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Por: JESÚS MANUEL VILLEGAS FERNÁNDEZ
Magistrado del Juzgado de Instrucción nº 3 de Guadalajara


CONFERENCIA DICTADA EN EL COLEGIO NOTARIAL DE MADRID, SALÓN ACADÉMICO, EL 17 DE NOVIEMBRE DE 2016

Nam mihi lex esse non videtur, quae iusta non fuerit (“no me parece que sea ley aquella que no sea justa”) postulaba ya San Agustín hace más de mil quinientos años. He aquí, acaso, el mayor problema al que se enfrenta el Derecho, la tensión entre Ley y Justicia. Es un dilema que todo juez, tarde o temprano, ha de encarar. Y aunque cada cual lo afronte desde su peculiar idiosincrasia, a la postre las posturas se reducen a dos grandes arquetipos: unos prefieren la letra de la norma; otros, en cambio, su espíritu.
El notario Ignacio Gomá abordaba la cuestión en esta misma revista (edición julio/agosto 2016) analizando las últimas sentencias del Tribunal Supremo en materia hipotecaria. Y detectaba una reciente tendencia al “populismo judicial” que amenazaba la seguridad jurídica e incluso la arquitectura constitucional, emborronando la división de poderes. Pero, al mismo tiempo, reconocía que, gracias al activismo judicial, la magistratura había dado respuestas a demandas sociales que los otros poderes del Estado habían desatendido.
Planteada la discusión en estos términos, en realidad, el problema no es tan grave como aparenta. Y es que la norma posee una doble faz: formal y material. Esta última encarna su finalidad o “espíritu” que, en última instancia, debe prevalecer. Por una razón muy simple, porque el ordenamiento jurídico no es un fin en sí mismo, sino un medio para resolver conflictos. Precisamente el artículo 3 del Código Civil prevé una interpretación “teleológica”, criterio este que no es nuevo, sino que ya fue formulado, tan remotamente como en el siglo XIX, por autores como Savigny. Es más, el intérprete está provisto de otra herramienta antiformalista, a saber, la lectura “sociológica” de la ley, la cual le brinda la “semántica social” para actualizar la acepción de los textos legales. Así, conceptos como los de “pornografía “o “buenas costumbres” han mudado su significación con el decurso histórico. Por tanto, a la exégesis normativa no le queda más remedio que acompasarse, ponerse el día.
Eso sí, el juez estaría obligado a armarse de una batería de cautelas para evitar deslizarse por esa pendiente populista que, parafraseando al citado Gomá, lo acerca al mismísimo Robin Hood. Algunas son muy sencillas: 1) No callar jamás sus razones. Tal como explica Perfecto Andrés Ibáñez, siguiendo a Ferrajoli, hay que ponerlo todo negro sobre blanco. Si el juez alberga alguna motivación que no es capaz de plasmar por escrito, entonces no es una “razón” sino un argumento bastardo que debe desecharse. 2) No mentir jamás. Determinados especímenes togados primero piensan la solución al caso y después, sólo después, se inventan los fundamentos jurídicos con los que revestir una decisión previamente tomada. Semejante conducta frisa la prevaricación.

"Las posturas se reducen a dos grandes arquetipos: unos prefieren la letra de la norma; otros, en cambio, su espíritu"

¿Fin de la historia?
Pues no. El problema es bastante más complejo. La auténtica dificultad se plantea cuando el juez pretende apartarse del espíritu de la norma, tergiversar su finalidad, en definitiva, actuar extra legem. Como advertía el filósofo Radbruch con ocasión de la experiencia nacionalsocialista, ante situaciones de injusticia extrema la decencia obliga a apartarse de la ley. Es más, incluso Ronald Dworkin ha llegado a defender el embuste judicial, que el juez mienta en la sentencia si de ese modo hace justicia.
Pensemos, por ejemplo, en la prisión provisional. A veces no concurre riesgo de fuga ni ninguna otra de las finalidades legales. Pero, aun así, la sociedad ya está harta de la impunidad de los delincuentes, cómo entran por una puerta del juzgado y salen por otra. Diríase que los tribunales prefieren a los facinerosos antes que a la gente honrada. ¿No sería, entonces, un imperativo moral mandar a ese ladrón recalcitrante una temporadita a la sombra para que le sirva de escarmiento?; o bien, algunos casos sangrantes de violencia machista, donde tal vez no concurran los requisitos legales para dictar una orden de protección, pero en los que las relaciones de pareja se han construido sobre la desigualdad. ¿No tomará el juez partido por las mujeres, secularmente tratadas como seres inferiores?
Obviamente, la regla del “negro sobre blanco” aquí no vale. No es imaginable una sentencia donde el magistrado escriba sin pudor: “aun sabiendo que no hay pruebas suficientes, condeno al acusado porque, como todos sabemos, es un redomado canalla y se tiene bien merecido ir a prisión”. O, quizás más claro, retomando a Ronald Dworkin, en el contexto de la guerra del Vietnam: “como juez que soy, aunque lo ordene el Presidente o el mismísimo Congreso de los Estados Unidos, no voy a permitir que un joven vaya a morir a las selvas asiáticas en una aventura militarista que a nadie importa salvo a los halcones del Pentágono, a la oligarquía política y a los plutócratas de la industria armamentística”. La única salida sería, primero, tomar la decisión en el fuero interno; y, más tarde, recubrirla en el fuero curial con ropajes jurídicos que enmascaren las genuinas razones. Ciertamente, se hace todos los días, y no pasa nada.

"Si estamos convencidos de que la justicia debe primar sobre la ley, entonces no queda más remedio que ponerlo negro sobre blanco"

¿O sí?
Semejante conducta entraña formidables riesgos sistémicos. El juez que toma partido por uno de los litigantes no es imparcial y, por tanto, prescinde de su condición de “tercero” (terzeità, como lo llama la doctrina italiana). En consecuencia, una de las partes pierde la confianza en el tribunal y, por tanto, buscará la satisfacción de sus intereses al margen del ordenamiento jurídico. En suma, el paso de la heterocomposición a la autocomposición. Es una constante histórica. Cuando un pueblo no confía en sus magistrados, la violencia permea la sociedad, hasta alcanzar situaciones extremas en que los matones, escuadrones de la muerte o guerrillas toman el relevo a las fuerzas del orden. Pero no es menester llegar tan lejos. Simplemente, por ejemplo, si los bancos saben que el juez está de antemano condicionado a favor de los clientes, intentarán obtener beneficios al margen de la ley. Paradójicamente, el activismo judicial fomenta, a la larga, la injusticia social.
Nos topamos, pues, con una aporía. No sabemos qué camino tomar. Aunque suene extraño, tales dilemas derivan de la existencia misma de la división de poderes. En el Antiguo Régimen, durante la monarquía absoluta, las cosas resultaban más sencillas. El acto de juzgar y legislar, en muy buena medida, eran uno solo. En teoría, el Rey era el único juez. Los demás magistrados actuaban solamente por delegación suya. Ante una injusticia concreta, la decisión judicial creaba llanamente el derecho. Sentencia y norma eran dos caras de una misma moneda, manifestaciones del indivisible acto soberano. Lo malo es que, como los propios juristas de la época comprendieron, el sistema era proclive a los abusos. Lástima que la descendencia de Salomón haya sido tan exigua.

"Si algunos no tienen agallas para ejercer su oficio sin poner la verdad por delante, les ha llegado el momento de ir pensando en colgar la toga"

La conclusión, aun contraintuitiva, no parece ser otra sino reconocer que a veces la decisión judicial está abocada al absurdo. Claro está que absolver a un culpable, por meros legalismos, es un absurdo, máxime cuando todos sabemos que no es inocente. O que se lucre el rico a costa del pobre. Pero es el precio que el sistema paga por evitar males mayores. Llegados a este punto, la pelota está en el tejado del legislador, que debe poseer la suficiente agilidad para cambiar las normas cuando queden obsoletas; y, también, la suficiente habilidad para diseñar mecanismos procesales eficaces y eficientes a la par. Lo más fácil, empero, es pasarle la patata caliente al juez.
Pero, con todo, la patata ya está en manos del juez. ¿Qué hacer, entonces? Pues bien, no mentir nunca. Si estamos convencidos de que la justicia debe primar sobre la ley, entonces no queda más remedio que ponerlo negro sobre blanco. El pueblo, a través de sus representantes, ya reaccionará. La mentira, en cambio, introduce fricciones en el sistema que entrañan un riesgo de sobrecalentamiento y, a la postre, de explosión. Lo más fácil, sin embargo, es maquillar las auténticas razones y marcharse luego a casa tranquilamente como si nada hubiese pasado. Pero también, lo más cobarde. Si algunos no tienen agallas para ejercer su oficio sin poner la verdad por delante, les ha llegado el momento de ir pensando en colgar la toga. Para ser juez hay que ser valiente.

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