ENSXXI Nº 64
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2015
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- Escrito por JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ::Presidente de EL NOTARIO DEL SIGLO XXI
LOS LIBROS por JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
En una obra extraordinaria, Carrére se abisma en sus dudas mientras historia los orígenes del cristianismo
"Lo contrario de la verdad no es la mentira sino la certeza"
Desde que Truman Capote calificó a una de sus mejores obras, A sangre fría, de non-fiction novel son recurrentes las disquisiciones sobre la concreción o la fusión de géneros, algo inútil salvo que se quiera manipular el juicio del lector. El más manido es el género de la novela histórica, género multiforme que abarca desde la historia estricta contada en forma novelada hasta la pura ficción enmarcada en un escenario histórico que solo le sirve de tramoya. Hoy está de moda un híbrido, la crónica histórica o reportaje creativo que pretende vestir la historia con ropaje literario, es decir introducir el numen dramático en el hecho histórico fusionando en una pieza al literato y al historiador. No ha mucho se habló en estas páginas del hiperrealismo literario que caracteriza las últimas obras de dos acreditados novelistas, Luis Landero y Javier Cercas, que dicen haber escrito novelas sin ficción y son realmente narraciones de hechos verídicos que subliman la verdad que narran sin traicionarla.
"Directa, poderosa, cruda, deslumbrante, la prosa de Carrère perturba pero cautiva"
Pero esto no para aquí. Carrére llega más allá. Al igual que el fauvismo o el expresionismo trascienden la realidad mediante la síntesis o la demasía, Carrère dibuja en sus crónicas al hecho que narra con trazos en apariencia deformantes pero expresivos, chispeantes y a pesar de todo fieles a la realidad. Lo hizo en su anterior obra, Limónov (Anagrama 2013), que parece solo una biografía de un personaje desmesurado hasta lo inverosímil pero real, héroe, canalla, golpista y místico en una pieza, obra en la que Carrère se inmiscuye como coprotagonista, pero que también es un espejo real aunque aparentemente distorsionado, de la historia rusa desde la muerte de Stalin hasta el reinado de Putin. Directa, poderosa, cruda, deslumbrante, la prosa de Carrère perturba pero cautiva. Limónov obtuvo el premio más prestigioso de Francia, el prix de prix 2011. Había tardado 4 años en escribirlo, cuatro años de fascinación y fastidio, según confesó, pero fue un éxito editorial y cultural. Era un cocktail de biografía, reportaje, biopic, autoficción y nuevo periodismo. Pero sobre todo fue un ensayo/preludio de lo que vendría después.
"Carrère intenta la no ficción aunque, en un salto novedoso, quiere superar la realidad hasta la desmesura y la deformación expresiva. Además, trasciende la historia con su propia subjetividad angustiada y suple las lagunas históricas"
Y ha llegado. Es su última obra, en la que Carrére se ha superado y ha conseguido si cabe mayor impacto cultural, Le Royaume (P.O.L. editeur, Paris 2014) que, magníficamente traducida, acaba de editar Anagrama (Sept. 2015) con el mismo título, El Reino. Siete años le ha costado escribirla. La misma crudeza y vitalidad en su prosa, la misma fuerza conceptual. También es inclasificable: crónica, autoficción, ensayo y reportaje histórico a la vez. También se inmiscuye el autor personalmente y protagoniza la narración. También intenta la no ficción aunque, en un salto novedoso, quiere superar la realidad hasta la desmesura y la deformación expresiva. Además, y esto es nuevo, trasciende la historia con su propia subjetividad angustiada y suple las lagunas históricas inventando la verdad. Y lo hace sobre un tema realmente sensible porque el escenario elegido para rumiar la angustia dubitativa de su espiritualidad, es nada más y nada menos que otra narración de los orígenes del cristianismo y la elaboración de los evangelios.
"Exponerse a los Evangelios es como exponerse a una irradiación que aunque cese sigue haciendo efecto en nuestro interior"
Carrère es periodista, guionista, historiador y ensayista. Desciende de exiliados rusos por vía materna (su madre es la historiadora Heléne d’Encausse). Fue bautizado, hizo la primera comunión y como tantos vivió las primeras décadas de su vida al margen de la religión, para él la teología era solo una rama de la literatura fantástica, como solía decir Borges.
Luego tuvo una crisis terrible, que le dejó hundido y bloqueado, incluso comentó a su psicoanalista la posibilidad de suicidio. Esto le empujó a buscar remedio en la religión zambulléndose de cabeza en el cristianismo del que valoró entonces su capacidad para olvidarse de uno mismo, moverse en dirección a los demás y promover una pasmosa inversión de los valores dominantes. Se convirtió en un católico ferviente. Escudriñó, reflexionó y se ensimismó ciegamente en los evangelios.
"Carrère no deja de asombrarse de que la fe, que como dice el adagio de Twain es creer algo que se sabe que no es cierto, siga anidando ciegamente en tantas personas"
La conversión le produjo un impacto indeleble. Y aunque la experiencia no duró demasiado le dejó un poso profundo. Exponerse a los Evangelios, ha dicho, es como exponerse a una irradiación que aunque cese sigue haciendo efecto en nuestro interior. Por eso, aunque dejó de creer, cuando quiso escribir un libro histórico sobre los primeros años del cristianismo y la naturaleza de los evangelios, no pudo sustraerse a las reflexiones de su época de converso, por lo que decidió recuperarlas para establecer un paralelismo dialogante entre aquellas y las que ahora iba haciendo ya como no creyente.
Carrère no deja de asombrarse, como antes lo hizo Nietzsche, de que la fe, que como dice el adagio de Twain es creer algo que se sabe que no es cierto, siga anidando ciegamente en tantas personas, que se siga recitando un credo del que cada frase es un insulto a la cordura, que se admitan sin ambages tantos dogmas indigestos. También le fascina, aunque sea racionalmente inconcebible o tal vez por eso, que las creencias excéntricas de una minúscula secta judía, fundada por unos pescadores analfabetos unidos por una creencia absurda por la cual ninguna persona razonable hubiera dado un sextercio, llegaran a convertirse en una de las fuerzas más influyentes de la historia de la humanidad. Fue precisamente esa fascinación lo que le indujo a hacer una investigación multicolor de los orígenes de esta creencia.
"Carrére reconstruye el perfil de Pablo y de Lucas en dos magistrales retratos de corte temperamental y emotivo con fuertes trazos simbólicos de sabor expresionista en los que se adivina su subjetividad como espejo de la verdad que siente y elabora"
No solo ha consultado las fuentes ortodoxas, Hechos de los Apóstoles y Evangelios. También lo ha hecho con otras fuentes laicas, especialmente la Historia de los orígenes del cristianismo de Ernest Renan, la Historia de la Guerra de los Judíos de Flavio Josefo, hasta los Epigramas de Marcial etc., todo cuanto ha necesitado para reconstruir el escenario del Asia Menor y luego de la Roma donde en los cuatro primeros siglos de nuestra era nació y se desarrolló el cristianismo. Y lo hace reconstruyendo las andanzas de Pablo de Tarso, San Pablo, y San Lucas, un griego culto, fascinado por los destinos de Pablo, que se convierte sin querer en algo así como su secretario y termina narrando con fidelidad y admiración primero las andanzas de aquellos primeros propagandistas de la nueva doctrina –Hechos y cartas de Pablo a las nuevas comunidades--, y luego las del propio Jesucristo en el Evangelio más culto y literario de los tres sinópticos.
Carrére reconstruye, como ya se ha dicho, el perfil de Pablo y de Lucas en dos magistrales retratos de corte temperamental y emotivo con fuertes trazos simbólicos de sabor expresionista en los que se adivina su subjetividad como espejo de la verdad que siente y elabora.
"Hipótesis, extrapolaciones, digresiones y analogías en las que el autor se explaya manteniendo la tendencia de colarse de continuo en la escena de sus investigaciones y entreverar su angustiosa incertidumbre con la historia que narra"
Pablo, joven judío conocido por Saul, de piedad extrema cercana al fanatismo, visionario, inventor de la universalidad, que perseguía y denunciaba a los heterodoxos de la secta cristiana, que cayó del caballo deslumbrado en un viaje a Damasco y permaneció inconsciente tres días durante los que sintió el impacto de las nuevas creencias, y que, luego, con igual fogosidad fue a las sinagogas a proclamar el Cristo crucificado como el Mesías esperado y a anunciar no solo a los judíos sino sobre todo a los gentiles, en un invento de la universalidad, la buena nueva y la próxima muerte y resurrección de toda la humanidad. Así recorrió Asia Menor, Grecia y Roma fundando, instruyendo y manteniendo con cartas fogosas a las pequeñas comunidades nacientes. Comenzaba sus cartas con un queridos hermanos, que era el exponente de una desconocida fraternidad universal que por primera vez se proclamaba, predicando -contra toda previsión- cosas chocantes como la pureza, la caridad o el amor liberado del ego.
"Sus anotaciones al Evangelio de San Juan, correspondientes a su etapa de fe fervorosa cercana al fundamentalismo, alcanza tal cota de espiritualidad y hondura interior que roza el frenesí de la mística"
El perfil de Lucas es más complejo. Probablemente sirio, de formación helenística, desde luego no judío. Médico, culto, probablemente escritor. Carrère le va modelando con técnica expresionista sobre un espejo en el que él mismo se proyecta y se inspira para dar forma al personaje con su inventada verdad. Lucas es un moderado, no participa ni de los accesos furiosos de Pablo, ni del antisemitismo de Juan, y es más refinado que los otros sinópticos. Detrás de Lucas, cree Carrére, hay un escritor que, para sus narraciones -Hechos y tercer Evangelio-, se apoya como él en la ficción para crear la verdad de esos entresijos que le quedan vacíos después de documentarse con evidencias y testigos presenciales, recurriendo a la verosimilitud fundada de lo que pudo y debió ser o se debió decir.
"Escribe este libro, dice, para no creerme que sé más, no creyendo, que aquellos que sí lo creen y yo mismo cuando lo creía"
Así, convertido en historiador, y con estos dos protagonistas, Carrére recorre el mismo camino que en su día recorrió como creyente fervoroso, investigando una historia que le abduce y completando sus lagunas con lo verosímil contrastado que a la postre deviene verdad. Siguen hipótesis, extrapolaciones, digresiones y analogías en las que el autor se explaya manteniendo la tendencia -ya ensayada como se dijo en su anterior obra Limonov- de colarse de continuo en la escena de sus investigaciones y entreverar su angustiosa incertidumbre con la historia que narra. Y lo hace con la franqueza brutal que le caracteriza. Sin rastro de pudor o autocensura. Y con absoluta honradez. Su documentación sobre los orígenes y devenir de las primeras comunidades cristianas es exhaustiva, hasta atosigante. Y acepta sin pestañear las inconsistencias o incoherencias históricas y las diferencias entre los tres evangelios sinópticos: al revés, prueban que hay una verdad común, que no estamos ante la doctrina única de una historia inventada, sino ante diversos testimonios de una sola verdad, con detalles accesorios vencidos por la fragilidad de la memoria. Y cuando hace interpolaciones y conjeturas, bien elucubradas y fundadas en la verosimilitud, lo confiesa. Nunca intenta colarlas por hechos reales.
"Frente a los ateos militantes, frente a los del cristianismo burgués, frente a los católicos integristas que tratan de convertirse en contrapoder ultramontano, Carrère prefiere, aun con todo lo que comporta de angustia, caminar en el filo de la duda que de continuo le asalta"
La primera parte del libro parece un florilegio de arrebatos religiosos. Sus anotaciones al Evangelio de San Juan, correspondientes a su etapa de fe fervorosa cercana al fundamentalismo, alcanza tal cota de espiritualidad y hondura interior que roza el frenesí de la mística, en cuya antología podrían encuadrarse muchas de sus reflexiones, a veces paradójicas. No se refugió Carrère en la religión para huir de la realidad, dice, ni fue Dios la respuesta a la angustia que sufría. Muy al contrario, fue Dios quien le concedió la gracia de la desesperación, y la angustia fue el medio del que Él se sirvió para darse a conocer. Le fascinaba de la doctrina cristiana su capacidad de olvidarse de uno mismo y conducir su mirada hacia los demás, o la pasmosa inversión de los valores dominantes en la época que predicaba: los últimos serán los primeros, deja todo y sígueme, hay más verdad entre los débiles que entre los fuertes, ama al enemigo, aborrece la riqueza...Todo lo contrario a la entonces generalizada ley de talión.
La segunda parte del Libro, escrita cuando piensa haber dejado de creer, demuestra que nunca se desprendió de la influencia que su conversión le produjo. Nunca pudo sustraerse a una realidad que le golpea. La vitalidad del cristianismo le sorprende. Es consciente de que sus principios y valores han determinado la civilización occidental y han consagrado la fraternidad como unidad moral de la humanidad, y piensa que la desaparición del cristianismo sería catastrófico para la humanidad. Aun así la duda le sigue golpeando insistentemente. Le atormenta saber por qué durante un tiempo estuvo convencido de cosas increíbles, la resurrección, la virginidad de María, el próximo fin del mundo. Y le tortura haber creído lo que ahora le resulta imposible concebir, que los pecados cometidos contra un dios sean expiados por este mismo dios. Pero el hecho de que eso sea creído por tantos, que él mismo lo haya creído en su día, le intriga, le descoloca; por eso, escribe este libro, dice, para no creerme que sé más, no creyendo, que aquellos que sí lo creen y yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no darme la razón.
"Un libro excepcional, un hibrido chispeante, un hervidero de ideas originales, sugerencias profundas y brillantes, y audacias narrativas. Rebosa frescura e intuición"
En el fondo siente una irresistible atracción (¿tal vez por lo irracional?) por la misteriosa espiritualidad del cristianismo, por su mística, por la fe inquebrantable de los que lo practican. Frente a los ateos militantes, frente a los del cristianismo burgués, provinciano, desprovisto de dudas, ese cristianismo de farmacéuticos y notarios (sic) que empezó mirando con indiferencia y que ahora le repugna, y también frente a los católicos integristas que tratan de convertirse en contrapoder ultramontano -¿hay mayor aberración que identificar conservadurismo y cristianismo?-, Carrère prefiere, aun con todo lo que comporta de angustia, caminar en el filo de la duda que de continuo le asalta. Cosas que creo verdaderas y vitales, que sé que son verdaderas y vitales, pocas semanas antes me habían parecido grotescas. Es una buena razón para dejar mi juicio en suspenso.
Carrére encuentra cierto paralelismo en el estado del cristianismo agonizante de ahora y el paganismo romano de entonces. Ambos están cocinados en el mismo caldo de cultivo, nuestra globalización y la homogeneización del mundo grecorromano que había producido el helenismo. Parecida crisis de valores religiosos y culturales, esta sociedad es atea y descreída, tampoco los romanos creían en sus dioses, pero ambas buscan lo esotérico, ahora las religiones asiáticas, el yoga, el budismo, entonces la astrología, la magia, los maleficios, incluso hay notable similitud entre la apatía estoica y la ataraxia budista. No es de extrañar, pues, que calara la fascinación de aquella secta mística judía que predicaba una inversión heterodoxa pero epatante de valores, más humana y depurada, con el añadido del alma que le faltaba al paganismo.
Es la duda angustiosa que le tortura. Una duda que recorre el libro como leitmotiv de sus reflexiones históricas y autobiográficas, siempre frescas y actuales. Y al final, después de múltiples juicios contradictorios, fervorosos y negativos, termina su obra preguntándose si sus reflexiones desde el agnosticismo traicionan al joven ferviente que en su día fue y al Señor en quien creyó, o si a su manera les ha sido fiel. Y se responde de una manera contundente: No lo se.
Un libro excepcional, ensayo, crónica, historia, memorias, confesión, indagación, meditación, novela sin ficción.... Qué importa? Es un hibrido chispeante, un hervidero de ideas originales, sugerencias profundas y brillantes, y audacias narrativas. Rebosa frescura e intuición. Y desde luego alardea de sinceridad.