ENSXXI Nº 8
JULIO - AGOSTO 2006
MIGUEL ÁNGEL
Periodista
La guerra según se ha visto en Irak y tal como la definió Clausewitz, es un acto de fuerza para obligar al contrario al cumplimiento de nuestra voluntad. De modo que la fuerza es el medio y el sometimiento del enemigo a nuestra voluntad el fin. Por ahí adelante llegamos a que la estrategia es un sistema de oportunidades o dicho de otro modo es el arte de actuar bajo la presión de las circunstancias más difíciles. Porque es en la atmósfera que resulta del sonido de las balas silbando alrededor de la cabeza y de la visión de los hombres muertos y mutilados, cuando “la luz de la razón se refracta de manera muy distinta a la normal en la reflexión académica”. Se ha afirmado que la inercia mental induce siempre a combatir conforme a la guerra precedente. Para evitarlo es preciso examinar con el máximo interés las guerras actuales para extraer las lecciones que de ellas puedan derivarse y romper el maleficio gravitatorio de creer que se tiene razón por haberla tenido.
Empecemos por recordar que el ultimátum a Sadam Hussein, había sido lanzado el 16 de marzo de 2003 en las Azores por los denominados tres tenores -el presidente de Estados Unidos George W. Bush, el premier británico Toñín Blair y el presidente del Gobierno español José María Aznar- con el primer ministro portugués José Manuel Durao Barroso en funciones difuminadas de anfitrión. Cuando la flecha está en el arco tiene que partir y el despliegue de las fuerzas en Kuwait Arabia Saudí y Turquía se había consumado desde meses atrás. La invasión se iniciaba apenas cuatro días después el 20 de marzo y la toma Bagdad sucedía en abril, con derribo escenificado para los canales de televisión del monumento a Sadam, sin que ofrecieran resistencia estimable unos ejércitos evaporados en su repliegue progresivo del escenario bélico. Nada parecía interponerse sobre el terreno al avance de los aliados ni tampoco la aviación iraquí se dignaba hacer acto de presencia.
Enseguida veíamos al presidente Bush, ataviado como un piloto de combate descender de un avión de caza que acababa de aterrizar en la cubierta del portaviones Abraham Lincoln, para escenificar una de las más extrañas proclamaciones imaginables, según la cual las principales operaciones militares en Irak se consideraban concluidas pero seguíamos en una guerra sin fin contra el terrorismo. Nada comparable, por tanto, al Victory Day porque tampoco ningún almirante como Kart Dönitz había firmado en Bagdad una rendición como la de Berlín en 1945, y porque las fuerzas de la coalición angloamericana en lugar de ser recibidas como liberadoras por la población sufriente estaban siendo combatidas por la insurgencia como ocupantes y sumaban sin cesar bajas en sus filas.
"Veíamos al presidente Bush descender de un avión de caza, para escenificar una de las más extrañas proclamaciones, según la cual las principales operaciones militares en Irak se consideraban concluidas pero seguíamos en una guerra sin fin contra el terrorismo"
De manera que Irak, donde el terrorismo interior era inexistente y el terrorismo internacional carecía de soporte alguno, acababa erigido en lugar privilegiado para su acomodo y en argumento encendido para la recluta de nuevos combatientes entre los islamistas convencidos. Al principio pudo apuntarse todo en el debe de Sadam Hussein, que seguía sin ser encontrado, pero después de ser capturado en una alcantarilla la resistencia continuó con la misma o mayor intensidad. También fueron cayendo en manos de los marines los colaboradores de Hussein, con cuyas efigies se había formado una baraja de figuras buscadas. El alivio seguía entonces y sigue ahora sin llegar pese a la constitución provisional, a las elecciones generales, a la subsiguiente formación del gobierno en Bagdad y a la eliminación de Al Zarqawi, líder de Al Qaeda en Irak.
La conocida espiral acción represión llevaba a barbaries como la de la prisión de Abu Graib, cuyos horrores grabados en imágenes para ser exhibidas como prendas de victoria producían la consternación inconsolable del mundo civilizado y privaban a la causa de la guerra de Irak de la fuerza moral necesaria. El problema de hinchar el perro es que para mantenerlo en su volumen hay que seguir soplando de modo permanente y no hay pulmones que resistan semejante esfuerzo. Por eso, cuando la presión neumática decae vienen los descensos en la popularidad y al llegar las elecciones pasan factura. Así fue derrotado el Partido Popular de José María Aznar en marzo de 2004, Toñín Blair se encuentra en sus horas más bajas y George Bush parece que conducirá a los republicanos a la derrota en los comicios de noviembre próximo. El intento de prodigar recompensas para que se deduzcan de ellas heroísmos, al que aludía Francisco Silvela en su artículo “Sin pulso”, se averiguaba inservible.
Para incentivar la urgencia de llevar a cabo la guerra, la imagen del dictador Sadam Hussein se había dibujado como la del Hitler de nuestros días y a sus ejércitos se les había atribuido el adiestramiento, la potencia de fuego y la capacidad ofensiva que en su día acreditaron los de la Alemania Nazi. Salir al paso de esa amenaza que presentaban multiplicada por la posesión de armas de destrucción masiva se convertía en un deber moral para defender los valores de la civilización occidental, el mismo deber que asumió en Londres con toda lucidez sir Winston Churchill en medio de tantas deserciones, entreguismos y appeasements como los intentados por Chamberlain en Munich, que sólo sirvieron para envalentonar al Führer.
Los valedores de la guerra primero aportaron pruebas falsas fabricadas ex profeso por los servicios de inteligencia americanos y británicos y exhibidas por el secretario de Estado americano Collin Powell en Naciones Unidas y luego prefirieron orillar al Consejo de Seguridad, una vez que concluyeron la imposibilidad de ponerlo de su parte. Se improvisaron entonces doctrinas que permitieran optar por las coaliciones ad hoc en lugar de servirse de las alianzas permanentes, donde los signatarios solventes podían bloquear los acuerdos de intervención bélica. Así se impuso el principio de que la misión hace la coalición. Bastaba pues con impulsar una iniciativa y abrir un banderín de enganche para los países que voluntariamente quisieran comprometerse.
Todavía el general norteamericano David McKiernan denominó Cobra II al avance sobre Bagdad, queriendo rememorar la gesta del general George Patton quien en julio de 1944 al mando del mismo Tercer Cuerpo de Ejército llamó operación Cobra al desembarco en Normandía, que iniciaba la liberación de Francia. Pero tanto su impulso moral como su desarrollo fueron muy distintos. La degradación sucedida entre los propósitos enunciados por los neocons en Washington y las realidades contrastadas ha sido abismal. Como ha escrito Maureen Dowd en The New York Times Bush dejó las tropas americanas con armamento inadecuado y sin preparación psicológica. Y los medios de comunicación incitadores del patriotismo de adhesión primario han terminado por descubrir muy tarde la toxicidad de esos requerimientos. Mientras, las causas invocadas para ir a la guerra de Irak han querido ser alteradas a posteriori conforme a las necesidades políticas de sus promotores.
De las lecciones a extraer de Irak podría dar idea el examen de qué ha quedado, por ejemplo, de la admirable arenga del teniente coronel Tim Collins, comandante del Primer Batallón del Regimiento Real Irlandés ante sus hombres el 20 de marzo de 2003 en Kuwait cerca de la frontera iraquí. Allí, entre otras cosas les dijo: “Vamos a liberar, no a conquistar. Nuestras banderas no van a ondear en su país. Vamos a entrar en Irak para liberar a un pueblo y la única bandera que ondeará en esa tierra antiquísima es la suya propia. Mostrad respeto ante ella. Irak cuenta con una gran riqueza histórica. Es el emplazamiento del Jardín del Edén, del Diluvio Universal y es el lugar del nacimiento de Abraham. Tendréis que recorrer un largo camino para encontrar un pueblo más amable, generoso y recto que el iraquí. Os hará sentir avergonzados su hospitalidad aunque no tengan nada. No les tratéis como a refugiados puesto que se hallan en su propio país. Sus hijos serán pobres y en los años venideros sabrán que la luz de la liberación se la trajisteis vosotros. Acabar con otra vida humana supone un gran paso. No ha de hacerse a la ligera. Sé de hombres que han arrebatado vidas sin necesidad en otros conflictos y puedo aseguraros que viven con la impronta de Caín en su interior”.
Vale la pena comparar las instrucciones del teniente coronel británico, ejemplo de contención y humanidad, con las realidades brutales que ha terminado por reconocer el Pentágono al descubrirse la masacre de Haditha, una matanza a sangre fría perpetrada el 19 de noviembre de 2005 por un grupo de marines, que acribilló a 24 civiles iraquíes inermes, con mujeres y niños incluidos. Su parecido con la matanza de la aldea vietnamita de My Lai, ocurrida en 1968, que conmovió entonces a la población de los Estados Unidos nos devuelve al desastre moral que propicia el recurso desaforado a la fuerza, más allá de los usos y leyes de la guerra a los que es preciso atenerse si, como corresponde al honor del guerrero del que habla Michael Ignatief, por encima de la victoria se busca la gloria. En caso contrario cuando se proclama el vale todo se acaba imponiendo el vértigo de la barbarie.
(1) La primera versión de este texto fue presentada por el autor en el XVII Seminario Internacional de Defensa, organizado por la Asociación de Periodistas Europeos que se celebró en Toledo los días 9 y 10 de junio de 2005