ENSXXI Nº 6
MARZO - ABRIL 2006
Hoy, no solo por mandato constitucional sino por racionalidad y hasta por civilización los esquemas democráticos constituyen el único soporte posible de la convivencia que, como dice Habermas, ya no encuentra acomodo entre líneas descendentes sino sobre las ascendentes fuertemente enraizadas en la base que progresen convergentes hacia referencias libremente aceptadas. Y aun así no basta. Para su legitimación precisan también una convalidación continuada en cada una de sus manifestaciones.
Y esto no vale solo para el ámbito político. También en el ámbito social, en el familiar, el corporativo, el vecinal y en cualquier otro rigen esos esquemas que constituyen la base de toda convivencia en una sociedad ordenada. Ni siquiera en función de suplir una, hoy sería insultante, presunta incapacidad de los ciudadanos para decidir lo que más les conviene, pueden trasgredirse esos cimientos de la convivencia.
No son tiempos de autoritarismo sino de control y dispersión de poder para compensar sus eventuales distorsiones. La tradición liberal asume y defiende la participación ciudadana, propugna la formación ascendente de la voluntad social e impulsa los controles y contrapoderes, y el nuevo socialismo por su parte solo admite una reducción de la libertad si es con el fin de potenciar el igualitarismo estructural que predica y que ya de por sí excluye cualquier ensayo de trazos descendentes. No es pues cuestión de partidos o de puntos de vista. La participación es para unos y otros, conservadores y progresistas, liberales y socialistas, radicales y republicanos, condición esencial de la gobernanza.
También es erróneo vincular la democracia exclusivamente a la elección de los dirigentes. La falta en origen de una carga suficiente de energía democrática en las decisiones del gobernante elegido o la falta de mecanismos de control puestos individual y colectivamente a disposición de los gobernados, son, dice Ian Saphiro, atributos descalificantes del sistema. Democracia solo existe realmente cuando hay autogobierno porque coinciden, son los mismos, los gobernantes y los gobernados. Y una colectividad se estará gobernando a sí misma cuando, en lugar de quedar sujeta pasivamente a la recepción silenciosa de decisiones ajenas, se sabe y se siente capaz y dispone de canales para participar en la formación y disputa en su caso de las decisiones en función del resultado de su propia valoración de los deseos y aspiraciones colectivos. Ya decía Tim Payne que lo que encontraba arbitrario en una monocracia era que un individuo mantuviera el poder en el ejercicio del cual él mismo y no la res-publica fuera el objeto, porque el gobierno democrático es un gobierno establecido y conducido en persecución de los intereses generales con participación de todos individual y colectivamente.
"Es preciso inyectar savia democrática en todos los canales de comunicación entre consejos, colegios, delegaciones, subdelegaciones y agentes de a pie, potenciando las líneas ascendentes"
Nunca está de más rememorar estas obvias formulaciones programáticas que constituyen los esquemas o pautas a los que el gobernante debe atenerse cuando legisla, pero en este caso hay una razón más. Estamos en fase de redacción de un nuevo reglamento notarial que sustituya al actual, concebido en épocas de líneas descendentes que en ocasiones se vestían con ropajes protectores o de amparo esclarecido. Aunque hoy aparezca lleno de modificaciones, añadidos y reformas aún no ha recibido el viraje que los paradigmas de esta nueva sociedad transformada requiere. Es preciso inyectar savia participativa y robustecer las líneas ascendentes para que su estructura se cohoneste con los principios constitucionales de la convivencia. La estructura actual, que no impide que en ocasiones una pequeña nomenclatura pueda llegar a gobernar como si hubiera recibido un cheque en blanco y que, sin estimular la participación, permite nombramientos y destituciones volubles en función no de la eficacia sino de razón tan endeble como la afinidad personal, por ejemplo, demuestra sobradamente lo lejos que queda de los principios democráticos.
Hace unos días en una tercera de ABC Martínez Gurriarán denunciaba la falta de democracia del aparato de los partidos políticos, constituido en general por unos pocos que se atribuyen un poderío comparable al de los concilios medievales: definen la doctrina a seguir y la herejía a erradicar, emiten anatemas y proclaman excomuniones irrevocables. Su tacha de las estructuras que permitan que una camarilla pueda alcanzar situaciones de prepotencia alimentando esquemas piramidales que reprueben la disidencia y esquiven la participación la justificaba en el alarmante déficit democrático que esa conducta denota, ya que en la época actual no son de recibo los métodos o prácticas que hagan posible la arbitrariedad, que interpreten la disparidad como una muestra dramática de división, refuercen el monolitismo, premien la adulación o permitan que un aparato eventual pueda mantenerse con tejemanejes autoritarios y defenestraciones.
Hay que cerrar las puertas para impedir que esas prácticas antidemocráticas de los partidos políticos, sin duda posibles en otras corporaciones, puedan encontrar cobijo en los recovecos del nuevo reglamento. Es preciso por ello fijar muy claramente los parámetros democráticos en que ha de asentarse la reforma. Antes de dedicar atención a la minucia burocrática, hay que definir los grandes principios del sistema y consolidar los atributos de la institución en función de la finalidad exclusiva de servicio a los ciudadanos que constituye la razón de su existencia. Y hay que revisar y corregir conceptos y estereotipos.
La prestación de la fe pública no es una concesión o beneficio que los miembros de una corporación por delegación del Estado dispensan a su arbitrio de forma graciable y generosa, sino una obligación de prestarla en la forma en que la ley determina con el exclusivo objeto de satisfacer el derecho de los ciudadanos a gozar de sus ventajas, derecho al que deben acomodarse tanto la obligación de prestarla como la forma y circunstancias de su dispensa. Esto supone desterrar de los organigramas descendentes la concepción utilitarista y declarar preponderante la idea de servicio público al que deben tener libre acceso los consumidores en ejercicio de un derecho que en origen les corresponde y que los notarios están obligados a dispensar en función de las aspiraciones e intereses de los que lo demandan, que en el trasfondo de un supuesto pacto social tendrían derecho a determinar las condiciones en que delegaron ese poder.
"La prestación de la fe pública no es un beneficio que los miembros de una corporación dispensan a su arbitrio de forma generosa, sino una obligación de prestarla en la forma en que la ley determina para satisfacer el derecho de los ciudadanos"
Es preciso inyectar savia democrática en todos los canales de comunicación entre consejos, colegios, delegaciones, subdelegaciones y agentes de a pie, potenciando las líneas ascendentes y reduciendo las descendentes estrictamente a aquellos casos en que se haya obtenido en origen carga suficiente de energía democrática. Porque solamente los órganos y las decisiones cargadas con savia participativa alcanzan validez real y son homologables con los paradigmas de una sociedad realmente democrática. Todos los demás mandatos, tanto si proceden de colectivismos, totalitarismos o dictaduras confesadas, como si aparecen disfrazadas de presidencialismo, desprovisto casi siempre de anclaje legal o participativo, son antidemocráticos y carecen de fuerza moral para obligar a su observancia.
"Hay que hacer imposibles las camarillas que aspiraran a monopolizar y mantener el poder como una élite predestinada, sustituyéndose por quasi cooptación sin renovación de métodos y valores"
No basta con poner límites o controles al poder. Es necesario dispersarlo huyendo de pirámides jerarquizadas y haciendo imposibles las jefaturas, legales o autoatribuidas, de modo que órganos, funciones y resortes de poder se autoequilibren en una red compensada de focos de decisión y control. No se puede dejar incontrolados al albedrío ajeno los focos de decisión, porque aun en el supuesto de laboratorio de que la interpretación de los deseos y necesidades de los gobernados hecha por los arcontes fuera inobjetable, caso del absolutismo esclarecido, es patente que los demócratas no pueden aceptar que las decisiones adoptadas con esos métodos -aunque sean correctas- se conviertan en motor de la vida corporativa. Nada más lejos del ideal de la democracia.
"La reforma del Reglamento, antes de dedicar atención a la minucia burocrática, debe definir los grandes principios del sistema en función de la finalidad exclusiva de servicio a los ciudadanos"
No se trata de abrir brechas en las barreras defensoras de cotos corporativos. Hay que reconcebir las instituciones desde abajo moldeándolas de modo que puedan satisfacer las aspiraciones de los consumidores, destinatarios, de acuerdo con el art. 51 de la CE, de toda acción de gobierno. Hay que interpretar los distritos, las zonas, las sustituciones, los nombramientos, las oposiciones y los convenios desde el punto de vista de los administrados y de la eficacia del servicio, enterrando deseos e intereses de arcontes y comités. Y hay que reestructurar las facultades de órganos, juntas y comisiones de modo que resulten eficaces para depurar las conductas antisociales de abuso, aprovechamiento o utilización torticera de la fehaciencia delegada por los ciudadanos, y para ello hay que añadir a los métodos y a los objetivos que marca la ley las cargas de energía utópica que sean necesarias hasta conseguir que la ética forme parte consustancial de la misma concepción de la fe pública.
"Estamos seguros de que estos principios, casi aforismos, quedan cercanos a la sensibilidad de los actuales gobernantes"
También hay que cerrar herméticamente puertas y ventanas para hacer imposible que los vicios que M. Gurriarán denunciaba en los comités de los partidos políticos contaminen la vida corporativa haciendo imposibles las camarillas que aspiraran a monopolizar el poder concentrándolo en minorías que, ni aún bajo la presuntuosa jactancia de formar parte de una élite predestinada, aspiraran a mantenerlo sustituyéndose por quasi-cooptación sin renovación de métodos y valores. Frente al paradigma de esos corporativismos y grupos de interés que ponen la razón en el trasfondo y solo la contemplan a través del espejo de sus preferencias, la verdadera democracia debe poner siempre la razón en primer plano exigiendo que quienes tomen las decisiones públicas las tomen de manera transparente y fundándose en consideraciones neutrales. En otro caso el gobernante perderá irremisiblemente la perspectiva de las líneas ascendentes y recurrirá a la imposición descendente impetuosa tan contraria a la democracia. Estamos seguros de que estos principios, casi aforismos, quedan cercanos a la sensibilidad de los actuales gobernantes.