es que, de momento, aunque los familiares del crionizado y los adeptos a esta práctica no hablan de muerte sino de “reanimación suspendida”, las crionizaciones que se practican presuponen un certificado de defunción y por tanto una muerte civil. Sobrevenida la reanimación, ¿readquiriría el sujeto su misma personalidad jurídica anterior?, ¿tendría derecho a recuperar todos sus anteriores bienes?, etc.
"Hace ya tiempo que las determinaciones naturales de la vida humana cada vez –por decirlo así– nos determinan menos. Nuestro cuerpo físico cada día es más maleable para nuestra voluntad"
Pero lo que realmente me impactó del documental en cuestión fue la siguiente afirmación de un científico que participa en estos programas de crionización: “la muerte humana es un concepto determinado tecnológicamente”. Es decir, la tecnología disponible es lo que determina lo que en un momento dado consideramos como una persona muerta. Así, hace tan sólo unos pocos años nuestras técnicas de reanimación de personas accidentadas eran mucho más rudimentarias que las actuales, lo que hacía que diéramos por muertas a personas que hoy recuperamos con facilidad y pueden seguir viviendo.
Enlazando con ello y dejando ya aparte este específico tema de la crionización, es fácil advertir que el progreso científico y de la tecnología médica está llevando a que el hecho de la muerte humana sea cada vez menos “natural”. En el límite, casi cualquier vida humana es hoy susceptible de ser prolongada artificialmente de forma potencialmente indefinida. De manera que muchas muertes terminan consistiendo en un “desenchufe”, es decir, un acto voluntario del médico o de los familiares de la persona terminal que deciden dejar de aplicar una determinada técnica de mantenimiento. Si a ello unimos la conciencia social crecientemente favorable a que el propio interesado en fase terminal o aquejado de alguna dolencia que le ocasiona graves sufrimientos físicos o psíquicos pueda decidir el momento de su muerte mediante la aplicación de una dosis letal de alguna sustancia, sin consecuencias punitivas para las personas que hayan participado en la acción, nos daremos cuenta de que en ese hecho tan básico y radical como la extinción de una existencia humana la naturaleza cada vez más cede paso a lo artificial y a la voluntad humana.
Y si de la muerte nos vamos otra vez al comienzo de la vida, nos encontramos con el mismo proceso de “desnaturalización” y con la consiguiente misma perplejidad. El tema de la viabilidad de un feto humano (determinante de la adquisición, aunque sea breve, de la personalidad civil, según el artículo 30 de nuestro Código Civil vigente) ha sido completamente alterado por los progresos tecnológicos y en neonatología. Hoy, casi no hay neonatos prematuros, por corta que haya sido la gestación, que no puedan sacarse adelante. Para no hablar ya –en esta dialéctica naturaleza-ingeniería- del tema de los embriones producto de la fecundación artificial, eso que nuestra ley llama “preembriones”, cuya existencia y las vicisitudes a que se ven abocados nos llevan necesariamente a preguntarnos: ¿cuándo comienza realmente una vida humana con trascendencia para el derecho?, ¿cuando se fecunda artificialmente un óvulo?, ¿cuando se implanta y arraiga en el útero correspondiente?, ¿cuando se ha dividido cuántas veces?, ¿cuando han pasado qué número de días, de semanas, o de meses?, ¿cuando sobreviene el alumbramiento?.
Para nuestra ley –en especial, la que está ahora en tramitación-, está claro que un simple embrión no es una persona (si lo fuera, no admitiría que se hicieran según qué cosas con el mismo). Entonces, si no es una persona, no puede ser más que una “cosa”, una “res”, como jurídicamente lo es todo lo que no es persona. Pero evidentemente, no se trata de una “res nullius”, sino que tiene unos propietarios, que parece que son los padres. De hecho, las facultades que se reconocen a los progenitores sobre estos embriones no son las propias de la patria potestad (función tuitiva justificada siempre y exclusivamente por el interés del propio hijo sometido a la misma), sino que se asemejan más a las del simple derecho de propiedad (¿dónde se ha visto que un padre “done” un hijo a otros padres, o lo destine a la experimentación científica?), es decir, a un mero señorío de la voluntad.
Por otra parte, en relación con el tratamiento jurídico de los fetos humanos, ¿tan importante puede ser jurídicamente el hecho del nacimiento, si ese día en muchos casos se elige, porque los nacimientos se programan en función de la agenda del ginecólogo o de las obligaciones laborales de la madre o del padre? Hubo un tiempo, no hace mucho, en que el día del nacimiento tenía un significado sacralizado -por decirlo así-, determinaba la imposición del nombre propio y era fundamental para los astrólogos. Hoy, es una fecha que conmemoramos todos los años, pero que en muchos casos ha perdido todo su misterio. Ha sido decidida por la voluntad humana.
"Descifrado el genoma humano y desarrollada la tecnología que permite trasplantar el núcleo de una célula o incluso la manipulación de un concreto gen, las posibilidades de señorío humano sobre la propia naturaleza humana dan un salto gigantesco"
Y si dejamos los dos extremos, nacimiento y muerte, y nos ocupamos de lo que hay en medio, es decir, del transcurso de la vida humana, de ésta se puede decir que tiene una extensión y un contenido.
En cuanto a la extensión, el rasgo natural más importante de la vida humana es precisamente la limitación de su extensión, es decir, la temporalidad, el tener una duración limitada. Al respecto, es evidente que el progreso científico y técnico también ha cambiado ya las cosas, de manera que la vida humana, por lo menos en el mundo occidental, ha ganado considerablemente en extensión. Por término medio, casi se ha duplicado. Pero esto no es nada para lo que ha de venir. Eduardo Punset, en su reciente libro “El viaje a la felicidad”, nos dice que en muy poco tiempo vamos a alcanzar unas expectativas de vida en torno a los 400 años. Y ello porque la medicina actual se puede decir que es como si operase con guantes de boxeo, actuando a un nivel de órganos y de piezas, mientras que pronto la llamada “nanotecnología” aplicada a la biología, va a llevar consigo intervenciones terapéuticas a nivel celular y molecular, lo que permitirá un progreso extraordinario en el ámbito de la salud humana.
¡Imagínense lo que puede suponer semejante longevidad para nuestros actuales sistemas de seguridad social! Pero lo que me interesa resaltar ahora es que semejante cambio supone una alteración no sólo cuantitativa sino también cualitativa de la vida humana. Pensemos simplemente en la cuestión de la sucesión de las generaciones: iríamos a una situación de convivencia simultánea de diez o doce generaciones de la misma familia. Un verdadero atasco de generaciones, que daría lugar a relaciones de familia hasta ahora nunca vividas.
Pero lo realmente importante no es lo que afecta a la extensión, sino la modificación del contenido o cualidad de la vida y de la condición humana.
Hace ya tiempo que las determinaciones naturales de la vida humana cada vez –por decirlo así- nos determinan menos. Nuestro cuerpo físico cada día es más maleable para nuestra voluntad. Así, nos hacemos transfusiones de sangre, injertos de tejidos, trasplantes de órganos enteros; también, corregimos con cirugía la miopía, agrandamos o reducimos los pechos, los labios, el vientre, las caderas, implantamos cabello, depilamos con láser, estiramos y rellenamos las arrugas de la piel... y hasta nos cambiamos de sexo.
Esto último resulta especialmente significativo, porque el sexo –y no me refiero a la orientación o inclinación sexual, sino a algo más elemental y básico: el simple hecho de ser varón o hembra- ha venido siendo una de las determinaciones físicas o biológicas más fuertes, condicionantes y por supuesto inexorables para el ser humano. Y sin embargo, ahora es algo que se puede alterar en un quirófano. Y ni siquiera eso, porque la ley de identidad de género que está preparando nuestro actual Gobierno al parecer va a admitir la posibilidad de una “reasignación” legal de sexo no condicionada a operación quirúrgica alguna. De manera que para que la ley reconozca ese cambio o reasignación de sexo puede ser suficiente con el factor psicológico, es decir, el sentirse uno hombre o mujer, con independencia de que se conserven o no los rasgos sexuales físicos básicos de la condición de origen. Como es evidente, si el sexo se convierte en una cuestión psicológica, el paso a ser tratado como una cuestión simplemente volitiva ya no es muy grande: en definitiva, uno será del sexo que quiera ser, y por supuesto, de forma no necesariamente irreversible. Hace poco nos contaba también Documentos TV la curiosa y triste historia de un individuo de nacionalidad británica que ya contaba en su haber con dos cambios de sexo. ¿Y es que existe alguna razón jurídica para que una persona mayor de edad con plena capacidad de obrar haya de ser presa de una determinada condición natural? ¿Acaso no es la libertad la verdadera “naturaleza” del ser humano”?
Pero, en cualquier caso, todo este tipo de intervenciones quirúrgicas, médicas o simplemente cosméticas sobre el propio cuerpo que ahora conocemos y practicamos son algo completamente tosco y rudimentario ante lo que ha de venir y casi ya tenemos aquí: la nanotecnología de la que antes hablaba aplicada a la biología, en concreto, la ingeniería genética. Descifrado el genoma humano –eso que nos hace tan semejantes a la mosca de la fruta- y desarrollada la tecnología que permite trasplantar el núcleo de una célula (con su correspondiente código genético completo) a otra, o incluso la manipulación, eliminación, sintetización e implantación aislada de un concreto gen, las posibilidades de señorío humano sobre la naturaleza, sobre la propia naturaleza humana, dan un salto absolutamente gigantesco.
En un primer momento –así con ocasión de la nueva la Ley española sobre técnicas de reproducción asistida ya aprobada en el Congreso-, se va a hablar de una selección genética con fines terapéuticos. ¿Y quién puede ser tan cruel y oscurantista como para rechazar la posibilidad, si técnicamente está a nuestro alcance, de suprimir la propensión de un hijo a la diabetes, al alzheimer o a la esclerosis múltiple? Pero la cuestión es: ¿quién va a asumir la responsabilidad de decidir lo que en cada caso es terapéutico o más bien se trata de “eugenesia”?. En definitiva, el concepto de terapéutico es relativo a un patrón de salud o normalidad que no es en absoluto un dato cerrado. Así, corregir la miopía o la obesidad también son terapias. ¿Y por qué no procurar una mayor altura? ¿Dónde termina lo normal y empieza lo patológico en materia de altura humana: en el metro cincuenta, en el metro sesenta, en el metro sesenta y cinco?, ¿por qué no en el metro setenta?
"Entramos en una nueva era en la que alcanzará su culminación la condición auto-configuradora o auto-creadora, del ser humano. La humanidad no será presa de una determinada naturaleza dada, sino que creará conscientemente su propia naturaleza o condición"
Evidentemente, esto va a ser como poner puertas al campo. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la salud psíquica no es menos importante que la física. ¿Existe infelicidad y sufrimiento humano comparable al del adolescente que se siente feo o fea, porque tiene las orejas separadas o la nariz grande, o simplemente porque no encaja en ciertos estándares de belleza dominantes? ¿Vamos a dejar que soporte ese sufrimiento, que puede acabar en la depresión o incluso en el suicidio, si la belleza física también depende de unos cuantos genes? Y, por supuesto, mejorar la capacidad intelectual ¿no puede ser también una terapia?
Al final, la cuestión va a ser exclusivamente técnica y económica: mejoraremos genéticamente a nuestros hijos en la medida en que lo permita nuestro nivel de renta. Y seguro que no se va a reparar mucho en gastos. Actualmente andamos todos los padres de cabeza, derrochando tiempo y dinero, en el empeño por conseguir que nuestros hijos antes de cumplir los seis años hablen ya tres idiomas, esquíen, monten a caballo, toquen el violín y manejen el power point. ¿Cómo seríamos tan malos padres como para no procurar a nuestros hijos la pertinente ayuda genética que, al tiempo de asegurarles más salud, les convierta en una equilibrada mezcla de Beckham, Einstein y Mozart? Sobre todo porque llegará un momento en que no se trate de que nuestro hijo destaque, sino de que pueda competir en igualdad de condiciones con los demás chicos de su clase.
En definitiva, el desarrollo de la ingeniería genética va a suponer un estupendo progreso en la salud humana, pero al mismo tiempo el que las diferencias sociales y económicas actualmente existentes se incrementen considerablemente, porque van a ser también de genotipo. El abismo entre las clases será cada vez más difícil de saltar, porque hasta ahora la naturaleza era azarosa, imperfecta y democrática, mientras que ahora no habrá errores: indefectiblemente, los hijos de los ricos serán los más fuertes, hermosos y listos. Para cuando los tratamientos se abaraten y generalicen o los cubra la Seguridad Social, quizá ya sea demasiado tarde para procurar una mínima igualdad de oportunidades.
Pero, sobre todo, nunca antes un ser humano habrá tenido tanto poder sobre otro ser humano como van tener los padres sobre sus hijos. Ya no el simple derecho de vida o muerte del pater familias romano -hoy revivido sobre embriones y fetos-, sino algo mucho más fuerte: el poder de decidir la dotación genética de un hijo, es decir, todas sus determinaciones naturales de partida (sin perjuicio de que luego el fenotipo –resultante de la interacción con el medio- pueda tener su importancia). Ese ideal humano que todos burdamente intentamos proyectar sobre nuestros hijos, para que lleguen a ser todo aquello que nosotros nunca llegamos a ser, se podrá hacer realidad con una eficacia antes nunca soñada.
Todo esto supone que nos encontramos en el umbral de algo que no es un simple cambio de modelo social, de estructura de apropiación de los medios de producción, de paradigma cultural, o de civilización, sino de algo mucho más básico: de nuestra consistencia como “especie”, ese particular lugar que nos corresponde en virtud de una serie de determinaciones naturales dentro del reino animal. Entramos en una nueva era en la que alcanzará su culminación la condición “auto-poiética”, es decir, auto-configuradora o auto-creadora, del ser humano. La humanidad no será presa de una determinada naturaleza dada, sino que, en un proceso de “auto-evolución”, creará conscientemente su propia naturaleza o condición.
Y ello será el triunfo definitivo de la voluntad (eso que sólo llegaron a entrever en algún momento de alucinación esos tres genios que hace un poco más de dos siglos compartieron habitación en el seminario protestante de la Universidad de Tubinga; Hölderlin, Schelling y Hegel, los padres fundadores de la filosofía idealista y del sueño de un espíritu absoluto completamente emancipado de toda necesidad).
Y habrá que concebir también un nuevo derecho, porque el que tenemos no creo que nos vaya a servir.
1 Hasta el punto que uno tiene que plantearse si no habrá entrado ya en el terreno de lo revocable, porque la voluntad y los afectos pueden cambiar, idea que sirve de fundamento precisamente a la última reforma de nuestra legislación de divorcio. ¿Por qué ha de ser irreversible la relación jurídica de filiación, desde el momento en que depende de la voluntad?.
2 Quien tenga curiosidad por el tema puede consultar: www.cryonics.org y www.alcor.org.