ENSXXI Nº 6
MARZO - ABRIL 2006
"Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia." Estas palabras, pronunciadas en un funeral hace exactamente 2.436 años, se han revelado sorprendentemente certeras, aunque, todo sea dicho, tardó algún tiempo en parecerlo. Hoy en día, sin embargo, la democracia, entendida como doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno, es un modelo de tal autoridad moral que hasta los que no lo respetan afirman hacerlo... a su manera.
"No se trata de mejorar puntualmente las actuales soluciones, sino de elevarse por encima del detalle y buscar nuevas respuestas para necesidades muy diferentes"
Y es que, efectivamente, qué se entiende por intervención del pueblo en el gobierno admite muchas matizaciones y variantes, y lo mismo que a los griegos no les hubiera parecido una genuina democracia la nuestra (por representativa) a nosotros tampoco nos lo parece la suya, muy directa sí, pero donde se excluía a mujeres, metecos y esclavos. La explicación, quizá, es que sólo si dicha intervención popular se adapta perfectamente a los valores compartidos por la sociedad en cada época, a sus necesidades y a sus imperativos técnicos, cabe hablar de democracia. No es, entonces, un sistema dado de una vez por todas, sino que exige perfecta adaptación a las circunstancias cambiantes, de cara a que la participación sea lo más intensa posible en cada momento. Es casi un concepto relativo: no se es demócrata, o mejor, no se es suficientemente demócrata, si razonablemente cabe serlo más, y no se quiere.
Valga este excursus como necesaria introducción a lo que aquí se propone, que es, aprovechando la anunciada reforma del Reglamento Notarial, profundizar sin complejos en la democratización del Notariado, tanto en lo que se refiere a la prestación de la función, como a su propia organización interna. Ello no hará más que beneficiar a los ciudadanos, que son, en definitiva, los destinatarios finales de un sistema que sólo puede diseñarse y modificarse atendiendo a sus intereses.
Es precisamente a la luz de ese interés superior como debe afrontarse la reforma, que no puede significar otra cosa que una necesaria adaptación a la nueva realidad que nos ha tocado vivir. La revolución tecnológica, económica y social que la nación ha experimentado en las últimas décadas convierte en obsoletas soluciones que hoy todavía se encuentran en los textos legales y que no hacen otra cosa que dificultar el acceso del usuario al servicio. Y ello tanto en la esfera estrictamente documental como a la que define la forma de prestar la función. No se trata, por tanto, de mejorar puntualmente las actuales soluciones, sino de elevarse por encima del detalle y buscar nuevas respuestas para necesidades muy diferentes.
Pero, como demuestra con carácter general la experiencia política, para adaptarse de forma efectiva a las necesidades del ciudadano es necesario profundizar en la democratización de la forma de elección de los llamados a asumir responsabilidades en la política notarial y de la manera en que esa política se dirige.
Nadie discute que nuestro actual sistema es democrático, pero tampoco que está pensado para un momento histórico ya superado, en el que, por las circunstancias políticas y sociales en las que vivía el país, la política notarial era casi exclusivamente política colegial, ejercida a su vez por el Decano de turno de una manera profundamente paternalista. Por su parte, el Presidente del Consejo era un primus inter pares, con más facultades de coordinación que verdaderamente ejecutivas o de dirección. Basta recordar que el Consejo General del Notariado no ha tenido sede propia hasta 1995. Hasta ese momento se reunía mensualmente -periodicidad que aún hoy sigue manteniendo- en la sede del Colegio de Madrid. Esto explica por qué la democracia directa sólo existe en la fase inicial de elección de Decano, y que luego los Decanos elijan por delegación un Presidente bajo el principio de un Decano un voto, pese a que algunos representen diez veces más notarios que otros. No es de extrañar que, precisamente por la función institucional que estaba llamado a desempeñar, se eligiese de una forma casi mecánica como Presidente al Decano de Madrid.
"El Notariado necesita hoy que su Presidente esté investido no sólo de los mecanismos e instrumentos jurídicos suficientes para ejercer una dirección autónoma y responsable, sino también de una legitimación democrática mucho mayor"
Hoy las cosas son muy distintas. Los cambios políticos, sociales y económicos de los últimos años han sido vertiginosos, y si el Notariado quería estar a la altura de las circunstancias necesitaba una representación corporativa capaz de responder a las nuevas exigencias de una forma rápida y efectiva. Lógicamente, el papel del Presidente del Consejo ha ido tomando cada vez más importancia, en realidad más por la vía de hecho que de derecho. En la actualidad el presupuesto y el número de empleados del Consejo es muy superior al de cualquier Colegio. La importancia de sus delegaciones (seguros, informática, internacional, etc.) es básica para la organización y buen funcionamiento del Notariado y el esfuerzo financiero que demandan está en lógica correspondencia. Pero así como, gracias a la iniciativa personal de los últimos presidentes, el funcionamiento fáctico del Consejo se ha adaptado de forma muy positiva a las nuevas necesidades, el fundamento democrático del sistema y su régimen legal han quedado absolutamente superados. Se ha producido una clara desconexión entre el primitivo diseño de coordinación colegial -que por supuesto sigue siendo muy importante y que cada vez lo será más a la vista de las reformas estatutarias que se avecinan- y las vitales funciones que hoy asume el Presidente y los delegados, que no tienen relación con los Colegios, sino directamente con todos y cada unos de los notarios del país. Hoy en día el Presidente es el único interlocutor con los poderes públicos en materias cruciales sobre las que, desde hace mucho tiempo, la información, la discusión abierta y el consenso han brillados por su ausencia, con independencia de que los resultados hayan podido ser más o menos afortunados. Algunos de los delegados del Consejo manejan presupuestos infinitamente superiores a los de los Colegios y no sólo su nombramiento, sino sus decisiones -de indudable impacto para el futuro del Notariado- se adoptan sin información ni debate general de ningún tipo, ni sobre la correspondiente cualificación para desempeñar el cargo, ni sobre la dedicación necesaria para ello, ni sobre los proyectos a ejecutar.
El artículo 36 de nuestra Constitución dice que la estructura interna y el funcionamiento de los Colegios Profesionales deberán ser democráticos. Parece que con la reforma reglamentaria ha llegado el momento procesal oportuno de convertir la letra constitucional en realidad institucional a todos los niveles de la estructura corporativa, desde el Presidente hasta el último de los delegados de zona.
El Notariado necesita hoy que su Presidente esté investido no sólo de los mecanismos e instrumentos jurídicos suficientes para ejercer una dirección autónoma y responsable, sino también, como lógico corolario, de una legitimación democrática mucho mayor. Aun en el caso de que se considerase -como defiende algún dictamen de encargo que circula por ahí- que con arreglo al actual Reglamento la Junta de Decanos no tiene prácticamente ninguna competencia y que todas recaen en el Presidente, la reforma todavía es más inexcusable, pues una característica común a cualquier régimen presidencialista de origen democrático es la elección directa.
"No es de recibo que en temas como la reforma de los Estatutos, el destino de la Mutualidad, el blanqueo de capitales, la reforma del arancel, y tantos otros, se desconozca la postura de la dirección y qué razones la fundamentan"
No resulta muy lógico que, como ocurre en la actualidad -y esto es algo que no cabe negar- los notarios no tengan ningún control sobre las ideas básicas que van a presidir la estrategia de la dirección, a menos que se considere, como ocurría en los antiguos sistemas aristocráticos, que el verdadero interés del pueblo se consigue de forma mucho más efectiva sin la intervención del pueblo. Una elección directa obliga a una campaña electoral sometida a un escrutinio general. A ideas que se discuten, defienden y refutan a la vista no sólo de los llamados directamente a votar sino de la sociedad en general. A un debate público sano y productivo en el que los afectados por lo que pueda acaecer tiene voz para opinar. A la presentación de un equipo de gobierno integrado por personas que van a gestionar presupuestos de enorme importancia. Hoy todo esto brilla por su ausencia. El Decano elegido Presidente puede -puede- ser conocido en su Colegio -si acaeció la bendita suerte que en su elección colegial hubo más candidatos- pero será absolutamente desconocido en el resto. La elección dentro del Consejo se decide a su vez a través de petits comités, llamadas telefónicas, cenas en reservados, partidas de golf, en fin, bajo luz y taquígrafos, como quién dice.
No es de recibo que en temas absolutamente trascendentes como la reforma de los Estatutos de Autonomía, el destino final de la Mutualidad, el blanqueo de capitales, la reforma del arancel, los nuevos desarrollos informáticos y tantos otros, se desconozca la postura de la dirección y qué razones la fundamentan. Es más, en muchas de estas cuestiones debería consultarse la opinión de los notarios de a pié. Como afirmaba hace poco The Economist, en la era de la comunicación de masas y de la información, restringir los poderes de los ciudadanos a votar en una elección cada cierto número de años significa retroceder a una época anterior. En un sistema verdaderamente democrático cada vez será más difícil justificar el no consultar a los votantes directamente en un abanico de asuntos cada vez más amplio. Si como ocurre en nuestro caso, estamos hablando de un número relativamente escaso de electores -a los que hay que presumir informados- y se dispone de los instrumentos telemáticos para hacerlo sin dificultad, la conclusión todavía es más evidente.
Es imprescindible que este mismo principio de democratización alcance también a la vida de los Colegios notariales, llamados a ejercer cada vez más funciones como consecuencia de la nueva ola de descentralización política que estamos viviendo. Hoy en día las Juntas Generales de los Colegios y las llamadas sesiones informativas reúnen aforos que deprimirían al productor teatral más entusiasta. Pero la razón no es otra que la conciencia del colegiado de la nula capacidad que ostenta de influir democráticamente en las decisiones de la dirección -decisiones ya tomadas de las que se hace el correspondiente panegírico; en definitiva, de la ausencia de verdaderos debates articulados y ordenados de los que puedan resultar conclusiones vinculantes. A la gente no le gusta perder el tiempo.
No hay que tener miedo a la reforma -aun siendo conscientes de su complejidad- porque, en definitiva, la elección directa y la apelación al cuerpo electoral en asuntos de especial interés no sólo es mucho más democrática, sino, como siempre suele ocurrir, mucho más beneficiosa para la propia dirección elegida. La legitimación que le atribuye le habilita para un desempeño de la función libre de complejos e inseguridades, autónoma -por la vía legal y no de hecho- y responsable -en el genuino sentido de la palabra- no sólo frente a los electores, sino especialmente frente a la sociedad a la que en definitiva está llamada a servir.