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La crisis económica e institucional que estamos atravesando en nuestro país desde hace años está generando una especial presión para los Tribunales de Justicia, desde los de Primera Instancia hasta el mismísimo Tribunal Supremo. La multiplicación de casos, la gravedad de los asuntos, el número de los damnificados, la incapacidad de nuestras instituciones de control para poner coto a los abusos y la pasividad del legislador, se han sumado para concentrar en lo que debería ser el mecanismo de cierre del sistema -la Administración de Justicia- toda la responsabilidad no debidamente asumida en tiempo y lugar. Los jueces han visto depositados en ellos las últimas esperanzas de una gran parte de la ciudadanía y han decidió asumir el reto, eso sí, dentro de sus limitadas posibilidades. El resultado final, como no podía ser de otra manera, arroja luces y sombras y, especialmente, ha conllevado la preocupante ampliación de una inevitable zona gris, la que limita entre la función legislativa y la jurisprudencia vinculante, entre la función de dictar normas de carácter general y la de fijar criterios de interpretación de general aplicación.

 

"Se ha concentrado en lo que debería ser el mecanismo de cierre del sistema -la Administración de Justicia- toda la responsabilidad no debidamente asumida por otros en tiempo y lugar"

Los españoles debemos estar orgullosos del trabajo de nuestros jueces. Gracias a su importantísima labor, tanto en el ámbito civil como penal, podemos seguir calificando a nuestro país como un Estado de Derecho, sin perjuicio de sus muchas deficiencias. Con medios muy limitados, sometidos a una organización manifiestamente mejorable, con escasos o nulos incentivos, han resistido presiones y están atendiendo de manera bastante digna la demanda de justicia de un elevado número de ciudadanos. Y si el resultado final no es totalmente satisfactorio no se le debe imputar tanto a ellos como a la dejadez de otros protagonistas sociales, que no han cumplido su función como deberían. La avalancha final que ha llegado a nuestros tribunales como consecuencia de esa pasividad ha planteado un grave problema de gestión que, a falta de medios materiales y organizativos, se ha pretendido solucionar en algunos casos por vía doctrinal, llevando al límite la función jurisprudencial.
Las sentencias del Tribunal Supremo anulando sin efectos retroactivos las cláusulas suelo por falta de transparencia, fijando límites generales a los intereses moratorios en préstamos personales e hipotecarios, o declarando la nulidad de las suscripciones de acciones de Bankia para minoristas, entre otros casos semejantes, pretender resolver definitivamente asuntos complejos que se repiten incesantemente en los Tribunales inferiores por la vía de fijar criterios sencillos que permitan una mejor gestión de esta avalancha en todas las instancias. A modo de un consumado malabarista, pareciese que el Tribunal Supremo intenta mantener simultáneamente controlados en el aire bienes y valores tan fundamentales para una sociedad como la justicia del caso, la seguridad jurídica, la adecuada gestión del sistema judicial y la reivindicación social de la propia función. El problema es que no resulta nada sencillo perseguir a la vez objetivos no totalmente alineados, al menos no en el corto plazo.

"A modo de un consumado malabarista, pareciese que el Tribunal Supremo intenta mantener simultáneamente controlados en el aire bienes y valores tan fundamentales para una sociedad como la justicia del caso, la seguridad jurídica, la adecuada gestión del sistema judicial y la reivindicación social de la propia función"

La función jurisprudencial consiste en fijar criterios interpretativos de las leyes promulgadas por el órgano constitucional competente, y que sean de aplicación al caso planteado. El problema en la práctica es que, repitiéndose siempre el asunto de fondo (las cláusulas suelo, los intereses moratorios o la suscripción de las acciones, por ejemplo) no se repiten las circunstancias concretas en las que estos productos se comercializaron, las condiciones subjetivas de los que los adquirieron o el contexto formal y material del documento en el que se incardinaron. Una función judicial rigurosa obligaría a fijar distintos criterios en función de cada circunstancia relevante, lo que implica que, a costa de afinar el valor justicia, se difuminan los restantes.
El Tribunal Supremo ha considerado que en esta época de crisis e, insistimos, de pasividad de otros actores sociales determinantes, este era un lujo que no podía permitirse. Lo comprendemos, sin duda, pero estamos obligados a denunciar sus inevitables inconvenientes, a cuyo estudio dedicamos parte de este número. Un Tribunal de justicia no es el órgano idóneo para formular normas de carácter general, por razones de legitimidad democrática, sin duda, pero también de pura utilidad. Al estar encorsetado por parámetros muy estrictos, para fijar soluciones generales está obligado a recurrir a vías indirectas que ponen en cuestión otros valores u otras instituciones jurídicas fundamentales, como la nulidad, el documento notarial o el error del consentimiento. Al no poder tener en cuenta criterios de política legislativa o de pura eficiencia económica, las soluciones generales adoptadas, aunque puedan parecer atractivas, no siempre cuentan con el fundamento teórico propio del diseño legislativo de las políticas públicas (por ejemplo, ¿qué impacto sobre los intereses remuneratorios puede tener este límite absoluto y general sobre los moratorios?).
El problema de fondo es que a una grave crisis económica se ha unido otra política e institucional que no acaba de encauzarse parlamentariamente. Y lo cierto es que, mientras sigamos así, no cabe cargar en exceso las tintas contra nuestros jueces. La responsabilidad final está en otro lado.

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