ENSXXI Nº 6
MARZO - ABRIL 2006
JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
Decano del Colegio Notarial de Madrid
Las migraciones están planteando a las democracias de occidente el reto más difícil que podían imaginar: encontrar una solución socio-política de integración de los inmigrados en una sola masa social de tolerancia y convivencia normalizadas.
De nuevo la globalización marca los tiempos de nuestra existencia. Los flujos de capital crean ahora nuevas líneas divisorias entre los hombres. Los que no tienen trabajo se ven obligados a emigrar al lugar que el capital elija como residencia. Y allí los inmigrados, que no siempre ansían la asimilación y en cierto modo agravan un sistema de bienestar ya sobrecargado, sufren en ocasiones una infundada discriminación en el país de adopción: salarios inferiores o desempleo, por ejemplo. Esta discriminación a su vez incremento el aislacionismo de los inmigrados generándose un circulo vicioso difícil de romper.
La integración, meta ideal de todos, parece en principio un sencillo, aunque delicado, acto de equilibrio entre el deseo de una mayor diferenciación y una comunicación más profunda, los dos polos que han caracterizado el desarrollo humano desde el comienzo mismo de la existencia del hombre. Aparentemente un simple proceso de síntesis o fisión de la diversidad en la unidad.
Pero los hechos demuestran que no es tan fácil. La fuerza latente de la diversidad cultural de los grupos coexistentes y su severa reacción frente al rodillo homologador de la globalización han terminado por exaltar la diversidad y exigir para ella el mismo nivel categórico en que Occidente ha colocado a la universalidad.
Histórica tensión entre el hombre y el ciudadano. Son etapas de un largo camino que la humanidad viene recorriendo durante siglos, camino marcado por la tensión entre la universalidad y los particularismos, entre la uniformidad genérica y las diversidades excluyentes, entre el individuo y el grupo, y en términos más concretos entre el hombre y el ciudadano. Una enojosa ascesis para ensamblar los particularismos -los atributos en la terminología de Rodrigo Tena-, en este caso la ciudadanía y la nacionalidad, entre las abstracciones universales e integradoras de los hombres.
"Del principio de igualdad de los hombres brota la percepción de las diversidades como factores secundarios ante el principio esencial de la identidad humana. En manos de los individuos está liberarse de la dinámica letal del narcisismo de la diferencia menor"
La tensión ya estaba en la Grecia clásica. De un lado admitía la discriminación entre miembros y no miembros de la polis -discriminación que el propio Aristóteles siendo meteco, es decir no ciudadano, justificaba en razones de excelencia-, pero de otro sentaba la máxima de la soberanía individual del hombre, una ley en sí mismo dijo Jenofonte, y medida de todas los cosas. Este principio iba a constituir la base de la cultura occidental. La concesión que por razones de unidad hizo Roma a todos los habitantes del imperio de la ciudadanía privó a este concepto de su carácter discriminador, y su expansión a través del Imperio por el cristianismo le convirtió en el eje del ecumenismo y de la universalidad del hombre y de sus derechos.
La diferencia reapareció con la creación de los Estados-nación. La discriminación la marcaba ahora la nacionalidad. Pero en el subconsciente europeo latió siempre el carácter ecuménico y universal del hombre. Las revoluciones francesa y americana, casi coetáneas, supusieron un avance gigantesco en la síntesis unificadora. De un lado enaltecieron como protagonista de la democracia y del recién estrenado principio de igualdad al ciudadano. Pero, cautivos doctrinales del subconsciente reavivado por las luces de aquel siglo, cuando proclamaron la primera serie de derechos inalienables, su trasfondo ecuménico les indujo a reconocerlos no solo al protagonista de la revolución, el ciudadano, sino "al hombre y al ciudadano", lo que ya pregonaron, incluso con cierta jactancia, en el siglo siguiente los impulsores de las que conocemos como grandes Internacionales.
Nacionalismo en declive. Hoy el nacionalismo y la ciudadanía son conceptos en declive, al menos en el orden intelectual, frente a los valores que irradia la universalidad.
El nacionalismo, utopía negativa o regresiva para muchos, desde que Freud en El malestar de la cultura lo desnudó descubriendo su verdadero rostro narcisista, está sufriendo un proceso ilustrado de depuración, constrictor de su utilidad y de su misma justificación.
También el concepto de ciudadanía está trasmutando para adaptarse a las necesidades de un mundo que se globaliza. La celebérrima obra de Marshall Ciudadanía y clase social que analizaba cómo la ciudadanía otorgó derechos civiles en el XVIII, derechos políticos en el XIX y derechos sociales en el XX ya ha quedado muy atrás. En el siglo XXI, en un proceso de disección exterminadora del concepto, Jon Urry encuentra en las entrañas de este concepto hasta seis variaciones de la ciudadanía que esta era posmoderna corresponden a todos los hombres por el solo hecho de serlo, algunas adheridas a la diversidad, como el derecho de toda cultura a preservar y cultivar su identidad, el derecho de las minorías a establecer su residencia y permanecer en otras sociedades con los mismos derechos y responsabilidades de la población de origen, o el derecho a la movilidad que consagra el derecho de todo ciudadano a pasar por otras tierras y otras culturas... Todo lo cual implica una mutación del concepto de ciudadanía que, al colmarse de valores ecuménicos próximos a la concepción universalista del hombre, agota su carácter discriminador para traspasar la barrera de la transculturalidad avanzando de forma imparable hacia la idea de una ciudadanía planetario..
En el plano positivo el proceso sigue igual rumbo aunque con mayores pausas. El viejo concepto de ciudadanía ligó la identidad del individuo a la identidad de la nación. Los gobiernos nacionales habían legislado criterios para definir quiénes eran o no ciudadanos, y quiénes podrían adquirir la ciudadanía, llamada entonces nacionalidad... Pero a fines del siglo XX ese concepto de ciudadanía nacional empezó a ser contestado. Se comienzan a reducir los requisitos necesarios para adquirir el status de ciudadano. Y, con ocasión de trasponer acuerdos internacionales sobre derechos humanos, se acorta la distinción entre derechos y responsabilidades de ciudadanos y no-ciudadanos, confiriendo cada vez más derechos civiles, sociales e incluso políticos a los residentes en un territorio aunque sean no ciudadanos. El argumento que se esgrime es un nuevo reflejo de la síntesis integradora que comentamos: la ciudadanía no es un producto de la nación sino algo inherente al individuo. El vínculo entre ciudadanía y nación se debilita, y entra en crisis, como dice Yasemin Soysal, el orden nacional de la ciudadanía.
"El derecho a la movilidad que consagra el derecho de todo ciudadano a pasar por otras tierras y otras culturas implica una mutación del concepto de ciudadanía para traspasar la barrera de la transculturalidad hacia la idea de una ciudadanía planetaria"
Pero aunque ese vínculo llegara a desaparecer en el orden político, eso no quiere decir que se habría logrado la integración. La reacción frente al rodillo homologador de la globalización ha incrementando el aislacionismo social. Incluso en algunas culturas que no comparten los principios y valores de occidente se han llegado a despertar recelos frente a los mismos derechos universales, sospechando que la universalidad sea una tentativa de imponer la hegemonía ideológica de la cultura euro occidental.
Integración artificial. Hoy por hoy, tiene razón Habermas cuando afirma que en el plano político lo que une a los miembros de una sociedad marcada por el pluralismo tanto en lo social y cultural como en lo metajurídico, es decir en lo referente a las concepciones últimas del mundo, no puede consistir en otra cosa que en principios y procedimientos abstractos de un medio republicano artificial, es decir generado por medio del derecho. Abstracción y artificialidad son los atributos de la polis moderna construida sobre la idea de un poder soberano, el que se acredita como capaz de imponer las leyes que él mismo dicta. Derecho positivo, pues, no trascripción de ningún derecho suprapositivo porque sobre tal suprapositividad reinaría la discordia.
Integración a través de los derechos universales. La clave entonces está en la pregunta. ¿Qué tipo de nuevo vinculo compartido impulsará a la gente a trascender sus viejas lealtades para que la convivencia y la tolerancia sean un sueño universal viable?
El lema de la frustrada Constitución europea, unidad en la diversidad, es fuerte y deseable, aunque parezca utópico y lejano. Es difícil imaginar que cientos de millones de personas puedan fundirse en tomo a visión tan grandiosa. Pero, como dice Rifkin, probablemente también hubiera parecido utópica en la Edad Media la idea de que las personas pudieran unirse en torno a los valores democráticos y a la ideología del Estado-nación.
Solo la energía interna y la presión de los propios derechos universales empujando a la realización de un Estado cosmopolita regido por principios ecuménicos que nadie, ni siquiera el Parlamento, estuviera legitimado para restringir o eliminar, podrán propiciar una verdadera integración. Pero en ese necesario proceso de abstracción todos debemos estar dispuestos a ampliar nuestra visión proyectándola desde la cota territorial de nuestro ancestro hasta el horizonte de los derechos humanos universales y los deberes basados en nuestra participación en una tarea colectiva común.
La dignidad, atributo consustancial del hombre y base de la pirámide que jerarquiza jurídica y moralmente los valores universales, es también raíz de la tolerancia como actitud y práctica social. Si aprendemos a ver un individuo en nosotros pero también en los demás, dice Ignatieff, dificultamos esa fusión irracional con el grupo que alimenta la intolerancia. Y que lo hace mediante un corrosivo proceso de abstracción destinado a despersonalizar a los individuos concretos, arrebatándoles su especificidad y convirtiéndoles en meros portadores de detestables peculiaridades grupales. Con la paradoja descalificante de que se magnifican las diferencias del grupo en aras de la diversidad, y se eliminan las de los individuos en aras de la homogeneización.
La libertad individual, que nadie podrá desplazar como clave del humanismo planetario, debe dotar al individuo de una conciencia de independencia frente al grupo y de una conciencia de sí mismo en tanto que criatura portadora de derechos, con capacidad, como dice Ignatieff, para plantear reivindicaciones al Estado y a los mismos grupos y colectivos que lucharon por su incorporación. La experiencia demuestra que la obtención de un espacio público disminuye la importancia de la identidad colectiva de clase o género.
Del principio irrenunciable de igualdad de los hombres brota sin esfuerzo la percepción de que las diversidades deben reconocerse como factores secundarios ante el principio esencial de la identidad humana. En la medida en que los individuos pueden aprender por sí mismos a ser auténticos individuos, en sus manos está liberarse de la dinámica letal del narcisismo de la diferencia menor. Ahora bien, la acción política no puede limitarse a enseñar el noble objetivo de la universalidad, debe ser orientada a crear también individuos con una identidad robusta para vivirla.
Diálogo intercultural nunca acabado. Pero estas declaraciones no bastan. Los derechos humanos universales se multiplican. Los hay, es ya terminología general, de 1ª, de 2ª y de 3ª generación. Pero la antinomia entre universalidad y diversidad persiste y sigue entorpeciendo su reconocimiento y aplicación. Estamos seguros de que la antinomia se produce no frente a sus formulaciones universalizadoras sino frente a las concreciones normativas que promulgan esos derechos.
Hemos de insistir para que esas concreciones trasciendan al horizonte de la universalidad. Y para ello, como dice Vidal Beneyto en el libro aparecido hace unos días Derechos humanos y diversidad cultural (Icaria 2006) citando a Etxeberria, hemos de apoyarnos, no en las arenas movedizas de estas realizaciones precarias y contingentes, ni en algún triste ejemplo que todos conocemos, sino en la tierra firme de la transhistoricidad y la transculturalidad a la que sólo podemos acceder mediante un dialogo intercultural nunca acabado que vaya enriqueciendo nuestras abstracciones metaculturales hasta que los Estados lleguen a ser comunidades naturales que engloben, relativizándolas en la terminología y método de Habermas, a las otras comunidades naturales. Ojala sea pronto.