ENSXXI Nº 78
MARZO - ABRIL 2018
Control penal de la libertad de expresión
Era previsible que una sociedad que ha ido limitando paulatinamente sus mecanismos de exigencia de responsabilidad por todo tipo de conductas sociales y políticas al más estricto Derecho positivo, terminase abocado a echar mano del Derecho penal, última ratio de defensa social, para controlar los excesos derivados de la libertad de expresión. Es, sin embargo, una mala noticia, pues demuestra a las claras que nuestra sociedad no se considera a sí misma lo suficientemente fuerte como para ignorar jurídicamente esos ataques. Con el inconveniente añadido de que, al reaccionar de esta manera, no hace más que agravar su debilidad, pues, por un lado, proporciona a los infractores un altavoz que no merecerían y, por otro, envía a los ciudadanos un mensaje de sospecha en el ejercicio de la libertad de expresión que en una democracia liberal solo puede traer inconvenientes.
Efectivamente, en una democracia, la controversia, el conflicto, la lucha verbal, no solo son inevitables, sino muy recomendables. Es deber del Estado fomentar esas dinámicas, cuyo resultado global suele ser siempre enriquecedor, por lo que debe ser extremadamente cuidadoso a la hora de controlar sus inevitables excesos. Como regla general debería permitir que fuese la propia sociedad a través de sus mecanismos de control informal la que ejerciese una primera censura, la más poderosa de las cuales es, sin duda, el silencio. Un provocador sin respuesta es un enemigo derrotado. No obstante, hay que reconocer que nosotros mismos nos hemos empeñado en desactivar concienzudamente esos mecanismos defensivos, como demuestra la actual crisis mediática y política, que no solo es una crisis económica o estructural, sino también moral.
"La constante huida del Derecho civil al penal en tantos temas, entre otros este, debería llenarnos de preocupación"
Pero aun así, cuando por las circunstancias del caso esa primera defensa queda desbordada o resulte inoperante, el Derecho ofrece remedios menos agresivos, no destinados a sancionar conductas que se consideran moralmente inapropiadas, sino a obtener reparación por daños efectivamente producidos. Para eso está precisamente el Derecho civil. Aquí no se busca tanto la reconducción del sujeto inadaptado como la reparación del daño moral provocado. La constante huida del Derecho civil al penal en tantos temas, entre otros este, debería llenar de preocupación a cualquier sociedad que se denomine democrática. Hemos perdido completamente de vista que la principal misión del Derecho no es inmiscuirse en las conductas morales de los ciudadanos con el objeto de reconducirlas, sino en preservar el equilibrio ínsito en la misma idea de la Justicia. Algo evidente no solo para los juristas romanos, sino para nuestros grandes juristas-teólogos de la segunda escolástica.
Solo cuando el exceso llegue a suponer un peligro real e inminente para la paz social está justificado acudir al Derecho penal. Pero aun así, probablemente no en su vertiente más rigurosa de la privación de libertad en un centro penitenciario, que suele ser escuela de pocas cosas edificantes, sino a través de medidas sociales y de reducación que en estos temas deberían constituir la regla general.
Es el momento de poner freno a esta carrera punitiva en la que parece que estamos inmersos desde hace ya décadas, en muchos temas, pero especialmente en este.