ENSXXI Nº 7
MAYO - JUNIO 2006
MARIANO YZQUIERDO TOLSADA
Catedrático de Derecho civil de la UCM
Una fábula futurista... Aquel verano del 2006 decidió Ambrosio, un industrial malagueño muy emprendedor, cambiar Fuengirola por la Costa Brava, aún desconocida para él y su familia. Dudaron inicialmente si merecía la pena hacer el viaje en coche, pero terminaron decidiendo que era bueno contar con vehículo propio para conocer con tranquilidad las montañas de Gerona y sus bonitas localidades costeras. Disfrutaban él, su mujer y sus dos pequeñas hijas de una mañana de sol en Cadaqués, y la iban a culminar con un almuerzo en Port de la Selva, donde les esperaban unas suculentas anchoas de L´Escala, pan con tomate, butifarra con monchetas y una escalibada de la que les habían hablado muy bien sus amigos del Ampurdán. Pero todo se truncó en un cruce de calles a la salida del pueblo tan querido de Salvador Dalí. El accidente fue leve, sólo trajo daños materiales, pero la historia a que dio lugar no la habría podido imaginar ni aquel genio del surrealismo.
El coche de Ambrosio fue a parar a un buen taller de Figueras, no muy lejos del número 20 de la calle Monturiol, precisamente el lugar en el que un 11 de mayo de 1904 viera la luz el admirado artista. Pero Ambrosio no pensaba que un arreglo valorado en 4.500 euros por el perito podría acabar desembocando en la pérdida de la propiedad del vehículo. El caso es que una de esas ridículas discusiones entre las dos compañías aseguradoras, encaminada a ver cuál podía rechazar el siniestro, trajo consigo que los dos coches estuviesen arreglados en las primeras fechas de julio sin que ninguna hubiera pagado nada. Ambrosio volvió a Málaga, su ciudad de residencia habitual, con la familia y con el vehículo de sustitución que le procuró su asegurador, convencido como estaba éste de que, de tener que asumir el siniestro, todo terminaría siendo repercutido sobre la póliza del contrario. Pero los dos coches continuaban en el taller de Figueras a la espera de que alguien se retratara.
"La idea consiste en renunciar a todo lo que signifique una actualización del Derecho foral para sustituirlo por la noción de Derecho civil autonómico, entendiendo que una Comunidad Autónoma puede entrar a regular cualquier institución de Derecho civil que no se halle reservada expresamente para el Estado"
Hasta aquí, nada nos debe extrañar: el mecánico no hacía más que ejercitar el derecho de retención que asiste a todo el que ejecuta una obra en cosa mueble ajena para retenerla en su poder, retrasando la devolución hasta que no se le pague la deuda en cuestión. Pero el problema es que una figura tan elemental como es esta garantía con la que cuenta el mecánico de nuestro ejemplo, que rige en el Código civil español como en cualquier Código civil del mundo, y que funciona de esa manera desde que los romanos la inventaron (“melius est possidere quam in personam experiri”: “mejor es retener que tener que pedir”)... no funciona en Cataluña de la misma manera: desde que en aquella Comunidad Autónoma se legislara sobre el particular primero con la Ley 22/1991, de 29 de noviembre, de garantías posesorias sobre cosa mueble y después con la Ley 19/2002, de 5 de julio, de derechos reales de garantía (que deroga a la anterior), el mecánico a quien no le pagan el arreglo podrá provocar que el automóvil se venda en subasta notarial para cobrarse con lo que se obtenga de la venta. En definitiva, allí sucede más o menos igual que si se tratara de una prenda. Basta ahora con que haya transcurrido un mes desde que se comunicara fehacientemente al deudor la notificación de retener.
Imagino que mi amable lector que haya llegado hasta aquí pensará que al pobre Ambrosio no le sería de aplicación la ley catalana. Imagino también que Ambrosio lo pensaría también. Pero se equivocan, tanto el lector como Ambrosio: con arreglo a lo que dispone el artículo 10.5 del Código civil, las obligaciones contractuales, cuando las partes no se sometieron expresamente a ninguna normativa concreta, si no hay ley común a las dos ni residencia habitual común, se han de regir por la ley del lugar de celebración del contrato. En este caso, obviamente, es la ley catalana. Y para quien piense que no es ésta una cuestión que se deba regir por el art. 10.5, sino por el 10.1 (normas sobre derechos reales), la solución será la misma: a los bienes muebles se les ha de aplicar la ley del lugar en el que se hallen.
…aunque no tan futurista. El quindenio inconstitucional. Pero que nadie piense que el haber situado en el próximo verano esta “fábula de Ambrosio” se debe a que estas respuestas del Derecho civil catalán serán producto de la aprobación inminente del nuevo Estatuto de Autonomía. Llevamos asistiendo desde hace quince años al panorama de unas leyes de Derecho civil catalán que en no pocas ocasiones se han promulgado en abierta contradicción con la Constitución, sin que ningún Gobierno de ningún signo haya querido interponer recurso de inconstitucionalidad contra las mismas en las épocas en las que las mayorías parlamentarias que amparaban el statu quo no eran mayorías absolutas. Hasta se dio alguna circunstancia que no es meramente anecdótica, como sucede con el recurso 2099/2003 interpuesto el 10 de abril de 2003 por el Gobierno del Partido Popular contra la Primera Ley del Código civil de Cataluña, que fue retirado por el Gobierno del PSOE pocos meses después de llegar al poder: exactamente, el 3 de septiembre de 2004 (así se lee en el Auto 421/2004, de 3 de noviembre, del TC; en idénticos términos, el Auto 454/2004, de 16 de noviembre, por el que el Gobierno desistía en relación con el recurso planteado por el Gobierno anterior contra la Ley de 31 de diciembre, de la accesión y de la ocupación).
Mientras tanto, el artículo 149.1.8ª de la Constitución reserva al Estado la competencia sobre la legislación civil, admitiendo, no obstante, que las Comunidades Autónomas en las que existieran sectores de Derecho civil propio ––el llamado Derecho foral––, pudieran legislar sobre los mismos para llevar a cabo su “conservación, modificación y desarrollo”. A pesar de las críticas, numerosas y merecidas, que ha merecido un precepto que es verdaderamente tortuoso y de difícil entendimiento, una cosa estaba clara: allí donde hubiera Derecho civil propio (señaladamente, Aragón, Navarra, Cataluña, Islas Baleares, Galicia y algún territorio de Vizcaya y Álava ––ninguna de las tres capitales vascas y ninguna zona de Guipúzcoa, por cierto––), y en las materias sobre las que se diese esa circunstancia, el Estado no puede entrar a legislar. Pero siempre, se entiende, que se trate de materias en las que precisamente existiera peculiaridad ––he ahí el dato sobre el que no ha habido acuerdo entre los especialistas––. Naturalmente que en Cataluña o en Aragón hubo desde hace siglos normas diferentes a las castellanas en materias importantes del Derecho civil. Naturalmente que en Cataluña, si los que se quieren casar no estipulan un régimen económico matrimonial que haya de regir su economía familiar, ésta se gobernará por el de separación de bienes, bien distinto al común y no siempre enternecedor contigo, pan y cebolla de los gananciales. Por supuesto que en Aragón lo mínimo que tiene garantizado el viudo que concurre con hijos a la herencia de su difunto consorte es el usufructo de la totalidad de la herencia, y no sólo el usufructo de un tercio, como pasa en el Código civil. Baste con estos dos ejemplos, aunque se podrían dar muchos más. La Constitución abandona felizmente la idea de café para todos en todas y cada una de las materias que componen el Derecho civil, y garantiza el respeto del Estado a las peculiaridades que han existido en algunas materias desde hace muchos siglos en estos territorios. Aquello del Código civil único para toda España, con idénticas normas para todas y cada una de las cuestiones, nunca dejó de ser otra cosa que mera retórica oficial.
"No es de extrañar que la propuesta del Parlamento catalán reconociera a la Generalidad la potestad exclusiva para legislar en materias tan dispares como la propiedad horizontal o como los arrendamientos urbanos. O como la responsabilidad civil. O cuando reserva a la Generalidad la definición de consumidor"
Pero la Constitución también coloca una serie de barreras a esta posibilidad de que los Parlamentos autonómicos legislen en Derecho civil: a) unas son barreras explícitas, cuando el mencionado artículo 149.1.8ª añade que las Comunidades Autónomas que tengan Derecho civil foral no podrán legislar en ningún caso en ciertas cuestiones capitales que han de tener inexcusablemente un idéntico régimen en toda España, como son las reglas sobre aplicación y eficacia de las normas (así, no podría Aragón legislar sobre fraude de ley o sobre cómo se cuentan los plazos en Derecho), sobre relaciones civiles relativas a las formas de matrimonio (vgr., Navarra no podría ahora prohibir los matrimonios de homosexuales navarros), o sobre bases de las obligaciones contractuales (i.e., Galicia no podría legislar sobre las causas de nulidad de los contratos); b) pero hay, a mi juicio y al de muchos, otra barrera implícita y general: las Comunidades Autónomas no pueden decir que ellas están facultadas para legislar en todo lo que no esté incluido en esa lista de materias reservadas exclusivamente al Estado, sino que han de limitar su competencia al ámbito de la peculiaridad normativa.
Desde luego, no es éste el lugar propicio para desarrollar pormenorizadamente el variado juego interpretativo que ha merecido el artículo 149.1.8ª de la Constitución. En resumen, de la copiosísima producción doctrinal que existe sobre el particular se puede decir que una tesis bastante restrictiva es la que coloca el límite dentro del que ha de moverse la competencia de la Comunidad Autónoma allí donde termine el contenido normativo propio de cada Compilación: según esta tesis, es el “índice” de cuestiones que abordaba cada Compilación el que nos permite deducir qué hay de diferente en el territorio concreto, el que nos permite conocer, en fin, cuáles son los supuestos institucionales en cuanto realidades materiales peculiares que tradicionalmente han sido reguladas de manera distinta por el Derecho común y por los Derechos forales.
Personalmente, prefiero pensar que la competencia legislativa de la Comunidad Autónoma es notablemente más amplia que ese glosario de cuestiones diferenciales, y que la conservación, modificación y desarrollo del Derecho civil propio lo que permite, precisamente, es ampliarlo hasta donde lleguen los principios informadores de cada uno de los sistemas en que consisten los Derechos forales, y ello aunque se trate de materias que no estaban recogidas en la letra de las Compilaciones. Esta fue la tesis mantenida por el maestro Lacras y seguida en el importantísimo Congreso de Jurisconsultos de 1981, celebrado en Zaragoza. “Legislar supone innovar”, se dijo, y una vez asumida la competencia, la Comunidad Autónoma podrá legislar libremente sobre la materia objeto de la misma.
El límite, pues, no está en el índice de las Compilaciones, sino en los principios informadores de las instituciones reguladas, o si se prefiere, en la configuración históricamente diferenciada de la común que tiene cada una de ellas en cada Comunidad Autónoma con Derecho foral. Es fácil encontrar buenos ejemplos dentro del rico panorama de instituciones con el que contaba el Derecho civil catalán preconstituconal. Así, si el art. 278 de la Compilación catalana regula la incorporación de materiales propios en suelo ajeno, no hay nada que impida a la Comunidad Autónoma legislar sobre ése y otros supuestos de accesión, inmobiliaria y mobiliaria. Así, nada se puede objetar a que la Ley 25/2001, de 31 de diciembre, de la Accesión y de la Ocupación establezca para Cataluña normas que decidan qué hacer cuando una persona efectúa en terreno ajeno plantaciones o cultivos, distinguiendo entre los que se prolongan más allá del año agrícola y los que no tienen habitualmente tanta duración (art. 5), o preceptos que regulen las construcciones extralimitadas distinguiendo los casos en que el valor del suelo invadido es superior al de la construcción de los casos en que el valor de lo construido es superior al del suelo (arts. 8 y 9). O también una regla para saber qué destino debe seguir el caso de la elaboración de una cosa mueble nueva con materiales ajenos (art. 23).
De la misma manera, si el art. 279 de la Compilación regulaba el usufructo sobre árboles o el 282 se ocupaba del usufructo sobre bosques maderables, un correcto entendimiento de lo que significa el desarrollo del Derecho foral supone admitir que cuando la Ley 13/2000, de 20 de noviembre, de los derechos de usufructo, uso y habitación, establezca normas sobre usufructo de bosques y plantas (arts. 20 y ss.), pero también contenga soluciones para el usufructo de dinero o de participaciones en fondos de inversión (arts. 26 y ss.), o sobre el usufructo con facultad de disposición (arts. 14 y ss.).
Lo mismo se puede decir de la regulación de las servidumbres y de las relaciones de vecindad, cosas de las que se ocupaban los arts. 283 y ss. de la Compilación. Pero la Ley 13/1990 de 9 de julio, de la acción negatoria, inmisiones, servidumbres y relaciones de vecindad, pasa también, a mi juicio en un impecable cumplimiento del mandato constitucional, a desarrollar el Derecho foral regulando también, y de manera íntegra, la acción negatoria de servidumbres.
Parecidamente, había competencia para regular el moderno contrato de vitalicio y las figuras próximas a él, pues, como bien dice el Preámbulo de la Ley 6/2000, de 19 de junio, de Pensiones Periódicas, “el Derecho catalán, a lo largo de su historia, ha conocido diversas instituciones que han supuesto una prestación de pensiones periódicas de carácter ya sea perpetuo o indefinido, ya sea temporal, de índole redimible o irredimible, y con naturaleza real o de obligación. Estas instituciones son, fundamentalmente, el censo enfitéutico, el censo vitalicio, el censal y el violario”.
"La propuesta del Parlamento catalán entiende que la competencia de ejecución comprende la totalidad de la potestad reglamentaria, lo que invitaba a pensar en un Reglamento Hipotecario propio de Cataluña, en un Reglamento Notarial, o de Propiedad Intelectual, o de Marcas o en otro Reglamento de Protección de Datos"
Y hasta puede admitirse que si el art. 344 de la Compilación catalana recogía en su apartado 2 el tradicional Usatge “Omnes Causae”, que establecía un término de prescripción de treinta años para todo tipo de acciones, ya fueran personales o reales, que no tuvieran plazos especiales, pueda Cataluña legislar en la línea de dotar a su Derecho civil de unos plazos más breves, diferenciando cada tipo de acción, máxime si se tiene en cuenta que los términos especiales del Derecho foral precompilado fueron derogados, salvo alguna excepción contadísima -que se reduce al plazo de cinco años de caducidad para reclamar la cuarta vidual (art. 153, pº 2º), al de igual duración para reclamar la declaración de indignidad sucesoria (art. 255) y poco más-, según lo dispuesto en la Disposición Final 1ª de la Compilación de 1960. Y eso justo se hizo en la Ley 29/2002, de 30 de diciembre, primera Ley del Código civil de Cataluña, en cuyo art. 121se ha optado por un plazo general de prescripción de diez años, tanto para las acciones personales como para las reales, pero combinado con otros plazos más cortos, entre los que figura el muy importante plazo de tres años que se concede a las acciones por responsabilidad civil extracontractual, establecido por el art. 121.21.d. Por cierto, que no es verdad lo que dice el Preámbulo de esta Ley de que “la jurisprudencia del Tribunal Supremo fue siempre muy respetuosa con la normativa catalana sobre prescripción y, en este sentido, son numerosas las sentencias en las que se aplicó la prescripción de los treinta años del usaje y se excluyó la del Código Civil”. De hecho, el respeto ha sido escaso, y ello tanto por parte del Tribunal Supremo como por parte de los propios tribunales catalanes. Interesante el trabajo de Lamarca I Marqués, La prescripció de les accions personals que no tenen assenyalat termini especial en el dret civil de Catalunya: la seva inaplicació, presentado en las X Jornades de Dret catalá a Tossa, 7 a 19 de septiembre de 1998.
En resumen, la competencia autonómica no debe vincularse de manera rígida a lo que era, cuando se aprobó la Constitución, el contenido de la Compilación o de otras normas no compiladas. Como señaló la STC 88/1993, de 12 de marzo, cabe que las Comunidades Autónomas regulen instituciones conexas dentro de lo que es una actualización o innovación de los contenidos, pero siempre dentro del marco de los principios informadores del Derecho foral.
Sin embargo, lo que ha terminado triunfando es una tesis absolutamente extrema, que fue la que venía contenida en el Voto Particular que el Magistrado Viver Pi-Sunyer introdujo en la sentencia que se acaba de citar. La idea consiste en renunciar a todo lo que signifique una actualización del viejo Derecho foral, para sustituirlo por la noción de Derecho civil autonómico, entendiendo que la Comunidad Autónoma puede entrar a regular cualquier institución de Derecho civil que no se halle reservada expresamente para el Estado en la lista de materias (esas “barreras explícitas” a que antes se ha hecho referencia) contenida en el art. 149.1.8ª de la Constitución. A ello responde entonces que se hayan promulgado numerosas leyes que han extendido su objeto mucho más allá de lo que eran instituciones y principios informadores del Derecho foral catalán.
El tránsito ha sido el siguiente: (i) se dictan leyes que suponen un correcto sentido de lo que significa “actualización, modificación y desarrollo”, regulándose las antiguas instituciones de la Compilación para aplicar también los moldes conceptuales de las mismas a las nuevas realidades sociales; (ii) se prefiere después la técnica que busca excusas, dictándose leyes que se ocupan de algún aspecto que sí formaba parte, inequívocamente, de ese Derecho propio y distinto, con el objeto de pasar a regular de paso otras instituciones que jamás habían formado parte del mismo; y (iii) se ha terminado por dejar a un lado el disimulo y promulgar leyes que no guardan relación alguna con instituciones de Derecho civil foral.
Incluso en algunas materias se aprecia una línea evolutiva entre (i) y (iii). Por ejemplo, al grupo de la legislación presa del disimulo más o menos contenido –eso que algún autor denomina en círculos informales “inconstitucionalidad, pero pequeñita”– pertenece la Ley 13/1990 de 9 de julio, de la acción negatoria, inmisiones, servidumbres y relaciones de vecindad: aunque no se lea así de claro en su Preámbulo, el legislador catalán aprovecha que la Compilación contaba con una regulación propia para el derecho real de servidumbre (ciertamente fragmentaria y pensada para una sociedad basada en el sector primario de la economía) para pasar a regular la acción negatoria, pero no solamente como medio de defensa de la propiedad libre de cargas frente a atribuciones indebidas de servidumbres por quienes no las tienen, sino también frente a perturbaciones meramente fácticas llevadas a cabo en las fincas vecinas por los amigos de las inmisiones medioambientales. Una necesidad muy sentida en los tiempos que corren (aparte de las acciones de responsabilidad civil extracontractual, que por definición precisan de la causación de un daño, ¿qué acción, si no es la negatoria, puede defender con carácter preventivo la propiedad frente a inmisiones de ruidos, olores, etc., llevados a cabo por un vecino molesto o por una industria cercana?), pero en relación con la cual, para encontrar la competencia catalana en orden a su regulación, hace falta tener un concepto singularmente elástico de las instituciones. Pero aunque haciendo algún esfuerzo logremos encontrarla, lo curioso es que once años después, la Ley 22/2001, de 31 de diciembre, de regulación de los Derechos de Superficie, de Servidumbre y de Adquisición Voluntaria o Preferente pasa a ocuparse, no sólo de la servidumbre (derogando los arts. 4 a 25 de la Ley de 1990), sino, de paso, también del derecho de superficie, y el de opción, y el de tanteo, y el de retracto... La clave se halla en el Preámbulo, que, ya sin necesidad de buscar justificación alguna o anclajes de algún tipo en instituciones o principios del Derecho civil propio de Cataluña –pero “propio” de verdad–, proclama: “Esta regulación, junto con la que contiene la Ley 13/2000, de 20 de noviembre, de Regulación de los Derechos de Usufructo, Uso y Habitación, y con la revisión de la Ley 6/1990, de los Censos, y de la Ley 22/1991, de Garantías Posesorias sobre Cosa Mueble, puede constituir la parte correspondiente a los «derechos reales limitados» del futuro Código civil de Cataluña, aunque los derechos de adquisición puedan constituirse, también, con carácter personal”.
El párrafo proporciona él sólo la explicación. “Ya que estamos haciendo obra en el salón, aprovechemos para alicatar el aseo”. Son los “ya ques” propios de las obras que se deciden hacer en las viviendas. Ya que podíamos regular la servidumbre, hagamos lo propio con la opción de compra. Ya que teníamos competencia para regular el usufructo, regulemos también el uso y la habitación (Ley 13/2000, de 20 de noviembre). Ya que se podía regular la accesión, pues de paso también la ocupación (Ley 25/2001, de 31 de diciembre, de la Accesión y de la Ocupación, recurrida en su momento ante el Tribunal Constitucional por el Gobierno del Partido Popular y retirado el recurso el 3 de septiembre de 2004).
Pero junto a los “ya ques” hay que situar el grupo de la inconstitucionalidad completa, franca, abierta y sin ambages, del que formarían parte la Ley 23/2001, de 31 de diciembre, de Cesión de Finca o de Edificabilidad a cambio de Construcción Futura, o las leyes 22/1991, de 29 de noviembre, de garantías posesorias sobre cosa mueble y 19/2002, de 5 de julio, de derechos reales de garantía, con las que he abierto estas páginas. Dos magníficos ejemplos de legislación promulgada en abierta contradicción con el marco constitucional, pero que, curiosamente, responden a dos órdenes de motivos distintos.
En efecto, la primera de las leyes mencionadas regula la cesión de una finca o de una edificabilidad incluida en la misma que se hace a cambio de la adjudicación de una construcción o rehabilitación futura. Una figura utilísima y muy practicada, que, como se puede leer en el Preámbulo, “permite a los propietarios de terrenos o de fincas edificadas obtener viviendas, locales u otras construcciones, nuevos o rehabilitados, sin tener que intervenir directamente en el proceso de gestión y construcción de los mismos”. Desde luego, el nexo de unión con el clásico Derecho civil catalán resultaba inexistente. Pero entonces, había que buscar el título competencial en otro lugar, y ése no fue otro que el de las atribuciones autonómicas en materia de vivienda, y el propio Preámbulo se encarga de citar la Ley 24/1991, de 29 de noviembre, de la Vivienda. Pero obsérvese bien: buscar en semejante lugar el título competencial para promulgar nuevas normativas de Derecho civil es tanto como decir que cualquier Comunidad Autónoma lo puede hacer, ya sea de las que tenían un Derecho civil propio anterior a la Constitución, ya sea de las que no lo tenían. Y es que en los últimos años venimos asistiendo a un espectáculo que se repite por doquier en cualquier Comunidad Autónoma. Allí donde el legislador autonómico regula determinadas cuestiones que son básicamente de Derecho público y que, según la Constitución, le corresponde regular (turismo, comercio interior, caza, cultura, medio ambiente, reforma agraria, asistencia social, urbanismo y vivienda, etc.), aprovecha, de paso, para abordar en la regulación cuestiones de estricto Derecho civil, utilizando el trampolín que ofrece la normativa jurídico-pública. Es así que los Parlamentos Autonómicos pueden y deben legislar en materia de atención y protección de menores desamparados, pues entonces se aprovecha para regular los requisitos de la adopción. Es así que se legisla en materia de ordenación del comercio minorista, pues entonces se aprovecha para incluir en la regulación determinados preceptos sobre la oferta de contrato. Es así que se regula sobre las competencias del Protectorado de fundaciones que actúan en el territorio de la Comunidad Autónoma, pues entonces se regula de paso el régimen de constitución de la fundación, y la administración y disposición de los bienes de ésta. Es así que existe competencia autonómica en materia de turismo, pues entonces se regula también el régimen de determinados aspectos de los contratos por los que se constituye determinado derecho de aprovechamiento turístico a tiempo compartido (la ya mal llamada multipropiedad). Y así sucesivamente.
"El Código civil de Cataluña regula la posesión, la clasificación de los bienes, la tradición y sus tipos, la acción reivindicatoria (declarando explícitamente su carácter imprescriptible, algo que no está nada claro en el Código civil español), la propiedad horizontal, la comunidad de bienes, la donación, la usucapión, la propiedad y sus limitaciones o la hipoteca"
A veces el Tribunal Constitucional ha puesto las cosas en su sitio, como pasó con la STC 264/1993, de 22 de julio, que declaró contrario a la Constitución el art. 35 de la Ley de 5 de octubre de 1989, de la Actividad Comercial de Aragón, que declaraba la responsabilidad solidaria por las irregularidades derivadas de la venta automática del titular del establecimiento donde se encuentre ubicada la máquina vendedora y del titular de la explotación comercial de la misma. Curiosamente, el art. 43 de la Ley 16/2002, de 19 diciembre, de Comercio de Castilla y León establece exactamente lo mismo, pero nadie ha intentado recurso o cuestión de inconstitucionalidad contra el mismo.
Pero me refería a la posibilidad de otro motivo de inconstitucionalidad diferente. A mi juicio, es el que concurre en las dos leyes promulgadas en Cataluña sobre garantías posesorias mobiliarias. La normativa que llevó, en fin, a que el Ambrosio de la fábula se quedara sin coche. En efecto, límites en la Constitución encontramos también para quien quiera situarse en esa tesis extrema que ve en el problema de la producción jurídico-civil de las Comunidades Autónomas, no una cuestión de Derecho foral sino una cuestión de Derecho civil autonómico. Algo que no está reservado, en consecuencia, para las Comunidades que tuvieran un Derecho civil propio a la entrada en vigor de la Constitución (o, si se quiere, incluyendo a las que lo hubieran tenido en otra época anterior). Pero pensaba yo que el límite mínimo se encuentra, al menos, en la propia Constitución, que reserva al Estado en todo caso una serie de competencias. Quienes defienden la posibilidad de que el órgano legislativo autónomo pueda legislar sobre cualquier materia civil que no se encuentre reservada expresamente al Estado, las barreras explícitas a las que me he venido refiriendo se encuentran en el propio art. 149.1º.8ª, como también en las reglas 2ª (nacionalidad), o 9ª (propiedad intelectual e industrial).
Pero, a juzgar por las producciones normativas catalanas, ni siquiera el límite está ahí. Un derecho de retención configurado como derecho real, oponible como tal frente a terceros y con posibilidades de ejecución de la cosa retenida supone una transgresión sin paliativos de una de las bases de las obligaciones contractuales, algo que se halla explícitamente reservado para el legislador estatal. En definitiva, a primeros de octubre de 2006, Ambrosio se quedó sin coche. Irremediablemente, porque siempre habrá quien diga que “el Estado español propone (la existencia de esa base) y la Generalidad dispone” (sobre el contenido de la misma, aunque sea irreconocible).
La Propuesta de Estatuto. El texto aprobado por el Parlamento de Cataluña. Es justo ésa la línea seguida por la Propuesta de Estatuto, que, en la versión nacida del Parlamento de Cataluña (BOCG de 21 de octubre de 2005), vino a atribuir en su art. 129.1 a la Comunidad Autónoma la competencia exclusiva para legislar en Derecho civil, con la única excepción de las materias reservadas expresamente al Estado en la Constitución. Hábil inversión subversiva, obsérvese, de lo que dice la Constitución: si la regla general en ésta establece que la legislación civil corresponde al Estado con excepciones, el Estatuto catalán dirá que la legislación civil a quien corresponde es a Cataluña con excepciones.
CONSTITUCIÓN
Artículo 149. 1. El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias:
8ª) Legislación civil, sin perjuicio de la conservación, modificación y desarrollo por las Comunidades Autónomas de los derechos civiles, forales o especiales, allí donde existan. En todo caso, las reglas relativas a la aplicación y eficacia de las normas jurídicas, relaciones jurídico-civiles relativas a las formas de matrimonio, ordenación de los registros e instrumentos públicos, bases de las obligaciones contractuales, normas para resolver los conflictos de leyes y determinación de las fuentes del derecho, con respeto, en este último caso, a las normas de derecho foral o especial.
PROPUESTA DE ESTATUTO
(versión Parlamento de Cataluña)
Artículo 129. Derecho civil
1. Corresponde a la Generalidad la competencia exclusiva en materia de derecho civil, que incluye la determinación del sistema de fuentes, con la única excepción de las reglas relativas a la aplicación y a la eficacia de las normas jurídicas, las relaciones jurídico-civiles relativas a las formas de matrimonio, la ordenación de los registros y los instrumentos públicos, las bases de las obligaciones contractuales, las normas para resolver los conflictos de leyes y la determinación de las fuentes del derecho de competencia estatal.
2. La Generalidad tiene competencia exclusiva para regular las obligaciones extracontractuales y los distintos tipos de obligaciones contractuales, en el marco de las bases a que se refiere el apartado 1.
PROPUESTA DE ESTATUTO
(versión Parlamento de Cataluña)
Artículo 129. Derecho civil
1. Corresponde a la Generalidad la competencia exclusiva en materia de derecho civil, que incluye la determinación del sistema de fuentes, con la única excepción de las reglas relativas a la aplicación y a la eficacia de las normas jurídicas, las relaciones jurídico-civiles relativas a las formas de matrimonio, la ordenación de los registros y los instrumentos públicos, las bases de las obligaciones contractuales, las normas para resolver los conflictos de leyes y la determinación de las fuentes del derecho de competencia estatal.
O lo que es lo mismo, sacramentalización de toda esa normativa dictada a lo largo de los últimos años en Cataluña. No es de extrañar entonces que la Propuesta reconozca a la Generalidad la potestad exclusiva para legislar en materias tan dispares como la propiedad horizontal o como los arrendamientos urbanos (art. 137.b). O como la responsabilidad civil (art. 129.2). O cuando reserva a la Generalidad la definición de consumidor (art. 123.e, que incluye la consabida horterada “o consumidora”). O cuando entiende que la competencia de ejecución comprende la totalidad de la potestad reglamentaria (art. 112), lo que invitaría a pensar en un Reglamento Hipotecario propio de Cataluña, en un Reglamento Notarial, en un Reglamento de Propiedad Intelectual (incluida la potestad de crear nuevas entidades de gestión colectiva de derechos), en un Reglamento de Marcas (para ambas propiedades inmateriales, véase el art. 155) o en otro Reglamento de Protección de Datos (art. 156). Este último, por cierto, podría suponer una sobrevenida cobertura legal para que el Gobierno de turno, tripartito o no, pueda hacerse con los datos íntimos de los pacientes de hospitales catalanes, algo que el pasado mes de enero fue noticia de portada constituyó portada en buen número de diarios nacionales (con la excepción de El País, naturalmente). De hecho, también se reservaba para el legislador catalán el régimen del secreto profesional (art. 125.1.c), lo que constituía un olímpico desprecio (bien es verdad que desprecio parcial) por la importantísima Ley Orgánica 1/1982, del honor, la intimidad y la propia imagen. Y ya puestos a invadir competencias estatales de desarrollo de los derechos fundamentales, ahí está ahora el Consejo Audiovisual de Cataluña, que a tenor de lo que dispone la Ley 22/2005, de 29 de diciembre, de la Comunicación Audiovisual de Cataluña, será el encargado de decidir cuándo una información es veraz y cuándo no lo es (arts. 127 y 128), algo de lo que dependerá la calificación de la falta cometida como muy grave (art. 132.b), lo que lleva aparejada como sanción una multa que puede llegar a 300.000 euros y la suspensión de la actividad por un plazo máximo de tres meses, teniendo el prestador de servicios de televisión que “difundir una imagen permanente en negro que ocupe el 100% de la pantalla, con un texto en blanco que indique que el canal ha sido suspendido en su actividad, sin emitir ningún sonido” (art. 136.1.a). Repito que todo esto no lo decidirán los jueces, sino unos señores declarados idóneos por una comisión del Parlamento catalán (art. 114.2).
Pero no nos desviemos del ámbito del Derecho civil. Deteniéndonos un momento en la responsabilidad civil, pero combinada la competencia para legislar sobre esta materia con otras competencias de las referidas, podría suceder en un futuro que buena parte de las reglas sobre responsabilidad aquiliana fueran diferentes en Cataluña. O que, si al legislador autonómico, en un ataque de cordura, le resultara excesivo un panorama semejante, pudiera el ejecutivo hacer uso de la potestad reglamentaria, pues tanto la potestad legislativa como la reglamentaria han de corresponder a la Generalidad, según lo previsto en el art. 110, en el ámbito de sus competencias exclusivas. Cabría pensar, por ejemplo, en una Ley o/y en un Reglamento para la materia de la responsabilidad civil automovilística y su aseguramiento, por ejemplo. En una ley catalana para la que no existiera baremación de los daños corporales, o para la que sí hubiera exoneración del fabricante de productos farmacéuticos defectuosos cuando lograra demostrar que el estado de los conocimientos científicos no había permitido conocer la existencia del defecto cuando el fármaco fue puesto en circulación (a diferencia de lo que sucedería en el resto de España, gracias a lo que establece el art. 6.2.e de la Ley 22/1994, de 6 de julio, de Responsabilidad civil por los Daños causados por Productos Defectuosos). Pero si la noción de consumidor (y consumidora, insisto…) también corresponde al organismo autonómico, podría Cataluña autodotarse de un concepto de consumidor diferente al habitual de destinatario final de los productos que rige en el Derecho español (art. 1 de la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios). Es verdad que ello no afectaría al ámbito de aplicación del régimen de responsabilidad civil por productos defectuosos diseñado por la Ley 22/1994, de 6 de julio, de Responsabilidad civil por los Daños causados por Productos Defectuosos, pues ésta se aplica a los daños causados por los mismos, sea a los consumidores o sea a quienes no lo son. Pero también es verdad que esta ley no se aplica a los usuarios de servicios defectuosos. Podría entonces ocurrir que, como la Disposición Final Primera declara que los arts. 25 a 28 de la Ley para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, no serán ya de aplicación a la responsabilidad civil por daños causados por productos defectuosos, en Cataluña tuvieran un régimen de responsabilidad civil por servicios defectuosos que resultase de aplicación dentro de un ámbito subjetivo diferente al resto del Estado.
Y en un tema distinto pero próximo, definir por libre el concepto de consumidor podría desembocar en el efecto demoledor de que en Cataluña se aplicara el plazo de garantía de dos años previsto por la Ley 23/2003, de 10 de julio, de Garantías en la Venta de Bienes de Consumo, a quienes en el resto del Estado no son personas protegidas por esta normativa, precisamente por no tener la condición legal de consumidores (por ejemplo, al comprador de una máquina de fabricación de productos farmacéuticos que luego son vendidos a los consumidores).
Se me dirá que todo esto son solamente ejemplos dados a título puramente experimental. O que no hay nada que temer, pues el Consejo Consultivo suele hacer las cosas con enorme sentido de la proporción. Y es verdad, pues la moderna legislación civil catalana acostumbra a tener una elevadísima calidad. Pero también lo es que la primera virtud de una buena ley habría de ser que quien la dicte tenga competencia para hacerlo.
La Propuesta de Estatuto, tras la poda, más aparente que real, operada por el Congreso de los Diputados. La reciente confirmación: la Ley del Libro Quinto del Código civil de Cataluña, relativo a los derechos reales. Tras su paso por las Cortes Generales, el texto de la Propuesta de Estatuto ha sido objeto de una poda en lo que toca a las competencias otorgadas a la Generalidad que parece importante (puede verse el texto en BOCG de 31 de marzo de 2006). Y puede que lo sea en algunas materias, pero en lo referente al Derecho civil, el arreglo ha sido puramente cosmético. Es cierto que ha desaparecido la mención expresa a la competencia catalana en materia de propiedad horizontal o de arrendamientos urbanos, que figuraba en el art. 137 La Generalidad no parece tener ya competencia para legislar en materia de secreto profesional (art. 125). Es cierto que la expresa habilitación para definir el concepto de consumidor ya no aparece, tras la modificación del art. 123. Y la supresión del apartado 2 del art. 129 permitiría pensar que tampoco se reconoce competencia para legislar en materia de responsabilidad civil extracontractual.
Pero la poda es, en efecto, más aparente que real. Sigue en pie, inalterada, la flagrante inconstitucionalidad del art. 129, cuyo único párrafo mantiene que la competencia para legislar en Derecho civil corresponde a la Generalidad, eso sí, con el límite de las competencia exclusivas del Estado. Una “única excepción” que va referida a “las reglas relativas a la aplicación y a la eficacia de las normas jurídicas, las relaciones jurídico-civiles relativas a las formas de matrimonio, la ordenación de los registros y los instrumentos públicos, las bases de las obligaciones contractuales, las normas para resolver los conflictos de leyes y la determinación de las fuentes del derecho de competencia estatal”. O lo que es lo mismo, las supresiones mencionadas que se han producido después de la discusión en el Congreso de los Diputados puede que no tengan ni siquiera un insignificante efecto práctico. Cataluña podría legislar en propiedad horizontal, en arrendamientos, en la determinación de quién debe ser considerado consumidor y usuario, en secreto profesional y, naturalmente, en responsabilidad civil extracontractual.
La muy reciente confirmación de todo ello la encontramos en la Ley del Libro Quinto del Código civil de Cataluña relativo a los derechos reales, aprobada por el Pleno del Parlamento catalán en sesión de 20 de abril, publicada en el Boletín Oficial del Parlamento de Cataluña de 8 de mayo pasado, y de la que he podido tener conocimiento y hacer una primera lectura apresurada cuando el presente número de la revista se hallaba en fase de pruebas de imprenta. Sorprende mucho que se trate de una ley aprobada por unanimidad. Y sorprende que no solamente se vengan a refundir, derogándolas, las leyes que en materia de derechos reales, habían sido aprobadas y han sido mencionadas en estas páginas. Lo que sorprende no es, desde luego, que se regulen las figuras que el Derecho foral contenía, como por ejemplo, la accesión, el usufructo o la servidumbre. O que se regulen las figuras que no contenía pero que fueron introducidas en la moderna legislación de espaldas a la previsión constitucional, como la ocupación, el derecho de superficie, el de retención o los de adquisición preferente. Es que el Código civil de Cataluña regula también la posesión, la clasificación de los bienes, la tradición y sus tipos, la acción reivindicatoria (declarando explícitamente, por cierto, su carácter imprescriptible, algo que, desde luego, no está nada claro en el Código civil español), la propiedad horizontal, la comunidad de bienes, la donación, la usucapión, la propiedad y sus limitaciones o la hipoteca. Nada más y, sobre todo, nada menos.
Tiempo al tiempo. Si nadie lo remedia, la conversión de la realidad histórica del Derecho civil foral se convertirá en una idea acientífica, acrítica, ahistórica: la del Derecho civil autonómico. Esa es la España plural, fruto del consenso mal entendido y del manoseado talante de quienes se han debido creer que ser progre consiste en volver al particularismo jurídico medieval, pasando por encima de valores constitucionales como la igualdad de los españoles o la unidad de mercado. Pero como la estulticia del legislador no conoce fronteras, ahí está la Disposición Adicional primera del nuevo Estatut valenciano, que prevé que cualquier competencia asumida por otra Comunidad Autónoma podrá ser inmediatamente asumida por el legislador valenciano. A lo mejor a alguien se le ocurre legislar en Valencia sobre el derecho de retención de nuestra fábula de Ambrosio, ya que el Estatuto quiere volver los ojos a los Fueros del Reino de Valencia para que éste “recupere también la dignidad perdida como consecuencia de la abolición llevada a cabo por la injusta promulgación del Decreto de 29 de junio de 1707”, según se puede leer en la Exposición de Motivos... Así que Ambrosio no se queje, porque a lo mejor acabamos teniendo un bonito panorama: por ahora, si el accidente le ocurre saliendo de Málaga, el mecánico no devuelve el coche hasta que le paguen el arreglo. Si le ocurre en Cataluña, el mecánico lo subasta para cobrar. Pero podría suceder que si le ocurriese en Murcia, el mecánico se lo quede para él, y si sucediera en Alicante, a Ambrosio se lo devuelvan pintado de suave color malva.
Sepa el lector que a fecha de hoy, ya está constituida una comisión de codificación del Derecho civil valenciano, dentro de la cual hay quienes plantean que sería conveniente regular algo tan propio de los Furs abolidos por Felipe V como es… ¡¡¡la posesión!!! Y, también a fecha de hoy, la propuesta de reforma del Estatuto de Andalucía define a esta Comunidad Autónoma como realidad nacional. Quién sabe si en los próximos años vemos los escaparates de las librerías jurídicas poblados de monografías sobre el servidor de la posesión de Extremadura, la responsabilidad civil del poseedor de animales en Castilla y León, la usucapión ceutí o la Ley de Arrendamientos Urbanos de Murcia. Y entonces habrá que recordar a todos que las auténticas Constituciones –como desde hace tiempo hemos leído a los maestros Diez-Picazo y Gullón Ballesteros– hay que buscarlas en los Códigos, pues es en ellos (y no en las, por así llamarlas, “Constituciones formales”) donde se detecta la manera cómo se concretan en el proyecto de vida común que la Constitución es, los valores sociales con vigencia efectiva y la efectiva distribución de las fuerzas sociales. Con el Código civil era como la Historia venía tomando el pulso de las sociedades, pues es en su texto donde descubríamos cómo los ciudadanos compran, venden, prestan, se casan, se divorcian, deslindan sus propiedades, ejercitan la patria potestad… viven, en una palabra.
Ese Derecho civil que tenía en España la hermosa singularidad de contener un Derecho común y unos Derechos forales parcialmente diferentes, y a los que la Constitución quería ver desarrollados y reforzados. Un Derecho común y unos Derechos forales que componían un marco al que también resultaba factible proyectar la idea que el Profesor Díez-Picazo expresaba de manera antológica en su conocido trabajo Codificación, descodificación y remodificación (A.D.C., 1992, págs. 473 y ss.): “El Código encarna la idea de progreso. Ante todo, de progreso en sentido político (las cursivas son mías). Es la plasmación de los principios de libertad individual y de igualdad de todos los ciudadanos. Se piensa que sea el vehículo para estabilizar los principios de la revolución y para extenderlos. Es la mochila de todos los soldados de Napoleón, que propagan la buena nueva por el continente; además de un bastón de mariscal, hay un Código civil”.